El amor, el dandysmo y la intriga - 02

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subprefectura, donde tiene un amigo, documentos de identificación de
Dominique Etchegaray, avencindado en Bidart; luego haremos la escritura
de sociedad comercial entre Etchegaray y tú. Etchegaray será socio tuyo
y andará yendo y viniendo de España. Cuando tú pongas tu oficina, yo
escribiré siempre a nombre de Etchegaray.
--Ahora, ¿qué tengo yo que hacer?
--Nada. Sigues en la fonda de San Esteban, donde dirás que cuando quede
vacante un cuarto alto y barato te lo reserven. Mañana por la mañana
irás a un comercio de antigüedades de la calle Salie: el comercio
del señor Falcón. Allí verás a doña Francisca González de Falcón,
que es española, y ella te irá resolviendo las dudas que tengas,
dándote el dinero que necesites e indicándote lo que debes hacer. Nos
comunicaremos por carta; tú me escribirás a nombre de Iturri; yo, a
nombre de Etchegaray, cuando la casa de comisión esté establecida.
Mientrastanto, si te necesito, te avisaré.
--Bueno.
--Eres un joven de una familia acomodada del comercio, a quien han
enviado a aprender francés a Bayona y a estar fuera de la lucha
carlista.
--Muy bien. Comprendido.
Me despedí de Aviraneta y fuí marchando después hacia el centro del
pueblo. Mi vida en Bayona comenzaba de una manera rara y pintoresca.


