El amor, el dandysmo y la intriga - 07

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--No--continuó Stratford--; la idea existe en esta forma o en otra
aproximada en casi todos los idiomas. La frase, en francés, aparece ya
construída en Voltaire, en el cuento del _Chapon et de la Poularde_, y
luego fué arreglada por un dramaturgo y periodista, Hazel, y atribuída
a Talleyrand.

EL AMBIENTE
--Es indudable--dijo sir David--que Talleyrand ha tenido, como todas
las figuras históricas, una gran cantidad de aportaciones extrañas,
y, además, el fondo que le ha dado la época. ¿Qué hubiera sido César
Borgia si en vez de vivir en Italia hubiera vivido en Islandia o en la
Siberia? ¿Qué carácter hubieran tenido sus hazañas si no se hubieran
destacado sobre el fondo brillante de Roma y del papado? Probablemente,
la historia de César Borgia sería en estos casos desconocida.
--Es cierto--contestó Stratford--, pero siempre tenemos la tendencia de
buscar y de separar lo que nace de la personalidad y lo que presta el
ambiente.
--Todo lo humano--repuso sir David--es producto de una individualidad,
multiplicándose o luchando con el ambiente. Las facilidades que da el
medio, como los obstáculos, son nuestros, llegan a formar el substrato
de nuestra personalidad. Claro; sería curioso, nos gustaría saber
qué cantidad de energía hay en el hombre separado de las condiciones
del ambiente, pero esto, por ahora, es imposible. No sabemos si la
psicología, con el tiempo, podrá tener un dinamómetro para medir la
fuerza espiritual, pero por ahora no lo tiene, ni lo busca.
--Estamos, además, en pleno doctrinarismo--dijo Stratford--; en una
época en que se rinde culto a las utopías y a las sombras de las
utopías.

LAS CONDICIONES
DE LOS POLÍTICOS
Después de pasar revista a los políticos de casi todos los países se
habló de las condiciones especiales que se necesitaban para la política.
--Para ser político hay que ser un monstruo de ambición--dijo Stratford.
--Hoy está usted terrible--exclamó sir David.
--Todos los grandes políticos han subido a fuerza de traiciones, de
hipocresía, de disimulo y de ingratitud. César, Fernando el Católico,
Catalina de Médicis, Richelieu, Cisneros, Mazarino, la gran Catalina de
Rusia, Napoleón...
--Y hasta Cromwell--dije yo.
--Sir David se echó a reír.
--Eso, quizá no lo quiera reconocer Stratford.
--Sí; Cromwell fué un hipócrita--replicó mi amigo--, pero más que un
político tiene el carácter de un agitador religioso. A Cromwell se le
podrá comparar con Lutero o con Calvino, o con el mismo Loyola, mejor
que con un Médicis o con un Borgia. Todos estos políticos clásicos
son fríos, ateos, bandidos con éxito. Catalina de Médicis acepta el
patronaje de Diana de Poitiers, la querida de su marido; César, el
de Catilina; Richelieu, el de Concini y su mujer, a quienes deja que
los asesinen cuando caen en la desgracia; Talleyrand, el de Mirabeau;
Napoleón, el de Robespierre, y luego, el de Barras, y no contento con
esto se casa con su querida.
--Tienen que tener buen estómago--indiqué yo.
--Todos son comedores de sapos--dijo Stratford--, para los cuales no
hay nada que dé asco. Luego, claro es, se vengan cruelmente de la
humanidad entera, tratándola a baquetazos. Todo es perfidia, todo es
traición, todo es rivalidad en estos hombres que llamamos ilustres.
Nos asombramos de que en esta pequeña guerra de España, Don Carlos
mirara con recelo a Zumalacárregui, y que Cabrera haya denunciado a
Carnicer. Siempre ha sido así en todos los países. Las repúblicas
italianas eran un semillero de odios; los conquistadores españoles se
denunciaban unos a otros e intentaban toda clase de calumnias para
perjudicarse y enajenar a los rivales el favor real. La Convención era
un cúmulo de odio: Marat odiaba a Dantón y a Robespierre, a quienes
tenía por hombres distinguidos; Dantón despreciaba a Marat como a un
loco furioso, y odiaba a Robespierre como a un pedante ramplón, que se
hacía llamar incorruptible; Robespierre tenía a Marat como un rival en
popularidad, y detestaba a Dantón como un hombre de talento mediano a
un tipo genial que improvisa.
--Mi querido Stratford--dijo sir David--: no sé de dónde saca usted hoy
tanta palabra y tanta cólera.

