El amigo Manso - 03

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Hace tantísimas noches que no duermo. No como más que alguna pechuguita
de chocha, una tostadita con _foie gras_ y á veces media copita de
Chablis.
Yo, que sabía cómo se alimentaba la cuitada, no podía contener la risa.
--Para distraerme--continuaba,--estuve anoche en el Real. Me subí
al Paraíso, porque no tenía ganas de vestirme. Desde arriba ví á
la duquesa de Tal en su palco. Acaba de llegar de Paris... Con que
volviendo á lo de antes: te regalo esos objetos preciosos, porque yo
me muero, hijo, me muero sin remedio, y quiero dejarte esa memoria;
son piezas de tan raro mérito, que el anticuario de la Carrera de San
Jerónimo me ha ofrecido dos mil reales por ellas.
--Pues llévelas usted al anticuario y cobre los dos mil, que no le
vendrán mal.
--No me hagas ese desaire, hombre... ¡qué atrocidad! Acuérdate de tu
buena madre que tanto me quiso.
Se empeñaba en afligirse, y tan bien sabía desempeñar su papel, que
concluía por obsequiarme con una lágrima.
--Cercana á la tumba--decía con patética voz,--parece que se enardecen
mis afectos y que te quiero más, una cosa atroz... Adios, hijo mío.
Levantábase pesadamente; pero al dar los primeros pasos hacia la
puerta, se metía las manos en el bolsillo, lanzaba una exclamación de
contrariedad y sorpresa, y decía:
«¡Vaya... qué cabeza! ¡qué atrocidad! ¿Pues no se me ha olvidado el
portamonedas?... Y tenía que ir á la botica. Tendré que volver á casa y
subir los noventa escalones... ¡Qué mala estoy, Dios mío! Dime, ¿tienes
ahí tres duros? Te los mandaré esta tarde con Irenilla.»
Se los daba. ¿Qué había de hacer? Pero un día de los muchos en que me
embistió con esta estratagema, no pude contener el enfado y dije á mi
cínife:
--Señora, cuando usted tenga falta, pídame con verdad y sin comedias,
pues tengo el deber de no dejarla morir de hambre... Me gusta la verdad
en todo, y las farsas me incomodan.
Ella lo tomó á risa, diciéndome que mis bromitas le hacían gracia, que
su dignidad... ¡una cosa atroz! y no sé qué más.
Después que le eché tal filípica, parecióme que había estado un poco
fuerte, y sentí vivos remordimientos, porque la pobreza tiene sin duda
cierto derecho á emplear para sus disimulos los medios más extraños. La
indigencia es la gran propagadora de la mentira sobre la tierra, y el
estómago la fantasía de los embustes.
Doña Cándida había sido hermosa. En la primera etapa de su miseria
había defendido sus facciones de la lima del tiempo; pero ya en la
época esta de las visitas y de los ataques á mi mal defendido peculio,
la vejez la redimía del cuidado de su figura, y no sólo había colgado
los pinceles, sino que ni aún se arreglaba con aquel esmero que más
bien corresponde á la decencia que á la presunción. Deplorable abandono
revelaban su traje y peinado, hecho de varios _crepés_ de diferentes
colores, añadidos y pelotas como de lana, aspirando el conjunto á
imitar la forma más en moda. Así como en su conducta no existía la
dignidad de la pobreza, en su vestido no había el aseo y compostura que
son el lujo, ó mejor dicho, el decoro de la miseria. El corte era de
moda, pero las telas ajadas y sucias declaraban haber sufrido infinitas
metamorfosis antes de llegar á aquel estado. Prefería harapos de un
viso elegante, á una falda nueva de percal ó mantón de lana. Tenía un
vestido color de pasa de Corinto, que lo menos databa de los tiempos
de la Vicalvarada, y que con las trasformaciones y el uso se había
vuelto de un color así como de caoba, con ciertos tornasoles, vetas ó
ráfagas que le daban el mérito de una tela rarísima y milagrosa.
Usaba un tupido velo que á la luz solar ofrecía todos los cambiantes
del iris, por efecto de los corpúsculos del polvo que se habían
agarrado á sus urdimbres. En la sombra parecía una masa de telarañas
que velaban su frente, como si la cabeza anticuada de la señora hubiera
estado expuesta á la soledad y abandono de un desván durante medio
siglo. Sus dos manos, con guantes de color de ceniza, me producían
el efecto de un par de garras, cuando las veía vueltas hacia mí,
mostrándome descosidas las puntas de la cabritilla y dejando ver los
agudos dedos. Sentía yo cierto descanso cuando las veía esconderse por
las dos bocas de un manguito, cuya piel parecía haber servido para
limpiar suelos. De perfil tenía doña Cándida algo de figura romana.