IV
ALGO DE MI INFANCIA

NO sé si lo que he contado de mí mismo en esta larga obra habrá bastado
a los lectores para conocerme.
De chico fuí yo un poco bárbaro, valiente, reñidor y turbulento. Tenía
un amor propio exagerado. Esto hizo, principalmente, que no pudiera
acomodarme a vivir en mi casa con mi padrastro. Era, sobre todo, terco,
y cuando me decidía a hacer alguna cosa no retrocedía jamás.
Los compañeros de la escuela, en Vera, que lo sabían, se burlaban de mí.
Una vez estábamos subidos a una tapia muy alta, y dos chicos me dijeron:
--¿A que no te tiras de aquí?
--A que sí.
Me tiré; al caer me agaché, me di con una rodilla en un ojo, y lo tuve
hinchado cerca de un mes.
Cuando íbamos a bañarnos al Bidasoa, al comienzo del verano, yo era de
los primeros que se tiraban al río.
Al caer al agua y sentir que estaba helada me ponía a temblar, pero
luego me vengaba.
--¿Cómo está el agua?--me decían los chicos; y yo, tiritando de frío y
nadando, decía--: ¡Caliente, caliente!
Una vez fuimos a las fiestas de Pamplona, en donde se hace un encierro
que a la mayoría le parece bárbaro, pero que yo lo encuentro bien. La
gente del pueblo marcha por las calles delante de los toros bravos que
se han de lidiar excitándolos y desafiándolos.
Para mí lo repugnante en los toros es que un cobarde pueda comprar con
dinero el derecho de ver cómo otro hombre se expone a que lo maten;
pero si el espectador es capaz de ser actor y de exponerse a su vez a
la muerte, entonces los toros constituyen una fiesta brava y atrevida.
Si todos los espectadores de una plaza fueran capaces de torear, si no
vieran en el torero mas que una superioridad de agilidad, de habilidad
o de talento, pero no de valor, los toros me parecerían, como digo,
bien.
Por eso yo dejaría las capeas de los pueblos, aunque murieran en cada
fiesta cuatro o cinco, y suprimiría las corridas de los profesionales.
Estando en el encierro de las fiestas de Pamplona corrí delante de los
toros, y al llegar a la plaza me encontré con un ribereño que me dijo:
--¿A que no haces lo que hago yo?
--A que sí.
Se puso él en el camino por donde tenían que pasar los toros con la
boina en la mano. Yo hice lo mismo. Los toros pasaron por delante, y no
nos mataron porque sin duda tenían más buen sentido que nosotros.
Otra de mis aventuras sonadas la pensé imitando a mi tío Fermín, por
quien sentía gran admiración. Como él había escalado el castillo de
Fuenterrabía, yo pensé que debía escalar algo, y escalé la casa de una
muchacha, hija del enterrador, que me gustaba.
Tenía en mi casa guardada una cuerda para cualquier evento, con un
gancho de hierro en la punta. Una noche tiré mi cuerda con su gancho
al balcón de atrás de la casa de la muchacha; dió la coincidencia de
que agarró, y subí. Las maderas del balcón estaban cerradas. Decidido
a llevar adelante la aventura, escalé el tejado y vi la chimenea rota.
Cabía yo por allí. Sujeté el gancho de la cuerda, me metí por el tubo
de la chimenea y bajé a la cocina del enterrador, envuelto en hollín y
asustando a la familia.
Varias otras calaveradas de esta clase hice de chico, y la que me
obligó a salir de Vera fué el haberle acompañado al general Oráa en un
encuentro que tuvo con los carlistas cerca del pueblo.
Yo era liberal rabioso y anticlerical furibundo. Consideraba a mi
tío Fermín como a un héroe, y recordaba sus frases y su odio por los
clérigos. Habían excitado también mis rencores antifrailunos los
frailes del convento de capuchinos del pueblo próximo al barrio de
Alzate, que nos enseñaban a los chicos la Gramática, las Matemáticas y
el Latín a fuerza de pescozones y de puntapiés.
Hay que reconocer que por entonces era la época en que los dómines,
fueran laicos o seglares, tenían como principio pedagógico el apotegma:
la letra, con sangre entra.
Los dos frailes encargados de la enseñanza superior en el convento eran
el padre Gregorio y el padre Aquilino. El padre Gregorio era hombre
simpático, y nos enseñaba Matemáticas. Se desacreditó porque, según se
dijo, visitaba a una muchacha del pueblo que acababa de casarse con un
zapatero. Una noche el marido sorprendió al fraile en una habitación de
su casa. El zapatero era un filósofo, y no dijo nada; cogió las ropas
del fraile, interiores y exteriores, se las echó al hombro y fué a casa
de su suegra.
--Aquí tiene usted--le dijo--lo que había ahora en la alcoba de su
hija--y echó al suelo las ropas del capuchino.
La suegra puso el grito en el cielo, fué al convento, intervino el
prior, y llevaron las ropas al padre Gregorio, quien tuvo que marcharse
poco después de Vera.
El otro padre, el padre Aquilino, era un bruto muy malhumorado y muy
austero que nos zurraba a los chicos como quien varea lana. Yo le tenía
un odio profundo; así que, al quemar las tropas liberales el convento y
dispersar a los frailes, me alegré muchísimo.
El incendio se verificó cuando pasó por Vera el general Rodil;
y yo estuve presenciando cómo salían las llamas de los tejados
y celebrándolo. Por este motivo tuve un gran altercado con mi
padrastro, que se reprodujo cuando pasó Zuaznavar con una compañía de
chapelgorris, y luego cuando vino el general Oráa. Yo tenía entonces
diez y seis o diez y siete años. Todo el pueblo estaba escondido a la
llegada de las tropas liberales. Yo me presenté y hablé con el mismo
Oráa, que era un viejo navarro, de cara de malhumor, pero muy simpático.
Sería esto hacia abril; hacía un tiempo admirable. Oráa me preguntó
primero quién era; le dije que era sobrino de Fermín Leguía, y liberal.
Luego me pidió detalles sobre la topografía del terreno. Los carlistas
estaban enfrente del pueblo, en un alto, que se llama Casherna gaña.
--Vamos a echar a los carlistas de ese monte--me dijo Oráa--. ¿Quieres
venir a verlo?
--Si me dan un caballo, sí.
Me monté a caballo y, al lado del general, presencié el combate.
Estaba entusiasmado oyendo los tiros. Yo creía que los carlistas se
defenderían mejor, y que los nuestros atacarían desde más cerca. Al
cabo de unas horas, los carlistas se retiraron. Entre los liberales
había muchos muertos, y vi pasar hacia el cementerio diez o doce; entre
ellos, me dijeron que estaba un abogado, Goicochea, que mandaba una de
las compañías de cazadores de Isabel II.
Esta nueva aventura con Oráa alarmó mi casa; mi padrastro afirmó
que acabaría en presidio o en el patíbulo; mi madre me dijo que era
mejor que me marchara del pueblo. Al día siguiente iba camino de San
Sebastián...
Con estos datos de la infancia creo que se puede componer mi retrato
moral. Respecto a lo físico, era alto, fornido, con la cara redonda,
los ojos pardos y el pelo negro y ensortijado. Aviraneta me dijo varias
veces que me encontraba cierto aire neroniano. Afortunadamente, el
parecido con Nerón no pasaba del aspecto.


