El amor, el dandysmo y la intriga - 17

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estrellado. Debía ser algo más de media noche. Se oían próximos los
alertas de los centinelas.
Salimos María Luisa y yo por la calleja de Belviste a la plaza de
Santiago. En la plaza, a obscuras, había una patrulla que iba y venía a
la luz de unas antorchas. Se oía de cuando en cuando el «¿Quién vive?»
de los soldados. Tenía la noche un aire siniestro; no sabíamos si
aquella patrulla era de amigos o de enemigos. En la duda, retrocedimos.
Encontramos un portal abierto.
--¿Aquí podríamos pasar la noche?--pregunté yo a una vieja que apareció
en el zaguán con una vela.
--Sí; pasen ustedes.
Seguimos a la vieja por el portal, subimos la escalera hasta un
corredor largo y pasamos a una alcoba.
Aquella casa era una casa de citas.


IX
TRIBULACIONES

CUANDO vi en un espejo pequeño de la alcoba que tenía en la frente una
hinchazón llena de sangre coagulada, me asusté; luego, al lavarme, vi
que la herida de mi cabeza era larga, pero no profunda. María Luisa me
vendó con un pañuelo. Yo le besé las manos y no protestó.
El cuarto en donde estábamos era una alcoba grande con un balcón a la
calleja. Tenía un papel amarillo, rasgado en muchas partes, un sofá
también amarillo, un espejo, la cama y un aguamanil.
--Échese usted en la cama; yo me tenderé en el sofá--le dije a María.
--No, no; usted está herido.
--No es nada; cogeré una manta y una almohada, y ya está.
Cogí la manta y me tendí en el canapé, que era duro como el corazón de
un carlista.
--Ahora, acuéstese usted--le dije a María.
--No, no.
--¿Por qué no?
--No podré dormir--suspiró ella.
--Vamos, no sea usted niña--repliqué yo--. ¿No es usted una mujer
fuerte? Quítese usted los zapatos y el abrigo, y se dormirá usted.
--No podré--murmuró ella sollozando.
--Vamos--dije yo--, le serviré de doncella.
Me levanté y le quité los zapatos, sin que ella protestara.
--Ahora, fuera el abrigo, y a dormir. Apague usted la luz.
--No, no.
--Como usted quiera.
--Si Carmona habla del plan de sublevación de Navarra y cuenta que yo
se lo llevé al general García, me buscan y me matan.
--¿Para qué va a declarar una cosa que no le conviene? Además, Maroto
es el que manda.
Me volví a echar en el canapé, y estuve dormido, o, por lo menos,
atontado, una media hora. María Luisa seguía inquieta, agitándose en la
cama y quejándose.
--¿No puede usted dormir?--le pregunté.
--No.
--¿Tiene usted algo? ¿Le duele la cabeza?
--No; no tengo nada. ¿Y usted, duerme?
--Yo he dormido un poco. La herida me empieza a doler y parece que hay
ratas aquí.
--¡Qué situación, Dios mío!--exclamó ella.
--¡Qué le vamos a hacer! Peor nos veíamos hace un momento.
--Estamos bien--exclamó de pronto ella riendo con una risa nerviosa--.
¡Qué noche! ¡No va a pasar nunca! ¿Qué haríamos?
--¿Yo, sabe usted qué voy a hacer?
--¿Qué?
--Tomar un poco del narcótico que he dado a esos hombres. Todavía me
queda.
--No haga usted ese disparate. Eso debe ser un veneno.
--No. ¡Ca! Lo voy a tomar.
--¿Y qué defensa voy a tener yo?
--Tome usted también un poco, y se duerme.
--No, no. De ninguna manera.
--Entonces, ¿qué quiere usted hacer?
--No sé. No sé. ¡Ay, Dios mío! ¡Yo creo que tengo fiebre!
--A ver...--le toqué las manos--. No tiene usted nada. No se asuste
usted.
--¿Qué haríamos? ¿Qué haríamos?
--¿Yo, sabe usted lo que haría, como usted?
--¿Qué?
--Hacerme sitio en la cama. Después de todo, quizá mañana nos vayan a
fusilar...
María Luisa se incorporó como movida por un resorte.
--¿Sería usted capaz...?
--¿De violentarla? No. Nunca. Usted manda. Yo quisiera resarcirme de
todas las angustias que he pasado. ¿Lo quiere usted también? Apague
usted la luz. ¿No lo quiere? Tenga usted la luz encendida.