LOS TRAIDORES
Y LA INGRATITUD
--Para ser político hay que ser decidido--siguió diciendo Stratford,
a quien el asunto entretenía y prestaba aliento a su irritación
interior--y no parar ni en la traición ni en la ingratitud.
--Yo no veo que la historia haya cantado a los traidores--hice observar
yo.
--¡La historia! La historia, por fuera, es pomposa y falsa, y por
dentro, no es mas que una serie de intrigas miserables, de zancadillas
y de ingratitudes.
--Bien, sea así; pero reconozcamos que, al menos públicamente, no
cantamos a los traidores en nuestras epopeyas históricas--dije yo.
--Es que hay mucha clase de traidores--replicó Stratford--. Yo no
hablo de esos traidores como Judas, Perpenna, Ganelon, Bellido Dolfos
o el Conde don Julián; esos son, si han existido, pobres diablos que
se sacrificaron para que se puedan escribir malas tragedias y pintar
detestables cuadros de historia. No, no hablo de los traidores que han
nacido para hablar en endecasílabos o en alejandrinos, ni tampoco de
los traidores de los melodramas de Bouchardy, sino de los traidores de
todos los días, a los que a veces se les entierra, cuando mueren, en el
Panteón o en la abadía de Westminster.
--Sí, una perfidia obscura hay en todos los hombres--replicó sir
David--. Eso es humano. ¿Qué le vamos a hacer?
--Por lo menos, señalarlo; no engañarnos sobre nosotros mismos.
--Es la tendencia puritana que habla en usted, mi querido
Stratford--dijo el viejo inglés.
--Yo espero que la política no será lo que ha sido hasta aquí: un
conjunto de traiciones y de ingratitudes; yo creo que con el tiempo
habrá otros medios de triunfar. Hoy por hoy, los que triunfan son
los cínicos, los que no ven en los hombres y en las mujeres mas que
instrumentos. Luego el éxito lo justifica todo.
--Pero a usted, Stratford--le dije yo--, ¿por qué le entristece tanto
la idea de la traición y de la ingratitud, porque piensa usted que
puede tener traidores y desagradecidos por sus favores o porque usted
mismo puede ser desagradecido y traidor?
--Por ninguna de las dos cosas; pero más por lo último que por lo
primero. Hacer favores y no tener gente agradecida no me importaría
gran cosa.
Stratford estaba siempre en las alturas.

¿QUÉ QUEDARÁ?
Dejamos esta conversación, y yo tomé en mi mano dos o tres periódicos
ingleses y los estuve hojeando.
--De todo este barullo de nuestra época, ¿qué quedará?--dije yo.
--Quizá lo que menos sospechamos--contestó sir David.
--Yo creo que va a quedar muy poco o casi nada--dijo Stratford--; de
todas esas utopías antiguas, religiones, supersticiones, mitologías,
como se las quiera llamar, han quedado unos magníficos cementerios
en los museos, formados por piedras, estatuas, cuadros; pero de esta
pobre seudodemocracia actual, ¿qué va a quedar? Unos cuantos montones
de libros y de periódicos, y nada más. Ya que nuestra época no puede
levantar el Panteón, ni las Pirámides, ni la catedral gótica, toda su
gloria va a consistir en ensuciar toneladas y toneladas de papel.
--Yo, entonces, no creía en lo que decía Stratford. Hoy, tampoco.
Seguramente de todo ese ruido de palabras de los parlamentos y de
la prensa no quedará gran cosa, y es probable que no quede nada;
pero quedará la ciencia, que en el siglo XIX ha tenido una expansión
admirable.
Claro, la ciencia no va a resolver si vamos a vivir después de la
muerte o no, ni si las oraciones sirven o no sirven; pero nos quitará
mucho dolor en la vida y nos dará puntos de apoyo para soñar y emplear
la imaginación en temas mucho más altos y más nuevos que los que han
dado el arte y las religiones.


