El amor, el dandysmo y la intriga - 12

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--¡Mil rayos! ¡Sangre y centellas! ¡Por las barbas de Lutero! Esto ya
es otra cosa--dijo el señor Garbanzón pellizcando en el trasero a la
supuesta cuñada.
--¡Me va a dar algo! ¡Me va a dar algo!--gritó la mujer propia
agitándose de una manera violenta, abanicándose y rugiendo, y tirando
el lazo de la cabeza al suelo, y pateándolo con unas botas como dos
gabarras.
La cuñada del señor Garbanzón comenzó a mecer y a cantar al muñeco
la canción _Lo, lo, lo_; pero la mujer legítima le quitaba el niño
iracunda, y decía que era suyo. Le quería dar de mamar, le ponía cabeza
abajo y terminaba por ponerle el dedo en la boca para que chupara.
Después de una porción de disparates y de absurdos se dilucidó el punto
de si la mujer de don Pepito le había pegado a su marido con un palo o
con una caña, y si le había dado en la cabeza o en la espalda.
--¿Cómo le ha pegado usted?--le preguntó la presidenta a la mujer
propia.
--Pues le he pegado así--y le dió cuatro o cinco cañazos al señor
Garbanzón.
--¡Rayos y centellas! ¡Por los hígados de Mahoma! No ha sido así--dijo
don Pepito.
--Pues, ¿cómo ha sido?
--Así--y don Pepito cogió la caña y arreó una tanda de cañazos a su
mujer.
Luego se mezclaron los gendarmes en la contienda y éstos recibieron los
golpes de don Pepito, de su mujer y de su cuñada.

LA SENTENCIA
DE DON PEPITO
Después de aclarado este punto, la fiscala y la defensora soltaron dos
discursos grotescos, y la presidenta preguntó a las _Basa-andriac_.
--El señor Garbanzón de los Prados, ¿es culpable de haberse acostado
con su cuñada y haberle hecho un pequeño Garbanzón?
--¡Sí, sí!--aullaron todas las _Basa-andriac_.
--Madama Garbanzón de los Prados, ¿es culpable de haber dado con una
caña o palo u otro objeto contundente uno o varios golpes a su marido
al saber lo que ocurría en su casa?
--¡Sí, sí!--volvieron a aullar las bacantes.
Después de esta deliberación la presidenta leyó la sentencia:
Artículo 1.º Que supuesto que la mujer de don Pepito Garbanzón de los
Prados no tiene gracia para tener críos, se le encarga de esta tarea a
la cuñada, que cuenta con más facultades.
Artículo 2.º Que la mujer propia de dicho señor Garbanzón puede seguir
en la casa haciendo la comida, barriendo la escalera, cepillando las
botas, fregando los platos y demás adminículos, como ahora.
Artículo 3.º Que como no está demostrado que madama Garbanzón no
pueda tener críos, el señor Garbanzón, don Pepito, estará obligado
a acostarse con ella una vez al año, o antes, si está en peligro de
muerte.
Artículo 4.º Que en casa del señor Garbanzón desaparecerá todo lo que
tenga carácter de instrumento contundente, sea de caña, de palo o de
otra substancia, para que el hecho de autos no se repita.
Después de leída la sentencia, las _Basa-andriac_ se levantaron,
enarbolaron las escobas, agarraron a don Pepito y se pusieron a dar
gritos terribles y a agitar los cencerros. Los maridos cornudos se
unieron a la algazara mugiendo sonoramente.
Tras del juicio se preparó la farándula y salieron todos, agarrados de
la mano, al son del pito y del tamboril, hasta la plaza, donde se bailó
un fandango desenfrenado.
Yo me reí mucho con aquella farsa. Encontré a la gente de Añoa de
muy buen humor, y el sacristán, Dominique Elissalde de Elissagaray,
y su colaborador, Juan Pedro de Irumberry, me parecieron dos Plautos
campesinos.


