El amigo Manso - 06

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felices iban á ser cuando aquella máquina, todavía no armada, echase
á andar, llenando á España con su admirable movimiento y esparciendo
rayos de beneficencia por todas partes!
Las tardes de la semana de Navidad, que para algunos es tan alegre y
para mí ha sido siempre muy sosa, las pasábamos acompañando á Lica.
Doña Cándida no faltaba nunca, y demostraba á mi cuñada y á su niño
una ternura idolátrica, cuya última nota era quedarse á comer. La
admiración tácita de Calígula por el cocinero de la casa, si discreta,
no era nada platónica.
Una tarde se les antojó á los chicos ir al teatro, y como el de Martín
está tan cerca y daban _El Nacimiento del Hijo de Dios y La Degollación
de los Inocentes_, tomé un palco y nos fuimos allá Irene, yo y la
familia menuda. Chita, que se dispuso á ir también y llegó hasta la
escalera con un sombrerote tan grande que no se le veía la cara, se
volvió adentro porque se sentía muy _fluxionada_. Yo estaba alegre
aquella tarde, y el aspecto del teatro, poblado de criaturas de todas
edades y sexos, aumentaba mi regocijo, el cual no sé si provenía de una
recóndita admiración de la fecundidad y aumento de la especie humana.
Hacía bastante calor allí dentro, y las estrechas galerías, donde tanta
gente se acomodaba, parecían guirnaldas de cabezas humanas, entre las
cuales descollaban las de los chiquillos. No he visto algazara como
aquella; arriba uno pedía la teta, abajo berraqueaba otro, y en palcos
y butacas las pataditas, el palmoteo, y aquel contínuo mover de caras
producían confusión, mareo y como un principio de demencia. Las luces
rojizas del gas daban á aquel recinto, donde hervían tanto ardiente
apetito de emociones, tanta bulliciosa y febril impaciencia, no sé qué
graciosa similitud con calderas infernales ó con un infiernito de juego
y miniatura, improvisado en el Limbo en una tarde de Carnaval.
Mucho terror causó á Pepito María ver salir al demonio luego que se
alzó el telón. Era el más feo mamarracho que he visto en mi vida. El
pobre niño escondía su cara para no verlo; sus hermanitas se reían,
y él, excitado por todos para que perdiese el miedo, no se aventuraba
más que á abrir un poquito de un ojo, hasta que, viendo los horribles
cuernos del actor que hacía de demonio, los volvía á cerrar, y pedía
que le sacaran de allí. Felizmente la salida de un angel, armado de
lanza y escudo, que con cuatro palabras supo acoquinar al diablo y
darle media docena de patadas, tranquilizó á Pepito, el cual se animó
mucho oyendo las exclamaciones de contento que de todos los puntos del
teatro salían.
Á medida que adelantaba la exposición del drama, Irene y yo nos
admirábamos de que tan serio asunto, poético y respetable se pusiera en
indecente farsa. Sale allí un templo con la ceremonia del casamiento
de la Virgen, que es lo que hay que ver y oir. El sacerdote, envuelto
en una sábana con tiras de papel dorado, tenía todo el empaque de un
mozo de cuerda que acababa de llegar de la esquina próxima. Vimos á San
José, representado por un comiquejo de estos que lucen en los sainetes
y que allí era más ridículo por la enfática gravedad que quería dar al
tipo incoloro y poco teatral del esposo de María; vimos á ésta, que era
una actriz de fisonomía graciosa, con más de maja que de señora, y que
se esforzaba en poner cara inocente y dulzona. Vestida impropiamente,
no podía acomodar su desfigurado talle de modo que desapareciesen los
indicios de próxima maternidad. Pero lo más repugnante de aquella
farsa increible era un pastor zafio y bestial, pretendiente á la mano
de María, y que en la escena del Templo y en el resto de la obra se
permitía atroces libertades de lenguaje á propósito de la mansedumbre
de San José. Irene opinaba, como yo, que tales espectáculos no deben
permitirse, y hacía consideraciones bien tristes sobre los sentimientos
religiosos de un pueblo que semejantes caricaturas tolera y aplaude.
