El amigo Manso - 02

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No me faltaba en las fiestas principales ni en mis días el regalito de
chacina, jamón ú otros artículos apetitosos de lo mucho y bueno que en
la tienda había, todo tan abundante, que no pudiendo consumirlo por
mí solo, distribuía una buena parte entre mis compañeros de cláustro,
alguno de los cuales, ardiente devoto de la carne de cerdo, me daba
bromas con mi vecina.
Pero las finezas de doña Javiera no escondían pensamiento amoroso,
ni eran totalmente desinteresadas. Así me lo manifestó un día en
que, de vuelta de la parroquia de San Ildefonso, subió á mi casa, y
sentándose con su habitual llaneza en un sillón de mi sala-despacho, se
puso á contemplar mi estantería de libros, rematada por unos cuantos
bustos de yeso. Estaba yo aquella mañana poniendo notas y prólogo á
una traducción del _Sistema de Bellas Artes_ de Hegel, hecha por un
amigo. Las ideas sobre lo bello llenaban mi mente y se revolvían en
ella, produciéndome ya tal confusión, que la vista de aquella señora
fué para mi pensamiento un placentero descanso. La miré y sentí que
se me despejaba la cabeza, que volvía á reinar el orden en ella, como
cuando entra el maestro en la sala de una escuela donde los chiquillos
están de huelga y broma. Mi vecina era la autoridad estética, y mis
ideas, dirélo de una vez, la pillería aprisionada que, en ausencia de
la realidad, se entrega á desordenados juegos y cabriolas. Siempre me
había parecido doña Javiera persona de buen ver; pero aquel día se
me antojó hermosísima. La mantilla negra, el gran pañolón de Manila,
amarillo y rameado (pues venía de ser madrina de bautizo de un chico
del carbonero), las joyas anticuadas, pero verdaderamente ricas,
de pura ley, vistosas, con muchas esmeraldas y fuertes golpes de
filigrana, daban grandísimo realce á su blanca tez y á su negro y bien
peinado cabello. ¡Bendito sea Hegel! Todavía estaba doña Javiera en
muy buena edad, y aunque la vida sedentaria le había hecho engrosar
más de lo que ordena el Maestro en el capítulo de las proporciones, su
gallarda estatura, su buena conformación, y reparto de carnosidades,
huecos y bultos casi casi hacían de aquel defecto una hermosura.
Al mirarla destacándose sobre aquel fondo de librería, hallaba yo
tan gracioso el contraste, que al punto se me ocurrió añadir á mis
comentarios uno sobre la _Ironía en las Bellas Artes_.
--Estoy aquí mirando los _padrotes_--dijo, volviendo sus ojos á lo alto
de la pared.
Los _padrotes_ eran cuatro bustos comprados por mi madre en una tienda
de yesos. Los había elegido sin ningún criterio, atendiendo sólo al
tamaño, y eran Demósthenes, Quevedo, Marco Aurelio y Julián Romea.
--Esos son los maestros de todo lo que se sabe--indicó la señora,
llena de profundo respeto.--¡Y cuánto libro! ¡Si habrá letras aquí...!
¡Virgen! ¡Y todo esto lo tiene usted en la cabeza! Así nos sabe tanto.
Pero vamos á nuestro asunto. Atiéndame usted.
No necesitaba que me lo advirtiese, porque tenía toda mi atención
puesta en ella.
--Yo le tengo á usted mucha ley, Sr. de Manso; usted es un hombre
como hay pocos... miento, como no hay ninguno. Desde que le traté se
me entró usted por el ojo derecho, se me metió en el cuerpo y se me
aposentó en el corazón...
Al decir esto rompió á reir, añadiendo:
--Pues no parece sino que le hago á usted el amor; y no es eso, Sr.
de Manso. No lo digo porque usted no lo merezca, ¡Virgen! pues aunque
tiene usted cara de cura, y no es ofensa, no señor... Pero vamos al
caso... Se ha quedado usted un poco pálido; se ha quedado usted más
serio que un plato de habas.
Yo estaba un poquillo turbado, sin saber qué decir. Doña Javiera se
explicó al fin con claridad. ¿Qué pretendía de mí? Una cosa muy natural
y sencilla; pero que yo no esperaba en tal instante, sin duda, porque
los diablillos que andaban dentro de mi cabeza jugando con la materia
estética y haciendo con ella mangas y capirotes, me tenían apartado de
la realidad; y estos mismos diablillos fueron causa de que me quedara
confuso y aturdido cuando oí á Doña Javiera manifestar su pretensión,
la cual era que me encargase de educar á su hijo.