IX
NOSTALGIAS

HIZO un par de días, mientras estuve en Cambo, deliciosos, de verano.
El sol brillaba en el follaje nuevo de los árboles con una alegría, con
una pompa espléndida y magnífica. Los manzanos y los perales estaban en
flor; las abejas y los moscones rezongaban en el aire caliente. Este
prólogo de la nueva vida tenía algo admirable y encantador.
Yo me sentía conmovido como con un acceso sentimental. Estaba a veces
casi a punto de llorar. Mi cuarto, con sus muebles rococos y sus
retratos antiguos, tenía un aire tan poético y al mismo tiempo tan
viejo, sobre todo cuando entraba el sol de media tarde, que me llenaba
el espíritu de melancolía, de una melancolía dulce y poética.
Me parecía que vivía en un aire ya pasado, con cosas muertas, que
tenían un perfume marchito, como un manojo de flores guardado en un
armario. Cuando salía al campo pensaba que me gustaría vivir en uno
de aquellos caseríos, marchando delante de la carreta con los bueyes,
yendo con el aguijón al hombro diciendo: ¡Aida! ¡Aida!, y que todas
estas fantasías de intrigas políticas, de espionajes y de enredos no
eran mas que estúpidas maniobras que no tenían la menor importancia...
La verdad es que este país vasco francés es encantador; más templado
que el vasco español, menos montañoso y más soleado, parece hecho
únicamente para dormir y soñar. Yo no he visto nada más ingenuo, más
suave, ni más amable. Allí no hay grandes montes rudos y melancólicos,
ni cascadas, ni castillos roqueros de aire amenazador; allí no hay
preciosidades artísticas, ni gente muy rica, ni gente muy pobre; todo
es alegre, pequeño, sin exageración, claro, reposado.
El campesino vasco es casi el único aldeano de Europa que tiene hoy
aspecto de campesino. Cuando se le ve trabajar en su tierra con sus
bueyes, está tan identificado con la naturaleza, que se funde con ella.
El contemplar a estos aldeanos es para mí uno de los pocos motivos que
me induce a tener respeto por ciertas formas de la tradición.
Muchas veces, contemplando el campo, recordaba aquellos versos de
Elizamburu, el poeta de Sara, que fué capitán de granaderos de la
Guardia Imperial de Napoleón:
Icusten duzu goicean,
Arguia asten denian,
Mendito baten gañian
Eche tipitho aintzin churi bat,
Lau aitz ondoren erdian
Chacur churi bat atean
Iturriño bat aldean.
An bizi naiz ni paquean.
(¿Ves por las mañanas, cuando la luz comienza a alumbrar, en lo alto
del monte una casa chiquita, con la fachada blanca, en medio de cuatro
robles, con un perro blanco en la puerta y una fuentecilla al lado?
Allí vivo yo en paz.)

Estos versos no tenían la originalidad de los de Goethe, de los de
Víctor Hugo o de los de Heine; pero reflejaban dentro de su medianía
admirablemente el deseo de un vasco de vivir en la tierra de los
antepasados.
Elizamburu, el capitán de granaderos, que había recorrido media Europa,
había sentido al escribirlos la nostalgia de su aldea, soñando con
volver a su casa, blanca y pequeña, a la vida obscura del campo. Yo,
que no había recorrido Europa, experimentaba un anhelo parecido.
Quizá era un anhelo intelectual, más que real, un amor por una idea,
por un concepto...
No conozco yo bien la casa campesina de otros países; no sé si es
mejor o peor; pero no creo que me entusiasme como la casa vasca.
No me ilusiona el cortijo o la masía en donde apenas se hace fuego, ni
las porcelanas, ni los azulejos, ni los suelos de ladrillo; a mí me
gusta que en el hogar haya siempre lumbre, y que una columna de humo
salga constantemente de la chimenea; me gusta que en la cocina haya
poca luz, que huela a leña quemada, que haya una buena vieja junto al
fuego y que se oiga cerca el mugido de los bueyes...
No, seguramente Aviraneta no tenía estos ridículos accesos
sentimentales. El era en sus ideas y en sus planes más constante,
más tenaz; su personalidad estaba constituída de una substancia
homogénea; no tenía esta heterogeneidad de mi carácter, ni tampoco este
sentimentalismo mío, no sé si perruno o de capitán de granaderos.


