El amor, el dandysmo y la intriga - 11

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parecidas a él: es astuto, desagradecido, egoísta; se puede decir de
él lo que de Fernando dijo un escritor francés: «Corazón de tigre y
cabeza de mula». Don Carlos, como casi todos los Borbones, tiene la
inclinación por la intriga, el favoritismo y la bajeza. Es verdad que
ha odiado a Zumalacárregui, como odia a Maroto, a Cabrera y a todos los
hombres fuertes, exaltados y valientes.
--Es decir, que es un miserable.
--Si a mí me gustaran los epítetos fuertes, no me parecería mal
llamarle así.

EQUILIBRIO
CARLISTA
--Para mí, al menos--siguió diciendo Valdés, después de contarme
algunas anécdotas que ya conocía--hoy, los elementos importantes en
el carlismo son Maroto, Arias Teijeiro, el padre Cirilo y el cura
Echeverría. Cada cual tira por su lado; la fuerza de un grupo balancea
la del otro, y así se establece el equilibrio. El día que uno de
estos soportes del carlismo se quiebre, el equilibrio se perderá y
todo el tinglado se vendrá abajo. Maroto tiene la fuerza material,
pero no cuenta con la confianza del rey ni con los fanáticos; Arias
Teijeiro cuenta con el rey, pero no con el ejército; el padre Cirilo
es inteligente, intrigante, capaz de todo, pero su fuerza está en una
sacristía, en un palacio o en un salón, pero no en el campo; el cura
Echeverría tiene partidarios entusiastas en el pueblo, pero es tosco
y con él están solamente los brutos, como se ha llamado a sí mismo el
general Guergué.

LOS SOBORNABLES
Y LOS INSOBORNABLES
--De estos cuatro elementos--siguió diciendo Valdés--, Maroto es,
indudablemente, sobornable, no por dinero, el general es rico, sino
por orgullo y por rencor. Maroto es un matón y un soberbio, pero al
mismo tiempo es hábil y tenaz. Se la ha jugado a Cecilio Corpas, que es
flexible y viscoso como una anguila, y al padre Cirilo, que es de la
misma especie de animal de sangre fría. Maroto es muy cuco, y si puede
pasar al ejército cristino de capitán general, pasará, si es que el
cambio le parece suficientemente satisfactorio para su ambición.
--¿Usted tiene la seguridad de esto?--le pregunté yo.
--Toda la seguridad que se puede tener en una cuestión así.
--Porque la cosa es muy importante para el Gobierno.
--Importantísima. Sigo adelante. El padre Cirilo es más sobornable
todavía que Maroto. El señor arzobispo de Cuba no es hombre de
descampados y de breñales; es hombre de salón, de damas elegantes;
un Talleyrand de sacristía. A la primera ocasión, el padre Cirilo se
pasará a la monarquía liberal. Siempre muy católico, muy realista, sin
abjurar de sus ideas, hará el honor de cobrar al Estado constitucional
cincuenta o sesenta mil duros al año en cuanto le nombre arzobispo de
Sevilla o de Toledo. Respecto a Arias Teijeiro, aunque dicen que es
un danzante, no lo es tanto. Arias Teijeiro es el tipo del galleguito
listo: mucha memoria, mucha viveza, mucho desparpajo. Arias no es
sobornable, no es hombre que pueda ir, hoy al menos, a Madrid a
alternar con un Mendizábal, con un Argüelles o con un Alcalá Galiano.
Al cura Echeverría le pasa algo de lo mismo. Es un fanático, y un
fanático que, fuera de sus navarros, a quienes exalta con sus discursos
truculentos, no puede ser nada.
--De esto se deduce--le dije yo--que, según usted, hay dos grupos
sobornables y dos insobornables. El de Maroto y el del padre Cirilo,
sobornables; el de Teijeiro y el del cura Echeverría, insobornables.
--Eso es. Así que si el Gobierno de Madrid tiene fuerza y medios y buen
sentido para influír en el campo carlista, su política será bien clara;
consistirá en ayudar todo lo que pueda a Maroto y al padre Cirilo, y en
reventar con toda su fuerza a Arias Teijeiro y a Echeverría.
Después de escribir la minuta y de leérsela a Valdés, nos despedimos
los dos, muy amigos, y Valdés me invitó repetidas veces a que fuera
a París, donde me presentaría a sus relaciones del _faubourg_
Saint-Germain. El viejo _dandy_ me dió sus señas: en la rue
Saint-Honoré, donde vivía.


