El amor, el dandysmo y la intriga - 14

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inventa su mundo. Se ha hablado mucho de Balzac en el _faubourg_, tiene
grandes entusiastas y algunos detractores, pero nadie le conoce; parece
que vive encerrado, trabajando febrilmente.
--¡Qué extraño!
--Extraño, no. Si quisiera escribir la realidad, no podría; haría una
cosa vulgar, pedestre.
--Me desilusiona usted. Allí, en nuestras tertulias de Bayona,
suponíamos que el gran escritor estaría siempre en los salones de la
alta sociedad.
--Entonces no escribiría nada.
--¿Pero no tiene carácter esta gente?
--¡Pse! ¡Qué sé yo! En estos pueblos viejos, grandes, de una cultura
antigua, que ha penetrado hasta las últimas capas sociales, es muy
difícil diferenciarse. Yo suelo ir, cuando ando mal de dinero, lo que
es más frecuente de lo que yo desearía, a comer a un fonducho pobre, y
la dueña de la casa, que es de Orléans, habla un francés tan puro, tan
académico, que la llevaría usted a un salón y parecería una duquesa.
--¿Así que usted cree que este barrio no tiene un espíritu distinto del
resto al pueblo, un carácter especial?
--Hay mucho de literatura en eso. Aquí, como en todas partes, lo
esencial es igual. Si es usted joven y rico le harán más caso que
si es usted viejo y pobre. Lo único que varía es la política. Aquí
hacemos política realista, como en otros barrios se hace republicanismo
o justo medio. Las damas de la burguesía se citan con sus amantes
en las _soirées_, en el bosque de Boulogne y en el teatro; nuestras
damas tienen, además de esto, como punto de cita, las iglesias y las
sacristías. Ahora, si quiere usted seguir un consejo mío, se lo daré
gratis: Si tiene usted amores con una gran dama de éstas, piense usted
que no se diferencia en nada de una costurera o de una peinadora, y en
novecientos noventa y nueve casos sobre mil acertará usted.

LA AUSTRIACA
El consejo de Valdés lo puse en práctica con mi marquesa austriaca, que
se encontró encantada de que yo la tratara sin el menor respeto.
Era una mujer admirable, graciosa, imprevisora, capaz de cualquier cosa
buena y de cualquier cosa mala, con un espíritu de alegría y de bohemia
verdaderamente loco. Aceptó mis cenas, fué varias veces a mi casa, hizo
extravagancias, y a los quince días me encontré yo, con sorpresa, que
no tenía más dinero que doscientos francos y lo que había guardado en
el bolsillo de la chaqueta.
--Haciendo la vida que hago--me dije--, este dinero no me llega para
dos días. Voy a exponerme. Voy a jugar mis doscientos francos.
Había oído que en la plaza del Palais Royal había casas de juego. Fuí
allí y encontré una ruleta. Dividí mi dinero en diez puestas de un luis
cada una y fuí poniéndolas a un entero. En diez vueltas, casi seguidas,
perdí los doscientos francos.
Fuí a ver a Valdés, a pedirle los cuatro o cinco luises que le había
dado; pero me dijo su ama de llaves que no estaba en casa, y le
escribí. Pensé luego qué podía hacer, y comprendí que lo mejor era
marcharme.
Le escribí una carta a la austriaca diciéndola que mi familia me
llamaba urgentemente y que no tenía más remedio que volver a mi país.
Ella me contestó alegremente diciéndome que arreglara pronto mis
asuntos, y que volviera. Añadía que me sería fiel si no tardaba mucho
tiempo.
Me avergonzaba un poco la vuelta prematura a Bayona, porque Aviraneta
se reiría de mí, y pensé en irme a Burdeos y pasar allí unos días.
Estaba en esto, cuando vino Valdés a verme. Me dijo que no tenía
un cuarto, que no podía devolverme lo que le había prestado, pero
que me llevaría a comer a un restaurante donde a él le fiaban y,
probablemente, me fiarían a mí.