X
FÍSICA

TENÍA curiosidad por averiguar lo ocurrido entre Delfina y Stratford,
pero a ninguno de los dos me hubiera atrevido a preguntarles nada. A
los tres días de nuestra estancia en Jaureguía fuimos a Bayona madama
D'Aubignac, la de Saint-Allais y yo; y al llegar a casa me encontré con
una carta de Aviraneta, en la que me decía que fuese a Bidart y buscase
y copiase unos documentos en su archivo, y que luego fuera a Sara y me
enterase del giro de los asuntos de Muñagorri.
Al día siguiente marché a Bidart y fuí a hospedarme al caserío
Ithurbide, la antigua casa de Gastón de Etchepare, donde me encontraba
muy a gusto.

LOS CARACOLES
El cuarto que me cedía madama Ithurbide (yo la llamaba así, aunque no
fuera éste su apellido) era una sala con alcoba, la principal de la
casa. Esta sala tenía un balcón corrido que daba a una duna verde que
se cortaba en el acantilado del mar.
Era una sala eminentemente marina; el papel de la habitación tenía unas
fragatas que navegaban a todo trapo.
En la chimenea, sobre el mármol, se veían dos ramilletes hechos de
conchas y metidos en fanales de cristal; en la mampara, una estampa de
color con una lancha de pescadores. Sobre una cómoda había un barco de
marfil, y sobre un velador, una caja con conchas pegadas en la tapa, y
varios caracoles, estrellas de mar, pólipos y corales.
Tanta concha y tanto caracol daba la impresión de que se estaba en
un acuario, y que uno mismo era algún molusco o algún pólipo que por
equivocación había dejado su cueva para entrar en aquel cuarto.
El primer día registré el archivo de Aviraneta, y encontré los
documentos que me indicaba, y me puse a copiarlos.
Terminado mi trabajo paseaba por el arenal desierto de Bidart y
contemplaba el anochecer espléndido, en que el sol se iba poniendo
hacia el cabo Higuer. Luego tomé la costumbre de ir por la mañana a la
playa, a primera hora, y después, por la tarde, hacia el crepúsculo.
Este mar resplandeciente con el sol de primavera, cuando lo divisaba
desde encima de las lomas verdes, me daba una gran alegría.
En la casa me encontraba contento. Madama Ithurbide me hacía un potaje
de judías y de verdura, que comía con gusto después de un año de comida
de hotel.
Me hubiera quedado allí mucho tiempo si no hubiese sido porque tenía
que seguir mi marcha.
Uno de estos días, el tercero, al salir de mi casa, por la mañana, para
ir hacia el mar, pasé por delante de un jardín en donde una muchacha
cantaba una canción que había oído en Laguardia:
La Pisqui, la peinadora,
con excusa de peinar,
le da citas al velero,
y se van a pasear.
Me erguí un poco para mirar por la tapia. La que cantaba era una
muchacha morena, de ojos negros.
--Muy bien--la dije--, muy bien. Veo que está usted de buen humor.
--¿Y usted, no?
--Sí, también. ¿Es usted española?
--Sí.
--¿De dónde?
--De Haro. ¿Y usted?
--Yo, de Vera.
La muchacha estaba sirviendo con una señora que tenía un niño enfermo.
Allí, sola, en aquella casa próxima al mar, se aburría soberanamente.
Aquel día, la señora había ido a Bayona a casa del médico.
Al pasar por la tarde volví a ver a la muchacha, que estaba cantando y
tendiendo ropa al sol.
--¿Por qué no viene usted a pasear conmigo?
--¿Adónde?
--Por la playa.
--Pues, vamos.
Fuimos por la playa, charlando. Me contó su vida. Era de un pueblo
próximo a Haro. Se llamaba Dolores.
Se nos obscureció. Yo estaba muy conmovido, y ella también.
Yo la abracé y la besé varias veces.
Al retornar a su casa entró ella por el jardín para ver si había vuelto
la señora; pero no había vuelto.
La soledad, la noche espléndida y tibia, el ruido del mar próximo, una
especie de aura erótica nos sobrecogió a los dos...
Por la mañana, cuando salí de allí, la muchacha lloraba.
--¡Qué locura! ¡Qué locura he hecho!--murmuró.
Ella no sabía por qué; a mí me pasaba lo mismo.
Al salir en el tílburi de Bidart a San Juan de Luz sentí un ligero
remordimiento, pero se me pasó pronto, y olvidé rápidamente a Dolores,
la riojana.


