El amigo Manso - 18

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--Pues eso, eso. No te aconsejaré términos medios. No esperes de mí
sino determinaciones radicales. De no casarte, rompimiento definitivo.
Aconsejar otra cosa, sería en mí predicar la ignominia y autorizar el
vicio.
--Pero ya ve usted que eso... renunciar, abandonar... Usted no puede
inspirarme una villanía.
--Pues cásate.
--Si realmente...
--Yo concedo que por circunstancias especiales te resistas á unirte
á ella con lazos que duran toda la vida. Yo convengo en que podrías
considerar este casorio como un entorpecimiento en tu carrera...
Podrías aguardar á que dentro de algún tiempo, cuando tu notoriedad
fuera mayor, se te presentara un partido brillantísimo, una de estas
ricas herederas que se pirran porque las llamen ministras... Eres
medianamente rico; pero tu fortuna no es tan considerable, que puedas
aspirar á satisfacer las exigencias, mayores cada día, de la vida
moderna. La riqueza general crece como espuma y las competencias de
lujo llegan á lo increible. Dentro de diez ó quince años quizás te
consideres pobre, y quién sabe, quién sabe si las posiciones oficiales
que ocupes ofrezcan un peligro á tu moralidad. Piénsalo bien, Manuel,
mira á lo futuro, y no te dejes arrastrar de un capricho que dura unas
cuantas semanas. Ten por seguro que si te dispensan la edad, entrarás
en el Congreso antes de tres meses. Al año, ya tus grandes facultades
de orador te habrán proporcionado algunos triunfos. Te lucirás en las
comisiones y en los grandes debates políticos. Puede ser que á los
dos años de aprendizaje seas lugarteniente de un jefe de partido, ó
coronel de un batalloncito de dragones. De seguro acaudillarás pronto
uno de esos puñados de valientes que son la desesperación del Gobierno.
Te veo subsecretario á los veinte y seis años, y ministro antes de
los treinta. Entonces... figúrate: un matrimonio con cualquier rica
heredera americana ó española remachará tu fortuna, y... no te quiero
decir lo que esto valdrá para tí...
Él me miraba atento y pasmado. Yo, firme en mi propósito, continué así:
--Ahora examinemos el otro término de la cuestión. La pobre Irene...
Es una buena chica, un angel; pero no nos dejemos arrastrar del
sentimentalismo. De estos casos de desdicha está lleno el mundo. La que
cae, cae, y adivina quien te dió... Supongamos que tú, inspirándote
ahora en ideas de positivismo, das por terminada la novela de tus
amores, la rematas de golpe y porrazo, como el escritor cansado que no
tiene ganas de pensar un desenlace. La víctima llorará mucho; pero
los ríos de lágrimas son los que al fin resisten menos á las grandes
sequías. Al dolor más vivo dale un buen verano y verás... Todo pasa, y
el consuelo es ley del mundo moral. ¿Qué es el Universo? Una sucesión
de endurecimientos, de enfriamientos, de trasformaciones que obedecen á
la suprema ley del olvido. Pues bien, la joven se oculta, se desmejora;
pasa un año, pasan dos, y ya es otra mujer. Está más guapa, tiene más
talento y seducciones mayores. ¿Qué sucede? Que ni ella se acuerda
de tí, ni tú de ella. Es verdad que su pobreza la impulsaría quizás
á la degradación; pero no te importe, que la Providencia vela por
los menesterosos, y esa discreta y bonita joven encontrará un hombre
honrado y bueno que la ampare, uno de esos solterones que se acomodan á
la calladita con los restos del naufragio...
--Por vida de las ánimas--gritó Peña con ímpetu, sin dejarme
acabar,--que si no le tuviera á usted por el hombre más formal del
mundo, creería que está hablando de broma. Es imposible que usted...
Lo que yo decía hubiera sido insigne perfidia, si no fuera táctica, que
mi discípulo descubrió antes de tiempo. Anticipándose á mi estratagema,
me descubría lo que yo quería descubrir. No me quedaba duda de la
rectitud de su corazón...
--No siga usted--exclamó levantándose.--Yo me marcho: no puedo oir
ciertas cosas...