Esto me llevó á hablarle del teatro en general, de su convencionalismo,
de las falsedades que le informan, y hablaba de esto, porque no me
ocurría la manera de introducir en la conversación otros temas más
en armonía con el estado de mis sentimientos. Yo buscaba fórmulas de
transición y hallaba en mí increible torpeza. Creo que el calor, el
bullicio de los entreactos y el tedio de aquel sacrílego sainetón
ponían en mi mente un aturdimiento espantoso. No sé qué fatal y
desconocida fuerza me llevaba á no poder tratar más que asuntos
comunes, desabridos y áridos, como una lección de mi cátedra. La misma
belleza y gracia de Irene, lejos de espolearme, ponía como un sello en
mi boca, y en todo mi espíritu no sé qué misteriosas ligaduras.
Ignoro cómo rodó la conversación á cosas y hechos de su infancia.
Irene me habló de su padre, que fué caballerizo; recordaba vagamente
su uniforme con bordados, una pechera roja, un tricornio sobre una
cara que se inclinaba hacia ella, chiquitita, para darle besos.
Recordaba que en los albores de su conocimiento, todo respiraba junto
á ella profundo respeto hacia la Casa Real. Una tía suya paterna,
más humana que doña Cándida, la amaba entrañablemente. Esta señora
recibía una pensión de la Casa Real, porque su esposo, sus padres,
abuelos y tatarabuelos habían sido también caballerizos, sumilleres,
guardamangieres ó no sé qué. El entusiasmo de esta señora por la regia
familia era una idolatría. Cuando sobrevino la revolución del 68, la
tía de Irene perdió la pensión y el juicio, porque se volvió loca de
pena, y al poco tiempo murió, dejando á su tierna sobrina en las garras
de doña Cándida.
Verdaderamente, estas cosas tenían para mí un interés secundario,
y más cuando mi espíritu se atormentaba con la idea de una urgente
manifestación de sentimientos. Por natural simpatía, mi cabeza se
asimilaba y hacía suyo aquel estado de congoja moral, y empezó á
molestarme con una obstrucción dolorosa. Y permanecí callado en un
ángulo del palco, mientras los chicos miraban embobecidos el cuadro
de la Anunciación, el del Empadronamiento y el viaje á Belén. Irene
conoció en mi silencio que me dolía la cabeza, y me dijo que saliendo
un poquito á la calle para que me diera el aire se me quitaría.
Pero no quise salir, y durante el segundo entreacto hablamos... ¿de
qué? pues del caballerizo, de la tía de Irene, que padecía jaquecas de
tres días, con vómito, delirio y síncope. Poco después, alzado otra
vez el telón, vimos el monte, la cascada _de agua natural_ que caía
de lo alto del escenario y escurría entre hojalata; los pastores y el
rebaño vivo, compuesto de una docena de blancos borregos. En aquel
momento parecía que se iba á hundir el teatro: tan loco entusiasmo
suscitaban los chorros de agua y los corderos. Yo, como artista,
consideraba la índole de unos tiempos en que se hacen zarzuelas del
Nuevo Testamento, y luego, mientras se presentaba á los admirados
ojos de la chiquillería, de las criadas y nodrizas el bonito cuadro
del Portal, dejóse ir mi mente á un orden de juicios que no eran
totalmente distintos de los anteriores. Viendo en caricatura los hechos
más sagrados y puesto en farsa lo que la religión llama misterio para
hacerlo más respetable, se despertó en mí un prurito de crítica que, á
mi parecer, no dejaba de relacionarse con el pícaro dolor de cabeza,
pues parecía que éste lo estimulaba, dando á mi criterio pesimista
la agudeza de aquel filo que me cortaba el cráneo. Y lo más raro era
que mi crítica implacable se cebaba en aquello que más admiraban mis
ojos y que traía á mi espíritu tan risueñas esperanzas. Sin duda aquel
feo demonio que tanto había asustado á Pepito se metió en mí, porque
yo no cesaba de contemplar á Irene, no para saciarme en la vista de
sus perfecciones, sino para buscarle defectos y encontrárselos en
gran número, que esto era lo más grave. Su nariz me parecía de una
incorrección escandalosa, sus cejas demasiado ténues no permitían que
