El amor, el dandysmo y la intriga - 09

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José Somoza. Los dos eran tipos raros y extravagantes. Somoza tenía la
preocupación de la metempsícosis, y Usoz, la del protestantismo.
A Usoz le volví a ver años después en San Sebastián, de vuelta de
Inglaterra, ya declaradamente cuáquero.
Usoz no era, como dice Menéndez Pelayo, en _Los Heterodoxos_, nacido en
Madrid, sino americano, de familia navarra. El no me lo dijo, porque
no hablaba nunca de sí mismo, pero encontré su filiación en las notas
policíacas del _Livre Noir de Delaveau y Franchet_, hechas en tiempo de
Carlos X. La primera vez que le vi, Usoz estaba preparando un viaje a
Londres. Usoz me presentó al escritor inglés Borrow, y me llevó a casa
del embajador de Inglaterra en Madrid, sir Jorge Villiers; luego, lord
Clarendon, hombre que tenía por entonces una gran importancia en la
política española.
Fuí también a casa del infante don Francisco, y hablé con su
secretario, el brigadier Rosales. Este me preguntó mucho acerca de lo
que se decía en Bayona.
De pronto el brigadier me dijo:
--El otro día le vi a usted en el café hablando con un sujeto que se
llama Aviraneta. ¿Le conoce usted?
--De vista, nada más.
--Pues tenga usted cuidado con él. Es el mayor revolucionario de
España, hombre muy peligroso. Su alteza real el infante don Francisco y
yo le conocemos mucho, por desgracia.
Estando hablando con Rosales vino el general Minuissir, y me
presentaron a él. Yo tenía curiosidad por este hombre, y le pregunté
algo acerca de las conspiraciones del tiempo de Fernando VII.
Minuissir no quiso hablar; ya no tenía ningún entusiasmo por los
revolucionarios. Pocos años después, cuando el proceso de don Diego
León, Minuissir fué fiscal de la causa, y se habló mal de él por haber
pedido con energía la muerte del reo. Se dijo que había exagerado el
servilismo con Espartero; que era hijo de un cocinero italiano, y que
cuando, como premio a su sumisión, le pidió a San Miguel la faja de
general, éste le dijo: Sería una faja manchada de sangre.
Cuando le conté a don Eugenio mi visita a Rosales, se rió:
--¿Así que Rosales dice que yo soy hombre peligroso? Más peligroso ha
sido él para mí, que me ha propuesto varias veces conspirar a favor del
infante don Francisco.
--¿Es hombre revolucionario ese militar?
--Sí; si los demás hacen revoluciones en beneficio de su amo y de él,
es revolucionario. El es un cobarde, un tumbón. Le conocí en Ciudad
Rodrigo, en 1823. Estaba allí de comandante sin mando. Mientras
nosotros nos rompíamos la crisma por aquellos vericuetos, él se entregó
en seguida que llegaron los absolutistas.
Hablé con otras personas, y me presentaron en un salón de la buena
sociedad. Habiendo vivido en un medio pequeño, como Bayona, con tantas
precauciones, al llegar a un medio grande, como Madrid, en donde podía
hablar a mis anchas, me encontraba como los soldados romanos, a quienes
después de haberles obligado a andar con sandalias de plomo les dejaban
correr libremente los días de batalla.
Acostumbrado a la ficción constante, no me costaba ningún trabajo
mentir.
La frase de Talleyrand, o de quien sea, de que la palabra es un medio
de ocultar el pensamiento, era uno de mis dogmas. Llegué hasta saber
fingir la confusión de una manera perfecta.