Y yo entonces me fuí derecho á él, le puse ambas manos sobre los
hombros, hícele caer en el asiento. Cada cual quedó en su lugar con
estas palabras mías:
--Manuel, esperaba de tí lo que me has manifestado. Al suponer que
yo bromeaba, veo que sabes juzgarme. No estaba seguro de tu modo de
pensar, y te armé una argumentación capciosa. Ahora me toca á mí hablar
con el corazón... ¿Quieres un consejo? Pues allá va... No sé cómo has
esperado á pedírmelo; ni sé cómo has creido que fuera de tu conciencia
hallarías la norma de tu conducta... Para concluir: si no te casas,
pierdes mi amistad; tu maestro acabó para tí. Toda la estimación que te
tengo será menosprecio, y no me acordaré de tí sino para maldecir el
tiempo en que te tuve por amigo...
Me dió un abrazo. En su efusión no dijo más que esto:


XLV
Mi madre...

--Déjala de mi cuenta... Yo la aplacaré haciéndole ver... Ella no
conoce á Irene, no sabe su mérito. Le diré que la memoria de mi madre
me impone la obligación de tomar bajo mi amparo á esa pobre huérfana,
de cuya familia tiene la mía antiguas deudas de gratitud... Sí,
lo declaro: sépanlo tú y tu madre. La maestra de escuela es ahora
mi hermana; su desgracia me mueve á darle este título y con él mi
protección declarada, que irá hasta donde lo exijan el honor de un
nombre y el decoro de una familia.
Yo me entusiasmaba, y á cada palabra me ocurrían otras más enérgicas.
--Las preocupaciones de tu madre son ridículas. Dejémonos de
abolengos, pues si á ellos fuéramos, cuán malparados quedarías tú, tu
madre y todos los Peñas de Candelario.
--Sí--gritó él con entusiasmo,--abajo los abolengos.
--Y no hablemos de entorpecimiento en tu carrera... ¡Si te llevas un
tesoro; si es tu futura capaz de empujarte hasta donde no podrías
llegar quizás con tu talento...! Sí; que tiene ella pocos bríos en
gracia de Dios. Manuel, no hagas caso de tu mamá, ten mucha flema. Doña
Javiera cederá; déjala de mi cuenta...
Lo que después hablamos no tiene importancia. Quedéme solo, y entre
triste y alegre. Ví que lo que había hecho era bueno, y esto me daba
una satisfacción bastante grande para ahogar á ratos mis penas pensando
en ellas.
Y aunque doña Javiera subió aquella misma noche á preguntarme el
resultado de la conferencia, no quise hablar explícitamente:
--Convencido, señora, convencido--fué lo único que le dije.
Ella insistía que yo estaba mal cuidado en mi habitación de soltero con
ama de llaves, á manera de presbítero.
--Usted no quiere seguir mi consejo, y lo va á pasar mal, amigo
Manso... Esto no parece la casa de un profesor eminente. ¿Qué le pone
de comer esa Petra? Bodrios y fruslerías; alimentos pobres que no dan
sustancia al cerebro... Si tendré que venir yo todos los días á ponerle
de comer... Luego necesita usted una casa mejor. ¡Ah! señor mío, en
la calle de Alfonso XII estaremos bien. Yo me encargo de arreglarle
á usted su cuartito, y ponérselo como un primor. No, no venga usted
dando las gracias... Soy muy llanota, y usted se lo merece. No faltaba
más...
Estas finezas se repitieron dos ó tres veces, hasta que un día,
sabedora mi vecina de la resolución de su hijo y de mi consejo, se me
presentó cual pantera africana, y después de alborotar con retahila de
espantables imprecaciones, se me puso delante, gesticuló mucho pasando
una y otra vez sus manos muy cerca de mis ojos, y al fin pude entender
lo siguiente:
--Con que usted... Miren el falsillo, el tramposo; en vez de predicar á
Manuel para quitarle de la cabeza su barbaridad, le predica para que me
traiga á casa la maestra... Señor Manso, es usted un mamarracho.
Y con la confianza que solía tomarme, correspondiendo á las suyas, me
atreví á responderle:
--El mamarracho ha sido usted, señora doña Javiera, al suponer que yo
podría aconsejar á su hijo cosa contraria al honor.
--No hable usted así, que estoy volada...
--Vuele usted todo lo que quiera, pero en este asunto no me oirá usted
hablar de otra manera.
--Pero Sr. D. Máximo... ¿qué se ha figurado usted, que mi hijo está ahí
para que me lo atrape la primera esguízara...?
