El amor, el dandysmo y la intriga - 10

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en el biombo, y en esto sentí que se abría el balcón en el cuarto de
al lado. Abrí yo el mío. Allí estaba, cerca de mí, aquella mujer. Al
verla, me palpitaba el corazón como un martillo de fragua.
--¡Qué hermosa es usted!--la dije.
Ella sonrió amablemente; luego puso un dedo en los labios imponiéndome
silencio, y se retiró.
Nunca me he encontrado yo tan agitado como aquel día. Pensé que aquella
mujer querría decirme algo. Si no, ¿por qué el signo de silencio?
Fuí a cenar, suponiendo ver en el comedor a la dama y a su acompañante,
pero no aparecieron. Volví a mi cuarto. Al lado hablaban. Sin duda la
pareja había cenado en la habitación.
Pasaron unas horas y noté que hablaban vivamente, y hasta creí oír un
beso. No se entendían las palabras. Me entró una gran desesperación y
pensé salir a la calle e irme a dormir a otra parte. De pronto oí un
rumor monótono en el cuarto de al lado. ¿Qué podía ser esto? Me fijé.
Estaban rezando el rosario.
Después no se oyó nada. Me acosté y dormí muy mal.
A la mañana siguiente salí varias veces al balcón y, en vez de
encontrarme con ella, me vi una vez con la figura sombría del hombre,
que me miró amenazadoramente.
Aquella mujer me había a mí sorbido el seso, trastornado, alucinado. Se
me habían olvidado mis asuntos, Bayona, la política, Aviraneta; todo
había quedado allí, muy lejos.

LA CALLE TRIPIERE
Al tercer día, el galán y la dama desaparecieron y fueron a vivir,
según me dijo el mozo del hotel, a una casa pequeña de la calle
Tripière.
La calle Tripière era una callejuela que cruzaba la de Saint-Rome, que
es de las más céntricas y de las más concurridas de Tolosa. La calle
Tripière, triste y estrecha, adoquinada con cantos del río, tenía
algunos grandes palacios del Renacimiento, con altas tapias y puertas
cocheras, y casuchas miserables con ventanas pequeñas y rejas, desde
cuyos portales partían largos corredores obscuros, que se abrían a lo
lejos en un patio sucio y sombrío.
En algunas de estas casas me dijeron que se encontraban cuevas con
calabozos e _in paces_, con grandes anillos que habían servido en otro
tiempo de prisión.
Los dos días siguientes paseé mañana y tarde por delante de la casa de
la calle de Tripière, sin volver a ver a la bella dama.
Desconcertado, se me ocurrió visitar a la familia amiga de Aviraneta,
con la vaga esperanza de que me diera algún dato. Precisamente vivían
también cerca de la calle de Saint-Rome, en la del May.
Las señoras de Esperamons, madre e hija, me recibieron muy amablemente;
la madre era una señora gruesa, que había vivido en mejor posición
y se lamentaba de su suerte; la hija, Josefina, era rubia, gordita,
sonriente, de ojos azules, de poca estatura, peinada con rizos y
sortijillas, y muy apetitosa.
Josefina cantaba y tocaba la guitarra. Nos hicimos amigos ella y yo, y
yo le conté mi aventura del hotel.
--Yo me enteraré--me dijo ella--; mañana lo sabré.
Al día siguiente fuí a casa de Josefina, verdaderamente emocionado.
--Estoy enterada de todo--me dijo.
--¿Qué pasa?
--Es una cosa triste. Esa chica tan guapa está loca.
--¿Loca?
--Sí. El señor que va con ella es su padre, y es brigadier carlista.
Parece que desde hace tiempo venía trastornada. De cuando en cuando se
viste muy elegante, y se pasea, y se mira en el espejo. Se cree una
reina, de la que todo el mundo está enamorado, y dice que tiene un
secreto que no puede contar.
--¿Y la ha visto algún médico?
--Sí, varios; pero dicen que es una cosa desesperada.
La noticia me hizo un efecto lamentable. Me decidí a marcharme. Le pedí
a Josefina que me diera noticias de ella por carta, y me despedí de las
dos señoras de Esperamons, a tomar la diligencia para Bayona.
Unos meses después, Josefina me escribió diciéndome que la muchacha
estaba completamente loca; que ya no quería ver a nadie, y que se
pasaba la vida en el hotel de la calle de Tripière corriendo de un
extremo a otro del patio, medio desnuda y jadeante, y repitiendo a cada
paso:
--¡Ah! El amor, el amor, el amor...