VIII
EMBOSCADA

ERA ya bastante tarde cuando aparejé el caballo y el coche y me preparé
para volver a casa.
Al entrar en Ezpeleta vacilé en seguir adelante o en quedarme allí.
No adelantaba gran cosa en encontrarme en Bayona a las altas horas de
la noche, y el recordar al Murciélago en aquel grupo de carlistas que
había visto a la llegada del obispo, en compañía de Fermina la Navarra,
me infundía algunas sospechas.
Pensé en las precauciones que tomaba el Picador para entrar y salir de
cualquier parte.
--Entre hacer y no hacer, es mejor hacer, ¡qué diablo! Vamos adelante.
La noche estaba con alternativas, clara y obscura; había luna en el
cielo y pasaban de cuando en cuando nubarrones espesos que dejaban el
campo negro.
A los cinco minutos de salir de Ezpeleta se me apagó la luz del coche.
--¡Qué fastidio!--pensé--. El caballo se va a espantar con las sombras
del camino y me va a dar la gran jaqueca.

TIROS
Poco después, un nubarrón cubrió la luna, y quedó la carretera tan
negra que no se veía a cuatro pasos. Se me encogió el corazón y pensé
que había hecho un gran disparate en salir. Iba con el caballo al
trote corto, cuando brillaron dos fogonazos en los setos del camino, y
silbaron unas balas cerca de mí.
Azoté al caballo, que echó a correr al galope, y al poco rato sonaron,
ya detrás, otros dos estampidos.
Yo me agaché en el pescante, por si disparaban de nuevo, y seguí
azotando al caballo.
Poco después volvió a salir la luna.
A la hora llegué a Cambo y llamé en casa de Stratford. Me abrieron. Mi
amigo estaba aún levantado y le conté, riendo, lo que me había ocurrido.
--El farol apagado a tiempo y el nubarrón le han salvado a usted la
vida.
--Sí, es verdad.
Tomé unos bizcochos y una copa de Jerez y me fuí a acostar.
Al pensar en lo que me había ocurrido sentí una mezcla de terror y de
placer al mismo tiempo.
--Tengo que tener confianza en mi estrella--me dije, y me restregué las
manos con gusto.


IX
AVIRANETA, DE NUEVO

EN los primeros días de enero de 1839 se presentó Aviraneta en Bayona.
Estuvo unas horas en una fonda y se trasladó después a una casa de
huéspedes modesta de cerca de la Catedral, en la calle de la Moneda, o
calle Nueva.
Me avisó para que fuera a verle, y lo encontré en la cama.
--Vengo acatarrado--me dijo--; he hecho un viaje malísimo.
--¿Pues qué le ha pasado a usted?
--He venido por Zaragoza, Jaca y el puerto de Canfrac, que estaba
cerrado por las nieves. He andado perdido, durmiendo en mesones
infames, calado hasta los huesos.
--¿Y por qué no ha venido usted por Santander?
--Parece que sospechaba alguien que yo iba a volver a Bayona y se me
esperaba, no con muy buenas intenciones. ¿Y cómo va esto?
Le conté lo que había hecho con toda clase de detalles.
--Has trabajado muy bien, Pello--me dijo--; tú vas a llegar más lejos
que yo.
--¡Ca! No crea usted.
--Sí, sí. Le he leído tus informes a la Reina y ha quedado
entusiasmada.--A ese joven le tengo que ayudar--me ha dicho.
--Sí; no digo que no me ayude, pero yo no tengo gran ambición. No
siento, como usted, el deseo de mando. Por ahora, me divierte el
peligro, la aventura, pero nada más; dentro de poco me gustará la vida
tranquila y la buena mesa.
--Hombres de poca fe.
--Mejor sería decir hombres de poco nervio.
--Sin embargo, para tu edad has hecho cosas. Eres casi un diplomático,
cuando otros con tus años son unos niños zangolotinos.
--Y ahora, ¿qué vamos a hacer? ¿Qué tiene usted en proyecto?
--He estudiado un plan para prender al Pretendiente. Yo creo que está
bien concebido, pero lo discutiremos en detalles. No digas nada a nadie.
--Esté usted sin cuidado.
--Respecto a nuestros trabajos para la escisión del carlismo,
convendría enviar al Real un agente que nos comunicara las últimas
noticias.
Haremos lo posible para encontrarlo. ¿Cuándo nos veremos?
--Ya te avisaré.