--Poco á poco, señora. Por mucha que sea la nobleza de usted, no
logrará hacer pasar por cualquier cosa á mi protegida, porque sepa
usted que Irene es mi protegida, hija de un caballero principalísimo
que prestó á mi padre grandes servicios. Soy agradecido, y esa señorita
huérfana no sufrirá desaires de ningún mocoso mientras yo viva.
--¡Eh! ¡eh! aquí tenemos al caballero quijotero... ¿Sabe usted que se
va volviendo cargante? Mi hijo...
--Vale menos que ella.
--Vale más, más, óigalo usted, más.
Y á cada sílaba alzaba la poderosa voz. Sus gritos me ponían nervioso.
--Bonito servicio me ha hecho usted... Y lo que es ahora... de verano,
amigo Manso.
--Por mi parte, de la estación que usted guste. Los chicos se casarán,
y en paz.
--No le doy la licencia--exclamó doña Javiera puesta en jarras.
--Se la dará usted.
Y á pesar del furor de mi amiga y vecina, yo, sereno ante ella, no
podía vencer cierta inclinación á tratar humorísticamente aquel grave
tema.
--Vaya, vaya... con los humos de esta señora... ¿Es su hijo de usted
algún Coburgo Gotha?...
--No ponga usted motes, caballero. Si somos gotas ó no somos gotas, á
usted no le importa. Y por lo que valga, sepa que de muchas gotitas se
compone el mar. No hay orgullo en mi casa, pero sí honradez.
--Pues también la hay en la mía... Vaya, vaya. Cuando se lleva el niño
una verdadera joya, una mujer sin igual, un prodigio de talento, de
belleza, de virtud... hija de un caballerizo...
--¡Hija de un caballerizo!...--repitió la ex-carnicera con cierto
aturdimiento,--de esos monigotes que van al lado del coche real...
brincando sobre la silla... Si digo... Vivir para ver.
--Y el mejor día, sépalo usted, señora de Peña, me voy al ministerio
de Estado, revuelvo el archivo de la cancillería, y le saco á mi
protegida un título de baronesa como una casa... Chúpate esa.
--¿De veras, hombre?--dijo ella mezclando á la cólera un grano de
risa.--Con que baronesa... Algo tendrá el agua cuando la bendicen.
--Sí señora...
--Ella será todo lo baronesa que usted quiera; pero si apuesta á fea,
no hay quien la gane. No la he visto más que una vez después que es
profesora... qué alones, ¡bendito Dios! Es un palo vestido. Cosa más
sin gracia no se ha visto. Parece una de esas traviatonas... No sé cómo
mi niño ha tenido el antojo...
--Ha tenido muy buen gusto. La que lo tiene perverso es usted.
--No me gustan las mujeres sabias... ¡Una licenciada! ¡qué asco! La
sabiduría es para los hombres, la sal para las mujeres.
Diciendo esto, parecíame algo desenojada.
--Siga usted, siga usted--me dijo--elogiando á su ahijada. Es de las
que destetaron con vinagre... Si la veo entrar en mi casa, creo que de
un repelón...
--No será usted tan fiera... La admitirá usted, y al poco tiempo la
querrá muchísimo.
--¿De veras...?--exclamó con dejo chulesco.--Voy viendo que el señor
catedrático no ha inventado la pólvora y es primo hermano del que asó
la manteca.
--Qué le hemos de hacer... Por de pronto va usted á hacerme el favor de
mandar á su criada que me planche dos camisas. Petra está mala...
--¡Ay! sí señor--respondió con oficiosa prontitud, levantándose.
--Otro favorcito... Aquí tengo mi americana, á la cual le faltan
botones...
--Sí, sí, sí, venga.
Empezó á dar vueltas por mi habitación como buscando quehaceres.
--Más favorcitos: Aquí tengo unas camisas que no recibirían mal un
cuello nuevo.
--Ya lo creo; venga.
--Y aquí me tiene usted hoy, sin saber lo que he de comer...
--¡Virgen! no faltaba más. Baje usted... ó le mandaré lo que guste...
--Bajaré... Hoy no me vendría mal que subiera una chica á arreglar un
poco esto... La pobre Petra...
--Subiré yo misma. ¿Qué más?
--Que es preciso dar la licencia á Manuel.
La risa, la complacencia, su deseo anhelante de servirme luchaban con
su inexplicable orgullo; pero me hacía gracia oirle decir entre risueña
y enojada:
--No me da la gana... Pues me gusta...