XVI
LOS CHAPUZONES DE VALDÉS

VALDÉS vivía ordenadamente en su casa de la calle Saint-Honoré. Tenía
una criada vieja, que le cuidaba y le consideraba como a un joven
doncel. Le arreglaba la casa, le hacía la comida, le componía la ropa,
le zurcía las medias y le cepillaba las botas.
Este interior respetable y burgués del solterón naufragado y perdido,
era gracioso. Allí, en su casa, Valdés era un hombre serio, reposado,
de ideas sensatas, que tenía que luchar con la inmoralidad del ambiente
de París.
Valdés tenía épocas de penuria que se repetían periódicamente, al año,
dos o tres veces.
Entonces avisaba en su casa de la calle de Saint-Honoré que tenía que
marchar a España, y se iba a un hotel miserable de la calle del Dragón,
diciendo allí que venía de Madrid.
Cuando se marchaba el señorito, la vieja ama de llaves se arreglaba
para vivir en la casa con un franco al día.
Estuve en el hotel del Dragón para ver la nueva vivienda de Valdés.
El hotel tenía una entrada sórdida, negra, maloliente, en la que olía
a caldo de berza y a queso fermentado. El amo de este hotel, antiguo
afiliado al carbonarismo, reservaba un cuarto a Valdés porque le creía
un gran revolucionario.
Valdés, en estas épocas de penuria, comía en el Restaurant des
Gourmets, de la calle de la Barouillère.
Así, durante una temporada, desaparecía en esta vida miserable, hasta
que cobraba, y volvía a salir a la superficie y al fausto. Gracias a
esto conservaba su prestigio de hombre rico y elegante de la calle de
Saint-Honoré y del _faubourg_ Saint-Germain.

CAMBIO DE ROPA Y
CAMBIO DE ESPÍRITU
En estas malas épocas Valdés utilizaba los trajes viejos que ya
no le servían en su avatar brillante, y tomaba un aire de miseria
perfecto. El _redingote_ raído, los pantalones deshilachados, las botas
deformadas, el sombrero de copa con las alas caídas; todo le servía.
Para darse un aire más miserable, llevaba en el ojal una condecoración
española, probablemente falsa.
Durante estas etapas de miseria, Valdés era capaz de hacer enormes
caminatas, de no leer periódicos, de no desayunar, para economizar
medio franco. En las épocas buenas daba una propina de cuatro o cinco
francos por la cosa más pequeña: por una cerilla, porque le abrieran la
portezuela del coche; sobre todo, si alguien podía verle.
--Así es la vida--decía él filosóficamente--. Esta gente del
_faubourg_, que me invita a una comida de cincuenta o sesenta francos,
porque me cree harto, si me viera hambriento y con el cuello de la
camisa sucio no me daría dos reales.
Efectivamente, era cierto.
--¿Y no le ha visto a usted alguna vez por aquí algún conocido del
mundo brillante?--le pregunté yo.
--Nunca. Son dos mundos opuestos. La calle de la Barouillère y la calle
del Dragón, a dos pasos del _faubourg_, están socialmente tan lejos
como los dos polos.
Una combinación como la de Valdés no podía darse mas que en un pueblo
grande.
Llegaba el bohemio, en su doble personalidad, a hablar mal de la
aristocracia cuando vivía en la miseria. Entonces contaba historias
revelando el origen verdadero o supuesto de las familias ricas y les
acusaba de vicios y de irregularidades.
--Yo creí que tenía usted gran entusiasmo por esa gente--le dije una
vez.
--Sí, a veces, por lo que me conviene; pero crea usted que si tocaran a
saquear el _faubourg_, no sería yo de los últimos.
En estas épocas de penuria, Valdés se sentía liberal exaltado, y solía
visitar a republicanos franceses que conocía. Iba una o dos veces al
año a ver al convencional Barère, que vivía aún en París, ya muy viejo.

