El amor, el dandysmo y la intriga - 13

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la carretera, de noche, llegaríamos a Zumaya. Cuando se enteraran los
carlistas del suceso, estaríamos embarcados.
--Hay que pensar todas las eventualidades. Si, por ejemplo, mientras
ustedes se encontraban en Azcoitia venía una galerna que impedía que
las lanchas de desembarco de los ingleses estuvieran a punto para
recogerles, o aparecieran, por casualidad, tropas carlistas que les
cortaran el paso a Zumaya, ¿qué harían ustedes?, ¿se verían perdidos?
--No, ¡ca! Iríamos hacia el monte Gárate y nos refugiaríamos en el
castillo de Guetaria. Si nos cerraban el paso para Guetaria, nos
dispersaríamos, deshaciéndonos de las caballerías, e iríamos a Zarauz.
--Y con los prisioneros, ¿qué harían ustedes?
--Lo que nos mandaran: soltarlos o pegarles un tiro.
Aviraneta contempló atentamente a Elorrio.
--Yo creo que sería mejor pegarles un tiro.
--Yo, también--dijo Elorrio.
--Así, que en la parte de empresa que a usted le corresponde, y que es
la más importante, ¿estamos de acuerdo?
--Completamente.
--Ahora nos falta que el comodoro inglés dé su visto bueno al plan. Se
le avisará a usted.
Elorrio se despidió de nosotros dos, y se marchó.
Ahora, al cabo de más de medio siglo, lo recuerdo como si lo estuviera
viendo, y, al recordarlo, pienso también en el pobre Muñagorri.
Cuando en 1841 se sublevó en Pamplona el general O'Donnell contra
la Regencia de Espartero, Muñagorri salió de Bayona para Pamplona a
reunirse con el general sublevado, siempre con su plan favorito de Paz
y Fueros.
Elorrio, que por entonces era teniente y esparterista rabioso, cogió
a Muñagorri el 14 de octubre en la ferrería de Zumarrista y lo fusiló
inmediatamente.
Elorrio tampoco acabó bien; después de la guerra le nombraron oficial
de carabineros, y como era un impulsivo y un alcohólico, hizo mil
absurdos; le echaron del Cuerpo por meter contrabando, fué después jefe
de una partida de contrabandistas, y un compañero le dió una puñalada.


