El amor, el dandysmo y la intriga - 03

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maniático, monsieur de Saint-Allais, que, por lo que se decía, tenía
una casa llena de preciosidades, que no dejaba ver a nadie.
Yo empezaba por entonces a comprender el francés y a hablar algo.
Comenzaba a entender de cuadros, muebles, relojes antiguos y demás
antigüedades. Al cabo de algún tiempo fuí casi un especialista y
conocía el mueble de Boule o el de Chippendale, el reloj del siglo
XVIII, y diferenciaba el de París y el de Lyon.
No sólo conocía los estilos, sino que sabía también los precios de los
varios objetos almacenados allí. En el cajón del mostrador de casa de
la Falcón había un catálogo voluminoso de cuanto contenía la tienda,
con tres precios para cada cosa: el que había costado, el último en
que se podía vender y el que se podía pedir. Estos conocimientos me
sirvieron después para hacer compras de muebles en Madrid y para
adornar mi casa.
LOS CARLISTAS
Bayona, al principio, me pareció un pueblo triste, aburrido; luego, ya
me fué gustando más. Con sus murallas, sus castillos, su ciudadela, sus
puertas estrechas, me oprimía el corazón. Había días que me parecían de
una longitud inusitada, y desde que me levantaba hasta que sonaban, a
las diez de la noche, los tambores y las cornetas, que anunciaban que
se cerraban los portales, con sus puentes levadizos, creía haber pasado
lo menos una semana.
Esta ciudad militar y comerciante, tranquila y soñolienta, un poco
española, un poco bearnesa, un poco vasca y un poco judía, encerraba
entonces en su seno, una emigración de carlistas, la mayoría gente
bárbara, violenta, sanguinaria, y, sin embargo, no se notaba apenas.
Unicamente por la mañana, en la encrucijada de los Cuatro Cantones o
en el café de enfrente del teatro de la plaza Grammont, se veían grupos
de hombres hablando español, que se escabullían en seguida.
En la calle de España, con sus tiendas españolas de ultramarinos, de
zapaterías y lencerías, se oía hablar mucho castellano, y por el aire
de los tipos se comprendía que eran carlistas riojanos y navarros.
En los alrededores de la plaza de los Capuchinos, del Pequeño Bayona,
que era como una aldea, estaba el punto central de las posadas
vascas y se oía hablar mucho vascuense, y se hacían negocios entre
contrabandistas, guerrilleros y negociantes; pero, en general, los
carlistas en Bayona, como gallinas en corral ajeno, alborotaban poco.
Bayona era entonces una gran casa de huéspedes; por cualquier parte,
por cualquier rincón, aparecía un carlista.
Las tiendas que tenían una tertulia española eran un centro de intrigas
políticas.
Se hacían muchas compras de armas y de vestuario por delante de las
narices del cónsul de España, sin que éste se enterara. Los judíos
bayoneses habían puesto dinero en el carlismo.
Todo el mundo intrigaba: unos por fanatismo, otros por ambición, otros
por dinero. Había algunos que lo hacían por amor al arte. Algún tiempo
después, estando en París, oí contar que un napolitano fué a ofrecer
trabajo a un editor. Este le dijo:--No lo quiero porque sé que es usted
un espía.--Es cierto--contestó el italiano--que soy un espía, pero no
por el dinero, _ma per l'onore_.
Había muchos espías en Bayona, en los dos bandos, que no lo eran por
dinero, sino _per l'onore_.
Los carlistas españoles no tenían el aire de casaca, lazo y peluca
que querían darles los legitimistas franceses, ni el aspecto de
bandidos siniestros con que los pintaban los liberales. Su carácter
estaba más en sus ideas que en sus actitudes y sus trajes: en el sello
reconcentrado y un tanto sombrío de todo lo español. El carlista tenía
la candidez de creer que la vida española era superior a todas las
demás, y suponía que el español era más inteligente, más comprensivo y
más enérgico que los demás hombres.
Yo no tenía por ellos la menor simpatía. Aviraneta, en cambio,
experimentaba por estos absolutistas cierto afecto, y les reconocía el
mérito de ser patriotas.
Entre los carlistas los había de todas clases: fanáticos, moderados,
absolutistas, de un clericalismo cerril, y verdaderos liberales.
Unos llevaban una vida pobre y austera; otros se mezclaban en toda
clase de negocios. Los más pedantes eran los que se llamaban a sí
mismo los puros. La pureza, la incorruptibilidad, es un tópico de
todas las revoluciones. Generalmente, ser puro es ser más estólido e
incomprensivo que los demás, no avenirse a razones y no discurrir.
Muchos de estos pobres carlistas habían ido a Bayona, arruinándose, y
vivían en una situación precaria. Las señoritas distinguidas trabajaban
para fuera con gran misterio.
La misma situación precaria hacía que aquellos soldados de Cristo se
enredaran con la primera aventurera o fregona que encontraran al paso,
sin considerar indispensable la bendición de un clérigo.
Se había unido la inmoralidad de la vida provinciana francesa con la
hipocresía y la mojigatería española en silencio. Aquel viejo mundo
español decrépito, cuya esencia representaba el carlismo, con sus
generales inútiles, sus frailes y curas fanáticos y sus guerrilleros
atrevidos y crueles, había hecho su nido en la tranquila Bayona, ciudad
burguesa, que aparentemente tenía una moral muy respetable, pero en la
que había mucho mar de fondo.
De esta unión resultaba que la ciudad estaba más españolizada que nunca
y que en casi todos los comercios se hablaba castellano.
Se vendían en las tiendas muchos objetos de procedencia española y
americana: joyas, relojes, anillos, cuadros, imágenes, tabaqueras,
vajillas de plata y cadenas gruesas de oro, traídas de Méjico.
Se decía que el comercio bayonés marchaba mal, probablemente a causa
del cierre de la frontera.
Los bayoneses se mostraban amables y, al mismo tiempo, explotadores
y sórdidos. Quizá en una ciudad española hubiéramos hecho lo mismo,
aunque yo creo que, en general, los españoles hubiéramos sido con los
extranjeros menos amables y menos sórdidos.