MISERIAS
Siguiendo el ejemplo del machucho _dandy_, alquilé un cuarto en una
calle próxima a la de Sevres, por doce francos al mes. El cuarto era
pequeño y poco confortable, y tenía una ventana a un patio de un
hospital, patio triste, con un pabellón negruzco en medio. Iba a comer
al Restaurant des Gourmets, sitio obscuro y lastimoso, frecuentado por
una gente raída, de una pobreza vergonzante.
Valdés comía en aquella sala miserable con la misma elegancia que en
los palacios.
Llevaba por todas partes su estoicismo resignado y jovial.
Tenía allí su guitarra, y a veces amenizaba los postres tocando y
cantando canciones españolas, con poca voz, pero con mucho estilo.
Como en el Restaurant des Gourmets no se avinieron a fiarme y no
representaba para mí ventaja ninguna el ir allá, frecuenté la taberna
del «Perro que Fuma», la de la «Espada de Madera», la de la «Cita de
los Cocheros», y otros figones de nombres pintorescos.

EXAMEN DE
CONCIENCIA
Aquellos días que estuve en París por amor propio me hicieron ver el
reverso de la vida elegante de una manera descarnada y fuerte.
No pensaba que estos crepúsculos del invierno de París fueran tan
tristes, tan largos, tan inhospitalarios. Estaba, además, acatarrado, y
tenía siempre frío.
Miraba todo con un espíritu acre. Aquellos hoteles del _faubourg_ me
parecían feos y sin carácter.
Ya en la latitud de París--me decía--la piedra no tiene color de
piedra. La piedra aquí es una cosa agrisada, cuando no es negra.
En estos paseos, no sé si por la influencia de los crepúsculos de
París, del catarro o de las dos cosas, se me impuso la idea de que
era un hombre vulgar, bien vulgar, que no tenía una idea grande en
la cabeza, ni un plan en la vida, ni un amigo. Todo mi dandysmo era
vanidad, humo. Era un pobre majadero presuntuoso.
¡Qué examen de conciencia hice por estas calles húmedas y nebulosas
de París, entre toses y estornudos! También me servía como motivo
de ejercicios espirituales el ver mi cuarto mísero y la niebla que
dominaba en el patio negruzco del hospital vecino.
En el hotel casi todos los tipos eran como yo: gente que parecía no
tener ninguna gana de que se les viera, que entraban y salían de sus
cuartos furtiva y rápidamente, como los fantasmas.
La portera, una vieja gorda, chata, roja, con una cofia blanca,
anteojos y una cara satírica, que me recordaba los retratos de las
damas del siglo XVIII, me miraba burlonamente mientras leía el
periódico al lado de su gato.
Muchas veces no tenía ninguna gana de ir a ver a Valdés, a quien
tontamente achacaba mi mala suerte.
Una vez, al entrar en el Restaurant des Gourmets, me dijo:
--Querido amigo; entra usted aquí como si los demás tuviéramos la culpa
de que usted se haya quedado sin un cuarto.
--Tiene usted razón; perdone usted.
Esta conversación nos volvió a la cordialidad.
Como la miseria aguza indudablemente el sentido crítico, tuvimos
largas discusiones acerca de España y de sus hombres, de París, de sus
políticos, de sus escritores, de sus artistas y, sobre todo, de Balzac
y Gavarni.
También hablamos de la influencia de las grandes capitales. Valdés,
como vivía en París, quería pensar que sólo en las ciudades grandes se
discurre y se vive; que en las pequeñas no se hace mas que vegetar; yo
le llevaba la contraria, naturalmente, porque vivía en Bayona.


XVII
ENCUENTRO

UN día, en la calle de Babilonia, vi a un hombre raído, triste,
derrotado, cabizbajo, vestido de negro, que pasó cerca de mí como una
sombra: como una de esas estampas de la miseria que se ven en las
grandes ciudades.
Al fijarme en él le reconocí. Era el abate Girovanna. Al principio
vacilé en acercarme a él, porque tenía un aire tan derrotado y tan
siniestro, que lo mejor que podía suponerse, viendo aquella fantasma
humana, era que salía de un presidio.
Venciendo el primer momento de repulsión, me decidí y le llamé.
Girovanna me estrechó la mano, conmovido.
--¿Y la duquesa?--le pregunté yo.
--No sé dónde está. Era una loca.
--¿Y qué hace usted aquí?
--Estoy de químico en una perfumería. ¿Y usted?
--Yo he venido con algún dinero y lo he gastado demasiado de prisa, y
ahora ando mal; estoy esperando a que me envíen de casa.
--La juventud loca imprevisora--dijo el abate.
--Yo suelo comer en un restaurante muy malo. Si quiere usted venir, le
convido.
--Sí, vamos.
Fuimos al Restaurant des Gourmets, donde presenté el abate Girovanna a
Valdés.
Girovanna habló con la facundia que le caracterizaba, y dejó perplejo a
Valdés.
Yo le fuí sometiendo en preguntas, al abate, las cuestiones que
constituían el fondo de las diferencias entre Valdés y yo, que versaban
acerca de Francia, de España, de literatura y de política.