V
BERTACHE

BERTACHE, la letra Y, me citó con tres días de anticipación en una
taberna del puerto de Socoa, de San Juan de Luz, la taberna de la Bella
Marinera. Se presentaría vestido con blusa azul, boina, pañuelo rojo al
cuello y un bastón de tratante de ganado.
Fuí a San Juan de Luz, encontré la taberna, que tenía un ancla en la
puerta, y entré en ella y pedí de cenar.
Me trajeron unas sopas de ajo con huevos y una cazuela de merluza con
salsa verde, muy suculenta.
Siempre que como en una taberna platos regionales me parece encontrar
una relación estrecha entre el gusto y el color del guiso con el
paisaje material y espiritual. Un guisote de esos de marineros del
Mediterráneo con sus pimientos, sus tomates y su azafrán, está tan en
consonancia con el clima por su sabor, su color y su olor, como un
guiso con perejil con el Cantábrico; un plato de salchichería fría nos
recuerda la mitología germánica de Wagner, y el queso de Gruyère, con
sus agujeros, nos trae a la imaginación los abismos alpinos de Suiza.
No hablo ya de los productos naturales, porque esos no hay duda que
representan admirablemente el clima; los melocotones, las peras, las
uvas, las naranjas, los plátanos, dicen por su aspecto el paisaje de
donde vienen; pero aun los productos elaborados parece que saben algo
del clima de donde proceden. El aceite habla latín, y la manteca,
germano. El vino tiene todos los acentos: es ciceroniano en el Jerez
y en el Málaga, recuerda al Espíritu de las leyes en el Burdeos, y se
parece a una canción chispeante de café concierto parisiense en el
Champaña, por su espuma y su picor...
Estando en estas profundas reflexiones apareció Bertache, y le conocí
en seguida por su blusa azul, su boina, su pañuelo rojo y el bastón de
tratante. Venía con él su novia.
Me levanté para saludarles, y se sentaron a la mesa.
--¿Quieren ustedes cenar?--les pregunté.
--Hemos cenado ya--contestaron.
Bertache pidió una botella de Champaña. Dentro de mis ideas anteriores,
el pedir una botella de Champaña en la Bella Marinera era un absurdo;
debía de haber pedido una botella de sidra o de chacolí.
Mientras bebía, contemplé a Bertache. Era tipo de estatura mediana,
bien plantado, moreno, esbelto, de ojos claros, facciones serias y
tristes, y labios delgados. Usaba patilla corta y bigote pequeño.
Según las teorías frenológicas del abate Girovanna debía ser muy
valiente y tener grandes condiciones para la música y las matemáticas,
porque sus sienes eran muy abultadas.
Llevaba el pelo largo, y una boina grande de medio lado dejaba parte
de la cabellera rizada al descubierto. Tenía las manos finas y con
anillos. Por entre la abertura de la blusa se veía un chaleco bordado y
una gruesa cadena de plata, y colgando de ella, un sello con las armas
de los Arreches: un árbol con dos osos. Contemplando a aquel hombre, se
imponía la idea de que lo que decían de él era verdad: que era audaz,
atrevido, sanguinario, egoísta, rapaz, dispuesto a todo. Se sentía en
él al hombre felino, sin conciencia, para quien los deseos son los amos
absolutos de su espíritu.
Pedro Luis Arreche, alias Bertache, era oficial del 5.º de Navarra.
Procedía de Almandoz, un pueblo del valle del Baztán, en la subida de
la carretera de Irún a Pamplona, por el alto de Velate.
La casa de Bertache era casa importante en el pueblo: entonces vivían
la madre y tres hijos, dos varones y una hembra. Los dos Arreches
varones eran de la piel del diablo, malos, rencorosos y vengativos.
El subteniente Bertache, por los datos que adquirí de él, era un Don
Juan de aldea, ambicioso, cínico, atrevido, que había matado ya varios
hombres, entre ellos al brigadier Cabañas, por odio, por venganza y por
rabia.
Bertache, según la opinión de todos los que le conocían, era un tipo
sanguinario, para quien asesinar o robar no tenía gran importancia.