Era mi cínife muy semejante al Marco Aurelio de yeso que estaba con
los otros _padrotes_, sobre mi estantería. De frente no eran tan
perceptibles las reminiscencias de su belleza. Brillaba en sus ojos
no sé qué avidez insana, y tenía sonrisas antipáticas, propiamente
secuestradoras, con más un movimiento de cabeza siempre afirmativo, el
cual, no sé por qué, me revelaba incorregible prurito de engañar. La
finura de sus modales era otra reminiscencia que la hacía tolerable, y
á veces agradable, si bien no tanto que me hiciera desear sus visitas.
El parecido con Marco Aurelio, que yo hice notar cierto día á mi
discípulo, fué causa de que éste la diese aquel nombre romano; pero
después, confundiendo maliciosamente aquel emperador con otro, la
llamaba _Calígula_.
Impresionada sin duda por la filípica que le eché aquel día, varió de
sistema. Larga temporada estuvo sin ir á mi casa sino muy contadas
veces, y nunca me pedía dinero verbalmente. Para darme los golpes
se valía de su sobrina, á quien mandaba á mi casa, portadora de un
papelito pidiéndome cualquier cantidad con esta fórmula: «Haz el favor
de prestarme tres ó cuatro duros, que te devolveré la semana que entra.»
Las semanas de doña Cándida se componían, como las de Daniel, de
setenta semanas de años ó poco menos.
El sistema de poner el sablote en las inocentes manos de una niña, era
prueba clara de la astucia y sagacidad de la vieja, porque, conociendo
mi grande amor á la infancia, calculaba que era imposible la negativa.
Y tenía razón la maldita; porque cuando yo veía entrar á la postulante
alargándome el papelito sin rodeos ni socaliñas, ya estaba echando mano
á mi bolsillo ó á la gaveta para adelantarme á la acción de la pobre
niña y evitarle la pena de dar el fastidioso recado.


VI
Se llamaba Irene.

Su palidez, su mirada un tanto errática y ansiosa, que parecía
denotar falta de nutrición; su actitud cohibida y pudorosa, como
si le ocasionaran vivísimo disgusto las comisiones de su tía, me
inspiraban mucha lástima. Así es que además de la limosna, yo solía
tener en mi mesa algún repuesto de golosinas. Presumiendo que rara
vez tendrían satisfacción en ella los vehementes apetitos infantiles,
dábale aquellas golosinas sin hacerla esperar, y ella las cogía con
no disimulada ansia, me daba tímidamente las gracias, bajando los
ojos, y en el mismo instante empezaba á comérselas. Sospeché que
este apresuramiento en disfrutar de mi regalo, era por el temor de
que si llegaba á su casa con caramelos ó dulces en el bolsillo, doña
Cándida querría participar de ellos. Más adelante supe que no me había
equivocado al pensar de este modo.
Me parece que la estoy mirando junto á mi mesa escudriñando libros,
cuartillas y papeles, y leyendo en todo lo que encontraba. Tenía
entonces doce años y en poco más de tres había vencido las dificultades
de los primeros estudios en no sé qué colegio. Yo la mandaba leer, y me
asombraba su entonación y seguridad, así como lo bien que comprendía lo
que leía, no extrañando palabra rara ni frase oscura. Cuando le rogaba
que escribiese, para conocer su letra, ponía mi nombre con elegantes
trazos de caligrafía inglesa, y debajo añadía: _catedrático_.
Hablando conmigo y respondiendo á mis preguntas sobre sus estudios,
su vida y su destino probable, me mostraba un discernimiento superior
á sus años. Era el bosquejo de una mujer bella, honesta, inteligente.
¡Lástima grande que por influencias nocivas se torciese aquel feliz
desarrollo ó que se malograse antes de llegar á conveniente madurez!
Pero en el espíritu de ella noté yo admirables medios de defensa y
energías embrionarias, que eran las bases de un caracter recto. Su
penetración era preciosísima, y hasta demostraba un conocimiento
no superficial de las flaquezas y necedades de doña Cándida. Solía
contarme con gracioso lenguaje, en el cual el candor infantil llevaba
en sí una chispa de ironía, algunos lances de la pobre señora, sin
faltar al respeto y amor que le tenía.