XII
EL PLAN ESCRITO

A los tres días de la visita del sargento Elorrio me escribió Aviraneta
dándome noticias. Alzate había enviado unos confidentes sagaces a
Azcoitia.
En la villa guipuzcoana no había alrededor del Pretendiente, de su
mujer y de su hijo mas que una corte de ministros y empleados, frailes
y oficiales hojalateros de poco cuidado. Añadía que Alzate le indicaba
que fuera a San Sebastián a ponerse de acuerdo con ellos y a visitar a
lord John Hay. Don Eugenio no podía ir. Vidaurreta le había dicho que
si entraba en España le prenderían.
No tenía más remedio que delegar la misión en mí. Fuí al día siguiente
a ver a Aviraneta, y me dió unas cuartillas con el plan, y me hizo
algunas observaciones.
--Si el comodoro dice que sí, avísame en seguida. Temo un poco de
Elorrio y de sus chapelgorris. No sé si serán lo suficientemente
violentos. El guipuzcoano no es cruel y se deja convencer con facilidad.
--Primero, veamos si el comodoro acepta--dije yo.
--Tienes razón.
Marché a casa y leí el plan; decía así:
«Teniendo yo, como tengo, la convicción de que es fácil apoderarse del
Pretendiente mientras se encuentra en Azcoitia, pues no dispone allí de
tropas que le defiendan, he ideado este proyecto.
Se pondrán de acuerdo lord John Hay, el general don Gaspar de Jáuregui
y el jefe político de la provincia, don Eustasio Amilibia, para
concertar el mejor modo de poner en ejecución el plan.
Estará listo un cuerpo de chapelgorris de doscientos hombres en
Rentería o Lezo, dispuesto a embarcar a la primera orden, y cincuenta
soldados escogidos entre los chapelgorris por el sargento Elorrio.
Lord John Hay tendrá preparados dos vapores y un aviso en el puerto de
Pasages.
Se escogerá una noche obscura, a ser posible lluviosa; se embarcarán
los doscientos cincuenta hombres a bordo de los vapores. De antemano
se llevarán, en cajones cerrados y en los mismos vapores, cincuenta y
una levitas cortas, iguales a las que usan los chapelchuris, o sean los
soldados carlistas del quinto batallón de Guipúzcoa; cincuenta y una
boinas blancas, ciento dos pistolas y cincuenta y un puñales.
Levadas anclas, de cinco a seis de la tarde, tomarán los vapores rumbo
a alta mar para despistar a los curiosos, si los hay; y después se
dirigirán a Zumaya. A la misma hora de zarpar los vapores saldrán tres
o cuatro trincaduras, al mando de uno de los comandantes del general
Jáuregui, con destino a Guetaria. El comandante será portador de un
pliego cerrado para el jefe de la fortaleza, y en el pliego se le
recomendará a éste que se halle preparado, por si los expedicionarios
tuvieran que acogerse a Guetaria.
Ya en el mar la expedición, los cincuenta soldados y el sargento
Elorrio abrirán los cajones y sacarán las levitas iguales a las de los
chapelchuris, y las boinas blancas, y se pondrán los nuevos trajes,
y se armarán. Llevarán en el morral una cantimplora con aguardiente,
media libra de salchichón y un pan de dos libras.
Los vapores deberán estar hacia las ocho de la noche delante de la
punta de Izustarri, entre Guetaria y Zumaya. Desembarcarán, primero,
el sargento Elorrio con sus cincuenta hombres, y al momento marcharán
camino de Azcoitia, sin pasar por ningún pueblo ni tocar en ningún
caserío. Después desembarcarán los doscientos hombres y vigilarán la
costa, la punta de Izustarri, la de Arrauna y la playa de Santiago,
hasta la desembocadura del Urola, prendiendo a todo el que pueda darse
cuenta de la novedad.
Las lanchas permanecerán a poca distancia de tierra.
El sargento Elorrio y sus compañeros estarán en Azcoitia de diez y
media a once de la noche, lo más tarde; no preguntarán nada a nadie.
Deben emplear, lo más, una hora en la prisión del Pretendiente y su
hijo. A las dos o dos y media de la mañana estarán de regreso. Cuando
se encuentren a media legua del sitio del desembarco echarán tres
cohetes en dirección a la playa de Santiago, con tres minutos de
intervalo. Al cuarto de legua, otros tres.
Los chapelgorris contestarán a esta señal con cinco cohetes, para
indicar que la playa está franca.
Los expedicionarios llevarán con ellos dos paquetes de cohetes: uno
para el sargento Elorrio, que lo esconderá en el camino, para recogerlo
a su regreso, y al aproximarse a Zumaya, de vuelta de la expedición,
servirse de los cohetes anunciando su llegada; el otro lo guardarán los
otros chapelgorris para contestar a sus compañeros indicándoles que
pueden avanzar hacia la punta de Izustarri y la playa de Santiago, sin
temor.
En seguida empezará el embarque en los vapores.
El general Jáuregui, para entonces, tendrá extendidos dos partes:
uno para el ministro de la Guerra, el otro para el general en jefe
del ejército de la Reina, contando el hecho y notificándoles que
el Pretendiente se halla a bordo de un barco inglés y que va a ser
conducido a San Sebastián.
Los vapores regresarán con rumbo a Pasages. Al cruzar por las aguas de
Guetaria, el general Jáuregui avisará al jefe de las trincaduras el
haberse realizado la expedición.
Llegado a la vista de San Sebastián se desembarcará al Pretendiente y a
su hijo, con la escolta correspondiente.
En el inesperado caso de que el sargento Elorrio y sus compañeros de
expedición no pudieran regresar a Zumaya a la hora convenida, y que
para las cinco de la mañana no se hubiesen presentado, los doscientos
chapelgorris se apoderarán del pueblo, sin permitir que ningún vecino
salga de la villa, ni por tierra ni por mar, y vigilarán todas las
embarcaciones del puerto, como quechemarines, lanchas y botes.
Permanecerán en el puerto hasta las diez de la mañana, en espera del
sargento Elorrio y sus compañeros, y si no hubiesen llegado para esta
hora, se embarcarán en los vapores ingleses e irán por cerca de la
costa, despacio, por las aguas de Guetaria y Zarauz, para ver si pueden
distinguir a sus compañeros. De ser posible, lord John Hay y el general
Jáuregui dirigirán personalmente la expedición.--Bayona, enero de
1839.--_Eugenio de Aviraneta._»
El proyecto me pareció muy bien; únicamente encontré que era un poco
demasiado seco al hablar del comodoro inglés y del general Jáuregui, y
que ordenaba de una manera un tanto napoleónica. Así que añadí algunas
fórmulas de cortesía y metí, por aquí y por allá, algunos excelentísimo
señor.
Al día siguiente salí de Bayona y llegué a San Sebastián. Me presenté
a don Lorenzo Alzate, y éste avisó al jefe político y al general
Jáuregui. Les leí el plan de Aviraneta, y se decidió que Jáuregui,
Amilibia y yo fuéramos a Pasages a visitar al comodoro.