--Vaya, que sí lo hará usted.
--Me llevo esto.
Aludía á mi ropa, que recogió con diligencia y examinaba con ojos de
mujer hacendosa.
--Subiré en seguida... Traeré una de las chicas para que me ayude.
¡Virgen, cómo está esta casa! Pero verá usted, verá usted qué pronto la
ponemos como el lucero del alba.
Y desde la puerta me miró de un modo particular.
--Aquello, aquello...--le grité.
--Que no me da la gana... Usted tiene ganas de oirme. El buen señor es
pesadito...


XLVI
¿Se casaron?

Pues ya lo creo. ¿No se habían de casar, si esto era la solución lógica
y necesaria? Conciencia y Naturaleza lo pedían con diversos gritos. Yo
tuve empeño particular en conseguirlo. Agradecida á mí debía vivir la
tórtola profesora toda su vida, pues sin el pronto auxilio del buenazo
de Manso, es seguro que no hubiera podido realizarse el salvamento que
se deseaba. Porque indudablemente Manuel Peña estaba indeciso aquella
noche que le amonesté, y si era poderosa su pasión, también lo eran sus
perplejidades, sus preocupaciones, y la influencia que sobre él tenían
amigotes casquivanos y su amante mamá. Así, tengo el orgullo de haber
resuelto, en sentido del bien y con sólo cuatro palabras apuntadas
al corazón, aquel difícil pleito. No me gusta elogiarme, y sigo mi
narración... Pero como no quiero atropellar los acontecimientos,
retrocedo un poco para decir que no habían pasado veinte minutos desde
que partió mi vecina diciendo aquello de _Pesadito_, etcétera, cuando
sonó la campanilla.
_Una criada._--La señora que baje usted á ver unos muebles.
--Bueno; allá voy, que me estoy vistiendo.
Al poco rato, tilín...
--La señora que haga usted el favor de bajar á ver unas cortinas.
Era que la de Peña, ocupada en hacer compras para arreglar su nueva
casa, no se decidía en la elección de cosa alguna sin previa consulta
conmigo. Yo era para ella el resumen de toda la humana sabiduría en
cuanto Dios crió y dejó de criar. Mayormente en cuestiones de gusto,
mis caprichos eran leyes.
Bajé. Toda la sala estaba llena de muebles de lujo, comprados en
famosas tiendas, y un francés tapicero presentaba muestras de
cortinajes, portieres y telas diversas.
--¿Qué le parece, Sr. de Manso? Á ver, decida usted... ¿Estas sillotas
no son demasiado grandes? Esto para el Papa será bueno. ¡Qué cosas
inventan! ¿Pues y estas otras que parecen de alambre? Si me siento en
ellas, adios mi dinero... Y todo desigual; cada pieza es de diferente
forma y color. Á mí me gustan cosas que hagan juego... Estas cortinas,
Sr. de Manso, parecen de tela de casullas; pero la moda lo manda...
Sobre todo dí mi opinión, y la señora, muy complacida, renunció á
adquirir muchos objetos de dudoso gusto, á los cuales puse mi veto.
--Si quisiera usted darse una vuelta por la nueva casa, amigo D.
Máximo...--me dijo más tarde.--Porque yo no sé lo que harán los
pintores si no hay una persona de gusto que les diga... pues...
Yo mandé que en el comedor me pintaran muchas liebres, codornices
muertas y algún ciervo difunto. No sé lo que harán. Dicen que ahora
se adornan los comedores con platos pegados en el techo. Antes los
platos se usaban para comer. No entiendo estas modas nuevas. Usted me
aconsejará. Lo mejor es que se plante usted en la casa y lo dirija
todo á su gusto... Eso; disponga á su antojo, y quite y ponga lo que
le parezca... Me figuro que en los salones será moda también colgar
las sillas del techo... y poner las arañas en el suelo... Mire usted,
Sr. de Manso, se me ocurre una cosa. Esta tarde no tiene usted nada
que hacer. ¿Vámonos á la casa nueva? Ahora me van á traer el coche que
he comprado. Lo estreno hoy, lo estrenaremos, y usted me dirá si es
de buen gusto, si tiene los muelles blanditos y si los caballos son
guapetones... Verá usted qué casa, aunque aquello está todo revuelto
y lleno de yeso y basura. Virgen, ¡qué calma la de esos pintores y
estuquistas! Ya ve usted: aquí he tenido que meter todos los muebles,
y está la sala tan atestada, que no se puede dar un paso en ella. ¿Con
que vamos allá?