MIS PASEOS
A veces iba a las Allées Marines, hasta la colina de Blanc-Pignon;
otras, daba la vuelta a las murallas; pero lo que más me atraía eran
las proximidades del Nive. El Adour, como río gascón, me era más
antipático que el Nive.
Iba por los muelles de una y otra orilla, paseaba por los arcos bajos
de la Galupèrie y del Pont Traversant y veía las gabarras y las
chalanas que bajaban de Ustariz y de Cambo. Cruzaba los puentes de
madera, el Puente Mayou y el Puente Panecau, y contemplaba las casuchas
sórdidas y sucias de los muelles.
Al bajar hacia la plaza de Armas contemplaba la animación del puente de
Saint-Esprit, puente de madera tendido sobre barcas, y veía el puerto,
ya en el Adour, con sus goletas, sus bergantines y sus pataches.
La larga fila de embarcaciones, que comenzaba en la confluencia del
Nive y del Adour, se extendía por el muelle de la Aduana, a lo largo de
la reja de la plaza de Armas, hacia las Allées Marines.
Los carros de bueyes iban y venían; los obreros del muelle, con sus
sacos en la cabeza como capuchas y los pies descalzos, cargaban y
descargaban las barricas de vino y de aguardiente de Armagnac, las
maderas de los Pirineos y de las Landas, los sacos de harina del centro
de Francia, los fardos de pita americana para los alpargateros y los
cordeleros. El sol daba en el Adour de una manera lánguida, y las
gaviotas jugueteaban sobre las aguas muertas de este río, que deja de
ser un torrente para convertirse en seguida en un pantano.