LORD JOHN HAY
Marchamos los tres, en coche, a Pasages, y nos embarcamos en una
lancha, conducida por una batelera, una chica joven y fuerte. Jáuregui
le hizo algunas preguntas en broma, y ella contestó con gracia y
desgarro.
La batelera nos llevó al costado de una hermosa fragata inglesa;
subimos la escala del barco y llegamos sobre cubierta.
Se nos presentó el oficial de guardia, al que expliqué, en inglés,
quiénes éramos y a lo que íbamos; el oficial nos pasó a un camarote muy
elegante, y hubo allí grandes saludos y ceremoniosas presentaciones.
En esto llegó un tal Queille, comerciante de San Sebastián, que era
el intérprete de lord John. Queille quiso enterarse del asunto que
traíamos; pero yo le dije que sólo a lord John Hay le hablaríamos, y
que si el comodoro consideraba necesario que estuviera su intérprete
delante, que entonces sería otra cosa.
Queille dijo que lord John no tenía secretos para él.
--No digo que no, pero nuestro encargo se limita a hablar al
comandante, y sólo a él hablaremos--le dije.
Vino lord John y le saludamos. El comodoro conocía a Jáuregui. Yo
le expliqué, en mi mal inglés, que el proyecto que traíamos era muy
reservado y que preferíamos leérselo a él solo.
--Bueno, muy bien. El castellano hablado no lo entiendo siempre, pero
escrito, sí.
Le leí el proyecto, y luego le di las cuartillas; me hizo varias
preguntas en inglés, que yo contesté, y añadí algunas explicaciones
sobre lo que había dicho Elorrio acerca de la posibilidad de llevar a
cabo el plan pensado por Aviraneta.
Lord John Hay era hombre de buena pasta, un tanto vanidoso, y a quien
le había entrado la obsesión de hacer un papel trascendental en la
historia de España.
Era un hombre sin tipo y sin carácter, un inglés de los muchos
que produce el troquel de la Gran Bretaña, correctos, tranquilos
e insignificantes. Lord John Hay hablaba demasiado, porque creía
que hablaba bien; quería ser maquiavélico y le gustaba provocar la
expectación rodeándose de misterio; pero, en general, se engañaba, y
entendía las cosas despacio, cuando no las entendía al revés.
Era hombre, en el fondo, cándido y de buena fe.
Se había engañado con Muñagorri, creyéndole capaz de grandes cosas, y
le molestaba su fracaso como algo propio.
Después de pensar algún rato el comodoro, dijo:
--Estoy convencido, como ustedes, de que este plan está muy bien
pensado y de que su realización es relativamente fácil, pero tengo
que estudiarlo detenidamente. Así que creo que lo mejor que podemos
hacer es que ustedes vuelvan por la tarde, después de comer, a hablar
conmigo. Yo les convidaría a comer en el barco; pero ahora tenemos un
cocinero muy malo y no quiero desacreditarme.