luciera bastante la proyección melancólica de sus ojos. ¿No era su boca
quizás, ó sin quizás, más grande de lo conveniente? Luego dejaba correr
mi despiadada regla por el cuello abajo y encontraba que en tal ó cual
parte hacía el vestido demasiados pliegues, que el corsé no acusaba
perfiles estéticos, que la cintura se doblaba más de lo regular, y al
mismo tiempo, ni había en su traje el esmerado corte que, á mi juicio,
debía tener, y sus guantes tenían una roturilla, y sus orejas estaban
demasiado rojas, no sé si por el calor, y su sombrero era muy grande, y
sus cabellos... Pero ¿á qué seguir? Mi cruel observación no perdonaba
nada, iba á rebuscar los defectos hasta á las regiones menos visibles,
y al hallarlos, cierta complacencia impía parece que daba descanso á
mi espíritu y alivio á mi dolor de cabeza... ¡Tontería grande aquel
trabajo mío, y cómo me reí de él más tarde! ¡Ni qué cosa humana habrá
que á tal análisis resista! Pero es una desdicha conocer el amargo
placer de la crítica y ser llevado por impulsos de la mente á deshojar
la misma flor que admiramos. Vale más ser niño y mirar con loco asombro
las imperfecciones de un rudo juguete, ó sentar plaza para siempre en
la infantería del vulgo. Esto me lleva á sospechar si el ideal estético
será puro convencionalismo, nacido de la finitud ó determinación
individual, y si tendrán razón los tontos al reirse de nosotros, ó lo
que es lo mismo, si los tontos serán en definitiva los discretos.
--¡Pobrecito Máximo!--me dijo de improviso Irene, en el momento que
caía el telón.--¿No se alivia esa cabeza?
Estas palabras me hicieron el efecto de un disciplinazo. Parece que
me habían despertado de un letargo. La miré, parecióme entonces tan
acabada como yo torpe, malicioso y zambo de cuerpo y alma.
--Me duele mucho... El calor... el ruido...
En aquel momento llamaban al autor, que no era San Lucas.
--Pues vámonos--dijo Irene.
Fué preciso hacer creer á las niñas que se había acabado todo. Pero
Belica, la mayor, estaba bien enterada del programa y nos decía muy
afligida: «Si falta la degollación...»
Irene las convenció de que no faltaba nada, y salimos.
--Le pondré á usted paños de agua sedativa--me dijo la profesora al
atravesar la calle de Santa Agueda.
¡Me pondría paños! Al oirla me pareció, no ya perfecta, sino puramente
ideal, hermana ó sobrina de los ángeles que asisten en el Cielo á los
santos achacosos y les dan el brazo para andar, y vendan y curan á los
que fueron mártires, cuando se les recrudecen sus heridas.
--El agua sedativa no me hace bien. Veremos si puedo dormir un poco.
--¿Se va usted á su casa?
--No; me echaré en el sofá del despacho de José María.
Y así lo hice. Muy entrada la noche, cuando desperté y me dieron una
taza de té, ya despejada la cabeza, sentí vivos deseos de ver á Irene,
pero no me atreví á preguntar por ella. Al salir para retirarme á mi
casa, doña Jesusa, como si adivinara mi pensamiento, me dijo:
--Esa niña, esa Irenita vale un Perú. Es más buena... Hasta hace un
rato ha estado cosiendo. Ya se ha encerrado en su cuarto. ¿Pero creerá
usted que duerme? Está leyendo acostada.
Al pasar ví claridad en el montante de la puerta. ¡Luz en su cuarto!
¿Qué leería?


XV
¿Qué leería?

Este fué el objeto de mis profundas cavilaciones en el tiempo que tardé
en llegar á mi casa, y aún me persiguió aquel enigma hasta que me
dormí, después de leer yo también un rato. ¿Y cual fué mi lectura? Abrí
no sé qué libros de mi más ardiente devoción, y me harté de poesía y de
idealidad.
Al despertar volví á preguntarme: «¿Qué leería?» Y en clase, cuando
explicaba mi lección, veía por entre las cláusulas y pensamientos de
ésta, como se ve la luz por entre las mallas de un tamíz, la cuestión
de lo que leía Irene.
Cumplidos mis deberes profesionales, aquel día, como casi todos, fuí á
almorzar á casa de mi hermano; y ved aquí cómo llegó á serme agradable
aquella mansión que al principio tantas antipatías despertaba en mí,
por el trastorno que sus habitantes habían causado en mis costumbres.