II
LOS AGENTES SECRETOS

--TE he dejado que veas Madrid durante unas cuantas semanas--me dijo
Aviraneta--y que hables con la gente, porque no tenemos prisa. Por
ahora no podemos dar un golpe decisivo; pero preparamos nuestras
baterías. El ministro que me envió a Bayona no está en el poder, y
trabajamos con el dinero de María Cristina.
--Yo, por mi parte--le dije--, tengo para vivir. Etchegaray y Leguía
van viento en popa.
--Ya lo sé, y me alegro mucho.
--La parte de Etchegaray será para usted.
--No, no, ¿para qué? Tú has creado eso y debe ser para ti. Yo no
necesito dinero: vivo con cualquier cosa. Vamos a nuestro asunto. Ha
llegado el momento de que te ponga al corriente de la parte secreta de
mis trabajos. En este mes de marzo pasado se han reunido gran número
de batallones en Estella, y por el motivo de la falta de pagas se
han sublevado. Ha acudido el mismo Don Carlos a sosegar el motín; ha
exhortado a los rebeldes a que volviesen a la disciplina, y les ha
prometido que les pagará parte de lo que les debe. No se han conformado
ellos sólo con la promesa; y viendo Don Carlos el asunto más grave de
lo que parecía al principio, se ha retirado. Entonces algunos sargentos
han empezado a pedir la destitución de Don Carlos; pero la mayoría se
ha asustado de su propia audacia, y el movimiento se ha sosegado por sí
solo. ¿Conocíais esto en Bayona?
--Sí; se ha hablado de este motín de Estella; pero no se ha dicho nada
de que se pidiera la destitución de Don Carlos.
--Pues se ha pedido. Esta iniciativa no era completamente espontánea,
porque dentro de las filas carlistas contamos nosotros con alguno que
otro agente que, cuando vuelvas a Bayona, tendrás ocasión de conocer.
--Muy bien.
--Ahora tu acción se limitará a esto: a asegurar en todas partes, en
Bayona, que los carlistas están muy descontentos de las Expediciones
reales; que consideran a Don Carlos completamente inepto, y que creen
que sería mucho mejor que el infante don Sebastián fuera proclamado rey.
--Esto hará algún efecto; pero no creo que mucho, porque todos los días
hay versiones de esa especie.
--De todas maneras, tú repítelo.
--¿No hay que hacer más que eso?
--Luego recibirás a los agentes nuestros, a quienes irás citando en
distintos sitios por los nombres y señas que yo te daré, y harás una
minuta clara con todos los detalles posibles de lo que te diga cada
uno de ellos. No importa que te repitas. Cuantos más detalles, mejor.
Hecha la minuta se la leerás al agente; luego la escribirás con tinta
simpática, y si hay una parte importante de nombres y de señas la
envías por separado y empleas la plantilla número uno.
--Está bien. ¿Usted no va a ir Bayona?
--Por ahora, no. Ya veremos cuándo. Si fuera allí, los carlistas y
Gamboa pondrían en juego todas sus intrigas para expulsarme. Pita
Pizarro ha querido que yo nombrase cónsul a algún amigo mío.
--¿Y por qué no le nombran a usted mismo?
--Eso produciría un escándalo y no adelantaríamos nada.
--Bueno, ¿qué más?
--Conviene también que vayas a San Sebastián; que veas a mi primo
Alzate, y que éste envíe un confidente a Azcoitia, para que le diga en
qué condiciones vive Don Carlos, en qué casa, con qué servidumbre, qué
guardia tiene, etc., etc.
--Entendido.