María me miró con estupefacción, y al poco rato apagó la luz.
Cuando me acerqué a ella, intentó rechazarme, pero luego cedió...
Después del día, lleno de emociones, la noche, furiosa de erotismo.
Por la mañana siguiente, cuando me desperté de un sueño febril, vi a
María Luisa, desnuda, arrodillada en el suelo y llorando.
--No haga usted locuras--le dije--, hace un frío terrible.
--He hecho una horrible traición, he cometido un tremendo pecado. ¿Qué
va a ser de mí, Dios mío?
--Yo no le abandonaré a usted.
--¡Usted! Usted no tiene obligación ninguna conmigo. Mi reputación está
perdida; mi conciencia no podrá recuperar su calma. Su amigo de usted,
Aviraneta, es un monstruo.
--No sea usted injusta, María. En esta intriga ha seguido usted los
consejos de otros amigos.
--No; ha sido él el que me ha perdido.
Conseguí que María se tranquilizara y se vistiera. Había adquirido ya
su presencia de ánimo; yo estaba agotado y febril.
En esto, empezó a oírse un terrible estrépito de tambores y y cornetas.
--Voy a ver qué pasa--dijo María.
--No haga usted alguna imprudencia.
--Tengo que salir.
María salió; pasó una hora, y otra hora, y no volvió.
Me levanté yo como pude y llamé en la puerta, y entró la dueña de
la casa, la Coneja. Era una mujer gruesa, con unos ojos redondos de
lechuza, la nariz corva, los labios delgados y un aire entre burlón y
suspicaz. Hablaba de una manera muy redicha.
--¿Qué le pasa a usted? ¿Le han herido?
--Sí, ya ve usted.
La Coneja creyó que me habían herido en su casa.
--¡No salga usted ahora, por Dios!--me dijo.
--¿Qué ha pasado? ¿Qué era ese ruido de tambores?--le pregunté.
--Que han fusilado a los generales navarros Guergué, García, Sanz y
Carmona.
--¿Dónde los han fusilado?
--En el Puy, en una era que hay detrás de la casa del Prior. La gente
está indignada porque los han matado de espaldas y arrodillados, como
a los traidores, y porque dicen que a García le han fusilado con la
sotana que llevaba puesta cuando iba a escaparse.
La Coneja, por lo que contó, se había levantado temprano a lechucear.
Había visto pasar por la madrugada al general Guergué, que venía
andando, con una escolta de caballería, y luego, poco después, al
brigadier Carmona.
Al primero lo traían de Legaria, y al otro, de Cirauqui.
Los subieron a los dos al Puy, y una hora después los fusilaban.
El cadáver de Sanz lo pidió para enterrarlo la viuda de don Santos
Ladrón.
Esta señora, que había tenido el sino de ver fusilar a su primer
marido, general navarro y realista, veía fusilar a su futuro segundo
marido, también general navarro y realista.
La vieja me dijo que el pueblo estaba desierto, que las tropas
recorrían las calles e iban haciendo prisioneros, y todas las casas
estaban cerradas.
Maroto, sin duda, se había decidido a dar el gran golpe. Teniendo entre
las manos a García y a Sanz, había dado la orden de prender a Carmona
y a Guergué, y a los cuatro generales, con el intendente Uriz, los
había fusilado sobre la marcha. Al día siguiente le tocó el turno
al secretario del Ministerio de la Guerra, Ibáñez, que fué también
fusilado.
Había que reconocer que Maroto era un hombre decidido, un hombre de
agallas. Un jefe que se atrevía a fusilar a cuatro generales navarros,
por tropas navarras, en una ciudad como Estella, que tenía una
guarnición de navarros, era un valiente.


X
DE ESTELLA A SAN JUAN DE LUZ

--Y usted, ¿qué va hacer?--me preguntó la Coneja.
--Esperaré aquí.
--Si le dejan, porque andan registrando las casas.
Efectivamente, al mediodía se oyó estrépito de pasos en la escalera y
entraron varios soldados en la alcoba.
--¡Hala! ¡A levantarse!--me dijo uno.
--No, no. Yo estoy malo. Tengo mi pasaporte en regla.
--¿Qué pasa?--preguntó asomándose un oficial.
--Aquí hay un hombre que está herido.