EL VALOR DE
LA HISTORIA
A los tres días de la llegada de don Eugenio, el periódico de Bayona
_El Centinela de los Pirineos_ publicaba este suelto, para la mayoría
enigmático:
«Se sabe positivamente que ha llegado a Bayona un antiguo y conocido
agente de revoluciones y desórdenes, cuya presencia precedió a los
sangrientos sucesos de Hernani en julio de 1837.»
--Así se escribe la historia--me decía Aviraneta unos días después, con
ironía--; yo he hecho algunas cosas buenas y malas, pero ninguna de
ellas me caracteriza. En cambio, me caracteriza el haber precedido a un
acontecimiento en el cual no he tomado parte.
--Tiene gracia.
--Si es mentira lo que se cuenta del año pasado, ¿qué será lo que se
dice de hace dos mil años?

EL GRABADOR
Se le había ocurrido a Aviraneta, basándose en la lucha de los
marotistas contra los teijeristas, hacer creer a los exaltados que
Maroto estaba afiliado a la masonería. Para esto había traído dos
diplomas masónicos, y pensaba borrar los nombres que constaban en ellos
y sustituírlos por el del general y por el del conde de Negrí.
La cosa resultó más difícil de lo que parecía.
Se emplearon varios procedimientos químicos para borrar la tinta, y no
dieron resultado. Entonces se le ocurrió a don Eugenio mandar grabar un
diploma igual que el masónico y utilizarlo poniendo el nombre de Maroto.
Esta idea fué el germen de un legajo de documentos falsos, que luego,
más tarde, Aviraneta pasó al Real de Don Carlos, y que produjo un gran
revuelo. A este legajo llamó el Simancas.
Barbanegre, el corrector de pruebas de la imprenta de Lamaignere, nos
dirigió a un grabador, Meyer, que vivía en el Rempart Lachepaillet.
Este grabador era novio de una de las chicas del andaluz Julio Díaz.
La casa del grabador era una casa antigua, pequeña; el primer piso,
saliente sobre el bajo, y el segundo, sobre el primero.
Estaba pintada de un color verdoso sucio, ya descascarillado, y tenía
un entramado de maderas negras al descubierto. Cada piso era de muy
poca altura, y los techos no tendrían más de dos metros.
La puerta de la casa era gótica, con un llamador de metal, y en una
de las dos jambas había una placa pequeña de cobre con este letrero:
«Meyer, grabador cincelador».
Pasando la puerta se encontraba un pasillo húmedo y negro, y al
final, un patio, y antes del patio, a mano izquierda, el rincón donde
trabajaba el grabador.
Era un taller que tenía todo el aspecto de un taller medieval. Lo
iluminaba una ventana grande, a poco más de un metro de altura, que
daba hacia la muralla, y otra pequeña, que recibía la luz de un patio.
Cerca de la ventana grande tenía su mesa de trabajo el grabador, con
sus planchas, sus buriles y sus piedras de esmeril. En la pared, en
unos estantes, se veían frascos de ácido nítrico con agua, mezcla ya
empleada en morder el cobre, a juzgar por el color azul que tenía.
Delante de la ventana pequeña y alta estaba el tórculo, un tórculo de
madera, antiguo, donde sacaba las pruebas el grabador. Todo el pequeño
taller, negro, se hallaba como barnizado de tinta, y los papeles
blancos parecían allí de nieve.
Encontramos al grabador, que estaba recubriendo de barniz una plancha
de cobre con un pincel.
Era un joven alto, rubio barbudo, encorvado, con anteojos, de cara
indiferente.
--Yo venía a encargarle a usted un trabajo--le dijo Aviraneta.
--Usted dirá.
--¿Podría usted hacerme una lámina igual a ésta?
El grabador tomó la lámina que le presentó don Eugenio e hizo un ligero
movimiento de sorpresa. Al instante, Aviraneta llevó la mano al hombro,
y el grabador, poco después, hizo lo mismo.
Aunque me chocó el movimiento, no le di importancia.
--Esta lámina la puedo hacer--dijo el grabador--, pero tiene mucho
trabajo. Tardaré bastante en concluírla.
--No me urge. ¿Cuándo podrá estar?
El grabador midió la lámina a lo largo y a lo ancho, y dijo que
llevaría por grabarla quinientos francos, pero que tardaría algún
tiempo en hacerla, porque no tenía plancha de aquel tamaño y le sería
necesario encargarla a París.
--¿Quiere usted que le de, por adelantado, algún dinero?--le preguntó
Aviraneta.
--Sí; no estaría mal.
Aviraneta le dió trescientos francos, y nos fuimos a la calle.
--Te habrás fijado que el grabador y yo nos hemos hecho el signo de
reconocimiento de la masonería.
--¡Ah! ¡Qué bruto he sido! Lo he visto y no me he figurado lo que era.
Marchamos Aviraneta y yo a casa, separados.