INFORMES
--Ahora te voy a dar algunos informes de nuestros agentes, que son S,
T, U, V, X y Z.
--Estamos enterados.
--Yo no bromeo cuando hablo de cosas serias. Vete tomando notas. S, es
Iturri, posadero y comerciante de la calle de los Vascos.
--Lo conozco.
--Es navarro, buena persona, liberal por convicción, y trabaja por que
se acabe la guerra con entusiasmo. Te puedes fiar de él. Es hombre de
conciencia.
--Eso mismo pienso yo.
--La T es Luci Belz.
--Por un poco Lucifer.
--Y por tan poco, porque es mala como un diablo. Luci está empleada en
el hotel del Comercio de Bayona. Escucha todo cuanto se habla allí. Es
francesa, y lo mismo le da por los carlistas que por los liberales.
Es solterona, y más fea que Picio. El medio de hacerla trabajar con
entusiasmo es mirarla lánguidamente y decirla que es muy simpática.
--Muy bien. La miraremos con languidez.
--La U es la Falcón; ya la conoces. No tienes mas que decirla que yo
te he encargado de hacer una minuta, y ella en la trastienda te la
dictará. La Falcón te citará el día que quieras a Luci Belz, que irá
probablemente a la tienda de antigüedades a hablar contigo.
--Bueno.
--La V es Valdés, un Valdés que llaman de los gatos; ¿tú no habrás oído
hablar nunca de él?
--No.
--Valdés es un elegante, un petimetre de hace años, que unas veces
está en París y otras en el ejército carlista. Manuel Valdés hace
quince o diez y seis años era un buen mozo: alto, guapo, moreno. Quiso
ser de la Escolta Real, y no le aceptaron por su liberalismo. Entre
los años 20 a 23, Valdés fué un _dandy_ madrileño. Era de los que
usaban monóculo y de los primeros en poner en la Corte la moda de los
sombreros blancos y las levitas verde lechuga con cuello de terciopelo.
Este lechuguino tomó parte en la jornada del siete de julio, formando
parte del Batallón Sagrado. Se cuenta que por entonces estaba en un
salón presumiendo, cuando entró el gato de la casa; un gato de Angora
muy lucido.--¡Qué hermoso es! ¡Qué elegante!--dijo alguno--. Es el
Manolo Valdés de los gatos--replicó el mismo Valdés--. Desde entonces
a Manolo le quedó el nombre de Valdés de los gatos. En el _faubourg_
Saint-Germain le llaman _le beau Valdés_. Al entrar los franceses de
Angulema, la gente baja de Madrid estuvo a punto de matar a Valdés,
y el hombre se hizo absolutista. Ahora es públicamente carlista y
privadamente agente secreto de María Cristina.
--Es una fórmula individual como otra cualquiera.
--Este Valdés tiene que ir con frecuencia a Bayona. Te irá a ver. Quizá
te cuente algo curioso. Se le mandarán tus señas a la casa en donde
vive en París.
--Vamos con la letra X.
--Vamos con ella. La X es Pedro Martínez López, un señor que escribió
un folleto contra María Cristina por encargo de su hermana la Infanta
Luisa Carlota.
--¿Y le paga el Gobierno de la Reina?
--Sí; quizá pudo poner en su libelo mucho más de lo que puso. Este
Martínez López, para mí, es un tío antipático e inútil. Es burgalés, de
Villahoz; se ocupa de cuestiones filológicas y agrícolas, y está liado
con una corredora que va a casa de la Falcón, la Hidalgo.
--La conozco.
--Martínez López no creo que te diga nada interesante; chismografía
nada más. Se le puede avisar por la imprenta de Lamaignere.
--De la calle de Bourg-Neuf; la conozco también.
--La Y es Bertache, un hombre de cuidado que te lo recomiendo. Bertache
es un sargento carlista, joven, llamado Luis Arreche, de la casa
Bertache de Almandoz. Este Bertache es casi un bandido. Tiene una
querida, Gabriela la Roncalesa, que es una muchacha contrabandista a
quien hace andar de aquí para allá. Iturri, el fondista de Bayona, sabe
el modo de avisar a Bertache.

LA LETRA Z
--Por último, la letra Z de que te hablaron a ti en San Sebastián y te
dijeron que indicaba el nombre de un francés, es José García Orejón,
teniente en las filas de Don Carlos. Orejón ha sido caballista, es muy
listo, muy cuco y muy desconfiado. García Orejón fué enviado por la
misma Reina Gobernadora al cuartel general hace años, y aparece allí
como furibundo carlista. Orejón tiene también relaciones con Gamboa.
El fué el que me dió a mí, cuando estuve en Bayona, escrito en cifra y
con tinta simpática, el plan de la Expedición Real, que se ha realizado
después. Con él combiné yo también la manera de sublevar las provincias
Vascongadas y Navarra, en ausencia de Don Carlos y de sus tropas,
aprovechando el cansancio de los pueblos; proyecto que, por falta de
medios, no se ha podido realizar. Para avisar a Orejón dejarás una nota
en un comercio de vinos de Saint-Esprit, de la calle de Santa Catalina,
de un tal Artigues. De cuanto te digo no hay que hablar nada a nadie.
--Descuide usted.
--A estas gentes, únicamente conocen por referencias la reina Cristina,
el ministro Pita Pizarro, el subdelegado de policía, don Canuto Aguado,
tú y yo. No hay para qué recomendarte la discreción. Cualquier dato que
te arranquen te puede perjudicar. ¿Te acuerdas que en San Sebastián
te dijeron que yo había ido a Bayona con un extranjero cuya inicial
era una Z? La causa de esto fué que Pita Pizarro tuvo que poner en
conocimiento del ministro Calatrava, en pleno consejo, la misión que yo
iba a desempeñar en Francia, y revelar el nombre del agente con quien
me iba a entender, y le mostró una de sus cartas, escrita con tinta
simpática y con la firma Z. El mismo día, seguramente Calatrava hablaba
en la logia, e inmediatamente se comunicaba la noticia a San Sebastián.
Actualmente, en España tenemos dos clases de policías, sin contar con
la del Gobierno, que es la oficial y la que vale menos: una es la de
los apostólicos, jesuítas, clericales, como se quiera llamarlos, y la
otra, la de los masones. La una y la otra son policías espontáneas,
y, por lo mismo, más activas. Así, claro, nosotros estamos entre dos
fuegos. Por esto hay que tener más cuidado y tomar más precauciones.
Esto es como el juego del mus: se gana la partida fingiendo y
engañando. Así, que ya sabes: la cuestión es no soltar prenda. Oír,
callar y mostrarse impenetrable.
--No tenga usted miedo; he hecho el aprendizaje.
--Todas las minutas me las mandas por la estafeta del consulado inglés.
Había hecho unas notas con las recomendaciones de Aviraneta. Se las
repetí, y dió su visto bueno.