CUARTA PARTE
LOS PEONES DEL JUEGO

EN BASILEA
HE vuelto de Saint-Moritz a Basilea. Voy ideando proyectos y dejándolos
sin realizar. Tenía el pensamiento de seguir la ruta de Aviraneta y de
mi suegro Arteaga, por el Rhin, hasta salir al mar; pero, al comenzar
el camino en tren, estas enormes estaciones de los pueblos de Alemania,
la gente atareada, que marcha de prisa, tanta fábrica y tanta chimenea,
me han entristecido, y he vuelto atrás.
Nunca me había fijado como hasta ahora en la melancolía de los
crepúsculos de estos pueblos del centro de Europa. ¡Qué cosa más
lamentable! La vida es también en estas ciudades bastante triste. Para
la mayoría de esta gente, el ideal es bien pobre: comer mucha grasa,
beber mucha cerveza, y por toda diversión ir al cinematógrafo, al
_kino_, como dicen ellos.
Estoy en Basilea, que es pueblo que me atrae. Vivo en un hotel modesto,
muy agradable, que da sobre un jardín, con árboles y una fuente, y que
no tiene nada de ese lujo insolente y aparatoso de los grandes hoteles,
tan grato a los americanos y a los judíos.
Por las mañanas paseo por los alrededores de la catedral, ando por
el claustro y me siento en la terraza a contemplar el Rhin, con sus
olas verdes. Veo también el caserío del otro lado del río, los montes
próximos y las chimeneas de las fábricas del barrio industrial de
Basilea.
Miro el puente, reconstruído, por donde Aviraneta y mi suegro vieron
pasar hace cerca de un siglo las tropas aliadas del príncipe de
Schwarzenberg. Ahora pasan tranvías verdes y gente en bicicleta. Por
la tarde voy al Jardín Botánico, a ver a las marmotas, y me gusta
pasear por el Pequeño Basilea a orilla del río y contemplar las dos
torres rojas del Munster, que se levantan al cielo y tienen en su base
arboledas, terrazas y jardines, que se reflejan en las aguas del Rhin.
Los domingos, por la mañana, ¡qué melancolía en todo el pueblo! Una
niebla suave invade las calles, desiertas; las casas góticas y las
casas barrocas, con sus tejados apuntados, muestran sus ventanales,
como unos ojos lánguidos y sin brillo. En la plaza de la Catedral y en
la terraza que da sobre el Rhin no hay un alma. Alguna lancha marcha
de lado, llevada por la gran corriente del río, y el barquero hace
esfuerzos titánicos para dirigirla.
A las nueve comienzan a sonar todas las campanas del pueblo, y luego
se oye el rumor del órgano y de los cantos de los oficios en la
Munsterplatz. Por la tarde suelo estar en mi cuarto, con la ventana
abierta, que da al parque.
Al anochecer cruzan empleados y empleadas de tiendas, montados en
bicicletas. El cielo toma un color de ópalo, y pasan las golondrinas
rápidamente, revoloteando y chillando.
Un orquestón de un circo de lona que han puesto delante de la estación
del tren toca valses, polcas, _la donna é mobile_ y la marcha de
Tanhauser. Se enciende una luz de arco voltaico en el aire, y comienza
a chirriar un grillo.
* * * * *
Hoy, sábado, después de cenar, oía una orquesta desde mi ventana, y
he salido al parque próximo al hotel. Tocaba la música en un quiosco.
La noche estaba tibia; los relámpagos iluminaban el cielo, haciendo
destacarse en el horizonte esclarecido las ramas de los árboles.
La música ha tocado unos aires populares, entre los cuales he
reconocido uno o dos de Haydn.
Unas muchachas cantaban al mismo tiempo la letra de estas canciones, y
sus acentos guturales tenían un acento de juventud y de energía para mí
encantador.
Algunos hombres se habían tendido en la hierba a escuchar; las
muchachas paseaban en grupos, con sus trajes claros; había un olor de
flores, y a veces resonaban las gotas de lluvia en las hojas de los
árboles. Luego ha empezado a llover torrencialmente, y he corrido a
refugiarme en el hotel.
Hoy, domingo, llueve también. He sacado mis papeles y me he puesto a
escribir. Ya vivo sólo con mis recuerdos. Todo lo que uno ha vivido
está bien muerto. ¿Quién se acuerda de ello? Nadie. Cierto que lo que
vive ahora morirá también; pero esto no es un consuelo.
El cielo está gris y triste, como yo; para mí no hay sol mas que en los
días transcurridos, y me refugio en mis recuerdos, como el animal se
mete en su cueva.