CONOCIMIENTOS
DE HOTEL
Por entonces, en la fonda de San Esteban, había algunas personas fijas
como yo: un profesor del Liceo, monsieur Teinturier, varios militares
y un señor rico que quería ser elegante. Este señor se llamaba Tartas.
El señor de Tartas tenía ya cerca de cincuenta años, pero pretendía
pasar por joven; vestía a la última moda; llevaba una peluca muy bien
disimulada; era gordo, rechoncho, ventrudo, con los dientes postizos,
el bigote pintado, y con corsé. Era voluptuoso y goloso. Las modistas
y los pasteles de crema eran sus debilidades. Yo le decía Tartas, el
elegante, y algunos chuscos le habían llamado por su laminería Tartas
a la crema, lo que recordaba la _Tarte â la crême_, de Molière. Tartas
tenía un color rubio falso y una piel rojiza: parecía un cochinillo
asado. Se las echaba de muchacho y solía pasearse conmigo por los Arcos
del Puerto Nuevo hablando de sus conquistas y mirándose en todos los
escaparates.
Tartas era mentiroso y farsante como pocos, un verdadero gascón. A
creerle a él, con la historia de sus antepasados, y con la suya,
y con sus amores, se podían hacer tomos y tomos. La preocupación
íntima de Tartas era no ser bastante alto. Respecto a todas las
demás particularidades de su físico, estaba convencido de que eran
encantadoras. Tenía un abdomen abultado, pero esto era una señal de
fuerza; tenía un color rojizo, pero hacía bien, su optimismo no podía
conseguir el que se creyera de buena estatura.
La amistad con Tartas me daba a mí también un aire de donjuanismo y de
fatuidad que no estaba mal para un hombre que, como yo, iba a intentar
una segunda vida de conspirador.
Otro de los huéspedes de la fonda era el profesor Teinturier, joven,
del centro de Francia, de unos veinticinco a treinta años. Teinturier
era un tipo de galo: tenía una cara juanetuda y cuadrada, una mirada
dura y fuerte, los labios gruesos, la barba cobriza y las manos fuertes.
Era muy radical en sus ideas y muy tímido con las mujeres.
Teinturier y Tartas se despreciaban mutuamente; yo comprendía que
valía mucho más el profesor que aquel _dandy_ grasiento, encorsetado y
repintado; pero éste tenía más relaciones, y me incliné a reunirme con
él.
También venía a pasear con nosotros un abate, el abate d'Arzacq,
que vivía en la misma fonda. El abate d'Arzacq era un hombre rubio,
sonriente, sonrosado, anticuario y coleccionista de monedas. Yo le
conocía de casa de la Falcón, porque era uno de los contertulios de la
tienda de antigüedades. D'Arzacq tenía un aire tan insinuante y tan
burlón, que parecía que debía ser inteligentísimo. A mí me daba la
impresión de un cínife, pero en él todo era fachada.
El abate d'Arzacq era un hombre hecho para las reverencias: las
hacía maravillosamente. En compañía del señor de Tartas conocí a
algunas chicas guapas que estaban en los comercios, y con el abate
d'Arzacq visité a varias familias de la buena sociedad bayonesa, que,
naturalmente, eran clericales y legitimistas.