XI
MUÑAGORRI Y SU GENTE

EN San Juan de Luz visité a doña Mercedes, la madre de Corito, que me
dijo que su hija vendría pronto.
De San Juan de Luz marché a Sara.
Me encontré allí con Cazalet, el bohemio, que había ido, sin duda, con
alguna comisión para Muñagorri.
--¿Qué hace usted aquí?--le dije yo.
--¿Y usted, qué hace?
Nos echamos a reír.
--Lo mío no es ningún misterio--repliqué--: he venido a verle a
Muñagorri.
--Yo también. Yo he estado hospedado en la misma casa en donde estuvo
Don Carlos acompañado de Auguet de Saint-Silvain, titulado por el
Pretendiente el barón de los Valles.
--¡Qué honor!
Entramos en una tienda, en donde había una muchacha muy guapa, que
Cazalet conocía, y que se llamaba Pepita, Pepita Haramboure, y allí
tomamos unas copas de vino blanco con bizcochos.
Cuando se fué Cazalet le pregunté a Pepita dónde podría ver a
Muñagorri, y me dijo que tenía el campamento cerca del pueblo. Salí
de la tienda y fuí a ver si lo encontraba. Vi en el camino a varios
hombres, por su aspecto, soldados de Muñagorri. Le pregunté a uno
de ellos dónde podría encontrar al jefe, y me señaló un caserío
abandonado. Efectivamente, allí estaba, en compañía de otros dos
hombres, moviendo con una gran cuchara un caldero de habas. José
Antonio Muñagorri parecía un buen hombre. Era grueso, rechoncho, de
cabeza redonda, de nariz aguileña, ojos negros y sonrisa amable.
--¿Ya ha comido usted?--me preguntó hablando con un canto de aldeano
vascongado.
--No.
--Pues dentro de una hora comeremos aquí. Si quiere usted venir...
Le dije que Aviraneta me había enviado para que me diera ciertos datos
acerca de sus futuros planes.
--¿Conoce usted a Altuna?--me preguntó.
--No.
--Pues vaya usted a verle al pueblo. Estará ahora en la fonda de
Hoyartzábal.
Fuí a la fonda y lo encontré. Asensio Ignacio Altuna, el secretario
de la empresa Paz y Fueros, dirigida por Muñagorri, era hombre alto,
rubio, de buen color, de ojos claros, con un aire atlético.
--¿Ha comido usted?--me preguntó.
--No.
--Quédese usted a comer aquí.
--Me ha invitado también Muñagorri.
--No haga usted caso; aquí comerá usted mejor.
Me pareció poco cortés, pero, ya que el subordinado de Muñagorri me lo
decía, me quedé allí. Le expliqué a Altuna el objeto de mi viaje; cómo
venía de parte de Aviraneta, quien probablemente pasaría mis informes
al Gobierno.
--Le daré a usted mi opinión sin ambages--me dijo Altuna--. Muñagorri
es un hombre inteligente y un hombre honrado. Es un tipo que encontrará
usted aquí en el país vasco, bueno, optimista, pero de esos a quienes
se les ocurre una idea y ya no varían jamás. Su proyecto de Paz y
Fueros le parece admirable.
Yo sabía que esta idea no era originalmente de Muñagorri, pues había
sido inventada por un amigo y compañero de Aviraneta, don Juan
Olavarría, y patrocinada primero por el ministerio Bardají, y luego por
el ministerio Ofalia.
--Muñagorri no avanza--siguió diciendo Altuna--, porque en vez de
luchar por una causa vieja y tradicional tiene que defender una causa
nueva inventada por él. Para esto, no basta un talento corriente: se
necesita genio.
--¿Y él no lo tiene?--pregunté yo.
--No, no lo tiene. ¿Quién lo tiene? Él no es capaz de cambiar de ideas,
pero sí de procedimientos. En su misma vida ha cambiado: Muñagorri
antes de ser fundidor era de profesión escribano; luego abandonó el
oficio y arrendó varias ferrerías en Berastegui, con lo que ganaba
mucho y daba de comer al país. Tampoco es un aventurero. Ha sido
un hombre rico, condecorado con la cruz de Carlos III, y ahora con
su empresa se ha arruinado, y sus ferrerías de Berastegui trabajan
fundiendo cañones carlistas.
--Así, que el jefe no es malo.
--No, no es malo.
--Pues corre por el país la idea de que es un inepto.
--No, no es verdad. Lo que nos pasa a él y a los suyos, es que tenemos
muchas dificultades. Usted sabe que se organizaron en Bayona juntas
de las cuatro provincias para que influyesen en el país y ayudasen a
Muñagorri. Estas juntas no han dado resultado. El Gobierno nos abrió
un crédito de dos millones de reales en la casa Ardoin. Este dinero ha
venido mermado. ¿Quién se ha quedado con él? Yo no lo sé. Al principio
patrocinaron la idea algunos de nuestros políticos y varios prohombres
ingleses. Lord Palmerston y sir Jorge Villiers escribieron a lord John.
Hay para que nos favoreciese. Hoy ya no se acuerda nadie de nosotros,
y únicamente el general Jáuregui nos alienta. El cónsul Gamboa trabaja
contra nosotros. En Bayona, las autoridades del Gobierno cristino nos
han tratado como criminales y desertores. El subprefecto daba noticias
a los carlistas de lo que hacía Muñagorri. Al cónsul esto le parecía
muy bien.
--Es que este Gobierno español y sus empleados son de una incapacidad
tan extraña, que llega a lo ridículo--dije yo.
--Parecen agentes de los carlistas. No nos favorecen los liberales, y
los carlistas nos odian. El general Iturbe, que estaba comprometido,
se ha puesto francamente en contra de la empresa. Los carlistas han
empleado toda clase de recursos contra nosotros. El canónigo Batanero
ha pedido para Muñagorri y su gente la excomunión. Necesitaríamos
alguien que consultara con los generales cristinos y nos indicara sus
intenciones.
--Yo no puedo hacer eso.
Le dije a Altuna que, pasadas un par de semanas, tenía el proyecto de
ir a San Sebastián para enterarme allá de qué pensaban los generales de
la Reina de la empresa de Paz y Fueros.
--Escríbanos usted con detalles el resultado de su entrevista--me dijo
él.
--Lo haré, no tenga usted cuidado.
Volvimos Altuna y yo al campamento de Muñagorri.