I
LOS RIVALES

POR aquella época, verano y otoño de 1838, todas las conversaciones
comenzaron a girar alrededor de Espartero y de Maroto.
Durante el mando del general Guergué, el desorden y la disciplina
habían cundido en las filas carlistas. Los políticos amigos de Don
Carlos vieron el peligro, y el Real decidió destituír al general
navarro y llamar a Maroto, que estaba entonces viviendo en Burdeos.
El grupo carlista moderado, con el padre Cirilo a la cabeza, patrocinó
la idea, y el partido fanático, a cuyo frente se había puesto un joven
gallego, Arias Teijeiro, se opuso con energía.

MAROTO
Triunfó la tendencia moderada, y en junio de 1838 se encargó Maroto
del ejército, restableció la disciplina, organizó las tropas y la
administración militar, e hizo que sus fuerzas ascendieran a más de
veinticinco mil hombres.
Esto no pudo llevar la concordia a las filas carlistas. Maroto no
tenía ninguna simpatía por Don Carlos; Don Carlos sentía una gran
desconfianza y un gran temor por Maroto.
Maroto estaba reñido con la mayoría de los generales carlistas
afiliados al partido fanático. Además de esto, despreciaba a González
Moreno, que a su vez miraba a Maroto como a un hombre voluntarioso y
arbitrario; consideraba a Uranga y a Eguía como generales ineptos y
sin talento, y odiaba con todo su corazón al grupo de los fanáticos
capitaneados por Arias Teijeiro, sobre todo al cura Echeverría y a los
generales García, Sanz y Guergué.
Mil resentimientos y rivalidades corroían el campo carlista; verdad es
que en el liberal ocurría lo propio.
A principios de septiembre, Maroto consiguió derrotar en el Perdón al
general cristino Alaix, y con la victoria el prestigio suyo aumentó
entre las tropas.
Los soldados eran grandes entusiastas de Maroto. Se decía que cuando no
había dinero para pagarles, Maroto lo buscaba, y que cuando no llegaba
a encontrarlo lo daba de su bolsillo.
Por entonces el nuevo jefe hizo que se comenzaran a formar sumarios
para encontrar a los promotores de los motines militares y a los
autores de los complots que se fraguaron contra la vida de los
hojalateros y de los castellanos, como el que produjo la muerte del
brigadier Cabañas.
Resultaban cómplices varios sargentos y oficiales, pertenecientes a los
batallones navarros, mandados por los generales Guergué, Sanz, García
y Carmona, que eran los representantes del fanatismo clerical y del
navarrismo.
Estos generales tenían mucho apoyo en la corte de Don Carlos, y
Maroto, al notarlo, no sólo no siguió en su campaña con los Tribunales
militares, sino que ni aun siquiera se atrevió a procesar a los
oficiales complicados en este asunto, y mandó que, hasta nueva orden,
se suspendieran las causas, de miedo de que el elemento fanático y
clerical se le echara encima.
No por eso dejaba de pensar en el castigo, buscando la ocasión
oportuna, porque el nuevo general era rencoroso y tenaz.

