El amor, el dandysmo y la intriga - 01

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_Pío Baroja_
_MEMORIAS DE UN
HOMBRE DE ACCIÓN_
_El aprendiz de conspirador._
_El escuadrón del Brigante._
_Los caminos del mundo._
_Con la pluma y con el sable._
_Los recursos de la astucia._
_La ruta del aventurero._
_Los contrastes de la vida._
_La veleta de Gastizar._
_Los caudillos de 1830._
_La Isabelina._
_El sabor de la venganza._
_Las Furias._
_El amor, el dandysmo y la intriga._


MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
EL AMOR, EL DANDYSMO Y LA INTRIGA


ES PROPIEDAD
DERECHOS RESERVADOS
PARA TODOS LOS PAÍSES

COPYRIGHT BY
PÍO BAROJA
1923

IMPRENTA DE CARO RAGGIO: MENDIZÁBAL, 34, MADRID.


PÍO BAROJA
MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
EL AMOR,
EL DANDYSMO
Y LA INTRIGA
NOVELA
SEGUNDA EDICIÓN
[Ilustración]
CARO RAGGIO, EDITOR
MENDIZÁBAL, 34, MADRID


PRIMERA PARTE
EXPERIENCIAS Y DESILUSIONES

EN LA ENGADINA
COMIENZO a escribir este libro--dice Leguía--en Suiza, en un pueblo del
cantón de los Grisones. No sé dónde lo concluiré, ni si lo concluiré.
Me han recomendado pasar el verano en un sitio alto para mis bronquios
y para mi ciática, y aquí estoy, en un cuarto amplio y ventilado de una
casa antigua que perteneció a un obispo.
Es una casa que tiene en una de las paredes que da al jardín un reloj
de sol y, alrededor de él, una orla con esta sentencia, en romanche:
_Il solacl splendura per touts_, sentencia optimista y mixtificadora
que parece querer decir mucho y no dice nada.
El verano actual el sol _splendura_ poco, y aunque la dueña de la casa,
dueña también de un barómetro tan optimista como el letrero del reloj
de sol, afirma que el buen tiempo se aproxima, el buen tiempo no llega
y el sol no _splendura_ para nadie.
Hace siempre lluvia, frío y sobre todo viento, un viento furioso
que muge como si hubiera por esos campos algún búfalo gigantesco de
malhumor.
La casa está bien preparada para el frío. Mi cuarto se halla recubierto
de madera: tiene dos ventanas con vidrieras dobles, que cierran
perfectamente, y una estufa de faienza en un rincón.
Una de las ventanas mira hacia el pueblo, que es silencioso y triste,
con una torre de iglesia alta, blanca, puntiaguda, con el tejado de
pizarra; la otra da al valle, valle largo y estrecho.
En el pueblo, enfrente, veo una casa antigua, con un mirador de madera
adornado con escudos y un esgrafito que representa un macho cabrío
erguido, y debajo, este letrero: _¡Evvíva la Grisha!_
Delante de la ventana que da al valle tengo mi mesa, y cuando no leo
contemplo distraído el panorama. A la derecha hay montes formidables
con la cima nevada, y las faldas que avanzan hacia el centro del valle,
cubiertas de abetos y de alerces; a la izquierda, montes más bajos, con
árboles y praderas; en medio corre el río, verde, blanquecino, trazando
eses, costeando aldeas por entre campos llenos de flores, y en el
fondo aparecen unas montañas blancas, altas, como dos gigantes que se
apoyaran el uno en el otro.
No se ve apenas nadie por estos contornos, ni por la carretera, ni por
los caminos. El cantón de los Grisones tiene el buen acuerdo de no
permitir automóviles. El silencio aquí es imponente, magnífico.
Mi entretenimiento los días malos es mirar el ir y venir de las nubes
a los lejos, sobre las montañas lejanas y blancas, que se me figuran
gigantes hermanos.
Cuando la niebla se nos echa encima, los montes, cubiertos de árboles,
tienen un aire misterioso y romántico de balada germánica. Se ve todo
vagamente, como por un cristal esmerilado. Las copas de los árboles en
la línea quebrada de los montes dan la impresión de un regimiento de
fantasmas.
En este cuarto de mi casa solitaria, ante el paisaje grave y
silencioso, voy a continuar mi obra las MEMORIAS DE UN HOMBRE DE
ACCIÓN. Ahora me toca escribir sobre mi juventud.
Esta calma, este reposo, deben ser propicios para sacar a flote los
recuerdos más lejanos, aun aquellos ya dormidos en el fondo de la
conciencia. En sitios así únicamente se comprende que un poeta suizo,
al escribir sus Memorias, haya dedicado un capítulo largo a las
impresiones de su infancia, de cuando contaba la tierna edad de un año.
Tal era la precocidad del autor, que, ya a los pocos meses de vida,
filosofaba y estetizaba. Un esfuerzo más, y este suizo nos hubiera
contado sus impresiones de la vida intrauterina.
Yo no poseo tan prodigiosa memoria, no puedo llegar a la precisión de
un individuo de esta raza de relojeros y de tiradores al blanco; no soy
suizo, sino vasco, y aunque vasco y gascón es primitivamente lo mismo,
no he llegado ni por la fantasía ni por el recuerdo a figurarme lo que
pensaba cuando estaba en pañales.
Voy a recordar mi juventud. No sé si habrá alguno que me lea o si todo
este montón de papel escrito acerca de la vida de Aviraneta y la mía
irá a parar al fuego. Aunque así sea, esta es mi única distracción, mi
único entretenimiento, por desgracia, y me pongo a la obra.
Comprendo que esta literatura, hecha exclusivamente como recurso contra
la tristeza y el aburrimiento, tiene que ser mediana y de pocos vuelos;
pero, en fin, no es fácil volar, ni siquiera con la imaginación, cuando
se es viejo y se está cansado.
Pero hay que ser optimista, ¡qué diablo! _¡Il solacl splendura per
tuots! ¡Evvíva la Grisha!_