NEGATIVA
Bajamos del barco inglés y fuimos en la lancha a Pasages de San Pedro,
donde comimos.
La dilación del lord me dió a mí mala espina, y dije a mis compañeros
que no creía que el marino inglés aceptara el proyecto.
Desde la fonda, que tenía una galería que daba al mar, vi con los
gemelos a Queille, el intérprete, que bajó del barco y tomó un bote, y
una hora después advertimos que volvía con el coronel Colquhoun y con
otro, para mí desconocido, a la fragata inglesa. Todas estas idas y
venidas me daban poca confianza.
Volvimos a las cuatro al barco y pasamos a la cámara del lord.
--Sigo--nos dijo el comodoro--pensando que el proyecto que ustedes me
han traído está muy bien pensado y es factible, pero yo no voy a poder
patrocinarlo.
--¿Podemos saber por qué?--le pregunté yo.
--Porque yo no puedo ser más español que los españoles, ni más cristino
que los cristinos. He favorecido la empresa de Muñagorri pensando que
hacía un beneficio a la causa de la Reina, y el general O'Donnell y
el cónsul de Bayona se han quejado, y han hecho todo lo posible para
que la empresa de Paz y Fueros no tenga el menor éxito. Los generales
españoles son como el perro del hortelano.
Les traduje a Jáuregui y a Amilibia lo que decía el lord.
--Hay que reconocer--dijo Jáuregui--que el pensamiento de Muñagorri era
más obscuro y más vago que lo que le proponemos a usted.
--¡Si el proyecto me parece magnífico!--exclamó el lord--. Si usted,
Jáuregui, fuera el comandante general de la provincia, no tendría
usted mas que fijar el día para que las fuerzas navales de su Graciosa
Majestad saliesen para Zumaya; pero el comandante es el brigadier
Araoz, y mi Gobierno me ha mandado varias veces que no obre mas que
en colaboración con las autoridades españolas. Si ustedes traen el
consentimiento de Araoz, inmediatamente salimos.
Se pensó en visitar al brigadier Araoz, pero no teníamos atribuciones
de Aviraneta, y decidimos, primero, consultar con éste.
Lord John me ofreció una escampavía de la marina real inglesa para ir a
San Juan de Luz, y fuí, hecho un personaje, acompañado de un oficial, a
desembarcar en Socoa.
De allí mandé una carta a Aviraneta contándole lo ocurrido y diciéndole
que esperaba sus órdenes.
Al día siguiente recibí la contestación:
«El proyecto hay que darlo por muerto--me decía--. Con la burocracia
del Ejército sería un fracaso ridículo. Los militares quieren acabar
la guerra con batallas, y no pueden; pero, a pesar de ello, el pensar
en otro sistema para traer la paz les irrita. Consideran que es el
reconocimiento de su impotencia. Hoy mismo le he escrito al ministro lo
que pasa, y por qué no se ha podido realizar mi plan. Otra cosa, aunque
no tiene gran importancia: si no te viene mal, vete a ver el campamento
de Muñagorri, próximo a Endarlaza, a ver qué es eso.»


XIII
DE BIRIATU A ERLAIZ

VOLVÍ a Hendaya, y me dijeron allá que la gente de Muñagorri estaba
acampada en un grupo de casas llamado Lastaola, del camino de Irún a
Vera, y que los carlistas vigilaban de cerca a los muñagorrianos.
Me aseguraron que para comunicarse con ellos lo mejor era ir por la
orilla del Bidasoa, hasta enfrente de Lastaola.