DE NUEVO EL
MURCIÉLAGO
Un par de semanas después volvimos al taller del grabador, y al salir
para tomar la calle de España, don Eugenio y yo, cada uno por su lado,
le vi al vecino del hotel, que me espiaba, al Murciélago. Esperé en el
escaparate de una tienda a que se me acercara don Eugenio y le dije.
--¿Ve usted ése que va por la acera de enfrente?; es un hombre que me
espía.
--Hay que saber quién es--dijo Aviraneta, que iba embozado hasta los
ojos--. Ve tú a casa de la Falcón, parándote en las tiendas. Si él te
sigue, yo le iré siguiendo.
Lo hicimos así, y yo fuí, como hombre desocupado, parándome en los
escaparates, como si no hubiera notado la persecución, hasta la tienda
de antigüedades.
Al día siguiente me avisó don Eugenio para que fuese a casa de Iturri.
--¿Sabes quién era el que te seguía?--me dijo.
--¿Quién?
--Un tal Salvador que nos hizo traición en la Isabelina. Está aquí ese
granuja.
Me contó la historia de Salvador, que había sido uno de los mayores
intrigantes de la época.
Salvador era un tipo de aquellos como Regato, que había vivido en plena
intriga, con un fin de lucro.
Yo le hablé a don Eugenio de la caja de dulces que me enviaron al
hotel; de la carta anónima que me habían dirigido después, y de los
tiros del camino de Ezpeleta, cosas que yo suponía provenían de
Salvador.
Aviraneta dijo que era muy probable mi suposición.
Aviraneta le tenía odio y miedo a aquel hombre.
Para espantarle, le escribió una carta amenazadora, que decía así:
«Miserable espía: Sabemos que estás intrigando y vendiendo a los
liberales y a los carlistas. Si no abandonas inmediatamente tu
espionaje y te marchas de Bayona, pagarás caras tus maniobras.
Conocemos tu abominable historia de traiciones y de crímenes.
_Demóstenes, Espartaco, Mirabeau_
de la logia Irradiación.»
Salvador no se marchó de Bayona; se mudó a una casa de huéspedes del
barrio de Saint-Esprit.