GABRIELA LA
RONCALESA
La muchacha que le acompañaba se llamaba Gabriela Sarriés, y la decían
Gabriela la Roncalesa. Era alta, huesuda, rubia, de un rubio de color
de panocha, con los ojos claros, las facciones un poco duras, el aire
enérgico e inteligente.
Gabriela era contrabandista; tenía una mula, que cargaba de género en
Francia, y que introducía en Guipúzcoa y en Navarra.
Gabriela solía hacer sus compras en casa de Iturri; y por Iturri,
Aviraneta se entendió con Gabriela, y luego, con Bertache.
Mientras bebimos, estuve yo contemplando a esta pareja, y Bertache
estudiándome a mí. Gabriela no separaba los ojos de su amante. Se veía
que estaba locamente enamorada de él.
Comprendí que Bertache sentía una gran antipatía por mí. Sin duda, me
consideraba como un joven rico, mimado por la fortuna.
Bertache era el mozo guapo del pueblo, acostumbrado a romerías y a
fiestas, a quien las mujeres adoran, y que va por la pendiente del
donjuanismo haciéndose cada vez más violento, más orgulloso y más
canalla. Un rival para él debía ser algo muy odioso.
Bertache era un hombre despistado, de poca penetración psicológica. Se
veía que le costaba trabajo el comprender la manera de pensar de los
demás. Yo le sorprendía. Sin duda, daba vueltas en su cabeza a la idea
de quién sería yo y qué importancia tendría.

¡DINERO! ¡DINERO!
Bertache me dijo desde el principio, ásperamente, que lo que se
necesitaba era dinero. Con dinero él era capaz de todo.
Me contó fríamente cómo habían asesinado al brigadier Cabañas, hijo del
ministro de la Guerra de Don Carlos, en un caserío llamado Saracoíz,
hacia Cirauqui, por órdenes del comandante Aguirre y del general García.
Lo habían matado entre el subteniente Urcáiz, los soldados Salaverri,
Santacilia, Nuin y él. Explicó cómo le dieron tres bayonetazos, le
tuvieron dos horas herido, le cortaron una mano y, por último, lo
tiraron a un arroyo próximo. Uno de los soldados se había quedado con
el reloj de Cabañas.
Me chocó que Bertache no intentara exculparse. Contaba el crimen como
si tal cosa. Después me explicó los antecedentes de la asonada que
habían conseguido provocar entre el teniente del 2.º de Guipúzcoa, José
Zabala, y otros sargentos y subtenientes, por la falta de pagas, en
la que gritaron las tropas: ¡Muera la Junta! ¡Mueran los hojalateros!
¡Abajo los castellanos!, y ¡Vengan nuestras pagas!
Don Carlos y su corte estuvieron a punto de caer en las garras de
la tropa amotinada, y si no ocurrió esto fué por haberse acobardado
algunos sargentos en el momento del conflicto.
--Y si le cogen ustedes a Don Carlos--le pregunté yo--, ¿qué hacen
ustedes con él?
--Le hubiéramos pegado cuatro tiros.
Bertache tenía odio por Don Carlos. En su naturaleza de felino, parecía
que el único sentimiento espontáneo era el odio.
A consecuencia del motín de las pagas de Estella y de la muerte del
brigadier Cabañas, Bertache y sus amigos estaban en entredicho, y
Maroto había mandado que se comenzase un proceso para aclarar estos
motines y muertes, aunque luego dispuso que se suspendieran las causas.
Bertache aparecía entre los intransigentes carlistas, y estaba entonces
en Almandoz con unos días de licencia.