III
LA REINA

AL día siguiente, don Eugenio me dijo que teníamos que ir al Ministerio
de Estado a ver una persona importante.
Tomamos un coche, llegamos a Palacio, subimos varias escaleras,
cruzamos dos pasillos, guardados por alabarderos, y entramos en un
salón con la bóveda pintada, donde había, entre varios palaciegos y
militares, una señora gruesa, vestida de blanco.
--¡Pero es la Reina!--exclamé yo, asombrado.
--Señora--exclamó Aviraneta inclinándose ligeramente--: aquí le traigo
a este joven amigo mío y paisano, que va a llevar una misión difícil a
Bayona, de la que yo le garantizo a Su Majestad que saldrá triunfante.
--¿No le habías dicho que ibas a traerle aquí?--preguntó la Reina.
--No; y, sin embargo, como ve Vuestra Majestad, no se ha confundido.
--Es cierto.
--No es cierto, señora. Estoy confundido de la bondad de Su Majestad
para conmigo--dije yo.
--Nuestro amigo Aviraneta, ¿te ha explicado bien lo que debes
hacer?--me preguntó la Reina.
--Sí, señora.
--¿Lo has comprendido bien?
--Creo que sí, señora.
--¿Estás dispuesto a trabajar con entusiasmo y con fe?
--Todo lo poco que pueda hacer yo por la causa de Su Majestad y de su
augusta hija lo haré con toda mi alma.
--¿Cómo te llamas?
--Pedro Leguía.
--Está bien. Está bien. No me olvidaré de ti. Tengo confianza en tu
triunfo. Cuando cumplas tu misión, ven a verme. ¡Adiós!
La Reina Gobernadora me alargó la mano, que yo besé respetuosamente, y
Aviraneta y yo salimos del salón.
--Veo que tienes pasta de cortesano--dijo Aviraneta--; tú marcharás más
de prisa que yo.
--¿Por qué dice usted eso?
--El ambiente de Palacio no te marea. A mí me marea y me repugna.