X
APUROS DE VINUESA

POCOS días después de esto salía del hotel, cuando me encontré con mi
compañero de viaje de Madrid a Bayona, que venía demudado y tembloroso.
--¿Qué le pasa a usted?--le dije.
--Estoy muy apurado.
--¿Quiere usted subir a mi cuarto?
--Bueno, sí.
Subió, se sentó y me dijo:
--Estoy temiendo que me van a internar en Francia.
--Pues, ¿por qué? ¿Qué ha hecho usted?
--Verá usted. He estado estos meses en Pau, resistiéndome a entrar en
el campo carlista, cuando hace tres días recibí una carta del mismo Don
Carlos llamándome a su Real con toda urgencia, y diciéndome que si no
voy me considerará separado de su partido. Me he puesto en camino y he
venido aquí con mi mujer, al hotel de Francia. Me he visto con varios
carlistas para que me indiquen el medio mejor de trasladarme al campo
de Don Carlos, y alguno de ellos sin duda lo ha dicho por ahí; se ha
enterado el subprefecto y me ha llamado, me ha pedido los papeles y
luego, con violencia y mal gesto, me ha ordenado que vuelva a Pau, de
donde seré internado. Y aquí me tiene usted que no sé qué hacer. El
Señor me espera, y si ahora ya no voy pierdo para siempre la gracia de
Su Majestad.
--No se apure usted--le dije yo--. Quédese usted esperando en mi
cuarto; yo iré y le preguntaré al canciller del consulado de España qué
hay en la subprefectura contra usted.
Salí del hotel y me encontré a Vidaurreta en el momento en que iba
a visitar al subprefecto. Le expliqué el caso de Sánchez Vinuesa,
diciéndole que era una buena persona, un excelente sujeto, nada
peligroso.
Le esperé en el café, enfrente del teatro. Al poco tiempo volvió
Vidaurreta; me dijo que en la subprefectura había la delación de un
individuo llamado Manuel González contra un diplomático carlista,
residente en Pau, que había ido a Bayona con la intención de pasar al
campo del Pretendiente, y a quien se le había intimado la orden de que
retornara a Pau.
Volví al cuarto del hotel y le dije a Vinuesa:
--No hay nada grave contra usted. Si quiere usted se vuelve a Pau,
donde nadie le molestará; si prefiere usted entrar en España, yo mismo
le prepararé la marcha.
--Prefiero entrar en España, porque si no, el Señor va a pensar que no
quiero obedecerle.
--Bueno; pues como usted quiera. Vamos ahora a una posada de un amigo
mío. Allí encontraremos un guía para España.
--Vamos.
Fuimos a casa de Iturri. Le pregunté en el camino a Vinuesa con qué
carlistas había hablado, y quedé convencido que el Manuel González que
le había denunciado era el vecino de mi hotel, el Murciélago, Manuel
Salvador. ¿Trabajaría éste por los liberales y por los carlistas?
¿Tendría algún motivo de odio contra Vinuesa? No lo pude averiguar.
Llegamos a la posada de Iturri, y le expliqué a éste los deseos de mi
amigo.
--Un guía--dijo Iturri a Vinuesa--le costará veinte o treinta francos.
--Le daré cien con gusto.
--No, no. Es demasiado. ¡Eh!--gritó a su mujer el fondista.
--¿Qué quieres?
--¿Está ahí Pinterdi?
--Sí.
--Que suba.
Subió Pinterdi, un muchacho fuerte y rubio, de Ascaín, a quien Iturri
explicó lo que tenía que hacer.
--¿Necesitará usted un caballo--preguntó Iturri a Vinuesa--, o prefiere
usted una mula?
--Un caballo.
--¿Quiere usted ir de una tirada hasta Vera, o prefiere usted dormir en
el camino?
--¿Qué distancia habrá?
--Unas siete u ocho leguas.
--Es bastante.
--Si se cansa usted, duerme usted en San Juan de Luz, o en Urruña.
--Bueno; ya veré.
--¿Tiene usted la maleta hecha?--le pregunté yo.
--Sí.
--Bueno. Entonces, nosotros dos vamos a ir a almorzar fuera de puertas,
a un merendero que se llama el Buen Rincón, del barrio de Onzac; este
chico, Pinterdi, cogerá su maleta en su hotel, y con la maleta y el
caballo irá al merendero.
Vinuesa me preguntó varias veces por Aviraneta y por lo que hacía. Yo
le contesté con prudencia.
Llegamos al merendero, y almorzamos muy bien. Al final del almuerzo se
presentó Pinterdi, ató la maleta al caballo e invitó a subir a Vinuesa.
Este me recomendó que fuera a ver a su mujer con frecuencia, para
tranquilizarla.

LA DAMA ALEMANA
Dos días después, por la noche, fuí a ver a la señora de Vinuesa y a
decirle que su marido había llegado bien a España. Me encontré a la
dama indignada, furiosa, contra su marido.
--Mi marido es un imbécil, un mentecato--me dijo--; me ha traído aquí
engañada diciéndome que volvíamos a España, y se va porque le ha
llamado Don Carlos. ¿Ha visto usted nada más estúpido? Un hombre viejo,
como él, me separa de los hijos, que he dejado en Madrid, y me deja
aquí sola para ir a ver a Don Carlos. No se lo perdono. Hasta ahora no
le he engañado, pero de ahora en adelante, sí. Pienso tener amantes.
--¡Señora!
--Sí, sí; estoy decidida. Vea usted lo que tengo aquí--y me enseñó una
botella de Champaña y unas pastas--. Es para animarme. Abra usted.
Abrí la botella y bebimos dos copas.
--A ese viejo imbécil de mi marido le tengo que engañar. Eche usted más
vino, y beba usted.
Bebimos más. Ella empezó a reírse a carcajadas.
--Usted será mi primer amante--dijo luego.
Al principio, la cosa me pareció un poco absurda.
Luego, por el contrario, me pareció muy alegre.
La alemana llevó hasta el final su venganza.