I
DE SANTANDER A BAYONA

UN día de verano de mucho calor íbamos Aviraneta y yo en un barco de
Santander a San Sebastián. El barco era el bergantín la _Gaviota_, y
tenía unas trescientas toneladas. Marchaba suavemente, con un viento
fresco que hinchaba todo su velamen.
Aviraneta dormía envuelto en una manta, tendido en un banco de la
toldilla de popa, y yo me paseaba de un lado a otro mirando la costa
con un anteojo del capitán.
Al pasar por delante del cabo de Machichaco, Aviraneta se levantó, miró
su reloj y me llamó con la mano.
Yo me acerqué a él.
--Tenemos que hablar--me dijo.
--Es lo que yo estaba pensando.
--La misión que te voy a encargar, amigo Pello, va a ser una misión
difícil y que exigirá mucho tacto.
--Haré lo posible por tenerlo.
--Por el momento vas a establecerte en Bayona.
--Muy bien.
--¿No tienes ninguna objeción que hacer contra Bayona?
--Ninguna. No he estado allí, pero no tengo ningún motivo de antipatía
contra esa ciudad famosa por sus capones y sus chalecos.
Habíamos salido Aviraneta y yo de Laguardia, pasado por Miranda de
Ebro, y de Miranda de Ebro alcanzado en silla de posta Santander. El
tiempo estaba muy caliente, el cielo muy azul y el mar tranquilo.
--¿Tú conoces San Sebastián?--me preguntó Aviraneta.
--Sí; he vivido allí más de un año.
--Vas a estar en San Sebastián una semana.
--¿Usted también?
--No; yo pasaré allí esta noche solamente. Mañana por la mañana iré a
Bayona.
--Y yo, ¿qué tengo que hacer en San Sebastián?
--Harás lo posible por enterarte de todo lo que se dice respecto a la
guerra.
--No es mucha ocupación.
--La ocupación vendrá más tarde. Visitarás también a mi primo don
Lorenzo de Alzate, que es secretario del Ayuntamiento; a don Domingo
Orbegozo, persona de importancia, y al jefe político de Guipúzcoa,
don Eustasio Amilibia. Al mismo tiempo escribirás a tus conocimientos
comerciales diciendo que vas a establecer una casa de comisión en
Bayona.
--¡Yo! ¡Una casa de comisión!
--Sí.
--No lo sabía.
--¿Es que te parece mal?
--No, no. ¿Por qué?
--Dile a Orbegozo que te recomiende a los comerciantes amigos suyos de
San Sebastián; sobre todo, a ver si te puede poner en relaciones con
Lasala y con Collado.
--¿Y luego?
--Luego, en cualquier lancha que salga para San Juan de Luz, te
embarcas, y de allí, a Bayona.
--¿Y en Bayona, qué hago?
--En Bayona llegas y te instalas en la fonda de San Esteban; luego
miras en un plano de la ciudad que hay en el escritorio del hotel
dónde está la calle de los Vascos; te diriges a esa calle y buscas
una lencería que tiene en el escaparate pañuelos de colores y que
es también posada: es la casa de Iturri. Entras en ella y preguntas
por mí. Si yo no estoy me mandarán un aviso e iré en seguida y
continuaremos esta conversación.

