El amor, el dandysmo y la intriga - 16

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Todos suponían que se entendía con los liberales.
Las noticias que pude recoger aquel día eran de la misma índole. Al
parecer, el general García tenía comprometidos al batallón de Guías de
Navarra, al 5.º y al 9.º, para el movimiento antimarotista.
Los _puros_, como se decían ellos, tenían gran confianza en su triunfo.
Creían que la trampa que habían preparado para Maroto, y que, según
decían, había perfeccionado Carmona, era una maravilla de maquiavelismo
y de precisión, y dormían tranquilos.


IV
LOS CONJURADOS

AL día siguiente me encontré en el mismo sitio con García Orejón, que
me indicó que le siguiese de lejos. Fuí tras él a una casa de la calle
de la Rúa, donde tenía su alojamiento. Subimos a un cuarto pequeño,
cerró bien las puertas, y luego, con mucho misterio, me dijo:
--La cosa anda mal. Estos navarros creen que van a poder contra Maroto,
y Maroto es un hombre terrible. Esta gente se dedica a charlar y a
decir que va a hacer, y el otro hace. En casa de Pérez Tafalla, de la
viuda de Santos Ladrón, y en las demás tertulias del pueblo, se dice
que todos los amigos de Maroto y del justo medio van a ser presos.
El general García, que está como loco, le pidió hace días un plan a
Carmona para sublevar Navarra. Este plan se lo han enviado a Guergué
a su casa de Legaria, con un primo de éste, que se llama Lagardón y a
quien la gente llama Lagartón. Después de haberlo examinado Guergué,
se lo ha vuelto a dar a Carmona, y Carmona ha mandado el proyecto
definitivo a García, por intermedio de la amiga de usted, María Luisa
de Taboada. María Luisa me lo ha dejado a mí antes, y yo lo he copiado.
--¿Y qué va usted a hacer con el plan?
--Se lo voy a entregar a Maroto.
Me quedé helado.
--¿Va usted a enviar eso por correo?
--No; ahora mismo me voy de Estella. Entregaré yo el plan en persona.
Salimos de su casa; yo, pensando en el peligro que corría María Luisa.
Si se descubría que hacía traición a sus amigos, la iban a hacer
pedazos.
Por la tarde fuí a visitar a María Luisa a casa de la viuda de don
Santos Ladrón. Pensaba advertirla del peligro que corría. María Luisa
me presentó en la casa como legitimista de Bayona. Conocí a los
generales Sanz y García.
Don Pablo Sanz era el futuro marido de la viuda de don Santos Ladrón.
Era un hombre todavía joven, de buen aspecto. Me pareció un tanto
vanidoso y petulante. Me dijeron que era borracho y de un carácter
desigual, como la mayoría de los alcohólicos.
El general García era más viejo que Sanz, de unos cincuenta años, de
cara seria, de malhumor, flaco, de bigote corto. Era brusco, bilioso,
de modales toscos, mal hablado, amigo de la clase de tropa más que de
los oficiales; enemigo de los forasteros y navarrista furioso. Tenía
el aire de un atrabiliario. Habló de una manera muy jactanciosa y
fanfarrona, como si despreciara profundamente a Maroto.
Aseguró que Sanz y él lo que querían sobre todo era comenzar las
operaciones, cosa a que se oponía Maroto, porque indudablemente estaba
de acuerdo con Espartero. Las señoras carlistas se entusiasmaban con
los desplantes de García.
--¿Y si viene aquí Maroto?--dijo uno.
--Que venga. El pueblo se levantará contra él, y aquí mismo lo
fusilaremos--contestó el general carlista.
Toda aquella gente tenía una tranquilidad y una seguridad un poco
absurda.
Como yo no había podido hablar a María Luisa a solas, le dije que al
día siguiente fuera a mi casa.
Fué quizá creyendo que le iba a importunar con galanterías; y le
expliqué de qué se trataba.
--Creo que debe usted marcharse ya--le dije.
--¿Tiene usted miedo?--me preguntó ella.
--No; tengo miedo por usted.
--Pues yo, ninguno.
--¡No sea usted pedante!
--Me está usted cargando con eso. Váyase usted; no le necesito para
nada.
--Bueno, bueno. Está bien.
María Luisa se despidió muy orgullosa de su valor.