--El chico--prosiguió ella, echándose atrás el manto,--es de la piel
de Satanás. Ahora va á cumplir veintiun años. Es de buena ley, eso sí,
tiene los mejores sentimientos del mundo, y su corazón es de pasta de
ángeles. Ni á martillazos entra en aquella cabeza un mal pensamiento.
Pero no hay cristiano que le haga estudiar. Sus libros son los ojos de
las muchachas bonitas; su biblioteca los palcos de los teatros. Duerme
las mañanas, y las tardes se las pasa en el picadero, en el gimnasio,
en eso que llaman... no sé cómo, el _Ascátin_, que es donde se patina
con ruedas. El mejor día se me entra en casa con una pierna rota. Me
gasta en ropa un caudal, y en convidar á los gorrones de sus amiguitos
otro tanto. Su pasión es los novillos, las corridas de aficionados,
tentar becerros, derribar vacas, y su orgullo demostrar mucho pecho,
mucho coraje. Tiene tanto amor propio, que el que le toque, ya
tiene para un rato, ¡Virgen!... En fin, por sus cualidades buenas y
hasta por sus tonterías, paréceme que hay en él mucho del perfecto
caballero; pero este caballero hay que labrarlo, amigo D. Máximo,
porque si no, mi hijo será un perfecto ganso... Tanto le quiero, que no
puedo hacer carrera de él, porque me enfado, ¿ve usted? hago intención
de reñirle, de pegarle, me pongo furiosa, me encolerizo á mí misma para
no dejarme embaucar; pero en estas viene el niño, se me pone delante
con aquella carita de angel pillo, me da dos besos, y ya estoy lela...
Se me cae la baba, amigo Manso, y no puedo negarle nada... Yo conozco
que le estoy echando á perder, que no tengo caracter de madre... Pues
oiga usted, se me ha ocurrido que para enderezar á mi hijo y ponerle
en camino y hacer de él un hombre, un gran señor, un caballero, no
conviene llevarle la contraria, ni sujetarle por fuerza, sino... á ver
si me explico... Conviene arrearle poco á poco, irle guiando, ahora
un halago, después un palito, mucho ten con ten y estira y afloja,
variarle poquito á poquito las aficiones, despertarle el gusto por
otras cosas, fingirle ceder para después apretar más fuerte, aquí
te toco, aquí te dejo, ponerle un freno de seda, y si á mano viene,
buscarle distracciones que le enseñen algo, ó hacerle de modo que las
lecciones le diviertan... Si le pongo en manos de un profesorazo seco,
él se reirá del profesor. Lo que le hace falta es un maestro que, al
mismo tiempo que sea maestro, sea un buen amigo, un compañero que á la
chita callando y de sorpresa le vaya metiendo en la cabeza las buenas
ideas; que le presente la ciencia como cosa bonita y agradable; que
no sea regañón, ni pesado, sino bondadoso, un alma de Dios con mucho
pesquis; que se ría, si á mano viene, y tenga labia para hablar de
cosas sabias con mucho aquél, metiéndolas por los ojos y por el corazón.
Quedéme asombrado de ver cómo una mujer sin lecturas había comprendido
tan admirablemente el gran problema de la educación. Encantado de su
charla, yo no le decía nada, y sólo le indicaba mi aquiescencia con
expresivas cabezadas, cerrando un poquito los ojos, hábito que he
adquirido en clase cuando un alumno me contesta bien.
--Mi hijo--añadió la carnicera,--tiene y tendrá siempre con qué vivir.