EXPLICACIONES
--¿Y por qué no continuarla ahora?--pregunté yo.
--¿Qué quieres decir?
--Las instrucciones que usted me ha dado trataré de cumplirlas lo mejor
posible; pero creo que debía usted explicarme algo de lo que hay en el
fondo de esta expedición, decirme su objeto y quién la dirige, para que
no vaya yo, sin saberlo, a hacer una tontería.
--Sí; tienes razón. ¿No hay nadie por ahí que nos oiga?
--No. Ahora sube un pasajero. Vamos, si quiere usted, hacia la proa.
Haremos como que miramos al mar.
Nos acercamos a la proa del barco. Se veía a lo lejos, a la derecha, el
cabo Ogoño, alto, romo, tajado a pico y de color rojo, y delante, la
silueta gris de la isla de Guetaria.
--Te contaré--me dijo Aviraneta--cómo he aceptado yo esta comisión.
Estaba en Madrid, a principios de este año, escondido porque me
perseguía el Gobierno de Mendizábal, vivía obscuramente llevando las
cuentas de un ferretero de la calle de los Estudios, cuando a fines
de mayo se comenzó a hablar de la expedición real de los carlistas.
Yo había tenido que recurrir varias veces a un amigo mío, don José
María Cambronero, jefe de una de las secciones del Ministerio de la
Gobernación, para parar los golpes de la policía, que me molestaba
constantemente. Una noche, al volver a mi casa, encontré una tarjeta de
Cambronero, en la cual me decía que fuera a verle a su oficina. Fuí,
me acogió amablemente y me hizo pasar al despacho del ministro, don
Pío Pita Pizarro. El ministro me dijo que se habían interceptado unas
cartas escritas desde Bayona, en las que se hablaba de un gran complot
carlista que tenía por objeto sublevar la Mancha, Andalucía y los
presidios de Africa. Pita Pizarro me preguntó si quería encargarme de
este asunto y de estudiar la manera de hacer abortar la conspiración.
En principio le dije que sí y le hice varias observaciones. A los
cuatro o cinco días un palaciego amigo mío, Fidalgo, vino a buscarme
a casa, me llevó al Palacio Real y me presentó a la Reina.--Sé la
misión que has tomado--me dijo María Cristina--; pon en la empresa toda
tu alma. Si el dinero que te da Pita Pizarro no te basta, escríbeme a
mí.--Así lo haré--. Es todo lo que ha ocurrido.
--Sabiéndolo me parece que estoy más seguro de mí mismo--le dije a don
Eugenio.
--Vamos a trabajar por la libertad y por la Reina; vamos a poner todos
los medios para acabar la guerra, que nos consume y nos aniquila.
Tras de esta confidencia, yo intenté llevar a Aviraneta al terreno de
los detalles, pero él me dijo:
--En esta clase de trabajos en donde colaboran varios conviene que sólo
uno, el jefe, esté enterado del conjunto de las operaciones. Tú, poco a
poco, irás conociendo a los agentes que trabajan en tu mismo campo; yo
te los iré indicando cuando venga el momento.
Comprendí que mi misión iba a tener mucho de confidencia y de
espionaje; pero en esta época todos los políticos activos y los
generales, quitando los oradores ampulosos y huecos de Madrid, tenían
que practicar el espionaje.
Llegamos a San Sebastián; yo fuí a la antigua casa de huéspedes en
donde había vivido, y Aviraneta, al Parador Real.