XI
UN PROYECTO ATREVIDO

UN día de invierno me citó Aviraneta para que fuera a su casa después
de comer. Fuí, pasé a un despachito pequeño que tenía don Eugenio en
la casa de huéspedes, y me encontré allí con don Lorenzo Alzate y don
Domingo Orbegozo, a quienes conocía de San Sebastián.
Hablamos de la guerra, y después Aviraneta nos explicó el proyecto que
había madurado.
--Cuando Don Carlos entró en España por Urdax, en 1834--nos dijo--,
y dió principio el general Rodil a una persecución activa, andaba
el Pretendiente a salto de mata ocultándose entre los breñales para
librarse de ser hecho prisionero por las tropas de la Reina. Al
organizar Zumalacárregui sus fuerzas, Don Carlos pudo abandonar en
parte su vida trashumante; entonces eligió pueblos grandes para su
residencia, nombrando ministros, secretarios y empleados. Esta pequeña
corte, que entre los carlistas se llama el Real, ha andado siempre
trasladándose de un punto a otro, y ha estado, como saben ustedes, en
Estella, Durango, Oñate, Azcoitia y Villafranca.
Zumalacárregui tenía sus fuerzas siempre en movimiento, y al
Pretendiente le era necesario seguirle, cosa que no le agradaba.
Este estado ambulante del Real duró mientras mandaron los ejércitos
de la Reina los generales Rodil, Quesada, Mina, Valdés y Córdova, que
hacían una guerra irregular con alternativas de éxito y de fracaso.
Al ser nombrado general en jefe Espartero, se abandonó el sistema de
guerra irregular, y se adoptó el de la guerra de líneas, cesando las
operaciones militares cuando venía con el invierno el mal tiempo.
Este sistema de guerra regular y la muerte de Zumalacárregui, por
quien Don Carlos no tenía el menor afecto, y que le inquietaba con
sus andanzas, ha permitido al Pretendiente habitar los pueblos largo
tiempo, y hasta poner su _Gaceta Oficial_ en Oñate.
Por otra parte, el matrimonio de Don Carlos con la duquesa de Beira,
celebrado en Azcoitia, ha hecho que el hombre que pasó la luna de
miel en el palacio del duque de Granada de Ega se estabilice más. El
Pretendiente ha querido tener una corte, aunque pequeña; el Real ha
progresado en camaristas, caballerizos y mayordomos, y los frailes y el
obispo de León han dado con el botafumeiro en las reales narices de Don
Carlos, y éste, que nunca ha sido listo, se ha hecho más endiosado y
más tonto de lo que es por naturaleza.
Yo, que he leído cuantos folletos y artículos hablan de la vida de
Don Carlos y que conozco Guipúzcoa, he visto con asombro que el
Pretendiente se queda casi solo en Azcoitia cuando sus tropas se alejan
para luchar con las liberales.
Azcoitia está relativamente cerca del mar, a una distancia de un par de
horas de marcha para un buen andarín; un golpe de mano rápido me parece
posible. Yo creo que es fácil apoderarse del Pretendiente. ¿Qué les
parece a ustedes?
Alzate, Orbegozo y yo nos callamos un momento.
--La verdad es que, en principio, no parece difícil el proyecto--dijo
Alzate.
--Una empresa como ésta, a la mayoría, que es gente ramplona, le parece
muy natural cuando se ha realizado; pero antes de hacerse se le figura
imposible--dijo Aviraneta--. Este proyecto que les expongo se lo he
expuesto también al ministro Pita Pizarro, a quien le ha parecido muy
atrevido, pero de una ejecución factible.
--Veamos los detalles--dijo Orbegozo.
--Quizá primero lo mejor sería--repuso Aviraneta--que alguno de ustedes
se pusiera al habla con el comodoro inglés lord John Hay y que le
preguntara si podría prestar alguno de sus barcos para una empresa de
este género. Al mismo tiempo sería conveniente que otro le viera a
don Gaspar de Jáuregui, el Pastor, y primero le consultara sobre el
plan, y si lo encontraba bien, indicara un oficial para que al frente
de un cierto número de soldados fuera a Azcoitia a realizar la empresa.
Contando con estos factores estudiaremos el proyecto en sus detalles
más pequeños, como quien estudia un aparato de relojería.
Quedamos todos de acuerdo, contemplamos un plano de la costa, del
Depósito Hidrográfico de Madrid, que sacó Aviraneta, y cada vez nos
pareció que la tentativa era más lógica y más factible.
Alzate y Orbegozo se fueron a San Sebastián dispuestos a trabajar en el
proyecto.