Entró un oficial barbudo, me miró atentamente, y dijo:
--¡Cristo! ¡Tú eres Leguía!
--Sí.
--¿No me conoces?
--No.
Entonces el oficial, acercándose a mi oído, me dijo:
--El padre Gregorio.
Nos estrechamos la mano efusivamente y nos contamos nuestras mutuas
aventuras. Le dije yo lo que me había pasado el día anterior en el
callejón de la Calderería, y el ex padre Gregorio prometió traerme un
salvoconducto especial.
--Bueno, chico, aquí te quedas. No se te molestará. Si me necesitas
para alguna otra cosa, avísame.
Se fué el ex fraile convertido en capitán, y yo quedé en casa de la
Coneja.
La Coneja se mostró muy amable conmigo.
Durante el día me trajo de comer y me contó lo que se decía en el
pueblo.
Al parecer se daban toda clase de versiones para explicar la rapidez
con que se había enterado Maroto de la conjura tramada contra él.
Unos decían que el delator había sido González Moreno, hombre muy
odiado por los navarros; otros, que el general Alzaa había enviado a
Maroto un anónimo; otros atribuían el descubrimiento de la intriga al
consejero Arizaga, y otros, por último, al gobernador de Estella.
A los dos días se mejoró mi herida, y, el ex padre Gregorio me trajo un
salvoconducto, y me dijo que Remacha estaba muriéndose. Me advirtió que
me convenía marcharme pronto. Pregunté a la Coneja si conocería alguno
que tuviera un cochecillo. Me dijo que sí.
Trajo un cochero. Era mi amigo Cholín Tripatriste.
Este me indicó que me llevaría a cualquier parte si le daba cincuenta
pesetas al día.
--Nada, está hecho el trato.
Pagué a la Coneja, y fuí a casa de la Martina, en donde supe que el
oficial marotista se había muerto de las fiebres, y partí de Estella.
Tuve prisa, porque corría la versión de que cuando saliera Maroto
habría represalias.
Efectivamente; al día siguiente de marchar yo evacuaron Estella las
tropas de Maroto, y poco después entró Balmaseda.
Este quiso de nuevo sublevar los navarros contra Maroto, y dejó libres
a los presos de las cárceles; pero su tentativa no logró el menor
éxito, y tuvo que marchar huyendo hacia Aragón.
El capitán Gregorio me regaló una pistola para el camino.
Yo había pensado primero ir por Vergara a Deva o a Zumaya, y embarcarme
allí; pero esto podía ser expuesto y complicado, y como tenía pasaporte
y disponía del coche de Cholín, decidí marchar más lentamente por
tierra hasta Francia.
Viajaríamos de noche.
El primer día de marcha fué día de emociones. Me quisieron detener a
la salida de Estella, y pocas horas después oímos tiros. Estábamos en
aquel momento delante de Cirauqui. La silueta quebrada del pueblo se
destacaba negra y trágica en el cielo anubarrado y obscuro, sin una luz.
Seguían los tiros cada vez más cerca, tanto que Cholín paró el coche.
Cuando cesaron, marchamos adelante. Poco después vimos un cuerpo en la
carretera. Paró de nuevo Cholín, cogió el farol del coche y miró al
caído.
--¿Está muerto?--pregunté yo.
--Completamente.
Seguimos nuestra marcha; llegamos al amanecer a Pamplona y dormimos en
una posada. El segundo día tomamos la carretera de Ulzama y fuimos a
parar a la venta de Arraiz.
Allí me prestaron un papel que tenía este título: «Ligera reseña de
los medios usados por Maroto y su pandilla para alcanzar lo que ellos
llaman su triunfo. Hecha por A. de C.»
Este A. de C. era fray Antonio de Casares. En su escrito, el fraile
insultaba a Maroto y aseguraba que Gómez, Elío y Zaratiegui eran
masones.
Este papel lo habían traído a la venta dos desertores del ejército
carlista que marchaban a Francia. El uno era alemán; el otro, inglés.
Hablaron conmigo, me tomaron por francés y me contaron sus aventuras.
El alemán era alto, flaco, de ojos azules, tostado por el sol; había
peleado primero en las filas cristinas. En una ocasión había robado un
Cristo de oro de una iglesia, tan pesado, que no había podido llevarlo.
Le condenaron a muerte, se escapó y se pasó a los carlistas, donde
había llegado a sargento. Me dijo riendo que se había bautizado varias
veces para ser protegido por las señoras carlistas.