La compasión que esta criatura me inspiraba, crecía viéndola mal
vestida y peor calzada. Durante muchos meses, que ahora se me
representan años, ví en ella un como sombrero de paja, una especie de
cesta deforme y abollada, con una cinta pálida, como el propio rostro
de Irene, que caía por un lado del modo menos gracioso que puede
imaginarse. Todo lo demás de su vestimenta era marchito, ajado, viejo,
de tercera ó cuarta mano, con disimulos aquí y allí que aumentaban la
fealdad. Tanto me desagradaba ver en sus piés unas botas torcidas,
grandonas, destaconadas, que determiné cambiarle aquellas horribles
lanchas por un par de botinas elegantes. Entregarle el dinero habría
sido inútil porque doña Cándida lo hubiera tomado para sí. Mi diligente
ama de llaves se encargó de llevar á Irene á una zapatería, y al poco
rato me la trajo perfectamente calzada. Como le ví lágrimas en los
ojos, creí que las botinas, por ser nuevas, le apretaban cruelmente;
pero ella me dijo que no, y que no. Y para que me convenciera de ello
se ponía á dar saltos y á correr por mi cuarto. Riendo, se le secaron
las lágrimas.
Algunos días el papelito, después de la petición de dinero, traía esta
nota:
«Te ruego que proporciones á Irene una gramática.»
Y en otra ocasión:
«Irene tiene vergüenza de pedirte un libro bonito que leer. Á mí
mándame una novela interesante ó, si lo tienes, un tomo de causas
célebres.»
Lo de los libros para Irene lo atendía yo con muchísimo gusto. Pero
su palidez, su mirada afanosa me revelaban necesidades de otro orden,
de esas que no se satisfacen con lecturas, ni admiten sofismas del
espíritu: la necesidad orgánica, la imperiosa ley de la vida animal,
que los hartos cumplimos sin poner atención en ello ni cuidarnos del
sufrimiento con que la burlan ó la trampean los menesterosos. ¡Cosa,
en verdad, tristísima! Irene tenía hambre. Convencíme de ello un día
haciéndola comer conmigo. La pobrecita parecía que había estado un
mes privada de todo alimento, según honraba los platos. Sin faltar á
la compostura, comió con apetito de gorrión, y no se hizo mucho de
rogar para llevarse, envueltos en un papel, los postres que sobraron.
De sobremesa parecía como avergonzada de su voracidad; hablaba poco,
acariciaba al gato, y después me pidió un libro de estampas para
entretenerse.
Era niña poco alborotadora y que no gustaba de enredar. Fuera de
aquella ocasión de las botas, nunca la ví saltando en mi cuarto, ni
metiendo bulla. Generalmente se sentaba callada y juiciosa como una
mujer, ó miraba una tras otra las láminas colgadas en la pared, ó
pasaba revista á los rótulos de la biblioteca, ó cogía, previo permiso
mío, cualquier librote de ilustraciones ó viajes para recrearse en los
grabados. Tanto respeto me tenía, que ni áun se atrevía á preguntar,
como otros niños, «¿qué es esto, qué es lo otro?» Ó lo adivinaba todo,
ó se quedaba con las ganas de saberlo.
El día de mi santo vino á traerme una relojera bordada por ella, y
¡caso inaudito! aquel día, por consideración especial del cínife, no
trajo papelito. En otras solemnidades me obsequió con varias cosillas
de labores y una cajita de papel cañamazo, que no conservo aún,
porque un día la cogió el gato por su cuenta y me la hizo pedazos. Yo
correspondí á las finezas de Irene y á la compasión que me inspiraba,
comprándola un vestidillo.
Esta inteligente y desgraciada niña no era sobrina de doña Cándida,
sino de García Grande. Sus padres habían estado en buena posición.
Quedó huérfana en vida del esposo de doña Cándida, el cual la trató
como hija. Vino el desastre con la muerte del asegurador de vidas; pero
afortunadamente Irene no estaba en edad de apreciar el brusco paso de
la bienandanza á la adversidad. Conservóla á su lado mi cínife, por
no tener la criatura otros parientes. Y yo pregunto: ¿fué un mal ó un
bien para Irene haber crecido entre escaseces y haber educado en esa
negra academia de la desgracia que á algunos embrutece y á otros depura
y avalora, según el natural de cada uno? Yo le preguntaba si estaba
contenta de su suerte, y siempre me respondía que sí. Pero la tristeza
que despedían, como cualidad intrínseca y propia, sus bonitos ojos
aquella tristeza que á veces me parecía un efecto estético, producido
por la luz y color de la pupila, á veces un resultado de los fenómenos
de la expresión, por donde se nos trasparentan los misterios del mundo
moral, quizás revelaba uno de esos engaños cardinales en que vivimos
mucho tiempo, ó quizás toda la vida, sin darnos cuenta de ello.