IV
AQUEL MADRID

LLEVABA un mes en Madrid y tenía que dejarlo, y sentía pena.
Aquel Madrid de mi tiempo tenía mucho atractivo, un gran encanto para
nosotros los españoles.
Hay pueblos y paisajes que son como el pan, que gustan a todos; otros,
en cambio, se parecen a la cerveza, en que hay que acostumbrarse
primero para tomarles el gusto.
Madrid era de estos últimos. No tenía, ni tiene seguramente la
teatralidad de Sevilla y de Granada, ni el encanto que forma la base
del turismo de París, Roma, Venecia, Nápoles o Constantinopla.
La gracia del Madrid de entonces era una gracia particular, limitada, y
exigía en el espectador un particularismo. Ni el americano del Sur, con
su petulancia y su avidez, que le dan sus gotas de sangre de negro; ni
el norteamericano, con su sequedad y su barbarie; ni el francés repleto
de frases, ni el alemán repleto de datos, podían sentir y apreciar esta
gracia de aquel pueblo polvoriento y destartalado. Tenía que ser un
español, probablemente no castellano, un poco culto, sin serlo mucho,
un poco artista, sin serlo demasiado, para gustar del encanto de esta
ciudad, un tanto absurda.
Madrid era y quizá es un pueblo para gente vieja que comprende que hay
que tomar de las cosas poco: de ese vino una gota, de esa naranja un
gajo, porque si se vacía la botella o se devora todo el fruto, las
últimas gotas o los últimos gajos resultarán amargos.
En la juventud se quiere todo; en la vejez se comprende que sólo puede
gustarse algo. La juventud es ansia, panteísmo, turbulencia; la vejez,
limitación y sabiduría.
Madrid tenía y tiene siempre en su aire como una invitación a la
vida ligera y a la sabiduría. El cielo suyo no es ese cielo de tonos
calientes, ambarinos de los pueblos de Levante; el cielo de Madrid no
se parece nada al de Roma, como afirmaba Castelar.
El cielo de Roma es más azul, más oriental, más pomposo; el cielo de
Madrid es más pálido, más limpio, más de montaña; el cielo de Roma,
como el de casi todas las ciudades de Italia, está en la paleta
del Veronés y del Tiziano; el cielo de Madrid está en la paleta de
Velázquez, en esos tonos un poco grises, de una gran suavidad y de una
gran elegancia.
Es el ambiente físico, el aire sutil, el que da en Madrid ese aire
ingrávido a los cuerpos. Todo se desmaterializa y se sutiliza en este
ambiente madrileño; nada parece que tiene substancia ni peso; un
palacio, como el Palacio Real, al anochecer, más que un conjunto de
piedras, es una masa de rosa pálido en un cielo de ópalo.
Al disponerme a marchar a Bayona tenía la melancolía de no poder
pasearme en la Castellana, de no poder entrar por la mañana en el
Retiro, de no presenciar la tarde lánguida en el Botánico, de no
asomarme al anochecer a ver la vista incomparable del Guadarrama desde
el balcón de la plaza de la Armería y de no oír una canción popular en
una callejuela tortuosa.
¡Qué noches las de Madrid de mi tiempo, con los escaparates de las
tiendas encendidos hasta las doce, los teatros hasta la madrugada, y
los cafés, que no se cerraban!
¡Qué mezcla de gracia, de desorden, de abandono, de cólera, de bueno y
de mal humor!
Pero todo eso ha pasado con el tiempo, y su encanto nadie lo sentirá,
ni nadie lo comprenderá.
Hay indudablemente en el desorden, en el abandono, en lo que no está
realizado aún, una gracia, un sabor especial, como hay también, en
lo que está logrado y maduro, una melancolía de lo que ya no tiene
porvenir.