Pero yo empezaba á formarme una segunda rutina de vida, acomodándome al
medio local y atmosférico; que es ley que el mundo sea nuestro molde y
no nuestra hechura.
Favorecía mis visitas á aquella casa su proximidad á la mía, pues
en seis minutos y con sólo quinientos sesenta pasos salvaba yo la
distancia, por un itinerario que parecía camino celestial, formado de
las calles del Espíritu Santo, Corredera de San Pablo y calles de San
Joaquín, San Mateo y San Lorenzo. Esto era pasearse por las páginas
del _Año Cristiano_. ¡Y la casa me parecía tan bonita, con sus nueve
balcones de antepecho corrido, que semejaban pentágrama de música! ¡Y
eran tan interesantes la tienda, muestra y escaparates del estuquista
que habitaba en el piso bajo...! La gran escalera blanquecina me acogía
con paternal agasajo, y al entrar salía á recibirme el huésped eterno
y fijo de la casa, un fuerte olor de café retinto, que se asociaba
entonces á todas las imágenes, ideas y sucesos de la familia, y áun hoy
viene á formar en el fondo de mi memoria, siempre que repite aquellos
días, como un ambiente sensorio que envuelve y perfuma mi recuerdos.
El primero que aparecía ante mí era Rupertico haciendo cabriolas,
besándome la mano y llamándome _Taita_. Aquel día me dijo:
--Mi ama Lica se ha levantado hoy.
Entré á verla. Allí estaba doña Cándida, hecha un caramelo de
amabilidad, atendiendo á Lica, arreglándole las almohadas en el sillón,
cerrando las puertas para que no le diera aire, y al mismo tiempo
poniendo sus cinco sentidos en la criatura y en el ama. Las reglas y
preceptos que Calígula dictaba á cada momento para que el niño y la
nodriza no sufrieran el menor percance, llenarían tantos volúmenes
como la _Novísima Recopilación_. Ella había buscado el ama y la había
vestido, poniéndole más galones que á un féretro, collares rojos y todo
lo demás que constituye el traje de pasiega; ella le había marcado el
régimen y regulaba las hartazgas que tomaba aquella humana vaca, de
cuya voracidad no puede darse idea. Ella corría con todo lo de ropitas,
fajas y abrigos para mi tierno ahijado.
«Tiene toda la cara de tu madre--me decía,--y este se me figura que va
á ser un sabio como tú. ¿Pero has visto cosa más rica que este angel?»
Á mí me parecía bastante feo. Tenía por nariz la trompeta que es
característica de todos los Mansos, y un aire de mal humor, un gesto
avinagrado, un mohín tan displicente, que me le figuraba echando
pestes de los fastidiosos obsequios de doña Cándida.
Esta se multiplicaba para atender á todo; y como al muchacho se le
ocurriese dar uno de esos estornudos de pájaro que dan los niños,
ya estaba mi cínife con las manos en la cabeza, cerrando puertas y
riñéndonos, porque decía que hacíamos aire al pasar. Cuando Maximín
bostezaba, abriendo su desmedida boca sin dientes, al punto gritaba
ella: «¡Ama, la teta, la teta!»
Era el ama rolliza y montaraz, grande y hombruna, de color atezado,
ojos grandes y terroríficos, que miraban absortos las personas como
si nunca hubieran visto más que animales. Se asombraba de todo, se
expresaba con un como ladrido entre vascuence y castellano que sólo mi
cínife entendía, y si algo revelaba su ruda carátula era la astucia
y desconfianza del salvaje. Cuando, obediente á la consigna de doña
Cándida, tomaba al chiquillo para alimentarle y se sacaba del pecho con
dificultad un enorme zurrón negro, creía yo que aquello iba á sonar
como las gaitas de mi país. Lica estaba muy contenta del ama, y cuando
ésta no podía oirlo, decía doña Cándida, radiante de orgullo:
--No hay mujer como esta, no la hay... Le digo á usted, Lica, que ha
sido una adquisición... ¡Gracias á mí, que la he buscado como pan
bendito!... Hija, estas gangas no se encuentran á la vuelta de la
esquina. ¡Qué leche más rica! ¡Y qué formalota!... una cosa atroz ¿ha
visto usted? No dice esta boca es mía.
Débil, más indolente que nunca, pero risueña y feliz, mi cuñada
manifestaba su gratitud con expresiones cariñosas, y Calígula le decía:
--¡Qué bien está usted!... ¡Qué bonito color! Vamos, está usted muy
mona.