El inglés era una verdadera caricatura, un tipo de clown, con los ojos
saltones y la boca de rana.
Tenían un documento para pasar la frontera, que podía servir muy bien
para mí, y que me ofrecieron por cinco duros.
Acepté el trato; di el dinero y recibí el papel. Nos acostamos; y como
yo no dormía apenas estos días, estuve largo tiempo despierto.
A media noche noté en el cuarto pasos y vi la luz vaga que entraba
por un ventanillo, que el alemán se acercaba a mi cama, sin duda a
registrar mi ropa. Inmediatamente me erguí yo en la cama con la pistola
en la mano.
--Se va usted a enfriar, amigo mío--le dije--; vale más que se vuelva
usted a la cama si no quiere usted que le agujeree la piel.
El alemán se escabulló a la carrera.
Al día siguiente atravesamos, Cholín y yo, Velate, con nieve y frío y
una niebla que no se veía a cinco pasos, llegando a Vera al anochecer,
donde me sirvió el documento del alemán y del inglés, y nos hospedamos
en la posada de Vera, que en mi ausencia había tomado el título pomposo
de la Corona de Oro.
Como yo quería llegar a San Juan de Luz pronto, hablé al dueño de la
Corona de Oro, quien me proporcionó un guía y un caballo, y salí con
él por el camino de Inzola, después de pagar a Cholín Tripatriste.
En la misma frontera nos encontramos con una patrulla de carlistas
desharrapados. Les mostré mi salvoconducto y les di unas monedas, y me
dejaron pasar.
A media noche llegué a San Juan de Luz y me acosté, muerto de fatiga.


XI
OTRA VEZ VINUESA

SEGUÍA malo y febril, no podía dormir. A la mañana siguiente de llegar
tomé la diligencia. Me metí en un rincón de la berlina, y estaba con
los ojos cerrados, cuando oí una voz conocida. Era Vinuesa.
--¿Qué le pasa a usted?--me dijo--. ¿Está usted enfermo?
--Sí; tengo una herida--contesté--. Usted tampoco tiene buen aspecto.
--Estoy acatarrado y no puedo con mi alma.
Estaba el hombre desconocido, flaco, macilento, con el pelo blanco.
--Vengo muerto--me dijo entre dos estornudos--. He pasado en el campo
de Don Carlos unas semanas y vuelvo ansiando descansar. Aquello es un
manicomio.
--¿Sí, eh?
--¡Un horror! Ya le contaré a usted.
Partió la diligencia. No íbamos en la berlina más que Vinuesa y yo, y
el hombre se puso a hablar.
--Pues, sí--me dijo--; mientras he estado allá, no he tenido un día
tranquilo. Llegué el siete de febrero a Villarreal, y el Señor me hizo
alojar en una de las mejores casas del pueblo. Al día siguiente tuve mi
primera audiencia con Su Majestad. ¿Usted no es carlista?
--No.
--¿Le molesta a usted que yo le dé este título de Majestad a Don
Carlos?
--No, no; de ninguna manera.
Lo que me molestaba era el dolor de cabeza, cada vez más creciente, que
tenía.
--Pues bien: Su Majestad--siguió contando Vinuesa--me dijo que el
objeto de llevarme al Real no era otro que nombrarme ministro de
Estado, en una combinación pensada de acuerdo con el general Maroto.
Me honra Su Majestad--le dije--, pero no creo que sirva para tan alto
cargo. «¡Sí, sí; no has de servir!--me contestó--. Eres inteligente,
culto y fiel.»
Luego me dijo que el ejército carlista mejoraba; que Maroto había
conseguido restablecer la disciplina por completo, y que tenía la
esperanza de poner sus tropas en un estado brillante, al que no habían
llegado nunca.
--¿Así que Don Carlos estaba contento de Maroto?--pregunté yo, aunque
en aquel momento no me interesaba nada la cosa.
--Mucho. A Maroto le da por la organización--me dijo Don Carlos.
--¡Le da por la organización!--repetí yo--. ¡Qué frase más poco
napoleónica!
--A los tres o cuatro días el Señor me encargó que hiciera un proyecto
de arreglo para la Secretaría de Estado, que fuera económico y
sencillo; lo hice a la carrera, y, para recompensarme de los servicios
que, según él, le había prestado, me nombró conde de Gracia Real.