Los días siguientes hizo un tiempo muy malo de frío y lluvia. Era poco
agradable andar por las calles, llenas de barro. Entré en conversación
con el fraile castellano que dormía en la alcoba inmediata y que
cuidaba del oficial carlista enfermo. El oficial estaba flaco como un
espectro. A cada paso tenía que levantarse de la cama. Habían llamado a
un médico militar, y éste contestó que iría cuando pudiera.
En Estella había tifus, como en todos los pueblos donde estaban
amontonados los soldados; pero yo no tenía aprensión alguna. En la casa
no se tomaban precauciones, ni se separaban los vasos y cucharas que
empleaba el enfermo.
El oficial no me pareció que estaba tan grave como decía el fraile,
porque hablaba, aunque de noche se ponía ya pesado y empezaba a
delirar. El fraile era castellano y marotista.
Me dijo que el proyecto de transacción entre carlistas y cristinos
que se atribuía a Maroto era falso, y que lo había inventado el padre
capuchino Larraga, para desacreditar al general en jefe.
Me contó cómo el cura Echeverría y el general García prepararon el
asesinato del brigadier Cabañas, por castellano y moderado, y que los
azuzó Arias Teijeiro.
Me describió a Guergué, que era un bruto violento, arbitrario, a quien
movían como a un muñeco los palaciegos desde el Real; al general
don Pablo Sanz, otro navarro, violento y voluble, de poco talento y
entregado a la bebida; al brigadier Carmona, que era el más listo
de todos, y al intendente Ibáñez, que era un fanático, de carácter
siniestro, que no disfrutaba mas que haciendo daño, viendo prender o
fusilar a alguien.
Escuché las confidencias del fraile, y me ofrecí a él por si necesitaba
algo el oficial enfermo.
Le hablé luego yo de los capuchinos del convento de Vera, sobre todo
del padre Gregorio, y me dijo que creía que éste se encontraba de
oficial en las filas de Don Carlos.


V
LAS TROPAS DE MAROTO

LLEVABA ya una semana en Estella. Un día corrió el rumor de que Maroto
se acercaba al pueblo con sus tropas. Me dijo el fraile de mi casa que
el general había ido por Lecumberri a buscar Irurzun, y de allí bajaba
por Riezu y Abarzuza. La emoción en el vecindario era enorme.
Salí de casa y encontré a Bertache en el puente del Azucarero. Me dijo
que la cosa iba mal para los exaltados. Maroto había salido de Tolosa y
parecía que venía a Estella dispuesto a pegar de firme.
Se dijo que Maroto había llamado al brigadier don Teodoro Carmona y le
había dicho:
--Voy a Estella. Vaya usted primero y advierta usted a sus amigos
García, Guergué y Sanz, que se preparen y se defiendan, porque, con sus
mismas fuerzas, los voy a fusilar.
Carmona creyó que era una bravata para asustarles, y que, por lo mismo
que lo decía, no haría nada.
Maroto estaba ya a las puertas de la ciudad.
--¿Qué pasará?--se preguntaban todos.
A media tarde comenzaron a entrar en Estella los soldados de Maroto.
Yo los vi en patrullas desde la ventana de mi cuarto. En casa de mi
patrona entraron seis, subieron a la sala y dejaron los fusiles en
los rincones, y después las cartucheras y los morrales. Eran mozos
castellanos.
--¿Estarán descargados los fusiles?--preguntó la patrona.
--Sí, señora; no tenga usted cuidado.
--Es que vienen los chicos de la vecindad y, jugando, pueden hacer un
estropicio...
--Nada; no hay miedo. ¿Cuántas camas tiene usted, patrona?
--Cuatro; pero están ocupadas: una la tiene un oficial enfermo.
--Lo dejaremos tranquilo. En las camas, ¿cuántos colchones hay?
--Dos; y en algunas, tres.
--Bueno, pues se repartirán. ¿Tiene usted guardilla, patrona?
--Sí, señor.
--¿Se puede dormir allí?
--Sí, quitando unos trastos que hay. Ahora, que hará frío.
--Eso no importa; ya estamos acostumbrados. ¡Con tal de que no llueva
dentro!
--No, no. Eso, no; no entra agua.