Aunque me esté mal el decirlo, yo soy rica. Las cosas claras; soy de
tierra de Ciudad-Rodrigo. Por eso quiero que aprenda también á ser
económico, arregladito, sin ser cicatero. No tengo á deshonra el pasar
mi vida detrás de una tabla de carne ¡Virgen! Pero no me gusta, amigo
Manso, que mi hijo sea carnicero, ni tratante en ganados, ni nada que
se roce con el cuerno, la cerda y la tripa. Tampoco me satisface que
sea un vago, un pillastre, un cabeza vacía, uno de estos que después
de salir de la Universidad no saben ni persignarse. Yo quiero que sepa
todo lo que debe saber un caballero que vive de sus rentas; yo quiero
que no abra un palmo de boca cuando delante de él se hable de cosas
de fundamento... Y véase por dónde me han deparado Dios y la Virgen
del Carmen el profesor que necesito para mi pimpollo. Ese maestro, ese
sabio, ese padrote, es usted, Sr. D. Máximo... No, no se haga usted el
chiquitito ni me ponga los ojos en blanco... Para que todo venga bien,
mi Manolo tiene por usted unas simpatías... Como se ponga á hablar
de nuestro vecino, no acaba. Y yo le digo: «pues haz por parecerte á
él, hombre, aunque no sea más que de lejos...» Ayer le dije: «Te voy
á poner á estudiar tres ó cuatro horas todos los días en casa del
amigo Manso,» y se puso más contento... Le tengo matriculado en la
Universidad; pero de cada ocho días, me falta siete á clase. Dice que
le aburren los profesores y que le da sueño la cátedra. En fin, Sr. D.
Máximo, usted me le toma por su cuenta ó perdemos las amistades. En
cuanto á honorarios, usted es quien los ha de fijar... Bendito sea Dios
que le trajo á usted á poner su nido en el tercero de mi casa... Lo
digo, amigo Manso, usted ha bajado del sétimo Cielo...
Mucho me agradó la confianza que en mí ponía la buena señora, y por lo
agradable de la misión, así como por la honra que con ella me hacía,
acepté. Resistíme á tomar honorarios; pero doña Javiera opuso tal
resistencia á mi generosidad, y se enojó tanto, que estuvo á punto de
pegarme, y aun creo que me pegó algo. Todo quedó convenido aquel mismo
día, y desde el siguiente empezaron las lecciones.


IV
Manolito Peña, mi discípulo.

Doña Javiera era... (me molesta el sonsonete, pero no lo puedo evitar)
viuda. El establecimiento había prosperado mucho en manos del difunto,
hombre de gran probidad muy entendido en cuerno y cerda, sagaz
negociante, castellano rancio, buen bebedor, con la pasión de los toros
llevada al delirio. Falleció de un cólico miserere á los cincuenta
años. Cuatro habían pasado desde esta desgracia cuando yo conocí á
doña Javiera, que andaba á la sazón alrededor de los cuarenta; y por
aquellos mismos días los murmullos del barrio la suponían en relaciones
ilícitas con un tal Ponce, que había sido barítono de zarzuela; sujeto
de chispa y de buena figura, pero ya muy marchito; holgazán rematado,
aunque blasonaba de ciertas habilidades mecánicas que para nada
servían, como no fuera para que él se impacientara y se aburrieran los
demás. Todo el santo día lo pasaba este hombre en la casa de mi vecina,
bien haciendo un palacio de cartón para rifarlo, bien construyendo
una jaula tan grande y complicada, que no se acababa nunca. Era un
_retrato_ del Escorial hecho en alambre. Sabía hacer composturas y
tenía máquina de calar, con la que confeccionaba mil fruslerías de
tabla, chapa y marfil, todo enmarañado y de mal gusto, frágil, inútil y
jamás concluido.
Pero dejemos á Ponce y vengamos á mi discípulo. Era Manuel Peña
de índole tan buena y de inteligencia tan despejada, que al punto
comprendí no me costaría gran trabajo quitarle sus malas mañas. Estas
provenían del hervor de la sangre, de la generosidad é instintos
hidalgos del muchacho, del prurito de lo ideal que vigorosamente
aparece en las almas jóvenes; de su temperamento entre nervioso y
sanguíneo; de su admirable salud y buen humor, que le ponían á salvo de
melancolías, y por último, de la vanidad juvenil que en él despertaban
su hermosísima figura y agraciado rostro.
Mi complacencia era igual á la del escultor que recibe un perfecto
trozo del mármol más fino para labrar una estátua. Desde el primer día
conocí que inspiraba á mi discípulo no sólo respeto sino simpatía;
feliz circunstancia, pues no es verdadero maestro el que no se hace
querer de sus alumnos, ni hay enseñanza posible sin la bendita amistad,
que es el mejor conductor de ideas entre hombre y hombre.