--¡Gracia Real! Es bonito--murmuré yo.
--¿Le parece a usted?
--Muy bonito. Sí.
En la confusión de mi cerebro, Gracia Real me parecía que debía ser
algún pájaro de muchos colores.
--Su Majestad me ha tomado afecto--siguió diciendo Vinuesa--. Tuve
que seguir, con el Real, andando de acá para allá, y el día veinte
de febrero, ¡a mí me parece que han pasado no días, sino años desde
esa fecha!, una mañana de lluvia y de frío se nos presentó, yendo por
el monte, el oficial don Joaquín Sacanell con un pliego, de parte de
Maroto. «Léelo»--me dijo el Señor--. Yo empecé la lectura. Había un
preámbulo largo, en que Maroto se quejaba de la indiferencia del Rey,
que Don Carlos escuchó con indiferencia. Luego venían estas palabras,
que se me han quedado grabadas en la memoria: «Es el caso, señor, que
he mandado pasar por las armas a los generales Guergué, García, Sanz,
al brigadier Carmona y al intendente Uriz...»
--¿Qué dices?--exclamó Don Carlos--. Eso no puede ser. Entremos aquí,
en esta casa.
Pasamos a un caserío que se hallaba cerca del camino real, nos
sentamos, y leí yo todo el parte de Maroto.
--¡Jesús! ¡Jesús! ¡Dios mío!--exclamó el Señor--. Estoy perdido. Maroto
se ha vuelto loco o me hace traición. No digas nada y vamos pronto
a Villafranca. Estoy sofocado. Necesito descansar. ¡Dios mío, qué
disgustos me están dando!
Llegamos a Villafranca y tuvimos una conferencia con el Rey, Arias
Teijeiro, el brigadier Montenegro y yo, y acordamos redactar una
proclama declarando traidor al general Maroto, que comenzaba así:
«Voluntarios, fieles vascongados y navarros».
Arias Teijeiro hizo observar que Maroto sentía gran odio por Balmaseda
y que sería capaz de fusilarlo, teniéndole preso en el castillo de
Guevara, y, para evitarlo, Don Carlos mandó, al momento, una esquela
dirigida al gobernador del castillo de Guevara, que decía así:
«Gaviria: pondrás en libertad, inmediatamente, a Balmaseda, porque así
te lo manda y es la voluntad de tu Rey.--_Carlos._»
Volvimos con el Real a Villafranca el 23 y se encontró Don Carlos con
la dimisión del Ministerio.
--¿Qué harías tú?--me preguntó.
--Yo llamaría al brigadier Montenegro.
Lo hizo así y se constituyó el Ministerio. Unos días después, el Señor
se encerró conmigo en un gabinete y me dijo que su causa marchaba muy
mal.
--Pero, ¿por qué, Señor?--le pregunté yo.
--No hay que hacerse ilusiones; esto va mal. El paso lamentable que ha
dado Maroto fusilando cuatro de mis jefes mejores es el principio del
fin. Aquí hay alguna trama oculta contra el carlismo. Maroto ha hecho
la guerra en el Perú, y Espartero y él se han debido conocer. No me
chocaría nada que los dos sean masones. La masonería nos ha perdido.
Dicen que Fulgosio, Urbistondo, Lasala y otros jefes son también
francmasones y están de acuerdo con Espartero y Maroto para vender
mi causa. Yo no lo creo, ni lo dejo de creer, pero me lo temo; no me
asombraría nada que fuera cierto. Cometí la grave falta de recibir a
los castellanos y de preferirles a los fieles navarros y vascos, que
no me han faltado nunca. Ya la cosa no tiene remedio y es preciso
conformarse con la voluntad del Señor.
--Pero todavía hay un ejército carlista fuerte y bien organizado--le
dije yo.
--Sí; pero le obedece a Maroto más que a mí. Él es el dueño de los
batallones, y no es sólo eso, sino que todos mis verdaderos amigos y
consejeros fieles me los arranca de mi lado y me los expatria a Francia.
--¿Y no puede Su Majestad destituír a Maroto?
--Por ahora, imposible, imposible. Hay que disimular. ¡Ah! ¡Si tuviera
pruebas claras de su traición!
--Y no las hay, claro.