VIII
SENSIBILIDAD PATRIÓTICA

ADEMÁS de mis conocimientos del hotel, tenía otros de españoles, gente
modesta, a quien conocía por doña Paca Falcón y sus operarios.
Uno de estos españoles, amigo del carpintero Joaquín García y del
cerrajero Horcajo, era un tal Jesús Díaz, carlista, andaluz, el padre
del chico de mi oficina, Fernandito; Jesús Díaz había tenido que
emigrar de su pueblo con su mujer y sus hijos, y se había establecido
en Bayona. Lo cómico era que a medida que vivía en Francia iba
perdiendo el fervor carlista y haciéndose republicano.
Don Jesús vivía en la calle de la Zapatería, una callejuela que iba de
la calle de España hacia la muralla, callejuela sombría, en una casa de
cuatro pisos, con unas habitaciones que daban a un patio obscuro. Don
Jesús era un hombre joven, guapo, de bigote negro. Daba lecciones de
español, pintaba cuadritos y escudos nobiliarios, y hacía juguetes de
madera y alambre, que vendía a bajo precio.
Debía pasar épocas de miseria negra. Algunas veces fuí a su casa.
Tenía una mujer que trabajaba mucho y, además de Fernandito, dos
chicas morenitas muy graciosas, que se pasaban la vida abanicándose
vertiginosamente y lamentándose de estar en Francia, que les parecía un
país muy soso, en donde los hombres no decían galanterías a las mujeres
en la calle. Don Jesús tocaba la guitarra, y las chicas bailaban las
sevillanas o los caracoles, u otros bailes de su tierra.
En la misma casa, sórdida y siniestra, vivían otros dos españoles: uno
de ellos era Joaquín el carpintero, que trabajaba en la tienda de doña
Paca; y el otro, un carlista vascongado, Zabaleta, amigo del conde de
Negrí, que estaba empleado en una frutería. Todos ellos tenían de noche
su tertulia en una taberna de la calle de España, que antiguamente se
había llamado la Bandera Blanca, y que era de un ex policía.
En aquella taberna se hacía espionaje a favor de Don Carlos, como en la
casa de Iturri a favor de la Reina.
A este rincón solían ir españoles que vivían en la vecindad, tipos
raros y desgarrados.
Uno de ellos era un cura catalán, mosén Pau, hombre cetrino, cejijunto,
muy áspero. Mosén Pau había peleado con Tristany, y estaba resentido
con él por un motivo de dinero.
Mosén Pau vivía en una casa de la calle de la Carnicería Vieja, y todo
su entretenimiento era ir al campo y tirar al blanco con una pistola
sobre botellas vacías, huevos vacíos, etcétera. Para este cura, tirador
al blanco, no había hisopo que tuviera el encanto de una carabina o de
cualquiera otra arma de fuego, ni agua bendita tan agradable como la
pólvora.
En la misma casa de mosén Pau, en una guardilla, vivía otro carlista
viejo, arruinado por la causa. Era un hombre de cerca de setenta años,
con varias cicatrices profundas en la cara. Iba a casa de los españoles
pudientes y esperaba a la puerta horas y horas, embozado en una capa
raída y apoyado en un bastón, a que le dieran una limosna. Si recibía
algunos cuartos, saludaba dignamente y se marchaba.
Era también contertulio de la taberna un tipógrafo de la imprenta de
Lamaignere, donde trabajaba como corrector de pruebas. Este tipógrafo
se llamaba Barbanegre: era hombre de unos cuarenta años, muy culto; muy
enterado de la política y de los asuntos españoles, y muy aficionado al
vino.
Para publicar algunas hojas, cuyos originales me envió Aviraneta, me
entendí con Barbanegre y fuí a la imprenta de Lamaignere, que estaba en
la calle de Bourg-Neuf del Pequeño Bayona, una de las calles más frías
y más húmedas del pueblo.
Un día me encontré a mosén Pau; me dijo que estaba Tristany en Bayona y
que iba a verle. Me invitó a comer con ellos.
Fuimos a un fonducho miserable de la calle de los Toneleros, obscuro
y húmedo, y allí conocí a Tristany, que andaba vestido de cura y se
preparaba a entrar de nuevo en Cataluña. Mosén Pau y Tristany se
pusieron a discutir, en catalán, con tal violencia, que parecía que
estaban dispuestos a matarse. Dejé a estos dos energúmenos con placer.

TERTULIA EN
LA LIBRERÍA
Barbanegre, el cajista, me llevó a la librería de Mocochain, sucesor
de Gosse, donde me presentó al librero, que era un señor ya viejo. Yo
quería suscribirme a una librería circulante, y me suscribí allí.
Había otro librero en Bayona llamado Larroullet, que prestaba libros, y
un salón de lectura en la plaza de Armas.
Mocochain tenía la especialidad de los libros raros. Fuí a su tienda
con frecuencia. Allí se reunían varios bibliófilos, la mayoría curas;
entre ellos, el abate Miñano.
Miñano era hombre muy acicalado, muy elegante, de una gran facundia,
y, como había vivido mucho y conocido muchas gentes, se manifestaba
muy escéptico. Empleaba en la conversación frases maquiavélicas que,
aunque no las hubiera inventado él, las usaba con gran oportunidad. Es
más que un crimen: es una falta. Una victoria más como ésta, y estamos
perdidos...
La librera, madama Mocochain, muy sonriente y muy joven, según las
malas lenguas, no era una virtud muy sólida.
Fuí a la librería varias veces, al anochecer, y escuché lo que allí
se hablaba, y me quedé asombrado de la cantidad de cosas desconocidas
por mí: la historia antigua, la historia moderna, la literatura, el
arte, la política, sin contar las ciencias, que no pretendía, ni aun
siquiera someramente, enterarme de ellas. ¡Qué suma se podía hacer con
mis ignorancias!
Tenía buen sentido y bastante buena memoria, y pensé en los
procedimientos para cubrir mi desnudez mental de una manera decente.
Como mi cultura era tan escasa discurrí el modo de adquirirla. Decidí
que después de aprender el francés me dedicaría al inglés.