LA TRAICIÓN
Y EL VALOR
Bertache era como un gato montés, como una alimaña.
Hay el lugar común general de identificar el tipo del traidor con el
del cobarde. La retórica corriente, que llama cobarde atentado al
atentado de un anarquista fiero y de un terrible valor, quiere que
traidor y cobarde sean sinónimos.
Estas son ilusiones del buen burgués, tranquilo, apacible, a quien
inciensa cotidianamente el periodista con sus adulaciones. Claro, es
lógico que haya algunos espías y traidores, cobardes y pusilánimes;
pero la mayoría son valientes y atrevidos. En cambio, en el buen
burgués, honrado, hasta cierto punto, y patriota, se da el caso del
tipo cobarde con muchísima más frecuencia.
El valor no es un resultado intelectual, ni moral, sino un caso de
fuerza nerviosa.
Bertache era de una fiereza y de un valor de tigre, de estos hombres de
cieno y de sangre que no tienen ninguna idea política, ni religiosa,
ni social, y que marchan dejando a su paso un rastro de violencia y de
crímenes.
A las diez de la noche, Bertache se levantó dispuesto a marcharse.
--¿Adónde va usted ahora?--le dije.
--Voy a Vera, donde dormiré un par de horas, y para el mediodía estaré
en Almandoz.
--¿Quiere usted que le lea lo que he escrito?
--No, ¿para qué? Mi última palabra es ésta: ¡dinero, dinero y dinero!
--¿Lo necesita usted inmediatamente?
--Sí.
Le di dos mil pesetas que llevaba en el bolsillo, y me firmó un recibo
con la inicial Y.
--Tendrán ustedes pronto noticias mías. Diga usted al Gobierno de
Madrid que si quiere emplear dinero, se hará todo..., si no, esto
seguirá no sabemos hasta cuándo.
Gabriela me indicó que antes de un mes estaría en Bayona de nuevo para
sus negocios, y que me avisaría por Iturri.
Bertache pagó la botella de Champaña y salió con su novia de la taberna
contoneándose, golpeando el suelo con el bastón.
Yo me marché a dormir a San Juan de Luz, y al día siguiente estaba en
Bayona.


VI
LA LETRA Z

POCO después de mi entrevista con Bertache me avisaron, por la casa
Artigues de Saint-Esprit, que el domingo me presentara en Ezpeleta, en
la taberna del Compás de Oro, donde podría verme a las seis de la tarde
con García Orejón, la letra Z. Me indicaban que preguntara al amo de la
taberna por el Picador.
Salí en el tílburi de Iturri, el domingo por la mañana, camino de
Ezpeleta. Estuve un momento en Cambo, a saludar a Stratford. Hacía un
día espléndido. Se veían los montes próximos muy azules; la peña de
Aya, Larrun, Mondarrain y, más a lo lejos, el pico de Ossau, todavía
con la cima nevada.
Stratford me convidó a almorzar con él; acepté, y después salí de Cambo
con el caballo al paso, camino de Ezpeleta, adonde llegué a eso de las
tres o tres y media.
La posada del Compás de Oro estaba en la calle principal de Ezpeleta,
a la salida, marchando de Bayona a San Juan Pie de Puerto. Tenía en el
piso bajo una taberna, con sus bancos y su mostrador de cinc, y a un
lado, el comedor, con una mesa larga, un armario y un reloj en la pared.
Dejé el coche en un patio y el caballo en la cuadra, y me senté.
Pedí una botella de sidra y llamé al tabernero, que se presentó en
seguida. Otharre, el amo del Compás de Oro, era un hombre grueso,
pesado, de nariz abultada y roja, boca de labios finos y ojos pequeños,
negros, llenos de malicia. Era un tipo que tenía una mirada burlona y
una sonrisa llena de ironía. Vestía como de domingo: camisa muy blanca,
blusa negra nueva, boina y alpargatas.
--¿Usted le conoce al Picador?--le pregunté.
--Sí.
--Pues va a venir aquí esta tarde a hablar conmigo. Así que, cuando
venga, diga usted que me avisen.
--Muy bien.
Mientras bebía mi botella de sidra estuve oyendo a dos aldeanos que
tenían un papel con una canción en diálogo, en vascuence, titulada el
_Amo y el criado_, y que se refería a la guerra carlista. La cantaban,
mientras otros campesinos que les oían se reían a carcajadas. En
la canción, el amo recibía en Burdeos a Fraschcu, su criado, y le
preguntaba noticias de Oyarzun, su pueblo. El criado le contestaba
contando miserias de la época, y el amo decía que los hombres que
habían desencadenado la guerra debían tener los demonios en el cuerpo,
fueran curas o frailes, y que era bastante mejor seguir la ley del
turco que no la fe que predicaban aquellas gentes.
Duc ascoz obia
Turcuen leguía,
Ez oyec predicatzen
Duten fedia.
Me hizo gracia la energía de la afirmación.
Cansado de estar quieto salí a la calle y estuve contemplando las
viejas casas vascas de Ezpeleta, con sus ventanas rojas y su entramado
de maderas, que trazan figuras de H y de V en las paredes blancas.
Me chocó que hubiese tanta gente en la calle, y luego me fijé en que
había colgaduras en los balcones.
--¿Qué pasa?--pregunté a unos aldeanos.
--Que viene el obispo de Bayona en visita pastoral.
--¿Cuándo?
--Ahora mismo acaba de llegar el coche.