SOBRE FRANCIA
--Francia lo tiene todo--dijo el abate--; es el país privilegiado por
excelencia, los dos mares principales de Europa...
--Como España--salté yo.
--Ríos como no tiene España, campos como no tiene España--replicó él--,
ciudades que no ha soñado nunca tener España... Los franceses tienen
de todo, material y espiritualmente... Sabios, artistas, militares,
pensadores, escritores... Lo único que no tienen, aunque ellos hacen
esfuerzos para creer que sí, es ese tipo de genio espontáneo que hay
en otros países... Va usted al museo del Louvre: hay buenos pintores
franceses, pero un Ticiano, un Tintoreto, un Velázquez o un Goya no
hay entre ellos; hay buenos poetas, pero no un Dante; hay buenos
dramaturgos, pero no hay un Shakespeare. Son, ante todo, gente fuerte
y de buen sentido, pero el genio espontáneo irregular que adoran ellos
eso es precisamente lo que les falta.

OPINIONES DE
ESTOS DÍAS
Recordaba hoy las palabras del abate, viendo en un periódico suizo
una comparación de un sabio profesor entre Baudelaire y Dostoievski.
¡Qué incomprensión! ¿Cómo se puede comparar el poeta francés en el
fondo perfectamente normal, que se violenta para ser anómalo, retórico
consumado, que trabaja todos los días, que estudia su idioma, que
quiere asombrar a su público con el loco genial de Rusia, que se cree
un hombre bien equilibrado y que levanta construcciones absurdas y
alucinadas con la mejor buena fe del mundo?
Sí; creo que tenía razón el abate: el genio espontáneo no es cosa de
Francia.

BALZAC Y GAVARNI
--¿Usted ha leído a Balzac, abate?--le pregunté yo.
--¿A Balzac, el novelista moderno?
--Sí.
--¿Qué opinión tiene usted de él?
--Es un hombre indudablemente extraordinario. Está fijando la vida de
su tiempo de una manera un poco desmedida y absurda, pero con cierta
grandiosidad. Es un espíritu ávido de todo, que recoge lo que ve, lo
que sueña y lo que piensa, y lo va enlazando en la época. Sus héroes
serán siempre menos universales que los de los creadores de los grandes
tipos, como Shakespeare, Cervantes, Goethe. Don Juan y Fausto, Hamlet
y Don Quijote no tienen tiempo: son sombras que se proyectan en todas
las épocas, ayer como hoy; hoy, probablemente, como mañana. Los héroes
balzaquianos son de hoy; mañana parecerán figuras de cera vestidas; los
otros, los eternos, seguirán siendo como estatuas.
--¿Cree usted?--le pregunté yo.
--Sí. ¿Usted no cree lo mismo?
--Yo, no. A mí, sin duda, me gustan más las figuras de cera que las
estatuas.
--Es usted un cínico--dijo el abate, riendo.
--¿Y Gavarni? ¿Qué le parece a usted?--preguntó Valdés.
--¿Quién es Gavarni?
--Ese dibujante del _Charivari_ y de la _Moda_.
--¡Bah! Eso no vale nada.
--¿No?
--Nada. Es un dibujante mediano y amanerado, que tiene algún talento
literario.
Valdés, a pesar de que era partidario de Gavarni, no se atrevió a decir
lo contrario.