V
LA TIENDA DE ANTIGÜEDADES

A la mañana siguiente de llegar a Bayona salí del hotel y pregunté por
la tienda de Antigüedades de Falcón. Estaba en la calle de la Salie.
La calle de la Salie era una calle antigua, con algunas casas góticas,
modernizadas, de arcos apuntados, calle de burguesía comerciante, con
almacenes profundos y bien surtidos y tiendas abarrotadas de género.
La tienda de Falcón estaba en la planta baja de una casa grande y
negra. Se llegaba a ella por unos cuantos escalones, tenía una portada
pintada de nogal y un escaparate pequeño, en donde se exhibían un
secreter de laca, varios jarrones, abanicos, porcelanas, jarras de
cobre, figuritas, objetos de plata y miniaturas.
Dentro, el almacén estaba repleto de muebles, cuadros, estatuas,
bordados, y tenía una dependencia interior, más repleta aún, que daba a
un patio obscuro.
En medio de la tienda había una mesa de mármol estilo Luis XIV y varios
sillones dorados, en los que se sentaban a hacer tertulia algunos
parroquianos y amigos.
Era difícil, a primera vista, darse cuenta clara de lo que allí había
amontonado, porque cada vez que se entraba se hacía un descubrimiento.
Detrás de dos o tres vargueños españoles aparecían relojes ingleses de
pared; detrás de un armario, cuadros antiguos, grabados muy perfilados
y groseras litografías bárbaramente iluminadas. En las vitrinas se
veían camafeos, puños de bastón, fosforeras, tabaqueras y relojes de
repetición con esmaltes primorosos.

DOÑA PACA
Doña Francisca González de Falcón era una mujer de treinta y cinco
años, gruesa, morena, de ojos negros. Su marido, el señor Falcón, era
hombre delgado, fino, que estaba casi siempre fuera, pues viajaba mucho
por Francia y por España, andaba por rincones raros y traía cajas con
preciosidades. El señor Falcón coleccionaba medallas, y en esta afición
ponía todo su entusiasmo.
Los Falcón tenían cuatro hijos, que estaban por entonces en el colegio.
Entré en la tienda de la calle de la Salie y me encontré con doña Paca.
Me presenté a ella; me hizo sentar y hablamos. Sabía a lo que yo iba.
--Le conozco a Aviraneta ya hace muchos años y somos muy amigos--me
dijo--, pero estamos de acuerdo en no hablar el uno del otro, y cuando
nos vemos pasamos por desconocidos.
--Es decir, que con usted no hay que hablar de don Eugenio ante la
gente.
--Es lo mejor. A él tampoco le conviene que se hable de adónde va y
adónde viene. Aviraneta me ha recomendado a usted. Yo seré la encargada
de dirigirle al principio en Bayona, de darle los informes necesarios y
el dinero para ir viviendo.
--Muy bien. ¿Puedo venir a la tienda con frecuencia?
--Sí; cuando usted quiera.
--Esto será entretenido.
--Ahora, en el verano, menos, porque la gente se marcha. En otoño es
otra cosa. Usted puede venir aquí cuando quiera; oiga usted y entérese
usted de lo que le interese. ¿Sabe usted francés?
--Muy poco.
--Pues es conveniente que lo aprenda. Yo conozco a un señor que le dará
lecciones muy baratas. Es un profesor: el señor Serret. Vive en la
calle de la Platería. Aquí tiene usted sus señas.
--¿Así que yo puedo venir aquí y estarme horas y horas?
--Sí; todas las que usted quiera.
Me despedí de doña Paca y fuí a ver al señor Serret. Era éste un hombre
alto, flaco, seco, áspero y severo, con el pelo gris. Tenía la boca
recta, dura; vivía retirado y modestamente, con una familia numerosa.
Yo me figuraba que sabía algo de francés, pero, cuando llevé cuatro o
cinco lecciones con el profesor, comprendí que no sabía nada.