EN SAN SEBASTIÁN
En los ocho días que estuve en San Sebastián me enteré de varias cosas
relacionadas con el viaje de Aviraneta. Los políticos estaban alarmados
con la marcha de don Eugenio a Francia; los masones trabajaban contra
él.
La Plana Mayor General había escrito al conde de Mirasol señalándole
la presencia del peligroso personaje. Alzate contó que la misma noche
de nuestra llegada a San Sebastián el conde de Mirasol mandó llamar a
Aviraneta, y que tuvieron los dos una conferencia reservada. Pasada la
semana en San Sebastián, siguiendo las instrucciones de don Eugenio, y
habiendo logrado que algunos comerciantes me dieran representaciones
de sus casas, me embarqué en una trincadura, desembarqué en Socoa y fuí
en un cochecito a Bayona, y paré en la fonda de San Esteban.
Contemplé el plano de la ciudad, me di cuenta de sus calles y, al
anochecer, seguí la orilla derecha del Nive por el muelle de los
Mercados.
Estaban algunos pescadores en el pretil del río, di la vuelta a la
torre de Sault y aparecí en la calle de los Vascos. Era una calle
estrecha, triste, en la que olía a pescado; se hallaba entre los
muelles del Nive y la calle de España, y salía a la de la Pescadería.
Vi en las portadas muchos nombres vascongados: Olhagaray, Etcheverry,
Hiribarne, Errachu, y, por fin, encontré la tienda de Iturri, tienda de
pañolería en el piso bajo y de posada en los altos, y entré en ella.


II
AVIRANETA Y YO

NO sé si habrá notado el lector que, después de los doce tomos ya
publicados de las MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN, ahora sigo con mi
relato, interrumpido en la mitad del primer tomo de _El aprendiz de
conspirador_. Esa mitad del primer volumen es como el prólogo de toda
mi obra.
Si algún curioso ha llegado en la lectura hasta aquí, no cabe duda que
es amigo y que habrá perdonado los innumerables olvidos, equivocaciones
y errores que se me han pasado en tan larga narración. En este libro
que comienzo ahora hablo más de mí mismo que de Aviraneta, y hago casi
mi autobiografía.
Podría haber escrito una historia con pretensiones de seria de algunos
sucesos, porque muchos de mis datos son nuevos y desconocidos, pero
desconfío de la historia que se tiene por seria.
La historia es siempre una fantasía sin base científica, y cuando se
pretende levantar un tinglado invulnerable y colocar sobre él una
consecuencia, se corre el peligro de que un dato cambie y se venga
abajo toda la armazón histórica. Creyéndolo así, casi vale más afirmar
las consecuencias sin los datos.
Para algunos hubiera sido quizá más interesante hablar sólo de
Aviraneta, retirándome yo a un último plano; pero creo que de
Aviraneta he hablado bastante, y que a las cosas y a los hombres hay
que compararlos para apreciar sus caracteres; y en esta narración,
Aviraneta y yo estamos con frecuencia frente a frente, no como
enemigos, sino como tipos de modalidad espiritual distinta.
La vida de Aviraneta fué, sin duda alguna, un segmento de vida mucho
más interesante que cualquiera de los trozos de la vida mía; pero, en
conjunto, la existencia mía fué más completa que la suya.
La mayoría de la gente supone que vivir bien es esa cosa un poco vulgar
y cotidiana de comer abundantemente, de tener una casa cómoda, una
familia respetable, sin ocurrírseles pensar que un intrigante, metido
en un convento o en un presidio, pueda experimentar más emociones y
hasta más satisfacciones que el buen hombre en su casa confortable, y
que muchas veces el ciudadano rico y tranquilo que tiene motivos para
ser feliz, no lo es, porque no bastan los motivos para que una cosa se
realice.