CANCIONES
Había concluído de comer Muñagorri con quince o veinte de sus
partidarios, y un viejo cantaba una canción en honor del caudillo
fuerista, que comenzaba así:
Carlos aguertu ezquero
Provinci auyetan,
Beti bici guerade
Neque ta penetan.
(Desde que Carlos ha aparecido en estas provincias, nosotros vivimos
siempre en la fatiga y en la pena. Se nos quita nuestros bienes y nunca
se nos da nada.)

Esta canción lacrimosa me pareció muy propia de una empresa que
marchaba tan mal.
Me despedí de Muñagorri y de Altuna y tomé a caballo el camino de San
Juan de Luz. Antes de llegar a Ascaín me encontré con tres muchachos
carlistas que habían estado quince días en el campamento de Muñagorri y
que pensaban volver de nuevo a España, al ejército de Don Carlos. Uno
era guipuzcoano, el otro navarro, y el otro francés. Se burlaban de
Muñagorri y de sus planes y me cantaron varias canciones contra él. El
francés llevaba un pito, con el que tocaba. El guipuzcoano cantó:
Estute aditzen soñu eder ori,
Saratican elduda gure Muñagorri.
Riau, riau, riau, cataplau.
Gure humoria,
Utzi al de batera,
Euscaldun gendia.
(¿No oís un hermoso sonido? De Sara ha salido nuestro Muñagorri. Riau,
riau, riau, cataplau, nuestro buen humor, dejad a un lado, gente vasca.)