LAS GRANDES
CIUDADES
--¿Y usted cree en la influencia de la gran ciudad para producir
monstruos humanos en el bien y en el mal?--le volví a preguntar yo.
--Esa es una idea romántica de la época--contestó Girovanna--. Yo
no creo en ella. La ciudad, con uno o dos millones de habitantes,
no le añade ni le quita a uno nada; ni al inteligente le hace más
inteligente, ni al cretino le disipa su estupidez. Es verdad que, al
menos por ahora, es necesario un cierto número de habitantes para que
una ciudad tenga un espíritu de libertad y de transigencia; pero ese
resultado se consigue en las ciudades italianas y alemanas que no
llegan a tener medio millón. El romanticismo de las grandes ciudades
pasará. Cuando París sea una ciudad limpia y clara, ya no habrá
romanticismo. El romanticismo es una enfermedad, una cosa forzada,
recalentada, que no produce mas que fantasmas monstruosos. La salud no
puede venir mas que de pequeñas ciudades cultas e inteligentes.

GUITARREO
Habíamos comido; el abate se despidió de mí diciéndome que al anochecer
iría a mi casa, pero, en vez de marcharse, se quedó al ver a Valdés que
traía la guitarra. Tocó Valdés unas sevillanas y un fandango; luego, en
burla, le dijo al abate:
--¿Usted no sabe tocar algo?
El abate cogió la guitarra y tocó una tarantela napolitana, en tres
tiempos, con verdadera gracia y maestría.
--¡Muy bien! ¡Muy bien!
--Eso no vale nada. En mi pueblo cualquier pescador lo hace mejor que
yo.
Luego cantó una canción rusa del Volga, muy melancólica, y después, una
jota española, con mucho brío.
--¡Bravo! ¡Bravo!--dijimos todos.
--Hasta luego, hijo mío--murmuró el abate dirigiéndose a mí; y salió a
la calle.
--¿Qué le parece a usted este hombre?--le pregunté a Valdés.
--Este es un bandido, éste es un monstruo. Un hombre como éste, que con
lo que sabe y con su talento vive tan miserable y tan derrotado, tiene
que tener algún vicio muy fuerte y muy innoble.
--No sé; es posible.
--¿Y usted lo va a recibir en su casa?
--Sí.
--Yo, como usted, cuando viniera, tendría la pistola en la mano.


XVIII
UN HOMBRE DE MALA SUERTE

EFECTIVAMENTE, al anochecer, el abate se presentó en mi casa. Había
encendido yo la chimenea de leña y tenía sobre la mesa una merienda con
pan, queso y café con leche.
El abate, después de merendar, se sentó en el único sillón del cuarto,
y hablamos largamente. Me contó cómo vivía y cómo le habían engañado
comerciantes honrados, robándole a él, pobre hombre sin recursos, sus
fórmulas y descubrimientos.
--Soy un loco, hablo demasiado--me dijo--; expongo mis ideas, mis
conocimientos, y esto produce en unos desconfianza y en otros la idea
de explotarme. Y así vivo.
Le hablé yo de la curiosidad que había producido en Bayona su paso y de
las mil versiones que se habían hecho acerca de la duquesa y de él.
Girovanna sonrió.
--Dígame usted, ¿qué era la duquesa de Catalfano?
--Era una loca.
--¿Y qué pretendía de usted?
--Pretendía que yo le hiciera un elixir, para rejuvenecer, con sangre
de niño.
--¿Y usted, qué hizo?
--Yo le di largas al asunto, hasta que tuvimos que reñir, y nos
separamos.
--Pero usted en Bayona hablaba como si creyera en esos elixires.
--¡Hablaba! Claro es. Cuando se está representando una comedia, vale
más representarla siempre en todos los momentos para no olvidar el
papel.
--¿Sabe usted lo que me decía este español con quien hemos comido?
--¿Qué le decía a usted?
--Que un hombre del talento y de la cultura de usted, que anda tan
derrotado, debe tener algún vicio muy fuerte y muy innoble.
--¡Vicio yo! El único vicio que creo que he tenido ha sido el de
dejarme arrastrar por la imaginación.
El abate tomó un aspecto triste y pensativo.