Á medida que el tiempo pasaba y que Irene crecía, escaseaban sus
visitas, lo que no significaba mejoramiento de fortuna de doña Cándida,
sino repugnancia de Irene á desempeñar las innobles misiones de la
esquelita de petitorio. Desarrollado con la edad su amor propio, la
pequeña venía á mi casa sólo para las exacciones de cuantía, y las
menudas las hacía la criada. Por último, rodando insensiblemente el
tiempo, llegó un día en que todas las comisiones las desempeñaba la
criada. Dejé de ver á la sobrina de mi cínife, aunque siempre por
éste y por la muchacha tenía noticias de ella. Supe, al fin, con
injustificada sorpresa, que llevaba traje bajo, cosa muy natural, pero
que á mí me pareció extraña, por este rutinario olvido en que vivimos
del crecimiento de todas las cosas y la marcha del mundo. Me agradó
mucho saber que Irene había entrado en la Escuela Normal de Maestras,
no por sugestiones de su tía, sino por idea propia, llevada del deseo
de labrarse una posición y de no depender de nadie. Había hecho
exámenes brillantes y obtenido premios. Doña Cándida me ponderaba los
varios talentos de su sobrina, que era el asombro de la escuela, una
sabia, una filósofa, en fin una _cosa atroz_...
Esta parte de mi relato viene á caer hacia 1877. En este año me mudé
de la sosegada calle de Don Felipe á la bulliciosa del Espíritu Santo,
y poco después conocí á doña Javiera, y emprendí la educación de Manuel
Peña, con todo lo demás que, sacrificando el orden cronológico al orden
lógico, que es el mío, he contado antes. El tiempo, como reloj que es,
tiene sus arbitrariedades; la lógica, por no tenerlas, es la llave del
saber y el relojero del tiempo.


VII
Contento estaba yo de mi discípulo.

Porque algunas de sus brillantes facultades se desarrollaban
admirablemente con el estudio, mostrándome cada día nuevas riquezas. La
historia le encantaba y sabía encontrar en ella las hermosas síntesis
que son el principal hechizo y el mejor provecho de su estudio. En lo
que siempre le veía premioso era en expresar su pensamiento por la
escritura. ¡Lástima grande que pensando tan bien y á veces con tanta
agudeza y originalidad, careciese de estilo, y que teniendo el don de
asimilarse las ideas de los buenos escritores, fuese tan refractario
á la forma literaria! Yo le mandaba que me hiciera memorias sobre
cualquier punto de historia ó de economía. Hechas en breve tiempo,
me las leía, y si me admiraba en ellas la solidez del juicio, me
exasperaba lo tosco y pedestre del lenguaje. Ni aun pude corregir en él
las faltas ortográficas, aunque á fuerza de constancia, mucho adelanté
en esto.
Para que se comprenda el tipo intelectual de mi discípulo, faltaba
sólo un detalle, que es el siguiente: Mandábale yo que aquello mismo
tan bien pensado en las memorias y tan perversamente escrito, me lo
expresase en forma oral, y aquí era de ver á mi hombre trasformado,
dueño de sí, libre y á sus anchas, como quien se despoja de las cadenas
que le oprimían. Poníase delante de mí, y con el mayor despejo me
pronunciaba un discurso en que sorprendían la abundancia de ideas,
el acertado enlace, la gradación, el calor persuasivo, la afluencia
seductora, la frase incorrecta, pero facilísima, engañadora, llena de
sonoridades simpáticas.
--Vamos--le dije con entusiasmo un día.--Está visto que eres orador, y
si te aplicas llegarás á donde han llegado pocos.