Y Lica me dijo, como siempre:
--Máximo, cuéntame cosas.
--¿Qué cosas ha de contar este sosón?--zumbó mi cínife con humor
picaresco.--Que empiece á echar filosofías y nos dormimos todas.
Á pesar de esta sátira, yo contaba cosas á Lica, le hablaba de teatros,
actualidades y de las noticias de Cuba.
La peinadora entró á peinar á Chita que, mientras le arreglaban el
pelo, me obligó á darle cuenta de todas las funciones que en la
última quincena se habían dado en los teatros. Yo, que no había ido á
ninguna, le decía lo que se me antojaba. Lo mismo Chita que mi cuñada
tenían pasión por los dramas y antipatía á la música y á las comedias
de costumbres. Para ellas no había goce en ningún espectáculo si no
veían brillar espadas y lanzas, y si no salían los actores muy bien
cargados de barbas y vestidos de verde, ó forrados de hojalata imitando
armaduras. Odiaban la llaneza de la prosa, y se dormían cuando los
actores no declamaban cortando la frase con hipos y el sonajeo de las
rimas. Compraba Chita todos los dramas del moderno repertorio, y ambas
hermanas los leían con deleite entre sorbos de café. Después se les
veía esparcidos sobre la chimenea y el velador, en las banquetas ó
en el suelo, á veces enteros, otras partidos en actos ó en escenas,
cada pliego por su lado, revuelta la catástrofe con la protasis y
la anagnórisis con la peripecia. Aquel día, además del desbarajuste
dramático, observé en el gabinete los desórdenes que, por ser
cuotidianos, no me llamaban ya la atención. Sobre mesillas y taburetes
se veían las tazas de café, unas sucias, mostrando el sedimento de
azucar, otras á medio beber y frías como el hielo; sobre tal silla un
sombrero de señora; un abrigo en el suelo; sobre la chimenea una bota;
el devocionario encima de un plato y cucharillas de café dentro de un
florerito de porcelana.
El gabinete estaba adornado á prisa y por contrata, con objetos ricos y
al mismo tiempo vulgares, pagados al doble de su natural. Doña Cándida
se había encargado del cortinaje y de varias chucherías que sobre la
chimenea estaban, ofreciéndolas como una de esas gangas que rara vez
se presentan. Un día que yo no estaba allí, acudió (creo que llevado
también por Calígula) un mercader de objetos de arte, y supo endosarle
á Lica media docena de cuadros sin mérito, que á todos los de la casa
parecieron admirables por el rabioso y brillante color de los trajes,
pintados con cierta habilidad. Había un reloj de música que á cada hora
soltaba una tocata; pero á los ocho días se plantó, y no hubo forma
humana de que tocase más ni de que diese hora. Y como los demás relojes
de la casa marchaban en espantosa anarquía, allí no se tenía nunca
datos del tiempo, y había huelga de horas é insurrección de minutos.
--Máximo, ¿qué hora es?... Chinito, llégate á ver qué hace José María.
No le he visto hoy. Todita la mañana ha estado en el despacho con Sainz
del Bardal. Verdad que hoy es correo de Cuba. Pero ya debe ser hora de
almorzar.
En el despacho encontré á José María atareadísimo con el correo de
Cuba. Ayudábale Sainz del Bardal, y entre los dos tenían escritas ya
cantidad de cartas bastante á cargar un vapor-correo.
--Ya sabes--me dijo mi hermano,--que creo tener segura mi elección
en uno de los distritos de la isla que están vacantes. El ministro
se ha empeñado en ello. Me tiene verdaderamente acosado. Yo, ¿qué he
de hacer?... Luego, de allá me escriben... Mira todas las cartas de
Sagua; entérate... Dicen que sólo yo les inspiro confianza... Estoy
verdaderamente agradecido á estos señores... Querido Sainz, descanse
usted y vámonos á almorzar. Ea, camaradas, á la mesa.
Almorzamos. Tan afanado estaba José María con su elección y con la
política, que ni en la mesa descansaba, y apoyando el periódico en una
copa, leía, como á bocados y á sorbos, la sesión del día anterior.