--No las hay. Y ellos son muchos, y yo voy estando solo. ¿Tú, amigo
Vinuesa, no conocerías en Madrid o en Bayona algún hombre activo,
inteligente y sagaz, que pudiera traer a mi lado? Entonces yo pensé en
usted y en Aviraneta.
Yo había oído esta relación dominado por el dolor de cabeza y el ruido
de la diligencia.
--¡En Aviraneta y en mí!--exclamé yo, verdaderamente asombrado.
--Sí, en Aviraneta y en usted. Conozco--le dije al Señor--dos hombres
de un talento extraordinario. El uno, es un hombre ya hecho, avezado
a las revoluciones; el otro, es un joven activo, fuerte, lleno de
inteligencia y de energía. A éste le encontré en Bayona y le conté que
estaba denunciado, perseguido. En un momento lo arregló todo, y, al día
siguiente, estaba en Vera.
--¿Y qué hacen esos hombres? ¿A qué se dedican?--me preguntó Don Carlos.
--El más viejo debe estar empleado; el joven es un comerciante rico.
--¿De dónde son?
--Creo que vascos.
--¿Y son tan inteligentes?
--Son dos cabezas privilegiadas. Han viajado, saben idiomas, conocen a
los hombres...
--Gentes así, de arrestos, de energías, me convendrían. Consultaré el
caso con el padre Gil. Vuelve mañana, a las nueve.
Al día siguiente me presenté a Su Majestad, quien me dijo:
--Tengo confianza en ti. Vuelve inmediatamente a Bayona y trae a los
dos amigos tuyos. Le ofrecerás a cada uno, desde luego, diez mil duros,
que te entregará el marqués de Lalande, con una libranza mía, y les
dirás de mi parte, que, si satisfacen mis deseos, seré para ellos, no
el rey, sino un amigo; y que llegado a Madrid y colocado en el trono de
mis padres, haré lo que pidan y deseen. Así que ponte en camino cuanto
antes.
Me despedí de Don Carlos, pasé por Vera el mismo día en que se esperaba
que el general Urbiztondo llegara con el convoy de los desterrados a
Francia, de orden de Maroto, y aquí estoy.
Todo esto me parecía una fantasía de sueño.
No comprendía cómo Vinuesa podía tener tanta influencia sobre Don
Carlos para darle un consejo y convencerle.
Por otra parte, el consejo no era malo porque Aviraneta y yo en el Real
de Don Carlos hubiéramos hecho algo trascendental.
--¿Qué me contesta usted?--me preguntó Vinuesa.
--Amigo Vinuesa--le dije, haciendo un esfuerzo--: es usted más bueno
que el pan. Yo le agradezco a usted mucho lo que ha hecho por Aviraneta
y por mí y los informes que ha dado usted a Don Carlos. Si yo creyera
en el triunfo de la causa carlista y tuviera alguna simpatía por ella,
aceptaría con entusiasmo esa misión; pero no tengo simpatía, ni creo en
el triunfo del carlismo. Para mí, hoy por hoy, la causa carlista está
perdida. Maroto, indudablemente, está de acuerdo con Espartero. Querer
hacer revivir el carlismo es querer resucitar a un muerto.
--Pero a ustedes les convendría, aunque no fuera mas que por hacer su
carrera, unirse a Don Carlos.
--Yo no puedo, y creo que Aviraneta, tampoco; pero pregúnteselo usted a
él.
--Y usted, ¿por qué no puede?
--Porque soy... masón.
--¿Y Aviraneta es también masón?
--Sí.
Al decirlo me reía por dentro. Toda esta conversación me hacía el
efecto de un sueño.
--Ah... ¿es usted masón?
--Sí.
--Entonces lo comprendo. El hacer traición a los francmasones le podría
costar la vida.
--Es cierto.
--¿Y usted cree que Aviraneta no querrá?
--Desde luego, no.
--¿Y qué piensa usted que yo debo hacer ahora? ¿Cómo le contestaría a
Don Carlos?
--Pues le escribe usted que ha venido usted a Bayona, que nos ha
hablado, que hemos dicho que somos masones y que estamos comprometidos
con los liberales. De paso le devuelve usted la libranza de los veinte
mil duros, y le dice usted, con relación a usted mismo, que se va usted
a quedar una temporada en Bayona hasta restablecerse. Porque usted,
como yo, necesita reposo.
--Muy bien, muy bien. Es usted un verdadero amigo. Yo no estoy para
nada con este catarro. Tengo la cabeza como un bombo. ¿Quiere usted
redactarme esa carta?