ESPARTERO
Así como Maroto aparecía a la cabeza de una fracción carlista,
Espartero, por entonces, era jefe adicto a la Reina Gobernadora, y,
dentro de las filas liberales, no estaba afiliado ni a los moderados ni
a los progresistas.
Los dos partidos cristinos se hallaban sin jefe militar: el moderado,
por la emigración del general Córdova; el progresista, porque no lo
tenía desde la muerte del general Mina.
Los progresistas pensaron un momento en hacer su jefe militar a
Narváez, y le favorecieron escandalosamente cuando la expedición de
Gómez, postergando, sin motivo, a Alaix y a Rodil, que eran amigos de
Espartero.
Narváez no correspondió al favor de los progresistas, y después del
movimiento de Sevilla se alió con los moderados y tuvo que escapar de
España.
Mientrastanto los progresistas veían la elevación de Espartero
recelosos; creían que este general se inclinaba a una tendencia
conservadora, cosa muy lógica en un militar, y la Prensa le reprochaba,
justa o injustamente, la lentitud en las operaciones.
Aviraneta afirmaba que los motines militares que estallaron en esta
época fueron dirigidos por los progresistas y por la masonería
escocesa, que querían desacreditar a Espartero, porque temían que un
general, al parecer moderado, acabara la guerra con éxito y pudiera
erigirse en dictador.
Según Aviraneta, el general Seoane, progresista y afiliado a la
masonería escocesa, entonces enemigo acérrimo de Espartero, había sido
el promotor del motín de Hernani.
De permanecer Espartero alejado de los dos partidos liberales, hubiera
podido ser, después de su éxito en Vergara, el árbitro de España;
pero la ambición y la prisa le impulsaron a tomar partido entre los
progresistas, que le conquistaron y lo pusieron a su cabeza.
El que hizo en este caso de sirena fué el cónsul de Bayona, Gamboa, a
pesar de su mediocridad, quizá por ella misma.
Horas después de haber abandonado el Pretendiente el suelo de España,
y de refugiarse en Francia, Gamboa pasó a Urdax, tuvo una larga
conferencia con Espartero, e hizo su conquista.
Gamboa llevaba plenos poderes de la masonería y del partido progresista
para pactar con el general victorioso. Aviraneta que lo supo, no sé por
qué conducto, mandó inmediatamente por el Consulado inglés de Bayona
un parte a la Reina, advirtiéndola lo que pasaba, y aconsejándola que
empleara todos los medios posibles para impedir que los progresistas
aceptaran la jefatura de Espartero, pues la jefatura de un militar en
uno de los partidos del Gobierno podía producir grandes daños al país,
llevándolo al militarismo.
Don Eugenio era de los que veían un peligro en la preponderancia
militar.
La mujer de Espartero se enteró de este aviso en Madrid, y se lo
comunicó a su marido, y Espartero no se lo perdonó nunca a Aviraneta.
Por más de que luego dijo el general que su encono contra Aviraneta
dependía de tenerlo por un conspirador y por un intrigante, la causa
verdadera fué este parte que don Eugenio envió a la Reina.


II
EL MURCIÉLAGO

UN día que estaba en el cuarto del hotel buscando unos papeles en mi
cartera salí rápidamente al pasillo, y me encontré con un hombre que se
hallaba al lado de la puerta.
--¿Qué hace usted aquí?--le dije.
El hombre, al principio, no supo qué contestar.
--Nada..., nada...--balbuceó--; me había equivocado de piso.
Me chocó mucho esto. Supe que aquel hombre, a quien había sorprendido
espiándome, vivía en mi hotel, que salía poco, y que no venía nadie a
visitarle.
Hice por verle. Era un hombre pálido, delgado, marchito, con los ojos
grandes, obscuros, y el bigote negro. Vestía un tanto raído. Salía
del hotel casi siempre al anochecer, entre dos luces; así que no se
le notaba apenas. Comía en la segunda mesa. En el hotel pasaba por
llamarse Manuel González y ser carlista.
Como tenía bastante confianza con Vidaurreta, el canciller del
Consulado español, le pedí se enterara de la vida de aquel pájaro
crepuscular, pero no averiguó nada. Había varios González inscritos
en el Consulado español: el uno, comerciante; el otro, obrero; pero
ninguno de ellos era mi espía.
A este hombre le llamaba yo el Murciélago. El Murciélago y yo teníamos
el uno por el otro una manifiesta antipatía de perro a gato y de gato
a perro. Cuando nos encontrábamos en la escalera no nos saludábamos;
él me miraba con una indiferencia desdeñosa, y yo hacía al verle,
deliberadamente, un gesto de molestia y de desprecio. Como por
instinto, nos sentíamos hostiles.
El debía ser del grupo carlista exaltado; lo vi alguna vez hablando con
el inglés Mitchel, que era el jefe en Bayona del partido antimarotista,
como el marqués de Lalande era el director del marotista. Otra vez,
de noche, vi al Murciélago que charlaba con la Condesa, una de las
corredoras de la Falcón.