--Ese Cimarra--manifestó en su respiro,--es hombre verdaderamente
notable. Dicen que es inmoral... Mira, tú; yo no quiero meterme
en la vida privada, ¿eh? En la pública, Cimarra es verdaderamente
activo, hábil, muy amigo de sus amigos. Anoche estuvimos hasta las
dos en el despacho del ministro... Y ahora que me acuerdo, hablamos
de tí. Ya es hora de que pases á una cátedra de Universidad, y bien
podría ser que dentro de algún tiempo te calzaras la Dirección de
Instrucción pública... Ea, ea, no vengas con modestias ridículas. Eres
verdaderamente una calamidad. Con ese genio nunca saldrás de tu pasito
corto.
Y cuando mi hermano volvía á engolfarse en la lectura del periódico,
que era uno de los del partido, el poeta me tomaba por su cuenta,
para comunicarme, sin dejar de engullir, los progresos de la Sociedad
filantrópica, de que era secretario. Ya había dado dictámen una de las
comisiones. Los debates serían reñidísimos. Había voto particular,
y los pareceres de los vocales estaban muy divididos. Se trataba de
un problema muy importante, sin cuya aclaración no tenía la Sociedad
fundamento sólido en qué apoyarse; se trataba de establecer el grado
de eficacia que podría alcanzar la campaña filantrópica, mientras no
variasen las actuales relaciones entre el capital y el trabajo, y no
hubiese una disposición legislativa que de una vez para siempre...
El condenado quería hacerme un resumen del dictámen; pero yo le corté
la palabra, por temor á que me hiciera daño el almuerzo. Volvimos al
despacho. Sainz del Bardal, que se había prestado á ser secretario
de su protector, continuó escribiendo cartas, y José María, mientras
fumaba, me dejó ver con más claridad las ambiciones y vanidades
que se habían despertado en él. Aunque hacía alarde de sencillez y
retraimiento, bien se le conocía su anhelo de notoriedad política.
¡Bendito José! Me le figuraba en primera línea y á la cabeza de un
partido, fracción ó grupillo, que se llamaría de los _Mansistas_.
Cuando yo lo decía así, él se reía á carcajadas, demostrándome, al
través de su jovialidad, el gusto que esta suposición le causaba.
--Todo me lo dan hecho--decía,--yo no me muevo, yo no pido nada. Pero
se empeñan... Es verdaderamente honroso para mí, y estoy verdaderamente
agradecido... Anoche recibí un B. L. M. del ministro... Ese señor no
me deja á sol ni sombra... Yo no busco á nadie; me buscan. Yo quiero
estar metido en mi casa, y no me dejan.
Estos alardes de modestia eran un nuevo síntoma de la intoxicación
política que empezaba á padecer José, pues es muy propio de los
ambiciosos hacer el papel de que no buscan, ni piden, ni quieren
salir de las cuatro paredes, y siempre dan, como explicación de sus
intrigas, la disculpa de que se les solicita y obliga á ser grandes
hombres contra su voluntad. Con este síntoma notaba yo en mi hermano
el no menos claro de usar constantemente ciertas formulillas y modos
de decir de los políticos. La facilidad con que se había asimilado
todos estos dicharachos, probaba su vocación. Decía: «_Estamos á ver
venir, los señores que se sientan en aquellos bancos; esto se va;
lo primero es hacer país; hay mar de fondo; las minorías tiran á
dar_», etcétera. Llamaba _cogida_ á los fracasos parlamentarios de
un orador, y _enchiquerado_ al ministro que estaba bajo la amenaza
de una interpelación grave. Nuestro Congreso, que tan alto está en
la oratoria, tiene también su estilo flamenco. Á mi neófito no se le
escapaba tampoco ninguno de los profundos apotegmas, que son la única
muestra intelectual de muchas celebridades, como por ejemplo: «_Las
cosas caen del lado á que se inclinan._»
En sus costumbres no se advertía menos su conversión rápida á un nuevo
orden de ideas y de vida. Ya la pobre Lica había empezado á quejarse
de las largas ausencias de su marido, el cual, siempre que no tenía
convidados, comía fuera de casa, y entraba siempre á las dos de la
noche. Se había vuelto un si es no es áspero y gruñón dentro de casa,
y exigentísimo en todo lo referente á menudencias sociales y al
aparato de la casa. El menor descuido de la servidumbre traía sobre
Lica agrias amonestaciones; y no digo nada de los malísimos ratos que
sufrió la pobrecita para corregirse de su rusticidad y olvidar todas
las palabras de la tierra, y no hablar ni pensar más que á la europea.