Se oyeron las botas pesadas del cabo y de otros soldados en la
escalera, que subieron y luego bajaron, metiendo un ruido como si
fueran un regimiento.
--Bueno--dijo el cabo--; tres dormirán en la guardilla; dos, en la
sala, y uno, en la cocina. ¿Tiene usted algo que decir, patrona?
--Nada, nada. Veo que os hacéis cargo de las cosas y que sois unos
buenos muchachos, que no queréis perjudicar a una pobre vieja como yo.
--Todos tenemos que vivir, señora.
--Es verdad, y no somos ricos.
--Ahora dígale usted a nuestro cocinero, que es este chico cigaleño,
dónde puede hacer nuestra cena, y dele usted la leña y la sal.
--Voy al momento.
--Bueno, muchachos--dijo el cabo--. Vamos a ver qué hay por esas
calles... ¡y viva Maroto!
Fuí a la cocina. El soldado estaba preparando el fuego y cantando:
Para mi padre
le traigo una espuela;
para mi madre,
un pañuelo de seda.
Charlé un rato con este muchacho, que me habló de Cigales, su pueblo, y
me contó por qué circunstancias estaba en la facción.
Luego salí a la calle. Había grandes corros de soldados en las plazas
y en las puertas de las tabernas. Le encontré al fraile compañero de
cuarto. Me dijo, celebrándolo, que todos los curas, apostólicos y
empleados, habían echado a correr como liebres a salvar la preciosa
vida. Cerca de Lecumberri, Maroto había atrapado al general Sanz, que
iba huído.
De Lecumberri, al bajar a Irurzun, pasando por las Dos Hermanas, un
momento antes de llegar a Atondo, en una vuelta que forma el camino
entre el río Larraun y una piedra que sobresale cerca del paso de
Osquia, tropezaron los caballos de Maroto y del intendente Uriz, que
marchaba también escapado. Maroto mandó prenderlo, y con Sanz y Uriz,
presos, entró en Estella.
El general García había hecho la baladronada de asomarse al balcón de
su casa con sus ayudantes a ver la entrada de Maroto, y no le había
saludado ni se había presentado a él. Se decía que los batallones
navarros estaban tomando posiciones en las casas del pueblo y en la
carretera de Pamplona y de Logroño para oponerse al avance de Maroto,
pero no era verdad.
Fuimos el fraile y yo adonde se alojaba María, y nos dijeron que no
estaba. Entonces volvimos a casa y advertimos en la calle de San
Nicolás mucho bullicio. De pronto vimos pasar un cura, rodeado de
soldados. Como ya estaba obscurecido, no se le veían las facciones.
--¿Qué ocurre?--preguntó el fraile a una vieja.
--Dicen que al general García acaban de prenderle.
--Y ese cura, ¿quién es?
--No sé.
El cura era el general García, que, disfrazado con sotana y manteo,
había querido escapar por el portal de San Nicolás.
Nos asomamos el fraile y yo al portal, un arco negro, pequeño, con un
farolillo de una luz triste encima, que iluminaba una imagen de un
Cristo. Dos oficiales nos intimaron violentamente a marcharnos de allá.


VI
LA ENCERRONA

VOLVÍ a entrar en casa y me metí en la cocina, iluminada por la luz del
candil. El soldado de Cigales seguía cantando y cuidando del rancho.
Hablamos del asunto del día.
Charlaba con el soldado cuando vino la patrona, conmovida por el suceso
ocurrido en la vecindad: la prisión del general García. La mujer del
general García había suplicado a su marido que se fuera, y que se
fuera de Estella, pero él no quiso; luego había estado en su casa el
cura de San Pedro, que le convenció, le dió su sotana, el manteo y la
teja, y García fué a casa del cura y estuvo allí una hora, hasta que
quiso escapar saliendo por el portal de San Nicolás, donde le detuvo el
centinela.
Se decía que lo iban a fusilar, y que lo iban a fusilar vestido de cura.
En esto entró una vieja preguntando por mí y me dió una carta. La abrí.
Decía lo siguiente:
«A María Luisa la han llevado engañada a una casa de la calle
del Chapitel dos hombres del 5.º batallón, y la tienen allí
presa. Avísele usted a Bertache, que está alojado en el callejón
sin salida de la calle de la Calderería, en la casa del fondo, a
la derecha, y entre los dos, y mejor si llevan algún compañero,
pueden salvarla. Quémeme usted esta carta.