V
VINUESA Y SU FAMILIA

AL día siguiente de la visita a la Reina, tomaba la diligencia y me
despedía de don Eugenio. Mientras marchaba camino de Lozoyuela iba
reflexionando en mi vida. En poco tiempo, ¡qué cambio!
Todos los vagos sentimentalismos de joven, todas las aspiraciones de
aventuras infantiles se me iban pasando. Mi ideal era subir y afirmarme.
Estaba viendo que no tardaría mucho en tener que dejar a Aviraneta,
seguir su suerte, para volar solo y por mi propio impulso. Me preparaba
a ser desagradecido, como hubiera dicho Stratford. Pensaba en este
fenómeno raro que todavía han experimentado los hombres de mi tiempo,
y yo con ellos: el sentimiento de sentirse engrandecidos por el favor
real.
Después de haber besado la mano de la Reina me creía yo más importante
y miraba a los demás mortales con cierto desdén.
En mi ensimismamiente engreído, no hice apenas caso de los demás
viajeros, ni escuché las divagaciones de un canónigo pedante que
peroraba acerca de los adelantos de Francia, hasta que un señor
insistentemente se puso a hablarme.
--¿Qué le ha dicho a usted don Eugenio?--me preguntó.
--¿Qué don Eugenio?
--Don Eugenio de Aviraneta.
--¿Le conoce usted?
--Sí; es muy amigo mío.
Este señor me dijo que iba a Francia con real permiso, pues desempeñaba
el cargo de oficial de la Secretaría de Estado, y se iba a establecer
en Pau.
Pocas cosas inspiran tanta confianza como el no tener interés en
terciar en una conversación, y el señor, viendo que yo no tenía
muchas ganas de hablar, insistió en su charla, y me dijo que se
llamaba Francisco Sánchez Vinuesa, y me presentó a su señora, que
también viajaba en el coche, una señora rubia, muy arrogante, de aire
extranjero.
Al llegar a las paradas tuve algunas atenciones con la señora, y
Vinuesa me obsequió de una manera exagerada. Yo pensaba si es que
pensaría pedirme algún favor; pero, no; sin duda, su carácter era así,
efusivo y generoso.
Me preguntó varias cosas acerca de la vida de Bayona. Se le veía
inquieto con la idea de entrar en Francia.
El buen señor era tímido y asustadizo. Su mujer parecía mucho más
decidida que él, y también más inteligente. Hablé con ella largo rato
en el camino. Estaba muy enfadada por el viaje que emprendían.
Era mujer alta, fuerte, con el pelo rubio y la tez blanca y sonrosada:
una verdadera _valkiria_. Tenía los ojos azules, los labios muy gruesos
y la dentadura muy blanca. Me habló del viaje que realizaban como de
una aventura absurda y ridícula.
Tuvimos algunos pequeños percances en el camino; nos embarcamos en
Santander y llegamos felizmente a Bayona. Allí, Vinuesa me confesó
que era carlista, aunque moderado y tolerante. Iba a dejar a su mujer
en una casita que tenía alquilada en Pau para él un amigo carlista, y
después pensaba presentarse a Don Carlos.
--¿Va usted a dejar sola a su mujer?
--Sí.
--Le advierto a usted que está muy enfadada con usted por este viaje.
--¿Se lo ha dicho a usted?
--Sí.
--Pues no sé qué hacer.
--No vaya usted.
--Sí; pero, ¿qué quiere usted? Es un deber de conciencia.
El señor de Vinuesa se despidió muy efusivamente de mí, diciéndome
que fuera a verle a Pau, y la señora me instó también a que marchara a
visitarles.
En seguida que llegué a Bayona me hice cargo de mis asuntos; visité al
cónsul Gamboa, a Delfina, a todas las familias conocidas, y comencé a
preparar las entrevistas con nuestros agentes secretos.
Delfina me habló con ironía de la aventura de la mujer de Don Carlos,
de la Brasileña, una mujer como la princesa de Beira, ya vieja, con un
hijo general del ejército carlista que marchaba a campo traviesa con
una doncella y el conde de Custine, como una trotacaminos, a casarse
con el vulgar y poco interesante Borbón, pretendiente a la corona de
España.
Delfina se burló de las señoras españolas, devotas y pedantes, que
habían aparecido en Bayona, como doña Jacinta Pérez de Soñañes y doña
Vicenta Maturana de Rodríguez, ambas musas del carlismo.
Doña Jacinta era la pedantería hecha carne; doña Vicenta, la poetisa
gaditana, había publicado varias novelas, entre ellas _Teodoro, o el
huérfano agradecido_, _Amar después de la muerte_, y acababa de dar a
luz el _Himno a la Luna_, en cuatro cantos, que el Gobierno carlista
prohibió, no se sabe si por resentimiento contra doña Vicenta o contra
la luna.
La Maturana tenía fama de ser una gran profesora de baile.
--¡Ah! ¡Quel monument! ¡Ah! ¡Quel phenomene!--me dijo irónicamente
Delfina, hablando de ella.
Me acomodé de nuevo a la vida de mi hotel y de mi oficina.
Comprendí entonces, al volver a vivir en Francia, cosa que antes
no comprendía bien: cómo era extranjero, cómo había en mí cierta
hostilidad interna por el país, y en el país cierta hostilidad para mí.
Estas dos hostilidades, la del hombre por un país extraño y la del país
extraño por el hombre, forman el lado negativo del patriotismo, que a
veces es más fuerte que el lado positivo, o sea la simpatía del hombre
por su propia tierra y de su tierra por el hombre.