MIS LECTURAS
Abonado a la librería circulante de Mocochain y al gabinete de lectura
de la plaza de Armas, me puse a leer de una manera frenética. Ya la
vida en Bayona no me parecía tan aburrida, y muchas veces me faltaba el
tiempo para las cosas más elementales.
Alternando con las novelas y los libros de historia me puse a leer
biografías de hombres célebres para ver qué camino emprendieron en la
vida tales hombres. La _Biografía Universal_, de Michaud, que entonces
se acababa de publicar e iba dando suplementos, me sirvió mucho para
mis planes.
Tomaba notas de todo lo que me chocaba en la lectura, y, como tenía
buena memoria y mucha curiosidad y deseo de saber, me iba improvisando
una cultura y marchaba camino de ser un _polihistor_.

LOS FRANCESES
Y ESPAÑA
Uno de los resultados de mis lecturas fué el darme una preocupación
grande por España y, al último, hacerme patriota.
Leí un _Resumen Geográfico de la Península ibérica_, por Bory de
Saint-Vincent, muy áspero para nosotros, y otro libro, _L'Espagne sous
Fernand VII_, por el marqués de Custine, que tenía escrito en los
márgenes palabras de protesta de algún lector español. Yo conocía de
España muy poco, casi nada, y, sin embargo, me dió la impresión de que
el libro del señor marqués era un tejido de embustes y de tonterías.
Leí todos los libros que encontré sobre nuestro país.
Hay que reconocer que la mayoría de las cosas que los franceses han
escrito acerca de España valen poco: son casi siempre observaciones
superficiales y vulgaridades que destilan antipatía y odio. No se
explica bien, mas que teniendo un fondo entre rencoroso e indelicado,
la rabia de los franceses contra un país como el nuestro en el siglo
XIX, en plena disolución y decadencia.
Estas duras invectivas contra España me hicieron, como digo, patriota.
Mi sensibilidad patriótica fué un hecho nuevo que surgió en mí con la
lectura y al ver que se denigraba constantemente a España. En España
no se podía vivir una vida relativamente civilizada, ni comer, ni
dormir. España era un país imposible. Los españoles, al parecer, éramos
una excepción en el mundo: malos, crueles, sanguinarios, incultos,
indisciplinados, de color negro y cobardes.
Sin embargo, cuando fuí leyendo biografías, encontré que los tipos
históricos españoles valían lo de los otros países, y que muchas veces
los superaban. Me chocó la incomprensión de los franceses para con
nosotros. Reconocían que España podía haber tenido en otras épocas
hombres de genio, pero eso no valía.
Los franceses, en general, creen que el colmo de la civilización es
llevar un _redingote_ con elegancia, y que decir cuatro o cinco lugares
comunes con una pronunciación muy perfilada y con un acento muy nasal
es algo sublime. En esto se engañan. El mundo que admira el acento
parisiense, y la cocina francesa, y las cantantes de café concierto, es
el mundo de los tontos, de los rastacueros y de los negros disfrazados.
Al mundo inteligente lo que le interesa de Francia es su aportación a
la cultura general, sobre todo su aportación científica.