Dócil y aplicada, la infeliz ponía tanta atención á las fraternas de
su marido que logró reformar mucho sus modales y lenguaje, y ya no
llamaba _túnico_ al vestido, ni á las enaguas _sayuelas_, ni al polisón
_bullerengue_. Por este mismo tiempo empezó á restituirse la dicción
castellana en los nombres de todos, y ya no se le decía Lica, sino
Manuela, y su hermana fué Mercedes, y la niña mayor, que se nombraba
Isabel, como mi madre, no se llamó más Belica. Sólo la niña Chucha era
refractaria á estas novedades, y no respondía cuando la llamaban doña
Jesusa, porque dejar su lengua, decía, era arrojar á las calles de
Madrid lo último que le quedaba de su querida patria.
Y aquella misma mañana observé en el despacho otros indicios de
demencia que me dieron mucha tristeza, porque ya no me quedaba duda de
que el mal de José María era fulminante y de que pronto se perdería
la esperanza de su remedio. Sobre la mesa había muestras de garabatos
heráldicos hechos en distintos colores. Esto, unido á ciertos rumores
que habían llegado á mí y á las tonterías que escribió un revistero
de periódico, confirmó mis sospechas, y no pudiendo resistir la
curiosidad, pregunté:
--¿Pero es cierto que vas á titularte?
--Yo no sé... si he de decirte la verdad... estas cosas me
fastidian...--repuso con turbación.--Es empeño de ellos, yo me resisto.
Luego, los del partido... lo han tomado como asunto propio... Es
verdaderamente una tontería ¿pero cómo les voy á decir que no? Sería
verdaderamente ridículo... Si me hicieras el favor de no quitarme el
tiempo, camarada. Estamos verdaderamente sofocados con este dichoso
correo de Cuba.
Dejéle con sus cartas y su poeta secretario. Pronto sería yo hermano
de un marqués de Casa-Manso ó cosa tal. En verdad, esto me era de
todo punto indiferente, y no debía preocuparme de semejante cosa;
pero pensaba en ella porque venía á confirmar el diagnóstico que hice
de la creciente locura de mi hermano. Lo del título era un fenómeno
infalible en el proceso psicológico, en la evolución mental de sus
vanidades. José reproducía en su desenvolvimiento personal la serie de
fenómenos generales que caracterizan á estas oligarquías eclécticas,
producto de un estado de crísis intelectual y política que eslabona
el mundo destruido con el que se está elaborando. Es curioso estudiar
la filosofía de la historia en el indivíduo, en el corpúsculo, en la
célula. Como las ciencias naturales, aquélla exige también el uso
del microscopio. Indudablemente, estas democracias blasonadas; estas
monarquías de transacción sostenidas en el cabello de un artificio
legal; este sistema de responsabilidades y de poderes, colocado sobre
una cuerda floja y sostenido á fuerza de balancines retóricos; esta
sociedad que despedaza la aristocracia antigua y crea otra nueva
con hombres que han pasado su juventud detrás de un mostrador; estos
Estados latinos que respiran á pulmón lleno el aire de la igualdad,
llevando este principio no sólo á las leyes sino á la formación de los
ejércitos más formidables que ha visto el mundo; estos días que vemos
y en los cuales actuamos, siendo todos víctimas de resabios tiránicos
y al mismo tiempo señores de algo, partícipes de una soberanía que
lentamente se nos infiltra, todo, en fin, reclama y quizás anuncia un
paso ó trasformación, que será quizás la más grande que ha visto la
historia. Mi hermano, que había fregado platos, liado cigarrillos,
azotado negros, vendido sombreros y zapatos, racionado tropas y
traficado en estiércoles, iba á entrar en esa escogida falange de
próceres, que son como la imagen del poder histórico inamovible y
como su garantía de permanencia y solidez. Digamos con el otro: «Ó el
universo se desquicia, ó el hijo de Dios perece.»
* * * * *
Pensando en estas cosas fuí al cuarto de Irene, y todo lo olvidé desde
que la ví. Sin oir su respuesta á mi primer saludo, le pregunté:


XVI
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