EL AVENTURERO
Y EL AFICIONADO
Aviraneta, con relación a mí, fué el perfecto aventurero al lado del
_dilettante_, el maestro al lado del aficionado.
Yo siempre tuve más prudencia que él, y no olvidé jamás las
dificultades de una empresa. Si a veces fuí imprudente, lo fuí a
sabiendas. El, no. Era imprudente, creyéndose lleno de tino. Yo, cuando
he tenido algo que realizar obscuro y sin claridad, he ido tanteando.
Aviraneta marchaba a veces con una mezcla de ceguedad y de lucidez de
sonámbulo. Parecía como si el mapa del país fantástico que recorría lo
conociese admirablemente.
--Hay que ir de este modo y por aquí. Es lo lógico y lo seguro--decía
él.
--¿Por qué?
--Porque sí. Es evidente.
Yo no veía la evidencia por ningún lado. No he podido nunca llegar a
esa seguridad un poco absurda y mal fundada.
A Aviraneta, como a mí, le gustaba el movimiento, lo imprevisto, la
aventura; pero él creía dominar lo fortuito, y yo, no. Su espíritu,
fértil en recursos, encontraba remedio para todos los males.
Indudablemente hay algo fatal en el aventurero.
Yo, al conocer a don Eugenio, intenté imitarle, y quise ser como él;
pero la corriente de la vida me fué llevando por otros caminos y
terminé convirtiéndome en un señor tranquilo y burgués. He sido un
hombre de suerte, y las cosas se me han arreglado siempre con relativa
facilidad.

EL SUBJETIVISMO
DE LA AVENTURA
No cabe duda que los mismos hechos, los mismos acontecimientos
recogidos por espíritus diferentes, son absolutamente distintos, en
forma tal, que lo que para uno es una aventura rara y casi absurda,
para otros es un accidente vulgar y corriente de la vida cotidiana.
Las inteligencias y las conciencias son seguramente distintas unas de
otras, no sólo por su contenido de impresiones venidas de fuera, sino
por su esencia. Todo es individual en la Naturaleza, y como no hay dos
hojas de árbol iguales, probablemente no hay tampoco dos conciencias
iguales.
El dogma de la igualdad de las conciencias de los hombres es un dogma
afirmativo, como los dogmas religiosos, pero no es un resultado de la
observación ni de la experiencia.
El espíritu del aventurero es el que crea la aventura, más que las
contingencias de la vida exterior.