LLEGA EL OBISPO
Esperé una media hora, y comenzó a pasar la comitiva que precedía
al obispo. Venían primero cuatro zapadores con morriones inmensos,
adornados con estampitas, delantales de cuero y hachas de cartón al
hombro; luego, cuatro trompetas y cuatro tambores; después, varios
jóvenes con boinas rojas, chaquetillas también rojas, pantalón blanco
y sable, y otros muchachos, jinetes en caballos pequeños, enarbolando
banderas blancas. Me pareció una manifestación realista.
Después venía el obispo, rodeado por la gente del pueblo, saludando y
echando bendiciones y dando a besar la mano, sobre todo a las señoras.
En el tropel vi a una mujer guapa, morena, que me llamó la atención.
--Yo conozco a esta señora--me dije--, pero ¿de qué? No recordaba.
Pensé que quizá la habría visto en Bayona. Fué toda la comitiva al
Ayuntamiento, una casa torre antigua colocada en un cerro y separada
del caserío del pueblo. El párroco leyó un discurso, y el obispo
contestó con una plática. Le estuve observando mientras hablaba. Le
conocía de casa de madama D'Aubignac, donde se manifestaba burlón y
mundano. Allí, en Ezpeleta, tomaba un aire místico, pero su actitud,
indudablemente, era una comedia.
Cuando concluyó su plática, la gente gritó: ¡Viva monseñor!; y el
público comenzó a agitarse y a dispersarse.

FERMINA LA NAVARRA
En aquel momento vi, de frente, a la señora morena que me llamó la
atención. Era la misma que había visto salir de Laguardia con Aviraneta
y que Zurbano hizo comparecer ante su presencia. Era Fermina la
Navarra, casada con Vargas.
Ella me reconoció también en seguida y me mostró disimuladamente a
un grupo de hombres que, por su aspecto, me parecieron españoles y
carlistas. Efectivamente; poco después advertí, entre ellos, a mi
vecino de hotel, el Murciélago. Como veía que me espiaban, me retiré a
la posada. Le pregunté al tabernero Otharre.
--¿Oiga usted: una señora morena española, de negro, vive aquí?
--Una guapa. ¿La señora de Vargas?
--Sí.
--Suele venir con frecuencia, pero no creo que vive en el pueblo. Es
carlista y conoce en Ezpeleta mucha gente.
--¿Por aquí habrá mucho carlista?
--Naturalmente. Van y vienen como usted.
El tabernero, sin duda, me había tomado por carlista.