Á todo accedí. La señora fué á vestirse. Al poco rato me mandó llamar
para que viese una bata que le probaba la modista.
--Me parece muy bien, señora. Le cae á usted que ni...
--Que ni pintada. Eso ya lo sabía yo... Á mí todo me cae bien. ¿No es
verdad, Mansito? Todavía doy yo quince y raya á más de cuatro farolonas
que van por ahí.
Y al quitarse la bata probada, quedó la señora un poco menos vestida de
lo que es uso y costumbre, sobre todo delante de caballeros extraños.
--¡Eh! no se vaya usted, hombre; confianza, confianza. Ya saben todos
que no soy gazmoña. ¿Qué se me ve? nada. Ya estaba usted enterado de
que por mis barrios...
Al decir _por mis barrios_, se pasaba suavemente las manos por los
hermosos, blancos y redondeados hombros. Y continuó la frase así:
--... no se usan almacenes de huesos... Eso se deja para ciertas
sílfides que yo me sé... ¡Qué alones! En fin, no quiero enfadarme.
Vistióse prontamente.
--Lo que es sombrero--me dijo mirándome como si se mirara al
espejo,--no pienso ponérmelo. Mi cara no pide teja... ¿no es verdad?...
Venga la mantilla, Andrea... Date prisa, mujer, que está el señor
catedrático esperando.
Decidido á complacerla, la acompañé, estrenando coche y dándonos mucho
tono por aquellas calles de Dios. Yo me reía y ella también. Por el
camino, la conversación ofrecióme oportunidad para decirle algo de la
famosa licencia, y al oirme se enfadó, aunque no tanto como antes,
alzando demasiadamente la voz.
--Vamos, que me está usted buscando el genio... Pues le tengo
fuertecito. Si vuelvo á oir hablar de la maestra... ¿Á que mando parar
el coche y le pongo á usted en medio del arroyo?...
En la casa ví horrores. Había puertas pintadas de azul, techos por
donde corrían ciervos, angelitos dorados en los zócalos, muchos vidrios
de colores por todas partes, papeles de follaje verde con cenefa
de amaranto, bellotas de plata en las jambas, rosetones con ninfas
tísicas ó hidrópicas, cisnes nadando en sulfato de hierro, y otras mil
herejías. Para la extirpación general de ellas habría sido preciso un
gran auto de fé. Era tarde ya para hacerlo, y sólo pude disponer algo
que remendara y corrigiera el daño; pero sin dejar de hacer á mi vecina
cumplidos elogios del decorado de su suntuosa vivienda.
También estuvimos á ver la que me destinaba, que me pareció muy bonita.
Doña Javiera hizo la distribución previa, anticipándose á mis gustos y
deseos.
--Aquí el despacho; la librería en este testero; allí la cama del señor
de Manso, bien resguardada del aire y lejos del ruido de la escalera;
acá el lavabo. Voy á ponerle tubería con grifo para más comodidad...
Asomémonos. Estas sí que son vistas. Así, cuando usted tenga la cabeza
pesada de tanto estudiar, se asoma al mirador y se traga con los ojos
todo el Retiro. Desde aquí puede mi señor catedrático hacerle el amor
á la ermita de los Ángeles que se ve allá lejos, y discutir á bramidos
con el león del Retiro...
La verdad era que yo estaba profundamente agradecido á mi cariñosa
y providente vecina. No pude menos de manifestárselo así... Pero en
cuanto tocaba, aunque de soslayo, la temida cuestión, ya estaba la
señora hecha un basilisco. No obstante, al día siguiente encontréla
más amansada. Ya no decía: _la maestra de escuela_, sino _esa pobre
joven_... Por la tarde, cuando la señora y sus criadas estaban
arreglando mi cuarto, volví á la carga y me dijo sin irritarse:
--Es usted más sobón... Lo que usted no consiga con su machaca,
machaca, no lo consigue nadie... Pero no, no me dejo engatusar... No
hablemos más de ello. Si sigue usted, me vuelo...
--Pero, señora...
--Callarse la boca. Si me enfado, cojo el zorro... y por la puerta se
va á la calle.