SARA LA JUDÍA
Al día siguiente, por la tarde, volví a casa de la Falcón. Doña Paca
tenía una dependiente, una muchacha judía del barrio de Saint-Esprit,
delgada, morena, de aire un poco triste, con los ojos como dos
azabaches, la nariz corva, los labios gruesos y el pelo negro, rizado.
Esta muchacha se llamaba Sara, hablaba muy bien castellano y era muy
inteligente.
En los primeros días, en que no conocía a nadie, fué para mí un gran
recurso ir a hablar con ella.
Por la noche, a la hora de cerrar la tienda, solía venir la madre de
Sara a acompañarla. Era una vieja judía, gruesa, mal vestida, con los
ojos negros e inquietos.
Sara me habló de la vida triste que llevaba en su rincón de
Saint-Esprit; el padre, malhumorado e indiferente; la madre, llena
de suspicacia por todo, no queriendo que nadie entrase en su casa y
cerrando de noche las puertas y ventanas con barras de hierro, como si
viviera en un país peligroso.
El hermano de Sara venía también con frecuencia. Era un jorobado, con
unas manos largas y delgadas, tipo muy pálido, con aire febril, muy
inteligente y muy triste.
Me hubiera dejado llevar por el atractivo de hablar con Sara y la
hubiera galanteado, pero comprendí que doña Paca Falcón me espiaba, y
esto bastó para no seguir adelante en mis proyectados galanteos.
En frente de la tienda de antigüedades había una camisería, y entre los
dependientes, una señorita del mostrador, muy bonita y muy displicente,
con la cabeza llena de rizos. Solía venir con frecuencia a casa de doña
Paca a cambiar dinero, y yo hablaba con ella, y la acompañé un domingo
en los Arcos.
En general, estaba en Bayona aburrido. Contribuía al aburrimiento el
calor, que fué grande aquel verano, y el que no hubiera gente en la
ciudad, pues todo el mundo distinguido se había marchado a tomar los
baños de mar a Biarritz.
Mis únicos recursos de distracción eran el hotel y la tienda de doña
Paca. El hotel servía de punto de cita a muchos jefes carlistas, que
desde allí marchaban a sus respectivos destinos. Muchas veces me
enteraba de lo que decían, porque, como buenos españoles, tenían la
costumbre de hablar alto.

LAS CORREDORAS
En la tienda de la Falcón fuí conociendo a corredoras de alhajas y de
muebles, gente de vida muy pintoresca. A una de éstas le llamaban la
Condesa. Era una señora alta, esbelta, que debía haber sido muy guapa,
pero que estaba ya marchita. Hablaba mucho mejor el francés que el
castellano, a pesar de que decía que era española, y tenía grandes
conferencias con doña Paca, que la trataba secamente.
Otra de estas corredoras era la señora Hidalgo. La Hidalgo era una
vieja gruesa, algo coja, muy ocurrente y muy insinuante, que tenía una
conversación divertida y amena. Ella fingía que hacía sus gestiones
comerciales de compras y ventas por amistad, por remediar la situación
precaria de alguna familia carlista, pero cobraba sus corretajes.
Esta mujer vivía con un filólogo, agricultor y libelista, que se
llamaba Martínez López. La señora Hidalgo llevaba una cartera grande,
como un maletín, donde guardaba una porción de cosas; de allí solía
sacar abanicos, fosforeras, relojes, collares, papeles con piedras
preciosas, y discutía el precio de estas joyas con doña Paca, diciendo
ingeniosidades de cuando en cuando, que hacían reír a todos los que la
escuchaban.
Había otros españoles que trabajaban en la casa: un carpintero
madrileño, muy hábil para imitar muebles antiguos y hacer
falsificaciones, que se llamaba Joaquín García; un cerrajero riojano,
Horcajo, que tenía una especialidad semejante en los hierros, y una
mujer, Angela, que componía y arreglaba los encajes y tapices rotos y
hacía unos zurcidos maravillosos, que apenas se notaban.
Doña Paca Falcón prefería a los españoles para tales menesteres, no por
patriotismo, sino porque, aislados como estaban en el pueblo, cobraban
menos por sus trabajos.
La primera semana de Bayona me pareció aburridísima. No le veía a
Aviraneta ni sabía nada de él.
A los diez o doce días don Eugenio me escribió para que fuera a la
fonda de Iturri.