_Un amigo._»
--¿Y la vieja que ha traído esta carta?--le pregunté a la patrona.
--Pues se ha marchado.
--¿La conoce usted?
--No.
Me hubiera gustado hacerle algunas preguntas; pero yo había estado muy
lento, o ella muy rápida, porque, aunque me asomé corriendo a la calle,
no la vi.
Quemé la carta en el fuego de la cocina, subí a mi cuarto y me metí una
pistola en el bolsillo. Me eché el impermeable sobre los hombros y me
dispuse a buscar a Bertache.
No llovía; la noche estaba húmeda; al pasar por el puente del Azucarero
estuve un momento contemplando la luna, que asomaba por encima de los
tejados y se reflejaba en el río.
El pueblo estaba desierto. Se habían cerrado todas las tiendas y las
puertas de las casas. Fuí a la plaza. Allí había grupos y corrillos
de militares y de algunos curiosos. Los militares decían que había
que fusilar a García, a Guergué y a sus amigos, y seguir el mismo
procedimiento con los traidores del Cuartel Real.
Me alejé de la plaza y me metí en el callejón sin salida de la calle de
la Calderería.
Avancé hasta el fondo y vi a mano derecha una puerta entornada.
Llamé, dando unas palmadas. Apareció una vieja, la que me había
entregado la carta, alumbrándose con un candil. Era una vieja bruja,
encorvada, de ojos negros, nariz afilada y boca sumida.
--¿Está aquí Bertache?--le pregunté.
--Sí; pase usted.
Avancé en el portal y me sentí de pronto que me taparon la boca y que
me agarraron por los brazos y la cintura.
--Otro que ha caído en la trampa--dijo una voz.
Me registraron, me quitaron la pistola, abrieron una puerta y me
hicieron bajar las escaleras de una bodega iluminada por un candil.
Allí, sentados en un banco, con los pies y las manos atados, estaban
María Luisa Taboada y Salvador, el espía del hotel de Bayona.
Hice un movimiento de sorpresa.
--¡Parece que te asombras!--dijo una voz burlona.
No contesté, y me dejé atar brazos y pies.


VII
EXPLICACIONES Y AMENAZAS

HABÍA cuatro hombres en la bodega, los cuatro militares.
Uno era bajito, moreno, pequeño, con la cara triste, bigote y la barba
de varios días sin afeitar; llevaba levita de oficial; los otros tres
eran soldados del 5.º de Navarra.
El oficial se llamaba Remacha, y tenía un aspecto reconcentrado y
sombrío. Se adivinaba en él el fanatismo y la hipocondría.
--Ustedes me dirán lo que quieren--dije yo fríamente.
--¿De dónde ha venido usted?--me preguntó Remacha.
--De Vergara.
--¿Y a qué ha venido?
--He venido acompañando a esta señorita, a quien pretendo.
--A conspirar, a intrigar contra nosotros.
--No.
--Yo le digo a usted que sí.
--Yo le digo a usted que no.
--Sí; ese hombre es liberal y masón; yo lo conozco de Bayona--exclamó
Salvador señalándome a mí.
--¿Eso es verdad? ¿Es usted liberal?
--Sí, señor.
--¿Y masón?
--También; pero no soy amigo de Maroto, ni del conde de Negrí, como
este hombre--y señalé a Salvador--. No he venido a desunir a los
carlistas, sino a acompañar a esta mujer. Que diga ella misma si tengo
alguna relación política con sus amigos, si no hemos reñido, porque
ella es carlista y yo liberal.
--Es verdad--dijo María, sollozando.
--El mismo lo confiesa--exclamó Salvador.
--Sí, cierto, lo confieso: soy liberal y comerciante; he vendido
géneros al ejército de la Reina, pero no denuncio a los carlistas como
este hombre que me acusa.
--¿De qué conoce usted a Bertache?
--¿A Bertache?
--Sí.
No podía negar que le conocía.
--Hemos hecho un negocio de contrabando juntos.
--¿Para España?
--Sí.
--¿Y quién entró el contrabando?
--Parte, su novia.
--¿Gabriela?
--Sí.
--Bueno. Está bien.