LASTAOLA
Conocía yo el camino perfectamente; fuí de Hendaya a Behovia francesa,
y de Behovia, por la orilla del río, pasando por debajo de Biriatu,
hasta llegar frente por frente de la vieja casa de Lastaola.
Al acercarme a este sitio vi unas barcas en el río y un cable fijo que
iba de un lado a otro del Bidasoa.
Me encontré allí con una muchacha joven que discutía con el barquero
porque quería cruzar a la otra orilla.
--¿Es que no se puede pasar?--le pregunté yo al barquero.
--No.
--¿Por qué? ¿No está Muñagorri?
--No.
--¿Está Altuna?
--Tampoco.
--¿Quién está?
--El capitán Jauariz.
--Bueno. No le conozco; pero le hablaré.
Le di dos pesetas al barquero y entré en la barca. La muchacha entró
conmigo. Entonces la reconocí. Era Pepita Haramboure, la chica de la
tienda de Sara, a quien había conocido por Cazalet.
--¿Usted también viene al campamento de Muñagorri?--le pregunté.
--Sí.
La chica me dijo que era novia de uno de los soldados de Muñagorri, un
muchacho francés, de Biriatu, a quien había conocido en Sara.
Era Pepita una chica bonita, de ojos negros; hablaba vascuence, con
gracia, y tenía, al hablar, como un sobrealiento muy característico de
su pueblo. Me dijo que llevaba ropa para su novio.
Pasamos la chica y yo a la orilla española, y saltamos a tierra.
Había entre el río y el fuerte de los muñagorrianos una distancia de
trescientos o cuatrocientos metros de campos de maíz, con cañaverales,
que servían para esconderse los contrabandistas, pues el sitio era
estratégico para el contrabando.
Fuimos andando hasta llegar a Lastaola. Esta era una casa vieja,
probablemente una antigua ferrería, con muy pocas ventanas.
Tenía en los alrededores una explanada fortificada, con una muralla de
palos y tierra; ocho tiendas de campaña y dos piezas de artillería.
El centinela nos dió el alto e hizo llamar al oficial de guardia, el
capitán Jauariz, a quien expliqué yo el objeto de mi visita y el de la
muchacha. El oficial nos recibió de malhumor y me dijo que nos iba a
detener.
--Bueno; haga usted lo que quiera.
--Aquí están viniendo a cada paso agentes para provocar la deserción de
nuestros soldados.
Yo le dije que era amigo de Muñagorri y de Altuna y partidario de la
empresa de Paz y Fueros. El hombre no se convencía, cuando vino el
capitán Brunet, que mandaba los muñagorrianos que estaban acampados en
las inmediaciones de Lastaola, y me dió la razón.
--¿Qué quería usted?--me preguntó.
--Quería visitar las obras de la defensa y dar informe al Gobierno.
--Pues vea usted lo que se ha hecho aquí, y luego pide usted un caballo
y sube usted al fuerte de Pago-gaña.
Curioseé por los alrededores de Lastaola, y me chocó que el campamento
estuviera tan abandonado. Aquello no tenía aire militar ninguno. Los
soldados charlaban y jugaban a las cartas; los centinelas fumaban.

PAGO-GAÑA
Tomé algunas notas, y al soldado que me había indicado el capitán
Brunet le pedí el caballo. Lo trajo.
--¿Por dónde se sube a ese fuerte de Pago-gaña?--le pregunté.
--Por ahí, por esa regata que se llama de Charodi.
--¿No me puede acompañar nadie?
--Yo, por lo menos, no.
La chica de Sara se enteró de que su novio estaba en el alto de
Pago-gaña, y vino conmigo.
Montamos a caballo; ella, a la grupa; comenzamos a subir el monte por
un sendero estrecho, hasta llegar, a la media hora, a una explanada con
un caserío. Vimos a una mujer y a un muchacho, que al vernos echaron a
correr.
--¿Cómo se llama este sitio?--les pregunté.
--Erlaiz.
--¿Dónde está ese fuerte Pago-gaña?
--Ahí arriba.
Nos habíamos desviado un poco, y teníamos el fuerte encima. Hablamos
la mujer y yo de los muñagorrianos, a quien ella tenía por unos
holgazanes, y nos mostró cerca del caserío, como la única curiosidad
del lugar, una piedra antigua, llena de musgo, con este letrero:
DESDE AQUÍ, LA DESERCIÓN
TIENE PENA DE LA VIDA
Le di al muchacho unas monedas para que nos acompañara al fuerte.
El fuerte era muy sólido; tenía la figura de un polígono de muchos
lados, y dentro de su perímetro había un almacén de pólvora, un gran
barracón de madera y varias tiendas de campaña.
Habían trabajado en esta obra los zapadores ingleses, bajo la dirección
del coronel Colquhoun y del comandante Vicars, de los Ingenieros
Reales. En las paredes se veían escritos muchos nombres ingleses.
La pequeña guarnición del fuerte tenía el mismo aire de indisciplina
que la de Lastaola. Había muchos visitantes, que andaban por el fuerte
mirándolo todo. Llegaban, sin duda, del lado de Irún mujeres y hombres
a ver a sus hijos, maridos y hermanos, que estaban allí acampados, y
hablaban y revolvían como si estuvieran en su casa. Se veía claramente
que la empresa de Muñagorri marchaba mal. Pepita la de Sara encontró a
su novio, que era un jovencito con aire de niño, y estuvo hablando con
él.
Yo, cuando me cansé de andar arriba y abajo, le avisé a la muchacha que
iba a bajar, y se reunieron conmigo la Pepita y su novio.
Como me pareció que bajar a caballo desde el fuerte a la orilla del río
sería difícil y peligroso, marchamos a pie.
El novio de la Pepita nos acompañó un rato.
Pepita me contó que su novio era hijo del sacristán de Biriatu, y había
sido seminarista. Sus hermanos eran contrabandistas y atrevidos, pero
a su novio le gustaban más los libros, cosa que le parecía absurda a
Pepita.
Al ir descendiendo sonó un tiro a lo lejos, entre las ramas; no sé si
de algún carlista o de algún cazador.
Llegamos a Lastaola, pasamos a la orilla francesa, y Pepita se fué a
Biriatu, y yo marché a Hendaya, donde comí en el hotel del Comercio.
Unos días después supimos que el Bidasoa había subido repentinamente y
que se llevó las tiendas del campamento de Muñagorri, dejándolo todo
inundado, los cañones en el fango y sin comunicaciones con Francia.
Un par de semanas después el capitán Jauariz, que tanto miedo tenía a
los que fomentaban la deserción, desertaba del campo de Muñagorri con
sus soldados y se pasaba a los carlistas de Vera, y éstos incendiaban
el campamento muñagorriano.
El antiguo escribano de Berastegui tenía mala suerte.