VI
NUEVAS INSTRUCCIONES

LLEGUÉ al anochecer al comedor de la fonda de Iturri y me encontré con
Aviraneta.
--Me marcho--me dijo--, pero tú te vas a quedar aquí.
--Lo siento.
--¿Te aburres?
--Un poco.
--Te irás acostumbrando. Ya está hecha la escritura con el supuesto
Etchegaray. Iturri tiene un poder del ente de razón. Tú tienes que ir
mañana con Iturri a la notaría a firmar.
--Bueno.
--Luego buscarás un piso bajo y pondrás la casa de comisión.
--Muy bien, todo se hará. ¿Y qué le ocurre a usted para marcharse?
--Gamboa, el cónsul, que me hace la guerra a muerte y me cierra todos
los caminos.
--¿Y por qué?
--Gamboa es amigo y agente de Calatrava, y éste es, a su vez, compadre
de Mendizábal y de Gil de la Cuadra. Todos ellos son masones escoceses
y enemigos míos, y me persiguen; no quieren que yo salga adelante en
mis propósitos.
--¿Y qué le ha pasado a usted con Gamboa?
--Al llegar aquí, sin salir, sin hacer el menor alarde, he visto que la
policía francesa me vigilaba como a un criminal. Cansado, he ido a ver
al cónsul, le he mostrado mi nombramiento del Ministerio y le he dicho
a qué venía. Gamboa ha examinado detenidamente mis credenciales, y he
visto que ha quedado resentido.
--¿Por qué?
--Porque cree que vengo a quitarle atribuciones, a enmendarle la
plana. Al día siguiente de mi visita a Gamboa, un empleado de la
Subprefectura, amigo mío y de Iturri, un italiano, Pagani, me ha
invitado a que vaya a allí a regularizar mi residencia y a visar el
pasaporte. El subprefecto me ha sometido a un interrogatorio acerca
del objeto de mi viaje, y me ha dicho que no puedo permanecer en
Bayona.--Está bien--le he contestado yo--; entonces me iré. Al día
siguiente ha venido a mi hotel el canciller del Consulado, Ignacio
Vidaurreta, y me ha dicho que no puedo salir de Bayona. He ido a
ver a Gamboa y hemos tenido un altercado. Ha aparecido la causa del
resentimiento. Gamboa cree que el Gobierno le ha ofendido enviando
una persona a su distrito para que dirija los asuntos políticos de la
guerra como si él fuera un imbécil, y ha añadido que en su Consulado
no puede haber más dirección que la suya, ni más agentes que los que
él designe.--Eso, al Gobierno--le he replicado yo.--Al Gobierno y
a usted--me ha contestado él--, porque mientras yo esté aquí en el
Consulado, usted no podrá hacer nada.--Bueno; me iré a Perpiñán.--No
irá usted, no le daré pasaporte.--Iré con el pasaporte de usted o
sin él--le he contestado--. Así que me marcho en seguida hacia la
frontera catalana. Si no puedo sostenerme allí, me iré a Madrid, pero
tú seguirás aquí, porque es indispensable que tengamos en Bayona una
persona de confianza. No te faltará el dinero necesario. El ministro
o la reina darán para vivir. Aquí no creo que puedas perder el tiempo
en absoluto. Si la cosa sale mal y no da resultado, habrás pasado unos
meses en Bayona, habrás aprendido el francés, y eso será todo; si la
cosa sale bien, habrá otras esperanzas.
--¿Tengo que cambiar de plan?
--No. Tú sigues en la fonda de San Esteban, y desde mañana buscas el
piso para la casa de comisión. Doña Paca te indicará los mejores sitios
y te ayudará a arreglar la oficina.
--Muy bien.
--Por ahora, amigo Pello, no te voy a dar un plan de campaña. Hazte
amigo de toda la gente que puedas y de todas las mujeres que anden
cerca de ti. No te enamores. Ya te basta con Corito. Una pequeña
intriga amorosa bien llevada y sin escándalo, no está mal. Piensa que
de que aquí puede salir tu porvenir. Respecto a tu amigo don Eugenio de
Aviraneta, no hables nunca de él, ni para defenderle ni para atacarle.
Tú no le conoces a ese señor.
--¿Respecto a los demás, no habrá que llevar tan lejos la prudencia?
--Sin embargo, acostúmbrate a hablar lo menos posible, sobre todo de
política.
--No sé si podré.
--Habla de lo que hablen los demás; desconfía de asombrar a los otros
con ideas originales y brillantes, y aprende a decir sólo lo que te
convenga.
--Eso me parece muy difícil.
--¡Ah! ¡Claro! Eso no se consigue en seguida; pero tú tienes
condiciones de diplomático, y ya te las arreglarás.
--¿Cree usted?
--Sí.
--¡Que sé yo!
--Naturalmente, como todos, tendrás tus tropiezos. La prudencia y la
diplomacia no se improvisan: es cuestión de tiempo y de voluntad. De
cuando en cuando recuerdas mi consejo, y cuando estés en camino de
decir algo atrevido, piensas: ¿Si estaré diciendo una tontería? Si te
hacen a ti una confidencia, guárdala lo mejor posible.
--Voy a matar en mí toda espontaneidad.
--Siempre queda espontaneidad. Otro consejo: Si te invitan a hacerte
masón, no digas que no: acepta, pero sin entusiasmo. Si nadie te
invita, no te presentes tú.
--Muy bien.
--Segundo consejo. Ahora no; pero si más tarde tienes algo importante
que guardar, lo llevas al caserío Ithurbide, de Bidart, y lo dejas en
el armario de mi cuarto. Siempre ve solo y aprende a guiar un cochecito.
--Sé guiar.
--Iturri tiene un tílburi, y te lo prestará siempre que lo necesites.
--Muy bien.
--Es importante en muchas ocasiones no tener más testigo que un
caballo. Ahora nos vamos a quedar de acuerdo en los medios de
correspondencia entre nosotros dos. Asunto de familia, sin importancia:
carta corriente. Asunto político reservado, pero sin trascendencia:
papel blanco y tinta simpática. Asunto político importante: papel
amarillento, carta con plantilla número uno y tinta simpática. Asunto
importantísimo: carta con papel azulado, con plantilla número dos y
tinta simpática.
Aviraneta me dió dos frasquitos de la tinta simpática, las plantillas
una y dos, y me explicó su uso.
--También convendría--concluyó diciendo--que escribieras un diario
contando todo lo que vayas viendo, y haciendo una biografía de cuantas
personas conozcas. Si haces esto que te aconsejo, nunca pongas nombres,
sino anagramas.
--¡Bah! ¿Cree usted que el espionaje va a llegar a tanto?
--¿Quién sabe? Viviendo en un hotel el espionaje es fácil. Tú, como yo,
puedes tener enfrente el espionaje masón y el de los curas, que aquí,
en Francia, lo dirigen las congregaciones en que se mueven los jesuítas.
Dicho esto, Aviraneta se despidió de mí.