El teniente Remacha se puso a pasear por el sótano arriba y abajo,
mirándonos a los tres prisioneros y enfureciéndose poco a poco.
La bodega era larga, angosta, con un respiradero en el techo, una mesa
vieja y unas barricas amontonadas en el fondo. La iluminaba un candil
humeante.
En la mesa había una taza vacía y una botella de aguardiente con una
copa.
De cuando en cuando, Remacha bebía.
En esto se oyeron golpes en la puerta de la bodega, dados con la culata
de un fusil; abrieron la puerta y apareció un hombre viejo, bizco,
amarillento, con la cara picada de viruelas y el traje destrozado.
--¡Remacha!--gritó.
--¿Qué hay?
--A García, a Sanz y a Uriz los acaban de poner en capilla, en la
sacristía de la ermita del Puy.
--¿Le habéis avisado a Guergué?
--Sí. Han ido a buscarle a Lagardón, pero no le han encontrado.
--¿Y no han mandado nadie a Legaria?
--No.
El viejo bizco desapareció de la puerta. Remacha comenzó de nuevo su
paseo, y se bebió dos copas de aguardiente.
--Estaba en un acceso de rabia. Sus ojos brillaron con furor; y su
cara tomó un aire de tristeza que en él, sin duda, acompañaba a la
ira, y entre puñetazos, y patadas, y grandes blasfemias, en las que
aparecieron Cristo, la Virgen y el Copón, nos aseguró que íbamos a
pagarla si fusilaban a los generales navarros.
--A ti, por zorra--le dijo a María Luisa--, porque eres la querida de
Villarreal y has venido aquí a intrigar, para ver si puedes conseguir
que tu querido vuelva a tener mando.
María Luisa comenzó a sollozar.
--Reconozca usted que, si es así, es un motivo muy laudable--dije yo.
--¡Tú, cállate! Que si no te voy a aplastar como a una cucaracha.
--Es muy fácil ser valiente con un hombre atado.
--A éste--y Remacha señaló a Salvador--le fusilaremos, por traidor; y a
ti, ya que eres liberal y masón y odias a los carlistas...
--No sólo los odio, los desprecio.
--Te sacaremos la vida poco a poco. Ya veremos si eres valiente.
--Más que tú, siempre.
Pasamos un momento de silencio.
--¿Y si yo le propusiera a usted hacer una gestión para salvar la vida
de García?--preguntó Salvador, que estaba pálido como un muerto.
--¿Yendo adonde está Maroto, para quedarse allí?... ¡Ca!... No, no.
--Haciendo que venga a esta casa solo el conde de Negrí, dándome usted
la palabra de que aunque no nos pusiéramos de acuerdo usted y yo, a él
no le pasaría nada.
--Eso ya es otra cosa. Venga usted; hablaremos en otro cuarto.
Remacha tomó la botella de aguardiente en la mano.
Salieron Remacha y Salvador, y uno de los soldados fué siguiéndole a
éste. Quedamos María Luisa y yo atados y vigilados por dos hombres,
Miguelico el Tuerto e Ilundain. Miguelico el Tuerto era pequeño, negro,
tostado por el sol; tenía una cara de vencejo; la nariz, afilada y
corva, como un pico; las mejillas, hundidas; los labios, delgados; el
pelo, negro, y la barba, crecida de varios días. Uno de sus ojos estaba
vaciado; el otro brillaba en la órbita, como el de un águila.
Llevaba un traje de soldado roto y una boina vieja, y no abandonaba una
carabina, que sin duda estimaba mucho.
Recordé a Gastibelza, el hombre de la carabina, el héroe de una canción
de Víctor Hugo, cuyo nombre debió de tomar el poeta de Sagastibelza, el
cabecilla carlista baztanés, que tuvo alguna fama a su muerte, ocurrida
hacía dos años.
Ilundain era un hombretón fuerte; tenía los ojos brillantes y ávidos;
la nariz, recta; la boca, dominadora, con el labio inferior prominente.
Llevaba un capotón de soldado, boina pequeña, muy calada, y el pelo,
negro, que le llegaba hasta los ojos. Todo esto le daba el carácter de
un guerrero antiguo.
Estuvimos algún tiempo en silencio; María Luisa gemía; yo pensaba en mí
mismo, como en otro, y hacía cábalas imaginando qué dirían mis amigos
al saber mi desaparición.