LA CAJA
SOSPECHOSA
Un día me mandaron una cajita de dulces a casa. Era una caja muy
bonita, con unas cintas azules.
El mozo del hotel me dijo que venía de parte de una señora que no
había querido dar su nombre. Al principio pensé si sería de madama
D'Aubignac, pero me chocó. ¿Quién podía enviarme aquello?
Abrí la caja, e iba a comer uno de los bombones, cuando me asaltó la
idea del envenenamiento.
Miré la caja: no tenía etiqueta ni indicación alguna de dónde venía.
Pensé en llevar los dulces a una botica, para que los analizaran, pero
no me convenía llamar la atención, y me decidí por echar los dulces y
la caja al río.

EL ANÓNIMO
Algún tiempo después encontré una carta debajo de la puerta, dirigida a
mí. La carta decía lo siguiente:
«Señor Leguía: Sabemos a qué se dedica usted en Bayona. Le
seguimos los pasos. Tenga usted cuidado. Huya usted. Si no, le
vendrán consecuencias graves.
_El Angel Exterminador._»
Pensé que la caja de dulces y la carta procedían las dos de mi vecino
de hotel, el Murciélago.


III
LAS LETRAS S, T, U, V

LAS primeras conferencias que celebré con nuestros agentes secretos
tuvieron poca novedad. Las contaría en detalles, pero ya todo su
interés político pasó. Los datos que me dieron los fuí enviando a
Aviraneta, conforme a sus instrucciones.

LA LETRA S
Era Iturri el comerciante y fondista de la calle de los Vascos. Me dijo
que se iban acentuando por días las diferencias entre Maroto y Arias
Teijeiro y sus partidarios respectivos.
--Maroto--añadió--es un hombre muy vengativo, despótico, altanero y
rencoroso. Tiene gran odio a los demás generales carlistas, y muy poca
simpatía por los vascos y por el fuerismo. Cualquier contrariedad
le pone frenético. Arias Teijeiro es también hombre de cuidado, muy
intrigante y muy tenaz. La mayoría del ejército está por Maroto,
excepto los navarros, que prefieren a Guergué y a García. Don Carlos y
la corte están por Arias, y algunos ambiciosos como Corpas y el padre
Cirilo, andan buscando fórmulas de transacción que sirvan para ponerlos
a ellos a flote.
Iturri agregó que Aviraneta debía presentarse en Bayona cuanto antes.