Después de esta canción cantó otra más burlona, que empezaba diciendo:
Muñagorrien sarrera
Españiaco lurrera,
Legua guchi aurrera.
(La entrada de Muñagorri en el suelo español, pocas leguas adentro.)

El navarro a su vez cantó:
Muñagorrien gendiac
Shutan ez dirade trebiac;
Billa litezque obiac
Seculan eztu
Gauz onic eguin.
Guizon gogoric gabiac
Gueyenac desertoriac:
Diru billa ateriac.
Aditu biarcodute beriac.
(La gente de Muñagorri no es muy lista para el fuego; podría
encontrarse fácilmente otra mejor. Nunca ha hecho cosa buena la gente
sin ganas: la mayoría desertores. Tendrán que oír lo suyo.)

Estas canciones, mucho mejor que las palabras de Altuna, me indicaron
que la empresa de Muñagorri marchaba muy mal.


XII
NUEVA TERTULIA

CUANDO llegué a Bayona a hacer la vida ordinaria, me encontré con
algunas ligeras novedades. Se había instalado en mi mismo hotel
González Arnao, que tenía su tertulia en su cuarto.
Solían ir a ella varios españoles, entre ellos, Eugenio de Ochoa, hijo
natural del abate Miñano. Ochoa era por entonces un joven elegante,
de veintitrés a veinticuatro años, muy emperifollado, muy culto y que
hablaba perfectamente el francés.
También solía ir un pintor muy malo, Augusto Bertrand, entusiasta de lo
más ñoño de la pintura francesa, ya de por sí un tanto ñoña. Monsieur
Bertrand era gran admirador de David, de Ingres, y sobre todo de
Greuze. Fuimos al estudio del señor Bertrand, que, cuando mostraba sus
cuadros, daba una lente grande, como si se tuviera que contemplar la
fractura de algún mineral o de algún pequeño insecto.
Otro de los contertulios fué el profesor Teinturier.
Yo, a este hombre, no le entendía. Era republicano radical, entusiasta
de Barbes, de Blanqui y de Martín Bernard y de los que con ellos
preparaban la revolución en las sociedades secretas, y al mismo tiempo
tenía una predilección marcada por Racine y los clásicos antiguos. Sin
duda aspiraba a una revolución con formas clásicas. Esto para mí era
difícil de comprender. Yo me explico que los revolucionarios exaltados
deseen la igualdad absoluta, el comunismo y hasta la antropofagia,
pero revolucionarios con versos de Horacio y de Racine, no me caben
en la cabeza. Para revolución con formas académicas, hemos tenido la
Revolución Francesa, y ya basta.
Teinturier, después de muchos rodeos, me pidió que le presentase en
casa de madama D'Aubignac. Le dije que hacía tiempo que no la veía a
esta señora, pero que en la primera ocasión le presentaría.
Cuando fuí a casa de Delfina y se lo dije a ella, se opuso.
--De ninguna manera se le ocurra a usted traer a mi casa a ese
señor--me indicó.
No repliqué nada.
--La vista sólo de ese hombre me molesta--añadió--. ¡Tiene un tipo tan
vulgar! ¡Unas manos tan ordinarias! ¡Unos pies tan grandes! ¡Luego mira
de una manera tan descarada!
--No crea usted. Es más bien la timidez. Está muy entusiasmado con
usted.
--Pues, no; no le traiga usted aquí.
¡Pobre hombre!--pensé yo--. Para eso ha estudiado tanto, para que no lo
consideren ni siquiera a la altura de uno de estos oficiales majaderos
e insolentes que se lucen en los salones.
Siempre me ha chocado la poca comprensión que tienen las mujeres por
cierta clase de hombres. Estos tipos de hombres fuertes, que se creen
más fuertes de lo que son, que ven a la mujer como un producto débil,
más débil de lo que es en realidad, este hombre toro, que parece que
debía ser el ideal de la mujer femenina, lo es pocas veces, casi nunca.

CONVERSACIÓN
CON DELFINA
Delfina me preguntó si le había vuelto a ver a Stratford. Le dije que
le había visto un momento.
--¿No le ha hablado a usted de mí?
--No.
--Estamos reñidos.
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