Me amenazaba con echarme de mi propia casa. Y parecía que había tomado
posesión de ella, mirándola como suya, y disponiendo de todo á su
antojo. No podía quejarme, porque con pretexto de la enfermedad de
Petra, que estaba medio baldada, doña Javiera y sus criados habían
puesto mi casa como el oro. Nunca había visto en derredor mío tanto
arreglo y limpieza. Daba gusto de ver mi ropa y mis modestos ajuares.
En varias partes de la casa, sobre la chimenea y en mi lavabo,
sorprendí algunos objetos de lujo y de utilidad que no me pertenecían.
La señora de Peña los había subido de su casa, obsequiándome
discretamente con ellos.
Á medida que su amabilidad me proporcionaba nuevas ocasiones de
complacerla, disminuían sus _voladuras_ con motivo de la licencia, y al
fin tuve tal maña para agradarla y complacerla, ora dándole dictámen
sobre sus aprestos de lujo, ora dejándome cuidar y atender, que una
tarde me dijo:
--Para no oirle más, Mansito... que se casen... Lo que usted no consiga
de mí... Tiene usted la sombra de Dios para proteger niñas.


XLVII
No me dejaba á sol ni sombra.

Bendiciones mil á mi cariñosa vecina, que sin duda se había propuesto
hacerme agradable la vida y reconciliarme con lo humano. ¡Ley de las
compensaciones, te desconocerán los que arrastran una vida árida, en
las estepas del estudio; pero los que una vez entraron en las frescas
vegas de la realidad...! Abajo las metafísicas, y sigamos.
Fatigadillo estaba yo una mañana, cuando... tilín. Era Ruperto, que me
pareció más negro que la misma usura.
--Mi ama que vaya luego...
--Ya me cayó que hacer. ¿Qué ocurre? Voy al instante.
Hallé á Lica muy alarmada porque en el largo espacio de tres días no
había ido yo á su casa. En verdad era caso extraño; me disculpé con mis
quehaceres, y ella me puso de ingrato y descastado que no había por
donde cogerme.
--Pues verás para lo que te he llamado, chinito. Es preciso que
acompañes á D. Pedro...
--¿Y quién es D. Pedro?
--¡Ay qué fresco! Es el padre de Robustiana, ese señor tan bueno... Es
preciso que le busques papeleta para ver la Historia Natural.
--¡Qué más Historia Natural que él y toda su familia!
--No seas sencillo. Es un buen sujeto. Acompáñale á ver Madrid, pues el
buen señor no ha visto nada. Á uno de los chicos hay que colocarlo...
--Á todos los colocaremos... en medio de la calle.
--¡Chinchoso! El ama es muy buena. Máximo, buena mano tuviste... Si no
hay otro como tú...
--¿Y José María?
--¿Ese? Otra vez en lo mismo. Ya no se le ve por aquí. Parece que lo
del marquesado está ya hecho.
--Saludo á la _señá_ marquesa.
--Á mí... esas cosas...
No obstante su modestia y bondad, lo de la corona le gustaba. La
humanidad es como la han hecho, ó como se ha hecho ella misma. No hay
nada que la tuerza.
--Yo quiero mi tranquilidad--añadió.--José María está cada vez más
_relambido_... pero con unas ausencias, chinito... Ya se acabó lo de la
comisión de melazas, y ahora entra lo de la comisión de mascabados.
Á poco vimos aparecer á mi hermano, y lo primero que me dijo, de muy
mal talante, fué esto:
--Mira, Máximo, tú que has traido aquí esta tribu salvaje, á ver cómo
nos libras de ella. Esto es la langosta, la filoxera; no sé ya qué
hacer. Me tienen loco. También tú tienes unas cosas... El uno pide
papeletas, y me va á buscar al Congreso; la otra pide destinos para sus
dos lobatos... En fin, encárgate tú, que los trajiste, de sacudir de
aquí esta plaga.
--Los pobres--murmuró Lica,--son tan buenos...
--Pues ponerles en la calle--indiqué yo.
--¡No, no, que se le retira la leche!--exclamó con espanto
Manuela.--Habla bajo, por Dios... Pueden oir...
Hablando bajito, quise dar una noticia de sensación, y anuncié la boda
de Manuel Peña. Manuela se persignó diferentes veces. Mi hermano,
atrozmente inmutado, no dijo más que:
--Ya lo sabía.