EN NÁPOLES
--Ha debido usted de llevar una vida bien azarosa--le dije yo.
--Sí, es verdad; todo el mundo me dice lo mismo viéndome tan decrépito,
tan usado.
--¿Y no es verdad?
--En parte, sí. He sido principalmente un hombre de mala suerte...
¿Conoce usted Nápoles?
--No.
--¿Pero habrá usted oído hablar de la Strada de Santa Lucía?
--Sí.
--Pues cerca he nacido yo. Mi padre era herbolario. A pesar de su
condición humilde era hombre culto y conocía la literatura, la historia
y, sobre todo, la botánica. Eramos varios hermanos; yo, el más pequeño.
Mi padre, un buen hombre, había hecho grandes esfuerzos para colocar a
sus hijos, y a mí, creyéndome chico listo, me hizo estudiar para cura.
Mi padre tenía un hermano frutero en la misma Strada de Santa Lucía,
rico, sin hijos, que le ayudaba.
Entré en el Seminario, donde aprendía todo con gran facilidad. Mi
ilusión era la carrera eclesiástica; todas mis esperanzas estaban en
ella. Era un buen latinista y comenzaba a estudiar el griego. En esto
traen al Seminario un profesor de Palermo, un sabio, pero un hombre de
costumbres depravadas, y me empieza a perseguir.
¡Oh, era un sucio personaje, desagradable, repugnante! El abate puso
una cara de sátiro que contempla a una ninfa.
Una noche lo encuentro en mi cuarto y armamos un escándalo.
Me quejo al director del Seminario; no me hacen caso, y me escapo.
Esto era precisamente cuando entraron los franceses y establecieron en
Nápoles la República Partenopea. El pueblo estaba entusiasmado.
El arzobispo Zurlo Capaze anunció desde el púlpito que, días antes, la
sangre de San Jenaro se había liquidado. El pueblo se entusiasmó con el
milagro y consideró que San Jenaro veía la República con benevolencia.
--¿Usted había oído hablar del milagro de la sangre de San _Gennaro_?
--No.
--Pero, hombre, ¿dónde ha vivido usted? Pues la sangre de San _Gennaro_
todos los años se liquida...
El abate tomó una expresión alegre e irónica al decir esto.
--Le diré a usted que la supuesta sangre de San _Gennaro_, que se
guarda en dos vasos en la Catedral, es una mezcla de una solución
etérea de la ancusa, la _Alkanna tinctoria_ y la _Radix alkannæ_ en
_sperma ceti_, y que se liquida fácilmente al calor de la mano o de un
cirio.
Mi padre fué de los entusiastas de la República. A nuestra tienda
iba un militar francés, y me convenció de que debía alistarme en el
Ejército. Yo estaba dispuesto a ello cuando llegó mayo; entró el
cardenal Ruffo en Nápoles; los franceses tuvieron que marcharse y
comenzaron las venganzas de los realistas.
Aunque yo era sospechoso, no tenía importancia y me dejaron en paz. Por
este tiempo entro en una farmacia y me dedico a estudiar Botánica y
Química. La hija del farmacéutico, una chiquilla entonces, fué mi novia.
¡Era una bambina, más bonita, más simpática!
Al hablar de la muchacha, la cara del abate se iluminó, tomó una
expresión de entusiasmo, de admiración y de candor.
--El padre era un bruto--siguió diciendo Girovanna--, un estúpido
animal, un _mascalzone_, y la casó a disgusto con un viejo rico. La
pobrecilla murió dos años después.
El abate tomó una expresión como si algo muy desagradable y repugnante
tuviera delante de los ojos.
--Entristecido con ese matrimonio, estaba decidido a no enamorarme. Por
entonces logro entrar de preceptor en una casa rica de Nápoles. Había
en la casa una gran biblioteca que me venía muy bien, y una solterona
que me perturbaba.
Esta solterona, sabiendo que yo era químico, me pide pomadas y aguas
para rejuvenecer. Luego me propone que me escape con ella. Le digo que
no. ¿Y qué hace la vieja loca? Dice a su hermano que yo la he querido
violentar. El hermano se indigna, y me pega unos cuantos bastonazos, y
me echa de su casa.
A Girovanna le brillaron los ojos como si le fueran a echar chispas.
Yo le espero una noche, y le doy una tanda de palos que me pareció
suficiente. Tomo un vetturino, voy al puerto y me escapo a Argel.