LOS GRANDES HOMBRES
DE LA ÉPOCA
Una cosa que me asombró leyendo la _Biografía Universal_,
principalmente los tomos del «Suplemento», que se referían a hombres
contemporáneos, fué ver que casi todos ellos habían sido de una
perfecta inmoralidad: ladrones, inconsecuentes y traidores. Además,
no sólo ocurría esto, sino que casi todos los traidores habían sido
premiados, y casi todos los hombres fieles a una causa acababan en la
miseria, en la prisión o en el patíbulo.
Era un ejemplo verdaderamente inmoral. Yo me fijaba, sobre todo, en
españoles y franceses. Los fieles a una idea, Robespierre, Vergniaud,
Saint-Just, Ney, Berton, Riego, el Empecinado, Torrijos, caían en la
lucha; en cambio, los Tayllerand, los Fouché, los Bernardotte, los
Soult, subían como la espuma.
La ingratitud de los reyes era verdaderamente espantosa. Fernando
VII fusilaba a los generales de la Independencia, que habían luchado
heroicamente por él, y hundía en la miseria a Godoy, que quizá era su
padre; Luis XVIII daba pensiones a los bonapartistas y republicanos
y dejaba abandonado a Fauche-Borel, agente de los Borbones durante
más de treinta años, que, viéndose en la vejez, sin amparo, acabó
suicidándose. María Cristina, traicionando a los que la defendían,
pactaba con Don Carlos, y este último veía con inquietud los éxitos de
Zumalacárregui y escuchaba con tranquilidad la noticia de su muerte.
Si de la historia puede desprenderse una moral, de la historia de
nuestro tiempo no podía desprenderse más que una lección de inmoralidad.
¡Qué grandes hombres de estercolero todos los grandes hombres
de la época! Me hizo pensar mucho su ejemplo. ¿Es que los
hombres, como las hortalizas, necesitarán el fiemo para crecer y
desarrollarse?--pensaba--. ¿Es que las sociedades honestas y virtuosas
no producirán más que hombres mediocres?


IX
NOTICIAS DE AVIRANETA

AL marcharse Aviraneta de Bayona leí la prensa española con curiosidad,
por ver si aparecía su nombre y en qué concepto se le tenía.
Unas tres semanas después de su marcha lo encontré citado en el
periódico _El Eco de la Razón y de la Justicia_.
Decía así el periódico madrileño:
«¿Pretende quizá _El Eco del Comercio_ secundar los buenos
oficios del señor Aviraneta, que, según se asegura, ha ido a las
provincias del Norte a promover escisiones, como acostumbra, y a
introducir el desorden en el ejército?»
El 25 de julio aparecía otra noticia en el mismo periódico:
«El célebre Aviraneta, según carta que hemos visto de Cádiz,
ha llegado a aquella ciudad acompañado de otro revolucionario,
ayudante suyo, y cuyo nombre no dice la carta. Ignoramos si
lleva recomendaciones de don Gil de los Ojos Verdes, firmadas
_El Consabido_, como las que le dirigía a Zaragoza, o si el
magnate de los unitarios habrá tomado otro seudónimo.»
Don Gil de los Ojos Verdes era, indudablemente, Gil de la Cuadra. ¿Por
qué le aludían a él, tomándole como compinche, siendo como era enemigo
de Aviraneta? No lo supe.
Estas noticias procedían, indudablemente, de las logias, y como los
informes que tenían éstos no eran buenos, se distinguían por su
confusión.
Dos días después, el 27 del mismo mes, volvió a aparecer en el mismo
periódico otro suelto, enviado desde San Sebastián, titulado:
«NOTICIAS DE LA FRONTERA»
«Hace varios días que el famoso Aviraneta se ha presentado
aquí, y aunque no permaneció mas que cortos instantes,
pues el conde de Mirasol le hizo conducir a Francia en una
trincadura de guerra, no por eso dejó de sembrar sus principios
revolucionarios entre nuestros soldados. Desde San Juan de Luz,
donde se halla, parece que envió un impreso, que circuló entre
la tropa, y en el cual se decía que el Gobierno había enviado
medios suficientes para pagar al ejército hasta 1840, pero que
los oficiales y jefes que quieren prolongar la guerra se han
apoderado de este dinero.»
El 30 de julio, el mismo periódico, publicó esta noticia:
«AVISO IMPORTANTE A LOS GADITANOS»
«El célebre Aviraneta regresó a Madrid desde San Juan de Luz;
tuvo una conferencia con El Consabido, el magnate de los
unitarios; otra con un alto personaje; recibió sus instrucciones
y marchó el jueves de la semana pasada a Cádiz.»
La insistencia en pintarle a Aviraneta conjurado con Gil de la Cuadra,
con quien estaba reñido hacía tiempo, y de llevarle a Cádiz, me chocaba.
_El Eco del Comercio_ comentó estas noticias hablando desdeñosamente de
Aviraneta. Mientras se le creía en Cádiz, don Eugenio estaba entre Pau
y Perpiñán. Pensé que si todas las noticias de los periódicos tenían
la misma exactitud, no estábamos muy bien enterados de lo que pasaba
en el mundo, ni en España, ni en ninguna parte. A mediados de agosto,
Aviraneta contestó en los periódicos de Madrid negando las andanzas
que le atribuían y diciendo que no tenía nada que ver con el motín de
Hernani.