Buen cuidado tuve al principio de no hablar á Manuel de estudios
serios, y ni por casualidad le menté ninguna ciencia, ni menos
filosofía, temeroso de que saliera escapado de mi despacho. Hablábamos
de cosas comunes, de lo mismo que á él tanto le gustaba y yo había de
combatir; obliguéle á que se explicase con espontaneidad, mostrándome
las facetas todas de su pensamiento; y yo al mismo tiempo, dando á
aquellos asuntos su verdadero valor, procuraba presentarle el aspecto
serio y trascendente que tienen todas las cosas humanas, por frívolas
que parezcan.
De esta suerte las horas corrían, y á veces pasaba Manuel en mi casa
la mayor parte del día. De las determinaciones de su espíritu me
parecieron más débiles el concepto y la volición. En cambio noté que en
la cooperación armónica de sus variadas actividades fundamentales, se
determinaba con gran brío su espíritu como sentimiento, y eché de ver
las ventajas que yo podía obtener cultivando aquella determinación en
el terreno estético. Excelente plan. Sin vacilar ataqué por la brecha
del arte la plaza de su ignorancia, seguro de que me facilitaría la
entrada la imaginación, siempre traicionera y mal avenida con las
penalidades de un largo asedio.
Principié mi obra por los poetas. ¡Lástima grande que el chico no
supiera ni jota de latín, privándome de darle á conocer los tesoros
de la poesía antigua! Confinados en nuestra lengua, la emprendimos
con el Parnaso español tan afortunadamente, que mi discípulo hallaba
en nuestras conferencias vivísimo deleite. Yo le veía palidecer,
inflamarse, reflejando en su cara la tristeza ó el entusiasmo, según
que leíamos y comentábamos este ó el otro lírico, Fray Luis de León,
San Juan de la Cruz, ó el enfático y ruidosísimo señor de Herrera.
Pocas indicaciones me bastaban al principio para hacerle comprender lo
bueno, y bien pronto se adelantaba él á mi crítica con pasmoso acierto.
Era artista, sentía ardientemente la belleza, y aun sabía apreciar los
primores del estilo, á pesar de hallarse desposeido en absoluto de
conocimientos gramaticales.
Más tarde estudiamos los poetas contemporáneos, y en poco tiempo se
familiarizó con ellos. Su memoria era felicísima, y á lo mejor le
sorprendía recitando con admirable sentido trozos de poemas modernos,
de leyendas famosas y de composiciones ligeras ó graves. Razón había
para esperar que mi discípulo, que de tal modo se identificaba con la
poesía, fuera también poeta. Cierto día me trajo con gran misterio
unas quintillas; las leí, pero me parecieron tan malas, que le ordené
no volviese á tutear á las Musas en todos los días de su vida, y que
se mantuviera con ellas en aquel buen término de respeto y cariño que
imposibilita la familiaridad. Le convencí de que no era de la familia,
de que son cosas muy distintas sentir la belleza y expresarla, y él,
sin ofensa de su amor propio, me prometió no volver á ocuparse de otros
versos que de los ajenos.
Al comenzar nuestras conferencias me confesó ingenuamente que el
_Quijote_ le aburría; pero cuando dimos en él, después de bien
estudiados los poetas; hallaba tal encanto en su lectura, que algunas
veces le corrían las lágrimas de tanto reir, otras se compadecía del
héroe con tanta vehemencia, que casi lloraba de pena y lástima. Decíame
que por las noches se dormía pensando en los sublimes atrevimientos
y amargas desdichas del gran caballero, y que al despertar por las
mañanas le venían ideas de imitarle, saliendo por ahí con un plato en
la cabeza. Era que, por privilegio de su noble alma, había penetrado el
profundo sentido del libro en que con más perfección están expresadas
las grandezas y las debilidades del corazón humano.
Uno de los principales fines de mis lecciones debía ser enseñar á
Manuel á expresarse por medio del lenguaje escrito, porque si en
la conversación se producía bien y con soltura, escribiendo era
una calamidad. Sus cartas daban risa. Usaba los giros más raros y
la sintaxis más endiablada que puede imaginarse, y la pobreza de
vocablos corría parejas en él con la carencia de criterio ortográfico.
Conociendo que la teoría gramatical no le serviría de nada sin la
práctica, combiné los dos sistemas, obligándole á copiar trozos
escogidos, no de los antiguos, cuya imitación es nociva, sino de los
modernos, como Jovellanos, Moratín, Mesonero, Larra y otros.