Miguelico se puso a pasear por el sótano y a cantar una canción
monótona, que quería ser irónica.
Vosotros nos decíais a nosotros,
al vernos:
en la lid moriremos
con gloria.
Y apenas en Hontoria
entró Merino,
recorristeis más tierra
que un peregrino.
En aquellos momentos pensé una porción de cosas rápidas. Mi imaginación
galopaba; pero se perdía en fantasías inútiles.
Las hipótesis y comentarios que harían en Bayona mis amigos al saber mi
desaparición me llenaban el espíritu. ¿Qué diría Aviraneta? ¿Qué diría
Delfina? Iba a tener un final pintoresco entre aquellos foragidos como
Remacha, Ilundain y Miguelico el Tuerto, el hombre de la carabina.
El lugar era también siniestro, negro, lleno de telarañas. El candil
chisporroteaba y llenaba de humo espeso y acre la bodega. Yo miraba a
los dos guardianes y a las negruras del sótano como quien contempla una
decoración de teatro...


VIII
LA ESCAPATORIA

DE pronto sentí como la protesta del instinto vital. Había que hacer
algo para salvarse.
--Sois unos brutos--dije a nuestros dos guardianes--: nos tenéis como
si fuéramos cerdos. No creo que nos podamos escapar. Soltadme una mano,
para que pueda fumar un cigarro.
Me desataron las manos y fumamos los tres.
--¿No podíamos beber un poco?--pregunté luego.
--¿Tú pagas?--preguntó Miguelico.
--Sí.--Saqué un duro.
--Ilundain, anda, ve tú por vino--dijo Miguelico--. Llévate la llave y
luego devuélvemela.
Ilundain salió y vino poco después con una jarra grande y tres vasos.
Yo llené uno y lo cogí en la mano.
--¿Por qué no traéis algo para comer?
--¿Qué quieres que traiga?
--Un poco de jamón o de queso.
Saqué otro duro.
--No; ya basta--dijo Miguelico rechazándome la moneda.
--Gente difícil de sobornar--pensé yo.
--El caso es--murmuró Ilundain--que hay que ir a la taberna de la plaza
de Santiago, y andan por allí patrullas.
--¿No sabes el santo y seña?
--Sí. Julián, valor y subordinación; pero, ¿y si lo han cambiado...?
--¡Ca! No lo habrán cambiado. Ve si no a la taberna del Muturranga, de
aquí cerca.
Ilundain salió del sótano. Entonces yo le dije a Miguelico:
--Suéltela usted un poco las manos a esta mujer. ¿Qué va a hacer? ¿Les
va a matar? Es una vergüenza tratarla así.
--Sí, la soltaré un poco--dijo Miguelico.
Mientras se dedicaba a esa faena, María Luisa gimió. Yo saqué el
frasquito del abate Girovanna y eché la mitad de su contenido en la
jarra.
Volvió Ilundain con un trozo de jamón, queso, pan y la vuelta del duro.
María Luisa no quiso probar nada; yo comí jamón y queso y bebí el vino
que me había echado anteriormente en mi vaso. Los dos hombres comieron
y bebieron en abundancia.
El narcótico tardó mucho en hacerles efecto. De pronto, Ilundain dijo:
--Esta noche pasada no he podido dormir. Voy a descabezar un poco el
sueño.
Yo hice como que echaba la cabeza en la pared y quedaba dormido.
Miguelico el Tuerto, estaba en guardia, con su ojo de ave de rapiña,
brillante; me miraba a mí, miraba también a la puerta, y, al último,
puso un brazo sobre la mesa, inclinó la frente y se quedó inmóvil. Hice
entonces un movimiento como involuntario para ver si se despertaba. No
se despertó. En vista de la profundidad de su sueño le agarré por el
pie a María con fuerza.
--¿Qué me quieren?--gimió ella.
--¡Silencio!--le dije yo--. Les he dado un narcótico a éstos. Ahora hay
que escapar. ¿Puede usted levantarse?
--Sí--exclamó levantándose.
--Este Ilundain lleva un cuchillo en la faja. A ver si se lo puede
usted sacar.
--¿Para qué?
--Para cortar nuestras ligaduras. Yo estoy atado, además, al banco, y
no me puedo mover.