XIV
ROMPIMIENTO

AL pasar por San Juan de Luz fuí a visitar a doña Mercedes, la madre
de Corito, que me recibió muy secamente. Me dijo que Corito estaba
en Laguardia, que no salía porque no había seguridad en los caminos,
ocupados por los carlistas.
La muchacha deseaba venir a San Juan de Luz, pero ella, su madre, había
pensado trasladarse definitivamente a Madrid.
Doña Mercedes añadió con cierta energía que pensaba casar a su hija con
una persona seria, religiosa y de buenas costumbres.
--¿Y ella está de acuerdo con usted?--la dije yo emocionado.
--Completamente de acuerdo.
--Creo que tengo derecho a una explicación.
--¡Usted! ¡Derecho!
--¿Por qué no? Aunque yo tenga una posición modesta...
--Aquí no se trata de la modestia de su posición. Se trata de la vida
que está usted haciendo--me dijo doña Mercedes.
--¡Yo!
--Sí, tengo informes ciertos y fidedignos. Hace usted la vida de un
hombre vicioso, sin fe y sin conciencia. No quiero hablar.
--Es que me he metido en una clase de asuntos... Su amigo de usted, don
Eugenio...
--No sea usted mentiroso. No creo que Eugenio le haya aconsejado el
seducir muchachas y abandonarlas, ni el desunir matrimonios.
--¿Yo he hecho eso?
--Sí, y no me tiente usted la boca. Eugenio siempre ha sido un hombre
honrado. Habrá tenido ideas falsas en política y en religión, pero ha
sido un caballero.
--¿Y yo, no?
--Usted, no.
--Señora...
--Qué, ¿me va usted a desafiar; me va usted a mandar los padrinos?
--Me atropella usted.
--No; usted es el atropellador.
--No creo que haya que juzgar los hechos sin aclararlos.
--Los hechos están suficientemente aclarados, y, en su consecuencia,
le tengo que decir que no se acuerde usted para nada de mi hija, ni
la escriba usted tampoco, porque ella está enterada de todo y no le
contestará.
--Bueno. Está bien. Está bien--y me marché a la calle sin saber qué
decir.