--Bueno, cuando lleguemos a Bayona.
En el escritorio del hotel, y con grandes trabajos, redacté la carta.
--Es usted mi salvador--me dijo varias veces Vinuesa--; voy a ahora
casa del marqués de Lalande, para que encamine mi carta al Real de Don
Carlos.
Yo comencé a subir la escalera de mi hotel para llegar a mi cuarto. En
la cabeza sentía unos golpes como de un martillo. Al llegar, me desnudé
como pude y me metí en la cama; luego llamé a la criada y la dije que
avisara a don Eugenio de Aviraneta, en la calle de la Moneda, 11, que
había llegado.


XII
ENFERMEDAD

AL poco tiempo vino Aviraneta, a quien conté todo lo que nos había
ocurrido a María y a mí.
--He estado muy inquieto--me dijo--; he mandado tres mujeres al campo
carlista para averiguar vuestro paradero: una, a la casa de la viuda
de Zumalacárregui; otra, a Plasencia de las Armas, y la tercera, a
Vergara. Esta última encontró vuestro paradero en Estella.
Después le conté cómo había hablado con Vinuesa, y su proposición de ir
al Real de Don Carlos.
--¡Qué lástima que hayas hecho ese viaje estúpido, que te ha cansado y
te ha reventado! Eso sí que hubiera valido la pena. ¡Ir de secretario
íntimo de Don Carlos!
--Vaya usted, le dije yo. A usted también le invitan.
Se marchó Aviraneta, y toda la tarde y toda la noche la pasé con fiebre
y con unos sueños raros, siempre alrededor de Estella.
Al día siguiente volvió don Eugenio, y al verme en la cama, me dijo:
--¿Todavía no te has levantado?
--No me siento con fuerzas--le contesté.
--¡Bah! No tienes nada. ¿Sabes quién me ha escrito?
--¿Quién?
--Corito. Me pregunta por ti. Dice que su madre le asegura que tú eres
un desalmado, un hombre peligroso, y que ella no lo cree. Quiere que yo
le conteste.
Esta noticia, que en circunstancias normales me hubiera hecho saltar de
la cama, la recibí con perfecta indiferencia.
Al día siguiente la fiebre fué mayor, y don Eugenio se presentó con un
médico; me tomó el pulso, me miró la lengua, y pocas horas después me
pusieron en un colchón y me llevaron no comprendí adónde.
Por la mañana, cuando remitió la fiebre, vi que una monja me cuidaba,
y supuse que me hallaba en un hospital. Debía de estar en una sala de
pago. Las hermanas de la Caridad se acercaban a mi cama y me miraban.
Yo no comprendía bien quiénes eran ni qué querían: vivía en mundo
irreal y extraño. Por la mañana oía el canto de las monjas en la
capilla, y este canto me producía unos sueños dulces, inefables.
Todas las mañanas la fiebre remitía un poco; luego aumentó de tal modo,
que los intervalos se hicieron raros. Soñé mucho con María, y creí
varias veces ver a mi lado a Corito. Por lo que me dijeron luego, canté
y grité y eché discursos en mi delirio.
Por último, un día, tras de un largo sueño profundo, me desperté. Tenía
tal debilidad, que no podía mover un dedo.
Poco después vi alrededor de mi cama a Aviraneta, a Corito, a doña
Mercedes y a mi madre.
Quería hacer muchas preguntas, pero me dijeron que no hablase.
Unos días después, Corito me dijo que su madre y ella habían dispuesto
que, cuando me pusiera bueno, nos casaríamos e iríamos a Madrid.
Ya sin fiebre, comencé a sentir una languidez y una tristeza cada día
mayores. Tenía un sentimentalismo enfermizo. Cuando me hablaba Corito,
tomaba sus manos entre las mías y lloraba como un niño.
Este sentimentalismo se complicó pronto en mí con una idea de
remordimiento. Fué un día que vino Vinuesa a visitarme. Estuvo el
hombre tan cariñoso conmigo, que me avergoncé de mi proceder con él.
Es posible que haya una moral de hombre sano y una moral de hombre
enfermo; yo había pasado de la una a otra.
Tenía una idea de remordimiento de la que no me podía librar: el haber
seducido a la muchacha alavesa en Bidart, el caso de María Luisa y el
de la mujer de Vinuesa me turbaban el espíritu.
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