UNA CARTA
Poco después, Aviraneta me escribió una carta larga; me hablaba de
sus diferencias con el cónsul de Bayona, que habían hecho que el
subprefecto diera una orden para expulsarle de la ciudad de Bayona. El
30 de junio Aviraneta había ido a Pau, y estando aquí ocurrió, el 4 de
julio, un motín militar en Hernani, a pesar de lo cual los periódicos
de Madrid se lo atribuyeron a él. De Pau, el 12 de julio, marchó a
Tolosa; luego, a Carcasona, y llegó a Perpiñán el 24. No hizo más que
llegar a esta ciudad cuando se vió rodeado por agentes de policía
secreta que le impidieron hacer nada. Los tenía en el pasillo de la
fonda, y cuando salía de ella le acompañaban por calles y paseos.
Aburrido, y viendo que no había acción posible en aquellas condiciones,
se decidió a volver a España, se embarcó en Port Vendres y marchó a
Barcelona.
Recordando su prisión de la época de Mina, no quiso salir del barco;
pero el gobernador le llamó a su presencia y tuvo que ir y dar una
serie de explicaciones para que le dejaran seguir a Valencia. De
Valencia se trasladó a Madrid, y allí estaba esperando, como siempre,
el buen momento para entrar en acción.
«Tenía el proyecto de publicar un manifiesto para confundir
a mis enemigos--me decía Aviraneta con cierta solemnidad, al
final de su carta--; pero las circunstancias son tan graves,
que en obsequio de la causa nacional voy a sacrificar la mía
propia. El Pretendiente, con sus hordas, se acerca a la Corte;
se necesita unión entre los patriotas para acudir a la común
defensa, y creo sería una traición el dividir los ánimos en un
momento de peligro con un alegato que necesariamente heriría
la susceptibilidad de algunas notabilidades. Tampoco quiero
llamar la atención ni arrojar luz sobre el objeto de mi viaje a
Francia. Tú sigue ahí, aunque te aburras, porque puedes prestar
grandes servicios.»


X
MADAMA DE LAUSSAT

CUANDO venga septiembre--me había dicho doña Paca Falcón--le presentaré
a algunas señoras distinguidas de aquí.
Efectivamente, en la misma tienda me presentó a las señoras de Laussat
y de Saint-Allais, que eran personas ricas y de distinción.
Mi amigo Tartas, el elegante, me habló de madama Laussat, a quien él
había hecho la corte.
Madama Laussat había tenido amantes y seguía teniéndolos, siempre con
una gran discreción y sin dar el menor escándalo. Era muy amable con
todo el mundo, y desarmaba con su amabilidad al que tuviera intenciones
agresivas para ella.
El marido de madama Laussat era un comerciante rico, y, como estaba
enfermo, dejaba a su mujer que hiciera la vida que quisiera.
Probablemente sabía que tenía amantes, pero, aun así, miraba a su mujer
como a una amiga y, al mismo tiempo, como una colaboradora. Ella, para
él, era un motivo de lujo y de ornamentación, como una hermosa finca, y
quería lucirla y demostrar con su esplendidez que era rico y poderoso.
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