ME VOY
Cuando vi a Aviraneta en Bayona le conté lo que me había pasado, y le
dije que para matar la pena iba a ir a París.
--¿Cuánto tiempo vas a estar allá?
--Un mes, si no hay algún asunto importante que me obligue a volver.
--¿Tanto?
--Sí.
--¿Qué presupuesto vas a hacer?
--Unos treinta francos al día; con el viaje, unos mil doscientos
francos. Llevaré dos mil; creo que tendré de sobra. Llevaba, por si
acaso, mil más.
--¿Adónde vas a ir a vivir?
--No sé. Veremos Valdés adónde me lleva.
--¿Vas con Valdés?
--Sí.
--Este te meterá en algún lío.
--¡Bah! No soy ningún niño.
--Bueno. Un consejo: reserva el dinero para la vuelta. Gástate el resto
del dinero en una semana o en un día, pero resérvate siempre el dinero
para la vuelta, porque es un poco ridículo tener que pedir para volver.
--¡Qué desconfianza tiene usted en mí!
--Es un consejo; tú síguelo, si quieres.


XV
EN EL "FAUBOURG" SAINT-GERMAIN

TOMÉ la diligencia, llegué a París y fuí a parar a una fonda bastante
cómoda de la calle Tournon, enfrente del antiguo palacio del mariscal
de l'Ancre, convertido en cuartel de gendarmería.
Inmediatamente me arreglé y marché a la casa de Valdés, en la calle de
Saint-Honoré. Lo encontré, al antiguo _dandy_, en la cama; esperé a que
se vistiera, y fuimos a almorzar al Rocher de Cancale, restaurante que
entonces tenía mucha fama.
--¿Tiene usted algo que hacer?--me preguntó Valdés.
--No.
--Pues entonces venga usted esta tarde a buscarme e iremos a algunas
casas del _faubourg_ Saint-Germain, donde le presentaré a usted.

GRANDEZAS
Después de dar un paseo por los bulevares tomé un coche, le recogí a
Valdés y fuimos a la calle de Babilonia, a casa del marqués de Fronsac.
Como Valdés era un cínico y sabía que un título venía muy bien en aquel
medio, me presentó como el barón de Leguía.
Según me dijo luego Valdés, tuve un éxito entre las damas; me habían
encontrado muy gentil; les había chocado que un joven español hablara
el francés tan correctamente.
Una de las mujeres que me produjo un gran entusiasmo fué una marquesa
austriaca, la marquesa Radensky. Era una mujer encantadora. Tenía unos
ojos azules brillantes y una dentadura que mostraba, al sonreír, como
una ráfaga de nieve.
Esta marquesa me dijo que fuera a visitarla, aunque no tenía una buena
casa.
Valdés, luego, me indicó que estaba separada del marido y sostenida por
un banquero de Viena, que vivía en París.
Salimos Valdés y yo del hotel y fuimos a un pequeño restaurante de la
calle del Bac, donde comimos muy bien.
--¿Usted piensa ir al teatro?--me dijo Valdés.
--Yo, no. No tengo dinero para grandes gastos.
--Sí, vale más reservarse. ¿Me puede usted prestar dos luises?
--Sí.
Se los presté, y hablamos de la marquesa Radensky. Valdés me dijo que
si quería hacerla la corte le enviara un ramo de flores con mi tarjeta.
Nos despedimos Valdés y yo y nos citamos para el día siguiente, a la
hora de comer, en el restaurante de la calle del Bac.
Cuando me encontré en mi cuarto y se me fué un poco la sensación de las
grandezas y pensé en si el primer día habría sobrepasado mi presupuesto
de treinta francos diarios, vi que había gastado entre las comidas, el
coche y el préstamo a Valdés, más de cien francos, sin contar el hotel.
Me quedé un tanto asombrado.
--Tenía razón don Eugenio: hay que separar el dinero para el viaje y
cien francos más, y darlo como si no existiera.
Efectivamente; envolví unos billetes en un papel, los metí en el
bolsillo interior de una chaqueta y cerré el bolsillo con dos alfileres.
Al día siguiente envié un ramo de flores a la marquesa austriaca y fuí
con Valdés a otras casas del _faubourg_ Saint-Germain.
Pasado el primer momento de entusiasmo, empecé a pensar que este
barrio aristocrático no me parecía tan admirable como yo había
supuesto. Yo me lo había figurado más suntuoso, más rico. Además creía
que iba a encontrar en aquellos palacios los tipos de Balzac, que,
naturalmente, no han existido mas que en la imaginación del novelista.
--Oiga usted--le dije a Valdés--, ¿Balzac no ha tomado datos en el
_faubourg_ para escribir sus novelas?
--No. Aquí nadie le conoce. El, como todos los grandes escritores,
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