Y en tanto, para completar el estudio de la mañana, salíamos á pasear
por las tardes, ejercitándonos de cuerpo y alma, porque á un tiempo
caminábamos y aprendíamos. Esta es la eficaz enseñanza deambulatoria,
que debiera llamarse _peripatética_, no por lo que tenga de
aristotélica, sino de paseante. De todo hablábamos, de lo que veíamos
y de lo que se nos ocurría. Los domingos íbamos al Museo del Prado, y
allí nos extasiábamos viendo tanta maravilla. Al principio notaba yo
cierto aturdimiento en la manera de apreciar de mi discípulo. Pero muy
pronto su juicio adquirió pasmosa claridad, y el gusto de las artes
plásticas se desarrolló potente en él como se había desarrollado el de
los poetas. Me decía: «antes había venido yo muchas veces al Museo;
pero no lo había visto hasta ahora.»
Yo gustaba de enseñarle todo prácticamente usando ejemplos siempre que
no tenía á mi disposición la realidad viva, esa consumada doctora que
tiene por cátedra el mundo y por libros sus infinitos fenómenos. En la
esfera moral, la experiencia ha hecho más adeptos que los sermones, y
la desgracia más cristianos que el catecismo. Si quería imbuirle algún
principio artístico, procuraba hacerlo delante de una obra de arte.
En lo moral, empleaba apólogos y parábolas y hasta demostraciones
materiales, y los fenómenos del orden físico los explicaba, siempre que
podía, delante del fenómeno mismo. Esta era la parte más débil de mi
pedagogia, porque, no poseyendo sino lo rudimentario, mis enseñanzas
se concretaban á los hechos meteorológicos, y á trazar de ligero, como
quien corre sobre ascuas, la monografía del rayo, de la lluvia, de la
nieve, con un poquito de arco iris y algunos pases de auroras boreales.
No me gustaba mucho meterme en estas averiguaciones.
Yo era feliz con esta vida, y veía con gozo aumentar el afecto que me
tenía mi discípulo. ¡Qué grandes victorias había alcanzado yo sobre
sus voluntariedades, sobre las rebeldías y asperezas de su caracter!
Pero de esto hablaré más adelante. Ahora, para que no se crea que en mi
vida todo era rosas, voy á hablar de algunas molestias y sinsabores,
dando la preferencia á una persona, á un cínife que frecuentemente
interrumpía la paz de mis estudios con sus visitas, y chupaba la
sangre acuñada de mis bolsillos, después de zumbarme y marearme con
insufrible charla y aguda trompetilla. Me refiero á la infeliz señora
de García Grande, unida siempre en mi memoria al tierno recuerdo de mi
madre, que inspirada de su inagotable bondad, me dejó este legado, este
censo, esta fastidiosa carga, contribución de sangre, dinero, tiempo y
paciencia.


V
¿Quién podrá pintar á doña Cándida?

Nadie, absolutamente nadie. Pero como _el intentarlo sólo es heroismo_,
voy á ser héroe de esta empresa pictórica, que estaba guardada para mí
desde que el tal cínife describió su primera curva graciosa en el aire
y halagó la humana oreja con el _do_ sobre-agudo de su trompetilla.
Doña Cándida era viuda de García Grande, personaje que desempeñó
segundos ó terceros papeles en el período político llamado de la
Unión liberal. Era de estos que no fatigan á la posteridad ni á la
fama, y que al morirse reciben el frío homenaje de los periódicos del
partido y son llamados _probos_, _activos_, _celosos_, _concienzudos_,
_inteligentes_ ó cosa tal. García Grande había sido hombre de
negocios, de estos que tienen una mano en la política menuda y otra
en los negocios gordos, un _bifronte_ de esta raza inextinguible y
fecundísima, que se reproduce y se cría en los grandes sedimentos
fungulares del Congreso y la Bolsa; hombre sin ideas, pero dotado de
buenas formas, que suplen á aquéllas; apetitoso de riquezas fáciles;
un sargentuelo de pandilla de esas que se forman con las subdivisiones
parlamentarias; una nulidad barnizada, agiotista sin genio, orador
sin estilo y político sin tacto, que no informaba sino decoraba las
situaciones; una sustancia antropomórfica, que bajo la acción de la
política apareció cristalizada de distintas maneras, ya como gobernador
de provincia, ya como administrador de patronatos, ahora de director
general, después de gerente de un desbancado Banco ó de un ferrocarril
sin carriles.