RODANDO POR
EL MUNDO
En Argel me anuncio como médico y botánico, y vivo dos años bien;
aprendo el árabe. Uno de los bajás me llama un día, me dice que le dé
algo para la frialdad. Le doy una poción sencilla de pimienta, jengibre
y nuez vómica, cosa inofensiva; al día siguiente, horas después de
tomarla, el bajá tiene una congestión cerebral, y se muere.
Me acusan de envenenador, y echo a correr al puerto sin bagaje ni nada;
me meto en un místico, y llego a Génova.
De Génova voy a Suiza; y en Basilea me encuentro con un intrigante,
que se hacía llamar el conde de Montgaillard. El conde de Montgaillard
me protege y me envía con una carta de recomendación para el general
Moreau, a París. Allí le conozco al abate Marchena, que era secretario
de Moreau.
En casa de Moreau me dedican a escribir cartas; y un día, al llegar a
la oficina, me prenden y me llevan a la prisión del Temple. Estoy tres
años encerrado con un bávaro y un fanariota, a los que acusaban de
espías y con quienes aprendí el alemán y el griego moderno.
Pensé que quizá no volvería a salir nunca de la prisión, porque los
presos políticos durante el Imperio se eternizaban en las cárceles,
tuvieran o no culpabilidad, y cuando salían era por el capricho de la
policía o porque necesitaban sitio para otros presos.
Al fin nos dejan libres, y voy a Alemania. Estoy en Berlín y en Viena
dando lecciones, hasta que se me ofrece una plaza de preceptor en
Rusia, en una ciudad cerca de Moscú, en una casa católica. Tenía que
decir misa todos los días. Era una obligación para mí desagradable;
creía que había dado en el puerto; pero vienen los franceses, saquean
la aldea y voy yo huyendo a la buena aventura a Constantinopla; de
Constantinopla, a Egipto, y de Egipto, a Italia.
Cambio de nombre, voy a Roma y entro de secretario en casa de un
príncipe. Ganaba poco y cumplía mi misión y, al mismo tiempo,
estudiaba. Mis estudios despiertan la envidia de un abate rival, y éste
me denuncia a la Inquisición, y tengo que escaparme de Roma y marcharme
a Nápoles.
Era la época del carbonarismo. Me afilio a una venta carbonaria y me
envían a España con el general Pepe. Vivo en Barcelona y en Madrid, me
relaciono con el Gobierno liberal y llego a pensar si España será mi
patria adoptiva, cuando entran los Cien Mil Hijos de San Luis, y tengo
que huír con mis amigos a refugiarme a Gibraltar.
Un absolutista me ofrece su protección si quiero volver a Madrid; pero
yo considero que no debo abandonar a mis amigos.
De Gibraltar voy a Londres. Allí vivo con los españoles, y le conozco y
trato a Hugo Foscolo, aunque era hombre intratable.
En Londres me encargan varios diccionarios y un atlas de botánica. Paso
seis años estudiando y amontonando datos, y, al cabo de este tiempo,
se muere el editor, interviene la justicia, y se apoderan de mis
manuscritos y de mis estampas.

DE CHARLATÁN
Entonces ya perdí la moral: me entregué a la mala suerte. Todos los
emigrados se habían marchado a Francia; yo hice lo mismo. Me recogió un
charlatán y me hice, como él, charlatán de plazuela y algo saltimbanqui.
Había perdido mis esperanzas; había llegado a creer que el único
ideal del filósofo es tener un rincón donde dormir, protegido de la
intemperie, y algo caliente y sustancioso que meter en el estómago.
Eché mi primer discurso en París, en la plaza del Instituto.
Me decidí, pensando que había que ponerse el mundo por montera. Le daré
a usted una muestra de mi elocuencia.
Girovanna se engalló y miró a derecha e izquierda.
--Señores--dijo--: muchos de vosotros, por lo menos algunos de
vosotros, porque nos ven en la vía pública dirigiéndonos a un concurso
popular modesto, aunque culto e ilustrado, nos motejarán de impostores
y charlatanes.
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