LA LETRA T
La letra T, Luci Belz, se presentó en casa de la Falcón a verme, y me
contó mil chismes de los carlistas.
Era esta Luci Belz una mujer pequeña, fea, negra, con una cara de enana
que tenía algo de la Mari Barbola de Velázquez. Era la curiosidad, la
malicia y la mala intención reunidas.
--Se asegura--me dijo--que la princesa de Beira hace buenas migas con
el padre Cirilo. A doña Jacinta Pérez de Soñañes, esposa de don Luis
de Velasco, hombre de gran cabeza, le llaman _la Obispa_, porque se
entiende muy bien con el obispo de León; Maroto sigue indignado con Don
Carlos. Maroto visitaba con frecuencia, en Elorrio, a una muchacha,
hija de un oficial postergado y enfermo. Maroto ascendió al padre, y
dijeron en seguida que lo hacía porque la muchacha era su querida. Don
Carlos, considerándose el árbitro de la moral, hizo la estupidez de
llamar al padre de la chica y decirle que su ascenso se debía a que su
hija era la querida de Maroto, con lo cual el pobre hombre se agravó
y murió. Se asegura que la camarista Pilar Arce tiene amores con el
infante don Sebastián, y que, como él es un poco bisojo y de mirada
extraviada, le han cantado a ella esta copla el otro día:
Ojos de presidente
tiene mi amante:
uno mira al poniente
y otro al levante.
Se dice que la mujer del infante don Sebastián, la princesa María
Amalia, que vive en Salzburgo, está tan gorda que parece un cerdo, por
lo cual algunos consideran muy lógico el que su marido no le sea fiel.
Añadió Luci que había una gran corrupción entre los carlistas de
Bayona, a pesar de los rezos y los golpes de pecho; que algunas
señoritas iban a casas sospechosas para vivir, porque no tenían medios;
que unas cuantas habían ido a ver una vieja de Ciburu, que les había
dado pociones para abortar, y que, por último, se decía que entre Don
Carlos y Arias Teijeiro había relaciones parecidas a las de Enrique III
de Francia y sus _mignones_.
Luci Belz sacaba a flote, con su malicia de enana, todo el cieno que
encontraba a su alrededor.

LA LETRA U
La letra U era la Falcón, y ella misma escribió su informe.
Hay muchos rencores--decía--entre unos y otros, y todo el mundo está
cansado. El papel de Maroto y el de Arias Teijeiro sube por días, y
tiene que venir, tarde o temprano, entre los dos, un rompimiento. Los
marotistas dicen que Teijeiro es un vanidoso, ridículo, ignorante y
corrompido; los teijeristas afirman que Maroto es un baratero y un
hombre que está preparando la traición. Arias favorece descaradamente a
los amigos y los asciende, y persigue con saña a los enemigos. El padre
Cirilo y los demás cortesanos no están ni con Maroto ni con Arias,
y Corpas, que ha intentado entablar varias veces negociaciones con
los cristinos, sin éxito, y que ve que ni con Maroto ni con Teijeiro
tiene porvenir, ha mandado a su compinche, Fernando Freire, con una
bolsa de dinero y de alhajas a depositarla en un banco de París. Se
afirma que Teijeiro ha puesto en juego todas las intrigas bajas que
le son familiares; que ha hecho circular las mayores calumnias contra
el infante don Sebastián, entre ellas la de que es gran maestro de
la masonería, acusándole de tener malas costumbres, en un folleto
publicado últimamente en Bayona.
Se dice que el malagueño don Diego Miguel García, el instrumento, el
alma negra de González Moreno, cuando el fusilamiento de Torrijos, ha
realizado su fortuna adquirida por depredaciones, y que la ha colocado
en Francia. Muchos otros, según se asegura, han hecho lo mismo. La
gente desea la paz; se espera con ansia una solución, sea la que sea,
pero que acabe la guerra.

LA LETRA V
La letra V era Martínez López, el folletista, que había escrito contra
María Cristina.
Me citó en el Café de la Nive, del muelle de la Galupèrie, un cafetín
obscuro y triste.
Martínez López era un hombre gordo, pesado, sucio, física y moralmente,
que había puesto su turbina en las aguas infectas de la política, y
que vivía muy ordenadamente y se ocupaba de cuestiones filológicas y
agrícolas.
Martínez López era el amigo de la Hidalgo; tenían los dos una casa con
jardín y con ciertas comodidades.
Su informe no tenía gran interés:
Don Vicente González Arnao y su secretario Pagés--dijo--se gastan
alegremente el dinero de la empresa de Muñagorri. El abate Miñano sigue
intrigando y cobrando de carlistas y liberales. Bayona es una jaula de
grillos, y hay una tal cantidad de odios y de mentiras en el ambiente,
que nadie puede distinguir ya lo que es cierto de lo que es falso. Todo
el mundo está deseando que se acabe la guerra de la manera que sea,
y el que dé una solución satisfactoria será recibido con los brazos
abiertos. La vida de los emigrados aquí es cada vez más difícil. Hay
mucha moneda falsa española, que dicen hacen los carlistas; se juega
mucho en las tertulias, y las tiendas ya no fían. El cónsul, Gamboa,
que es un hombre inepto, no se ocupa mas que de negocios mercantiles,
contratos, suministros y equipos para el Ejército, y trabaja para las
casas de Collado y de Lasala, de San Sebastián, que se están haciendo
millonarias.
Estos fueron los primeros informes que recibí y que envié a Aviraneta.