En estos trotes, García Grande, cuya determinación psico-física acusaba
dos formas primordiales, linfatismo y vanidad, derrochó su fortuna,
la de su mujer, y parte no chica de varios patrimonios ajenos, porque
una sociedad anónima para asegurarnos la vida, de que fué director
gerente, arrambló con las economías de media generación, y allá se fué
todo al hoyo. Decían que García Grande era honrado, pero débil. ¡Qué
gracia! La debilidad y la honradez están siempre mal avenidas, así
como la humildad evangélica y el amor á los semejantes suelen andar á
la greña con aquel vigor de caracter que el manejo de fondos propios y
particulares exige.
Sirva de disculpa á García Grande, aunque no de consuelo á los que
aseguraron sus vidas en él, la afirmación de que su eminente esposa
era un sér providencial, hecho de encargo y enviado por Dios sobre
las sociedades anónimas (¡designios misteriosos!) para dar en tierra
con todos los capitales que se le pusieran delante y aun con los que
se le pusieran detrás; que á todas partes convertía sus destructoras
manos aquella bendita dama. Jamás vió Madrid mujer más disipadora, más
apasionada del lujo, más frenética por todas las ruinosas vanidades de
la edad presente.
Mi madre, que la conoció en sus buenos tiempos, allá en los días,
no sé si dichosos ó adversos, del consolidado á 50, de la guerra de
África, del no de Negrete, de las millonadas por ventas de bienes
nacionales, del ensanche de la Puerta del Sol, de Mario y la Grissi,
de la omnipotencia de O’Donnell y del ministerio largo, mi madre,
repito, que fué muy amiga de esta señora, me contaba que vivía en la
opulencia relativa de los ricos de ocasión. Á su casa (una de las que
fueron derribadas detrás de la Almudena para prolongar la calle de
Bailén), iba mucha gente á comer, y se daban saraos y veladas, tés,
merendonas y asaltos. Las pretensiones aristocráticas de Cándida eran
tan extremadas, que mientras vivió García Grande no dejó de atosigarle
para que se proporcionase un título; pero él se mantuvo firme en esto,
y conservando hacia la aristocracia el respeto que se ha perdido desde
que han empezado á entrar en ella á granel todos los ricos, no quiso
adquirir título, ni aun de los romanos, que según dicen, son muy
arreglados.
Si mientras los dineros duraron la vanidad y disipación de Cándida
superaban á los derroches de la marquesa de Tellería, en la adversa
fortuna ésta sabía defenderse heroicamente de la pobreza y enmascarar
de dignidad su escasez, mientras que la amiga de mi madre hacía
su papel de pobre lastimosamente, y puesto el pié en la escala de
la miseria, descendió con rapidez hasta un extremo parecido á la
degradación. La de Tellería tenía ciertos hábitos, ciertas delicadezas
nativas que le ayudaban á disimular los quebrantos pecuniarios; mas
doña Cándida, cuya educación debió de ser perversa, no sabía envolver
sus apuros en el cendal de nobleza y distinción que era en la otra
especialidad notoria. Veinte años después de muerto su marido, y cuando
doña Cándida, sin juventud, sin belleza, sin casa ni rentas, vivía
poco menos que de limosna, no se podía aguantar su enfático orgullo,
ni su charla llena de pomposos embustes. Siempre estaba esperando el
alza para vender unos títulos... siempre estaba en tratos para vender
no sé qué tierras situadas más allá de Zamora... se iba á ver en el
caso doloroso de malbaratar dos cuadros, uno de Ribera y otro de Pablo
de Voss, un apóstol y una cacería... Títulos, ¡ah! tierras, cuadros,
estaban sólo en su mente soñadora. No abría la boca para hablar de cosa
grave ó insignificante, sin sacar á relucir nombres de marqueses y
duques. En toda ocasión salía su dignidad; de su infeliz estado hacía
ridícula comedia, y lo que llamaba su decoro era un velo de mentiras
mal arrojado sobre lastimosos harapos. Tan trasparente era el tal velo,
que hasta los ciegos podían ver lo que debajo estaba. Pedía limosna con
artimañas y trampantojos, poniéndose con esto al nivel de la pobreza
justiciable. Yo la conocía en el modo de tirar de la campanilla cuando
venía á esta casa. Llamaba de una manera imperiosa, decía á la criada:
«¿está ese?» y se colaba de rondón en mi cuarto interrumpiéndome en
las peores ocasiones, pues la condenada parece que sabía escoger los
momentos en que más anheloso estaba yo de soledad y quietud. Conocedora
de mi flaqueza de coleccionar cachivaches, mi enemiga traía siempre un
plato, estampa ó fruslería, y me la mostraba diciéndome:
--Á ver ¿cuánto te parece que darán por esto? Es hermosa pieza. Sé que
la marquesa de X daría diez ó doce duros; pero si lo quieres para tu
coleccioncita, tómalo por cuatro, y dáme las gracias. Ya ves que por tí
sacrifico mis intereses... una cosa atroz.