LA OFICINA
Días después de marcharse don Eugenio alquilé un piso bajo en la
calle del Puerto Nuevo, en los arcos, y puse una placa de metal en la
entrada, con este letrero:
ETCHEGARAY Y LEGUÍA
CASA DE COMISIÓN
Del mobiliario de la oficina se encargó doña Paca Falcón, y le dió
un aire muy elegante. Había dos armarios, una mesa tallada, un reloj
magnífico de pared, varias sillas y una caja fuerte. Allí dentro me
sentía un capitalista. Tomé un chico para abrir la puerta y llevar las
cartas al correo. Este chico, Fernandito, hijo de un emigrado carlista
andaluz, era un chico muy listo, sabía el francés bien y conocía todos
los rincones de Bayona.
Las horas de oficina me las tenía que pasar escribiendo a la novia,
mirando a las paredes y leyendo novelas.
La sociedad con Etchegaray, aquel ente de razón, como le llamaba
Aviraneta, me llegó a veces a inquietar. Me preguntaron varias veces
por Etchegaray, y había gente que pretendía conocerle, y que contaba
anécdotas de su vida.
En las causas célebres de Gayot de Pitaval, que luego leí, en momentos
de aburrimiento, encontré que un joyero francés de a principios del
siglo XVIII, de apellido vascongado, un tal Duhalde, hizo una sociedad
nada menos que con Dios, para explotar el negocio de la joyería.
Luego, andando el tiempo, he visto que un prendero madrileño le ha
imitado o ha tenido la misma idea que Duhalde, y ha fundado su sociedad
nada menos que con Jesu-Cristo.
No sé si a Aviraneta se le ocurrió la sociedad con el fantástico
Etchegaray por haberse enterado de la fundada por el joyero francés, o
si fué el suyo un proyecto espontáneo de su imaginación de intrigante.
Ya después de montada mi oficina fuí al Consulado de España, en la
plaza de Armas, a entregar a Gamboa la carta de recomendación que me
habían dado para él. Gamboa me recibió un tanto fríamente y me preguntó
qué parentesco tenía con Fermín Leguía. Le dije que era su sobrino.
Luego me interrogó acerca de Etchegaray. Le conté la novela inventada
por Aviraneta y por mí.
--¿Qué hace ahora Etchegaray?
--Está en España. Va a ir a América a realizar su fortuna.
Gamboa pretendía conocer a Etchegaray.
Unos días después, el canciller del Consulado, Vidaurreta, estuvo en mi
oficina y quedó admirado al verla tan elegantemente puesta.
Por lo que supe después, tanto Gamboa como Vidaurreta se extrañaron
de que un hombre tan sesudo como Etchegaray--¡se le consideraba
sesudo!--hubiera dejado su negocio en manos tan inexpertas como las
mías.