María Luisa se levantó, se deslizó por el banco, se acercó a Ilundain y
le quitó el cuchillo de la faja. Ilundain suspiró en aquel momento.
María Luisa me dió el cuchillo y corté las cuerdas con que nos habían
atado a los dos. En seguida registré el bolsillo de Miguelico, saqué la
llave del sótano y le quité la bayoneta del cinturón. Después María y
yo subimos las escaleras hasta la puerta, llevando en la mano: ella, el
cuchillo de Ilundain; yo, la bayoneta de Miguelico.
Había en la puerta una gran cerradura mohosa, que seguramente iba a
rechinar al dar la vuelta a la lengüeta. María quiso abrir la puerta
inmediatamente.
--Hay que tener calma. Espere usted--le dije yo--; no vayamos tan de
prisa.
Bajé las escaleras, cogí un resto de la grasa del jamón y lubrifiqué la
llave y la cerradura. Cuando creí que lo estaban ya suficientemente, di
una vuelta rápida a la llave, que chirrió con acritud, y abrí la puerta.
Ni Miguelico ni Ilundain se movieron. En esto, la vieja del candil se
acercó. Yo la agarré del cuello y la dije:
--Si grita usted, la ahogo.
La mujer no resolló; abrí la puerta del sótano, empujé a la vieja hacia
dentro y cerré por fuera con llave.
--Aquí lo único que nos puede salvar es la audacia--le dije a María
Luisa.
Salimos corriendo hacia la puerta de la calle; pero estaba cerrada, y,
por más esfuerzos que hicimos, no pudimos abrirla.
--Vamos a ver en la parte de atrás si hay salida.
Abrí una puerta pesada y aparecimos en un corral abandonado.
Era un corral pequeño, de tapias altas, con el suelo lleno de varias
cosas, que a obscuras no se veían bien: tablones, barricas, cubos y
restos de algún derribo.
Había en un rincón un emparrado medio deshecho.
Pensé que encontraría alguna escalera, y, efectivamente, había una,
aunque rota. La coloqué en la pared, y subí por ella, primero sobre el
emparrado y luego sobre la tapia.
Era la tapia toscamente construída, con piedras gruesas, sin
cimentación. Daba a un camino.
--Suba usted--le dije a María--; se monta usted en la tapia; luego
subiré yo, y a ver si entre los dos podemos echar la escalera al otro
lado.
Dejé la bayoneta en el suelo y sujeté la escalera, de miedo de que se
desbaratase.
Había subido María, ayudada por mí, a la tapia, cuando vi que Remacha
se acercaba, armado de un sable y una pistola. Comprendí que no
dispararía la pistola porque vendría gente, cosa que a él no le
convenía. Yo quise coger la bayoneta, que había dejado en el suelo,
para defenderme, pero no la encontré.
--Ríndete--me dijo Remacha.
--No.
Él levantó el sable; yo retrocedí al momento, pero el sable me alcanzó
y me hirió con la punta en la frente.
Noté la sangre, que me mojaba la cara. Me refugié debajo del emparrado.
Estaba allí más obscuro, y el emparrado era de poca altura. Remacha no
podría allí manejar su sable. Miré otra vez al suelo para buscar mi
bayoneta, y no la vi. Entonces, decidido, me lancé sobre Remacha y le
agarré del brazo.
Yo tenía más fuerza que él, y sujetándole la mano derecha se la retorcí
y le hice soltar el sable.
Él entonces me cogió del pelo, y yo a él del cuello.
Forcejeamos los dos, estrujándonos violentamente. Él me mordía, yo le
golpeaba la cabeza sobre la pared. En esto él resbaló y cayó hacia
atrás. Iba a levantarse, cuando una piedra grande, caída de la tapia,
le dió en el pecho. El hombre ya no se movió.
--¿Es que le he dado?--preguntó María Luisa desde arriba.
--Sí.
--¿Y qué ha hecho?
--Ha caído.
--¿Muerto?
--No; sólo atontado.
No quise decírselo, pero creí que estaba muerto. Al momento escalé la
tapia, y con una energía sobrehumana subí la escalera, medio rota, y la
puse hacia afuera.
Estábamos en un camino que iba del convento de Recoletas hacia la
ermita del Puy. No pude calcular qué hora sería. El cielo estaba
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