VI
AVENTURA EN TOLOSA DE FRANCIA

--SI alguna vez vas a Tolosa de Francia visita a una familia en cuya
casa estuve durante mi estancia allá, la familia de Esperamons. Aquí
tienes sus señas--me dijo don Eugenio en Madrid.
--Bueno.
--Hay en la casa una muchacha que es muy simpática, Josefina. No vayas
a cortejarla. Deja algo para los demás.
--Descuide usted.
--Ya sé que eres un Tenorio; pero, en fin, ten en cuenta que es una
muchacha que me gusta.
--Lo tendré en cuenta.
Había recordado esta conversación al hablar con Gamboa de un negocio de
vinos que se tenía que hacer en Tolosa, no de gran importancia. Decidí
ir yo, porque quería ver el pueblo, y algo también porque me interesaba
el conocer a la muchacha que le gustaba a don Eugenio.
Tomé, pues, la diligencia en Saint-Esprit, y fuí por Orthez a Pau, y
luego a Tarbes, y de Tarbes a Auch y a Toulouse. Entre Orthez y Pau
fuí charlando con un inglés que viajaba para ahuyentar el _spleen_; de
Pau a Tarbes, con dos señoras francesas, y de Tarbes a Auch, con unos
militares. Llegué a Toulouse, y me fuí a hospedar al hotel del Gran Sol.
Pedí al dueño una habitación, y éste llamó a una muchacha que llevaba
en el delantal un llavero, quien me condujo a un cuarto decorativo,
aunque un poco viejo, con el techo con artesonados dorados, la
alfombra roja y las sillas y las cortinas también rojas.
Cené, me acosté, y a la mañana siguiente, temprano, salí a ver el
pueblo y a arreglar mis asuntos comerciales.
Estos asuntos se habían arreglado por sí solos; así que no me quedaba
mas que echar un vistazo a la ciudad y visitar a la familia amiga de
Aviraneta.
Hoy Tolosa creo que es un pueblo modernizado, con grandes avenidas y
bulevares; entonces era, íntegramente, una vieja ciudad meridional,
un pueblo rojo de ladrillo, con calles estrechas y tortuosas mal
pavimentadas. Anduve toda la mañana y parte de la tarde callejeando;
vi la casa del Ayuntamiento, que tiene el nombre pomposo de Capitolio;
pasé por calles de nombres pintorescos, como la del Pato, la de
la Manzana, la de la Estrella, del Faraón, la de los Hilanderos,
Pergamineros, etcétera.
En la entrada de la calle de la Vieja Cepa contemplé el sitio donde se
celebraban los autos de fe de la Inquisición, y en uno de los asientos
del coro de Saint-Sernin vi esculpido a Calvino, predicando, con cabeza
de cerdo.
A pesar de no ser arqueólogo ni de entender nada de arquitectura, me
gustaron las murallas de la ciudad, con sus gruesas torres redondas,
y estas calles tortuosas con grandes caserones de ladrillo, con sus
tapias, por donde salían las copas de los árboles, y sus puertas
cocheras, con aldabones de hierro forjado.

LA DAMA DEL HOTEL
DEL GRAN SOL
Al volver, ya cansado, al hotel, me encontré en la escalera con una
mujer que me entusiasmó. Iba acompañada por un hombre de unos cuarenta
años, tipo seco, flaco, de bigote y barba negros, con un aire triste y
distinguido, los ojos sombríos y los labios pálidos. Ella era preciosa:
una morena con el óvalo alargado, el pelo castaño y los ojos claros,
y una expresión alucinada. Iba tocada con una mantilla española. Yo
la contemplé absorto; ella me miró sonriendo. El hombre me lanzó una
mirada sombría.
Estaba esta pareja en el mismo hotel, en un cuarto pared por medio del
mío.
Yo entré en mi habitación preocupado por tener aquella mujer espléndida
tan cerca. Me acerqué a la pared, y noté que, entre mi cuarto y el de
al lado, había sólo un biombo recubierto con un terciopelo rojo.
Salí al pasillo del hotel y vi poco después que mi vecino, el marido,
o lo que fuera, de aquella mujer tan guapa, salía a la calle con otro
hombre que, por su tipo, parecía un criado, un viejo con la cara larga,
el pelo casi albino y unos ojos de espantado.
Pregunté al mozo del hotel quiénes eran mis vecinos, pero no sabía más
sino que eran españoles y que habían llegado el mismo día que yo.
Volví a mi cuarto; paseé de arriba a abajo, escuché, poniendo el oído
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