IV
VALDÉS DE LOS GATOS

UNOS días más tarde recibí una carta, fechada en París, de Manuel
Valdés, citándome para cenar el domingo siguiente en el Café de
Burdeos, café poco frecuentado, adonde iban, principalmente, militares
franceses.
Llegué a la hora de la cita al café indicado; el dueño me dijo que
me esperaban en el piso entresuelo; subí por una escalera de caracol
y entré en un comedor pequeño, empapelado de rojo, en donde había un
caballero. Era Valdés de los gatos.
--¿El señor Valdés?
--El mismo. ¿Usted es el señor Leguía?
--Para servirle.
Nos dimos la mano.
--¡Qué puntual!--me dijo Valdés.
--Es mi costumbre.
--No es una costumbre de español.
--Si no es costumbre de español hay que adoptarla.
--Siéntese usted. ¡Pero usted es muy joven!
--Sí; no soy viejo.
--Le felicito a usted.
--¿Por qué?
--Porque al darle la misión que le dan se ve que tienen confianza en
usted.
--No pienso ser mas que un amanuense. Contar lo que usted me diga.
Nos sentamos a la mesa.
--Vea usted el menú, a ver si le gusta--me dijo Valdés.
--Sí, seguramente; no soy un _gourmet_.
--¿No? ¡Qué error, mi querido! La cocina es el mayor manantial de
nuestros placeres.
--Por ahora tengo bastante apetito para contentarme con comer--le dije
yo.
Teníamos de cena langosta, pechugas de perdiz rellenas y _foie-gras_.
De vino, una botella de Sauterne y otra de Burdeos. Nos pusimos a cenar.
Valdés era un tipo alto, esbelto, afeitado, muy peripuesto. Tenía la
cara larga, delgada, fina, la nariz recta, la frente despejada, el pelo
blanco, pegado y planchado, los ojos cansados y sin brillo.
Era un elegante un tanto arruinado por la vida. Vestía levita azul
entallada, chaleco de terciopelo negro y pantalón con trabillas.
Un observador de minucias hubiera quizá notado, en pequeños detalles,
que nuestro _dandy_ no estaba en la opulencia.
El cuello, alto, limpio; la corbata, que le agarrotaba la garganta,
impecable; los puños, inmaculados, denotaban su pulcritud; pero la
levita y los pantalones, seguramente de buen sastre, se hallaban
rozados, y las polainas, a la inglesa, disimulaban que las botas no
eran nuevas.
Valdés tenía una ingenuidad de aventurero confinante con la del pillo,
muy graciosa. Era hombre acostumbrado a dar a entender que, si se
quería, se podía muy bien no darle a él importancia, pero que él tenía
sus ideas, que le parecían tan buenas como las de otro cualquiera.
--Yo siempre he sido liberal--me dijo--; pero, ¿qué quiere usted?; la
suerte y el haber consumido mi escasa fortuna me han obligado a adoptar
una actitud que, íntimamente, no es la mía. He tomado, hace poco, parte
en la expedición del conde de Negrí y he andado entre balas. ¿Usted ha
presenciado alguna batalla?
--Sí.
--¿No le ha dado a usted la impresión de una cosa ridícula?
--En absoluto.
Valdés me contó, concisamente, algunos detalles de las acciones en que
había intervenido.
Después de cenar y tomar café comenzamos a pensar en el informe.
--No creo que le pueda decir a usted nada nuevo, pero en fin, le daré
mi opinión--me dijo Valdés--. Don Carlos, aunque probablemente no
es hermano de Fernando VII mas que de madre, tiene condiciones muy
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