ELOGIO DE
ETCHEGARAY
Algunos me hablaban de Etchegaray como de un hombre lleno de virtudes.
Yo, al oírles, me reía; hoy no me río. La verdad es que era un hombre
completo este ente de razón, como le llamaba Aviraneta.
¡Qué varón virtuoso! ¡Qué ejemplo de filosofía y de virtudes
comerciales! ¡Qué modestia en sus aspiraciones! ¡Qué falta de amor
propio!
No, con él no había miedo de que se empeñara terca y estúpidamente en
defender sus opiniones; con él no había cuidado de que se acalorase
hasta perder su serenidad.
Se le encontraba siempre tranquilo, siempre ecuánime. No se quejaba
si se le abrían las cartas, ni si se firmaba con su firma; ni si se
le echaba la culpa de un olvido o de una falta; no pedía cuentas del
dinero gastado, ni se enfurruñaba, ni murmuraba, ni intrigaba.
Era el ideal del hombre y el ideal del socio. No le faltaba más que
existir; pero, seguramente, si hubiera existido, no hubiera sido tan
ideal.


VII
LA VIDA EN BAYONA

MI vida en Bayona era muy aburrida. Con las advertencias de Aviraneta
me encontraba entre la gente cohibido. El miedo a la indiscreción me
quitaba la espontaneidad natural.
Pasaba en la oficina ocho o diez horas al día.
--¿Trabaja usted mucho?--me preguntaban.
--Sí; ahora tengo que arreglar unas cuentas de mi socio, el señor
Etchegaray--les contestaba yo.
Mis trabajos consistían en escribir todos los días largas epístolas a
Corito, que estaba todavía en Laguardia, hablándole de mis trabajos,
que no decía cuáles eran, y explicándole mis esperanzas. Después me
ponía a leer periódicos y novelas. Leía por la mañana _El Centinela
de los Pirineos_, periódico bayonés de la oposición, y el _Faro de
Bayona_. Cuando llegaba el correo de España me dedicaba al _Eco del
Comercio_, de Madrid.
Tras de los periódicos venían las novelas, y el primer autor que
devoré, no precisamente un clásico, fué Paul de Kock; después fuí
leyendo todos los folletinistas de la época.
Si mientras estaba en esta ocupación seria sonaba la campanilla y venía
alguien, metía el libro en un cajón y hacía como que estaba escribiendo.
Pasadas las horas de oficina iba a casa de doña Paca Falcón de tertulia
y me sentaba en uno de los sillones que había en la tienda alrededor de
la mesa estilo Luis XIV.
Los más constantes en la tertulia eran un comerciante judío, Gomes
Salcedo, hombre muy listo que traficaba en todo; un cura, el abate
d'Arzacq, que coleccionaba monedas romanas, y un señor, viejo,
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