EL PICADOR
A media tarde apareció García Orejón en la taberna del Compás de Oro,
en compañía de Otharre. Era un hombre alto, grueso, fornido, de unos
cuarenta años. Había sido picador de caballos; tenía la cara curtida,
amarillenta y marcada por las viruelas; las piernas, arqueadas.
Usaba bigote largo, negro y caído. Era un poco calvo; tenía los ojos
brillantes, la mirada obscura, de través, y los labios gruesos.
--Hablaremos por el camino--me dijo el Picador.
--Aparejaré el cochecillo que he traído e iremos en él.
--No; no me conviene que nos vean juntos. Yo iré por esta carretera, a
pie, y usted me recoge al paso. Si no tiene usted prisa, me lleva usted
hasta Añoa.
--Muy bien.
Lo hice así, y salí del pueblo por el otro extremo de donde había
entrado. Encontré a poco a Orejón, que montó en el tílburi, y fuimos
despacio.
El Picador no me dijo, naturalmente, nada nuevo; pero me dió más
detalles de las cuestiones. Me habló de la lucha envenenada entre
Maroto y Arias Teijeiro, del odio de Guergué y de García contra Maroto,
que ya no se velaba, y de la actitud levantisca de muchos oficiales
y sargentos partidarios de los presos de Arciniega. El fusilamiento
del capitán don Felipe de Urra, amigo de los presos, ordenado por Don
Carlos, después del primer motín de Estella, había exasperado a muchos
carlistas.
Orejón me aseguró que el ejército estaba inquieto, hambriento, sin
cobrar una paga.
--Con poco dinero--dijo--sería fácil provocar disturbios e
insurrecciones: siempre pidiendo las pagas.
--¿Qué dinero necesita usted para empezar?
--Unos tres mil duros.
--Se le girarán cuanto antes.
--No sé--añadió--si podré ir inmediatamente a Estella, porque me han
denunciado a Maroto como uno de los cómplices del último motín militar
y como partidario de la abdicación de Don Carlos y de la proclamación
de su primogénito. He estado unos días escondido en una casa del
Roncal. Me enteraré. Si no puedo ir yo en seguida, mandaré a una mujer.
--Yo conozco a una roncalesa de mucho brío.
--Será la misma, Gabriela.
--Sí.
--Me entenderé con Bertache, Zabala y con otros. Le escribiré a usted
lo que haga con tinta simpática.
--Muy bien.
--Diga usted que me sigan mandando el dinero por conducto del cura de
Sara.
--Lo diré.
Luego hablamos de otras cosas.
García Orejón estaba enredado con una mujerona de Burdeos que había
sido cocinera. Orejón era hombre de gustos pacíficos. Su ideal
consistía en construír una casita en Francia, en una aldea; en España
tenía miedo de la venganza de algún carlista; soñaba con hacer una vida
tranquila, comer bien e ir a pasear por el campo y a pescar en el río,
como un buen burgués retirado.


VII
LAS BACANTES VASCAS DE AÑOA

LLEGAMOS a Añoa, entramos en un café, titulado A la Cita de los
Cazadores; saqué yo papel y pluma y me puse a escribir el informe.
Cuando lo concluí entregué la minuta a Orejón, quien se puso unos
anteojos y la leyó muy atentamente. Hizo algunas observaciones y dió su
beneplácito. Inmediatamente se levantó; dijo que tenía prisa. Antes de
salir del café miró a derecha e izquierda, y cerciorado de que nadie
le seguía, se marchó a la carrera, y desapareció en la penumbra del
crepúsculo.
Me dejó la impresión de hombre obscuro, misterioso, hundido en el
fango: un hombre de pesadilla.
Iba a montar en el cochecito para volver a Bayona, cuando vi venir por
la calle del pueblo una cabalgata de diez a doce hombres vestidos de
mujer, montados en burros, adornados de vejigas y de cencerros, al son
de un tambor y de un pito.
--¿Qué pasa?--le pregunté al mozo del café.
--Nada; una tontería. Que van a hacer una cencerrada, un charivari,
dedicado a un español.
--A un español, ¿y por qué?
--Ha habido aquí un ex oficial carlista que se casó con una muchacha
del pueblo y se llevó la cuñada a su casa, y al cabo del año ha
resultado que la cuñada ha quedado embarazada, y la mujer, dicen que,
de rabia, le ha pegado al marido. Para celebrar esto han inventado este
charivari.
--¿Y está aquí el español?
--No; se ha ido. Estas cosas están prohibidas por la policía, pero como
los gendarmes se han marchado a Ezpeleta, los del pueblo se aprovechan.