Me entraban ganas de ponerla en la calle; pero me acordaba de mi buena
madre y del encargo solemne que me hizo poco antes de morir. Doña
Cándida había tenido con ella, en sus días de prosperidad, exquisitas
deferencias. Además de esto, García Grande, director de Administración
local en 1859, salvó á mi padre de no sé qué gravísimo conflicto
ocasionado por cuestiones electorales. Mi madre, que en materias de
agradecimiento alambicaba su memoria para que ni en la eternidad se
le olvidase el beneficio recibido, me recomendó en sus últimas horas
que por ningún motivo dejase de amparar como pudiese á la pobre viuda.
Comprábale yo las baratijas; pero ella con ingenio truhanesco hallaba
medio de llevárselas juntamente con el dinero. Variaba con increible
fecundidad los procedimientos de sus feroces exacciones. Á lo mejor
entraba diciendo:
--¿Sabes? Mi administrador de Zamora me escribe que para la semana
que entra me enviará el primer plazo de esas tierras... ¿Pero no te
he dicho que al fin hallé comprador? Sí, hombre, atrasado estás de
noticias... ¡Y si vieras en qué buenas condiciones!... El duque X, mi
colindante, las toma para redondear su finca del Espigal... En fin,
tengo que mandar un poder y hacer varios documentos, una cosa atroz...
Préstame mil reales, que te los devolveré la semana que entra sin falta.
Y luego por disimular su ansiedad de metálico, tomaba un tonillo
festivo y de _gran mundo_, exclamando:
--¡Qué atrocidad!... Parece increible lo que he gastado en la
reparación de los muebles de mi sala... Los tapiceros del día son unos
bandidos... Una cosa atroz, hijo... ¡Ah! ¿No te lo he dicho? Sí, me
parece que te lo he dicho...
--¿Qué, señora?
--Que entre mi sobrina y yo te estamos bordando un almohadón. Como para
tí, hombre. Es atroz de bonito. La condesa de H y su hija la vizcondesa
de M, lo vieron ayer y se quedaron encantadas. Por cierto que desean
conocerte. Yo les dije que tú no vas á ninguna parte, que no piensas
más que en tus libros y en tus discípulos. Con que adios, hijo, que lo
pases bien.
Hacía que se marchaba, fingiendo una distracción de buen tono, y á mí
me parecía que veía el cielo abierto mirándola partir; mas desde la
puerta volvía, diciendo:
--¡Ah! ¡Qué cabeza la mía!... ¿Me das ó no esos mil reales? La semana
que viene te podré entregar un par de mil duros, si te hacen falta para
tus negocios... No, no me lo agradezcas... Si me haces un gran favor...
¿Donde hallaría mayor seguridad para colocar mi dinero?
--Á mí no me hace falta nada--le decía yo.
Veníanseme á la boca las palabras: «vaya usted noramala, señora;» pero
calculando que me pedía para el casero ó para otra urgente necesidad,
cedían mis ímpetus egoistas ante mi generosa flaqueza y el recuerdo de
mi madre, y le daba la mitad de lo pedido.
No pasaba el mes sin que volviese trayéndome un viejo reloj ó miniatura
antigua de escaso mérito.
--Me vas á hacer un favor. Acepta esto en memoria mía. ¡Si vieras qué
enferma estoy, una cosa atroz!... Un estado nervioso... Yo no sé cómo
explicártelo. Ni yo lo entiendo, ni los médicos tampoco. Cuando voy por
la calle, parece que se derrumban sobre mí las paredes de las casas...
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