EL SARGENTO
ELORRIO
Orbegozo habló con el coronel inglés Colquhoun, quien le dijo que lord
John Hay examinaría el proyecto que le expusieran, y que si le parecía
bueno colaboraría con él; Alzate conferenció con el general Jáuregui, y
éste indicó para realizar la empresa al sargento de chapelgorris Ramón
Elorrio.
Cuando lo supo Aviraneta avisó a Alzate que le enviaran inmediatamente
a Elorrio, y éste apareció en Bayona.
Elorrio tenía entonces unos veintiséis o veintisiete años; era de poca
estatura, moreno, de ojos negros, de aire atrevido y sagaz. Llevaba
bigote pequeño y tenía un tic nervioso en la cara.
El sargento Elorrio vino a mi hotel, y allí esperamos a Aviraneta.
Elorrio se bebió dos o tres copas de coñac mientras aguardaba; lo que
me hizo pensar que era muy aficionado al alcohol.
Cuando llegó Aviraneta, éste explicó al sargento en pocas palabras de
qué se trataba; le leyó su plan de prender a Don Carlos en Azcoitia,
y le mostró el mapa de la costa de Zumaya y del terreno que recorre el
río Urola.
--¿Qué le parece a usted mi plan?--le preguntó Aviraneta después.
--Está muy bien pensado--dijo Elorrio--. ¿Quién lo va a realizar?
--Usted mismo.
--¿Me permitirán? Ya sabe usted que hay muchas envidias en el Ejército.
--Sí; he hablado con el general Jáuregui y él le ha designado a usted.
El comodoro John Hay espera conocer el proyecto para dar su aceptación.
Si los dos aceptan, la empresa se realiza.
--Muy bien--dijo Elorrio--. Yo, dentro del plan de usted, me encargo de
todo. La cuestión es que no haya obstáculos y que no se hable demasiado
de ello. Yo conozco la provincia bien y además tengo en la compañía
chicos de Zumaya, Cestona y Azcoitia que conocen el terreno palmo a
palmo. Yendo por los senderos a primera hora de la noche, en dos horas
podríamos ponernos desde Zumaya en Azcoitia.

PREGUNTAS
--Bueno--dijo Aviraneta--; puesto que usted asume la dirección y la
responsabilidad del proyecto en bloque, pongámonos de acuerdo en los
detalles. Supongamos que llega usted a Azcoitia, a la casa del duque de
Granada de Ega, ¿qué haría usted allí?
--Creo que no encontraríamos resistencia; todas las fuerzas carlistas
están en Vizcaya, Alava y Navarra. En Guipúzcoa tienen las de Andoaín.
Por esa parte de Azcoitia no hay mas que unos cuantos cadetes, guardias
de Corps, y unos cuantos hojalateros que no valen nada. A patadas los
echaríamos.
--¿Y si ofrecían resistencia?
--Entraríamos a la fuerza; y si alguno se oponía le pegaríamos un tiro.
--Muy bien.
--Allí, naturalmente, no había de ser cosa de dar oídos a ruegos y
lágrimas.
--¿Y usted no cree que alguno de los chapelgorris, al ver que se
trataba de prender a Don Carlos, no se echaría atrás?--preguntó
Aviraneta.
--¡Ca! Nuestros chapelgorris--exclamó Elorrio--le tienen un odio a Don
Carlos terrible. Si se defendiera, le aplastarían como a una rata.
--Bueno; supongamos que ya han entrado ustedes en la casa del duque de
Granada y han preso a Don Carlos y a su hijo, ¿qué haría usted después?
--Los montaría en unos caballos.
--¿Los habrá?
--Sí, los hay en casa del duque de Granada; y en dos o tres horas, por
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