LAS BASA-ANDRIAC
La función se celebró en un escenario improvisado en un gran portal. En
medio, en unos bancos, se colocaron los hombres vestidos de mujer, que
representaban las _Basa-andriac_ (mujeres del bosque) que tenían que
juzgar el caso.
Estas _Basa-andriac_ eran tipos grotescos, tipos de borrachos del
pueblo, con caras maliciosas y ojos burlones. Llevaban faldas, enaguas,
pañuelos en la cabeza, y estaban armados de escobas.
Al lado de estas damas estaban sus maridos, vestidos de pieles y con
sus correspondientes cuernos.
El mozo del café me indicó, entre las _Basa-andriac_, el barbero del
pueblo, el alpargatero, el sacristán, el que hacía las chisteras para
jugar a la pelota, y el zapatero. La obra que se iba a tener el honor
de representar era del sacristán Dominique Elissalde de Elissagaray, en
colaboración con el barbero Juan Pedro de Irumberry.
Irumberry tenía fama de ingenioso desde que mandó pintar la muestra de
su barbería. Esta muestra representaba un hombre a punto de ahogarse, a
quien otro socorría y sujetaba por el pelo; pero el salvador agarraba
de unos pelos falsos al que estaba a punto de ahogarse, y no le
salvaba, porque el hombre llevaba peluca. Debajo de esta pintura estaba
escrita la leyenda: «Al inconveniente de las pelucas». Algunos decían
que Irumberry no era original y que había copiado su muestra.
El presidente de las _Basa-andriac_ hizo sonar un cencerro, y gritó:
--Se abre la sesión; que entre el procesado.
Entonces pasaron al escenario dos abogadas, con togas de percal negro;
dos gendarmes, el español, su mujer y su cuñada, todos terriblemente
caricaturizados. El español, que se llamaba nada menos que el señor
Garbanzón, tenía una cara estilo Zumalacárregui: patillas negras,
entrecejo sombrío, un tricornio de papel en la cabeza y una espada de
madera.
El señor Garbanzón miraba a derecha e izquierda de una manera
siniestra, apoyándose en la espada, y decía a cada paso:
--¡Mil rayos! ¡Mil bombas! ¡Mil truenos! ¡Por el vientre del Papa! ¡Le
voy a comer a uno los hígados!
El que hacía de esposa del señor Garbanzón era un hombre muy alto, muy
flaco, con una peluca y un lazo de color de rosa en la cabeza; y la
que hacía de su cuñada era un hombre bajito, vestido con falda corta,
con el pecho lleno de trapos, y el trasero lo mismo, y un muñeco, al
que cantaba y hacía como que daba de mamar. Comenzó el juicio con
el interrogatorio del acusado. El señor Garbanzón contestaba a las
preguntas con aire de malhumor.
--¡Levántese el procesado! ¿Cómo se llama usted?--le preguntó la
presidenta.
--¡Mil rayos! ¡Mil bombas! ¡Mil truenos! ¡Por Satanás! Me llamo don
Pepito Garbanzón de los Prados.
--¿Qué profesión tiene usted?
--¡Rayos y centellas! ¡Por los cuernos de Lucifer! Soy oficial del
ejército de Su Majestad Católica Don Carlos de Borbón (aquí saludó con
el sombrero de papel), rey legítimo de Castilla, de León, de Aragón, de
las dos Sicilias, de Jerusalén...
--Bueno, bueno.
--De Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia...
--Ya, ya, comprendido.
--De Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba...
--Bien. Bien.
--De Córcega, de Murcia, de los Algarbes, de Algeciras...
--¡Basta! ¡Basta!
--De Gibraltar, duque de Atenas y de Neopatria; conde de Barcelona,
señor de Vizcaya...
--¡Socorro! ¡Socorro!--gritó la presidenta--. Ponedle, como a las
barricas de sidra, un tapón de barro.
Le taparon la boca, y el señor Garbanzón siguió mascullando su retahíla
hasta que la acabó.
--Está bien, don Pepito--le preguntó la presidenta--; y ahora, aquí, en
confianza, ¿usted por qué abandonaba a su mujer e iba a la cama de su
cuñada?
--¡Mil rayos! ¡Mil terremotos! ¡Por el ombligo de Buda! Mi cuñada es
más gordita; en cambio, mi mujer no tiene nada.
--¡Que no tengo nada!--gritó el que hacía de mujer propia--. ¡Cochino!
¡Cerdo! ¡Que no tengo nada!--y mostró un pecho negro y peludo--. ¿Qué
es esto entonces?
--Eso es una piel de oso.
--En cambio, ésta está más gordita--dijo don Pepito.
La cuñada se levantó del banco con su muñeco en brazos y mostró su
pecho, enorme, lleno de trapos, y su trasero, igualmente enorme, y dió
una vuelta de bailarina.
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