LOS OBSTÁCULOS
Además del factor individual interior que nos diferenciaba a Aviraneta
y a mí, había factores exteriores, y entre éstos se contaban las
dificultades y obstáculos que don Eugenio había encontrado en su
camino, cosa en que yo no tropecé.
En los primeros años de la vida él se había sentido comprimido por
el ambiente; yo, por el contrario, marché con facilidad, y más bien
ayudado por las influencias exteriores. Es indudable que los obstáculos
enriquecen nuestra vida y la van moldeando.
Yo no podía tener el sentimiento de estar comprimido por el medio,
porque hasta salir de San Sebastián y reunirme a Aviraneta había
vivido en una obscuridad tranquila y modesta; luego, antes de tener
ambiciones, me vi tratado por gente distinguida que no sólo no me
pusieron obstáculos a mi paso, sino que más bien contribuyeron a
limarme y a pulirme.
Yo me transformé por la acción del tiempo casi por completo. Aviraneta,
no; Aviraneta fué siempre hombre de una pieza. Desde su juventud hasta
la vejez siguió siendo el mismo, sin variar en nada. Para él no había
posibilidad de cambio.
Le sucedía como a algunos tipos animales, como, por ejemplo, el gato,
que son demasiado perfectos para evolucionar.
Aviraneta era también demasiado perfecto en su género para cambiar.
Yo, además de transformarme, tenía dudas acerca de mi vida y momentos
de depresión: experimentaba muchas veces un vago sentimiento de no
haber seguido una línea más recta, más pura.
Aviraneta no podía sospechar que él pudiera discurrir y obrar de una
manera distinta a la que discurría y obraba.
Aviraneta era hombre de otro tiempo: había nacido demasiado temprano
o demasiado tarde, probablemente demasiado tarde. En una época de
absolutismo hubiera sido algo más. Tenía la base del gran aventurero,
del gran conquistador, la fe en sí mismo, la voluntad tensa y fuerte.
Para ser un político importante de nuestro país y nuestro tiempo le
faltaba la facundia y la petulancia; para un país más adelantado que
el nuestro le hubiese faltado la cultura profunda constituída con las
lecturas lentas y reposadas.
Su cultura, somera como la mía, de _dilettante_, no podía substituír en
su espíritu a esa formación honda que va creciendo y engrosando como un
árbol, poco a poco, con los años.
Como decía al principio, imité a Aviraneta; quise ser como él un hombre
de acción, un cabecilla. La vanagloria me seducía; me gustaba ser
interesante, un poco tenebroso, asombrar, intrigar, por el placer de
intrigar, demostrar la fertilidad de mis recursos.
Sistema político o moral no tenía ninguno: no había pensado seriamente
en nada. En esto no me diferenciaba gran cosa de Aviraneta. En lo que
sí me separaba de él era en que yo tenía un sentido de humanidad más
agudo y más amplio.
Don Eugenio hubiera sido un gran ministro a la antigua: de aquellos
para quienes sacrificar unos cuantos cientos de hombres en beneficio
del orden no tenía importancia.
Yo no hubiera llegado nunca a eso; para mí la vida de cualquiera
era respetable y no podía ser sacrificada por una idea o por una
conveniencia de la mayoría.
Jugar con la vida propia me parecía cosa de valientes; jugar con la
ajena es lo que me parecía ilícito.
Aviraneta era maquiavelista en la teoría y en la práctica. La gran
fraseología masónica del tiempo, que giraba alrededor de los derechos
individuales y sociales, le producía un gran desprecio.
--Todo eso del derecho es una farsa--le oí decir varias veces--; la
moral cambia según las circunstancias y el tiempo. Las cabezas de los
hombres de hoy, ni son como las de los hombres de ayer, ni serán como
las de los hombres de mañana.
Unicamente el utilitarismo le atraía un tanto; pero en el fondo era un
casuísta.
De ser más hipócrita hubiera tenido menos enemigos; pero hacía gala de
hablar de una manera libre, cínica, y esto le restaba simpatías.


III
PROYECTOS

AL llegar a la fonda de Iturri pregunté a una muchacha por Aviraneta;
me indicó una escalera estrecha y tortuosa; subí, llamé a una puerta y
pasé a un comedor, con un armario y una mesa en medio.
Había en la pared un retrato, en litografía, de Mina; una estampa
iluminada con las varias edades de la existencia, y un reloj muy
adornado, en cuya péndola se veía un picador recortado de hoja de lata,
muy repintado, con patillas, picando a un toro, también de hoja de lata
y con los cuernos de búfalo. Con el movimiento del reloj, el picador se
inclinaba y clavaba la pica en el toro semibúfalo.
Salió Aviraneta y me pasó a un cuarto pequeño y blanqueado, y charlamos.
Le conté lo que se había dicho en San Sebastián acerca de él y de su
conversación con el conde de Mirasol.
--¿Han dicho que hemos reñido?
--Sí.
--Pues no es cierto. El Conde me llamó por conducto del jefe político,
Amilibia, muy alarmado; me pidió el pasaporte, se lo mostré; me dijo
que sabía que yo era comisario de guerra, y entonces le entregué la
credencial que me había dado el ministro de la Gobernación. No sé
cuáles eran sus temores, pero cuando se tranquilizó me preguntó qué
misión traía; se la expliqué, y él me dijo que si iba a la frontera de
Cataluña me daría toda clase de noticias y de informes.
--Pues allí se ha dicho que Mirasol había recibido avisos de la Plana
Mayor General de que usted venía al Norte a sublevar el ejército contra
Espartero y contra Mirasol.
--¿Enviado por quién?
--Sin duda por los progresistas; y que con usted venía un francés
misterioso cargado de dinero, cuyo nombre no se conoce, y que sólo se
sabe que su apellido empieza con Z y que firma sus cartas con esta
inicial.
--¿Eso se ha dicho?
--Sí.
--Me choca. ¿De dónde habrán sacado la existencia de este hombre que
firma con una Z? La mentira es siempre hija de algo. Y esa noticia,
¿cómo ha llegado a San Sebastián?
--Yo creo que ha debido venir por los masones.
--Eso debe ser. Ya te diré, con el tiempo, quién es esa Zeda.