Disimulaba medianamente su ira tomando un periódico, dejándolo,
encendiendo cigarrillos. Después, como al ir á su despacho, tropezara
en el pasillo con el célebre D. Pedro, que, sombrero en mano, le pedía
no sé qué gollería, montó en súbita cólera, no se pudo contener...
--Oiga usted, don espantajo--le dijo á gritos,--¿cree usted que estoy
yo aquí para aguantar sus necedades? Á la calle todo el mundo; váyase
usted al momento de mi casa, y llévese toda su recua...
¡Dios mío la que se armó! El titulado D. Pedro ó tío Pedro, pues sólo
mi cuñada le daba el _don_, dijo que á él no le faltaba nadie; su digna
esposa se atrevió á sostener que ella era tan señora como la señora;
los chicos salieron escapados por la escalera abajo, y Robustiana
empezó á llorar á lágrima viva. Muerta de miedo estaba Lica, que casi
de rodillas me pidió que pusiera paz en aquella gente y librara á mi
ahijado de un nuevo y grandísimo peligro. En tanto sentíamos á José
María dando patadas en su cuarto, en compañía de Sainz del Bardal, á
quien llamaba idiota por no sé qué descuido en la redacción de una
carta.
--Al fin se le hace justicia--pensé;--y no tuve más remedio que amansar
á D. Pedro y á su mujer, diciéndoles mil cosas blandas y corteses,
y llevándoles aquella misma tarde á ver la Historia Natural. Á los
chicos tuve que comprarles botas, sombreros, petacas y bollos. Lica
hizo un buen regalo á la madre del ama. Yo llevé al café por la noche
al hotentote del papá; y por fin, al día siguiente, con obsequios y
mercedes sin número, buenas palabras y mi promesa formal de conseguir
la cartería y estanco del pueblo para el hijo mayor, logramos
empaquetarles en el tren, pagándoles el viaje y dándoles opulenta
merienda para el camino.
¡Cuándo acabarían mis dolorosos esfuerzos en pró de los demás!
--Esto es una cosa atroz--dije para mí, parodiando á doña
Cándida.--Bienaventurado es aquel que enciende una vela á la caridad y
otra al egoismo.


XLVIII
La boda se celebró.

Era un martes... Como me agrada poco hablar de esto, lo dejaré por
ahora. Algo hay, anterior al acto de la boda, que no merece el olvido.
Por ejemplo: doña Cándida, enterada de los proyectos de Manuel por
éste mismo, vió los cielos abiertos, y en ellos un delicioso porvenir
de parasitismo en casa de los Peñas. Con todo, no podía contravenir
mi cínife la ley de su caracter, que exigía farsas extraordinarias en
aquella ocasión culminante, y así había que verla y oirla el día en que
fué á casa de Lica «á desahogar su pena, á buscar consuelos en el seno
de la amistad...»
--Porque la sola idea de que iba á vivir separada de la inocente
criatura, la llenaba de congoja. ¿Qué sería de ella ya, á su edad,
privada de la dulce compañía de su queridísima sobrina... única persona
que de los García Grande quedaba ya en el mundo? Pero el Señor sabía
lo que se hacía al quitarle aquel gusto, aquel apoyo moral... Nacemos
para padecer, y padeciendo morimos... Por supuesto, ella sabía dominar
su pena y aun atenuarla, considerando la buena suerte de la chica.
¡Oh! sí, lo principal era que Irene se casara bien, aunque su tía se
muriera de dolor al perder su compañía... ¡Y que no lloraría poco la
pobre niña al separarse de su tía para irse á vivir con un hombre!...
Era tan tímida, tan apocadita... Una cosa no le gustaba á mi cínife,
y era el origen poco hidalgo de Peña. Reconocía sus buenas prendas,
su talento, su brillante porvenir; pero ¡ay! la carne, la carne...
Irene se casaba con uno de los tres enemigos del alma. No se puede una
acostumbrar á ciertas cosas, por más que hablen de las luces del siglo,
de la igualdad y de la aristocracia del talento... En fin, era una
cosa atroz; y la señora, que por bondad y tolerancia trataría á Manuel
como á un hijo, estaba resuelta á no tragar á doña Javiera, porque
realmente hay cosas que están por encima de las fuerzas humanas... Ella
transigía con el chico; pero con la mamá... ¡imposible! Si al menos
no fuera tan ordinaria... ¡Quiá! no podía, no podía vencer Calígula
sus escrúpulos... ó si se quiere, dígase preocupaciones. Fuese lo que
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