UN ENTE DE RAZÓN
Después hablé de mis gestiones para encontrar casas que me dieran su
representación comercial, y le dije a don Eugenio que de una manera,
más bien honoraria que efectiva, podía titularme representante de la
casa Collado, de San Sebastián.
--Está bien eso.
--Traigo, además, una carta para el cónsul de España en Bayona, don
Agustín Fernández de Gamboa.
--¿La tienes ahí?
--Sí.
Le di la carta, la leyó y me dijo:
--Es una carta corriente; no sé si te servirá de algo. Si vas a verle a
Gamboa no le hables de mí. Es un enemigo mío furioso.
--No le hablaré; no tenga usted cuidado.
--Bueno. Ahora vamos a hacer una sociedad para la casa de comisión que
tenemos que fundar.
--¡Una sociedad! ¿Entre quiénes?
--Tú serás uno de los socios.
--¿Y el otro?
--El otro será el señor Etchegaray.
--¿Y quién es el señor Etchegaray?
--El señor Etchegaray es un ente de razón.
--No sé lo que es eso.
--Pues es un personaje que no existe.
--¿Y para qué lo necesitamos?
--El dará seriedad y gravedad a tu casa de comisión; así, cuando tú
alquiles un piso bajo con una pequeña oficina, pondrás una placa en la
que se leerá:
ETCHEGARAY Y LEGUÍA
CASA DE COMISIÓN
--Muy bien. Me tendrá usted que pintar qué clase de pájaro es este
Etchegaray, para que no cometa alguna pifia si me preguntan por él.
--Etchegaray tendrá unos diez años más que yo: unos cincuenta y cinco a
cincuenta y seis. Habrá estado en Méjico...
--Lo mejor sería que hiciera usted un documento de identificación
completo.
--Lo voy a hacer ahora mismo.
Aviraneta se puso los anteojos, tomó una hoja de papel, y escribió:
«Dominique Michel Etchegaray Leguía.»
--¡Hombre! ¡Leguía! ¿Es pariente mío?
--Sí; tío tuyo y primo mío.
* * * * *
«Nacido en Bidart, Bajos Pirineos, el 21 de diciembre de 1782; estado,
viudo; profesión, comerciante; estatura, alta; pelo, canoso; ojos,
garzos; nariz, larga; barba, afeitada; color, sano...»
--¿Tiene hijos?
--Uno, que está en América establecido.
--¿En qué República?
--En Méjico.
--¿Qué ha hecho mi tío por allá?
--Ha sido comerciante y minero en California.
--¿Tiene parientes en Francia?
--No; únicamente una hermana en España.
--Que es, naturalmente, tía mía.
--Claro.
--¿La haremos soltera, o casada?
--Soltera.
--¿La tía Juana?
--Bueno.
--¿Dónde vivirá?
--En Vergara, si te parece.
--Muy bien.
--Ya que estamos de acuerdo en la existencia de este ente de
razón, haré que mañana Iturri, el dueño de esta fonda, saque en la
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