Entonces caí en la cuenta de que su verdadero estilo estaba en
la conversación, y de que su pensamiento no era susceptible de
encarnarse en otra forma que en la oratoria. Ya empezaba á brillar
en el diálogo su ingenio un tanto paradójico y controversista, y le
seducían las cuestiones palpitantes y positivas, manifestando hacia
las especulativas repugnancia notoria. Esto lo ví más claro cuando
quise enseñarle algo de filosofía. Trabajo inútil. Mi buen Manolito
bostezaba, no comprendía una palabra, no ponía atención, hacía
pajaritas, hasta que no pudiendo soportar más su aburrimiento, me
suplicaba por amor de Dios que suspendiese mis explicaciones, porque
se ponía malo, sí, se ponía nervioso y febril. Tan enérgicamente
rechazaba su espíritu esta clase de estudios, que, según decía, mi
primera explicación sobre la _indagación de un principio de certeza_,
había producido en su entendimiento efecto semejante al que en el
cuerpo produce la toma de un vomitivo. Yo le instaba á reflexionar
sobre la _unidad real entre el ser y el conocer_, asegurándole que
cuando se acostumbrase á los ejercicios de la reflexión, hallaría en
ellos indecibles deleites; pero ni por esas. Él sostenía que cada vez
que se había puesto á reflexionar sobre esto ó sobre _la conformidad
esencial del pensamiento con lo pensado_, se le nublaba por completo
el entendimiento, y le entraba un dolor de estómago tan pícaro, que
suspendía las reflexiones y cerraba maquinalmente el libro.
¡Refractario á la filosofía, rebelde al estilo! ¡Pobre Manolito Peña!
Si á medida que se rebelaba contra la enseñanza filosófica no me
hubiera asombrado con sus progresos en otros ramos del saber, mucho
habría perdido el discípulo en el concepto del maestro. Lo único que
pude conseguir de él en esta materia, fué que pusiese alguna atención
en la historia de la filosofía, pero mirándola más como un objeto de
curiosidad y erudición, que como objeto de conocimiento sistemático y
de ciencia. Me enojaba que Manuel se educase así en el escepticismo.
Grandes esfuerzos hice para evitarlo; pero con ellos aumentaba su
aversión á lo que él llamaba la _teología sin Dios_. Ya por entonces
gustaba de condenar ó ensalzar las cosas con una frase picante y
epigramática. Era á veces oportunísimo, las más paradójico; pero
esta manera de juzgar con epigramas las cosas más serias priva tanto
en nuestros días, que casi casi se podía asegurar que mi discípulo,
poseyendo aquella cualidad, remataba y como que ponía la veleta al
gallardo edificio de sus aptitudes. Observando éstas, viendo lo que
á Manuel faltaba, y lo que en grado tan excelso tenía, me preguntaba
yo: «Este muchacho, ¿qué va á ser? ¿Será un hombre ligero ó el más
sólido de los hombres? ¿Tendremos en él una de tantas eminencias sin
principios, ó la personificación del espíritu práctico y positivo?»
Aturdido yo, no sabía qué contestarme.
Iba descubriendo además Manolito un don de gentes cual no le he visto
semejante en ningún chico de su edad. Sabía inspirar vivas simpatías
á toda persona con quien hablaba, y su gracia, su fácil expresión, su
oportunidad, daban á su palabra una fuerza convincente y dominadora que
le abría las puertas de todos los corazones. Sabía ponerse al nivel
intelectual de su interlocutor, hablando con cada uno el lenguaje que
le correspondía. Pero lo más digno de alabanza en él era su excelente
corazón, cuyas expansiones iban frecuentemente más lejos de lo que los
buenos términos de la generosidad piden. Yo tuve empeño en regularizar
sus nobles sentimientos y su espíritu de caridad, marcándole juiciosos
límites y reglas. También trabajé en corregirle el pernicioso hábito
de gastar dinero tontamente, empleándolo en fruslerías tan pronto
adquiridas como olvidadas. Imposible me fué quitarle el vicio de
fumar, por ser ya viejo en él; pero triunfé contra la maldita maña
suya de estar siempre chupando caramelos, de los cuales tenía lleno el
bolsillo. Con esto y el fumar, se le quitaban las ganas de comer; y lo
peor era que durante la lección me engolosinaba á mí; y tal imperio
tiene la costumbre y de tal manera se apodera de nuestros flacos
sentidos cualquier vano apetito, que el día en que, por mi propio
mandato, faltaron los caramelos, los echó mi lengua de menos, y casi
casi me mortificó aquella falta.
Cuánto me agradecía doña Javiera las reformas obtenidas en la conducta
de su hijo, no hay para qué decirlo. Las declaraciones de su gratitud
venían á mí por Páscuas y otras festividades en forma de jamones,
morcillas y butifarras, todo de lo mejor y abundantísimo; pero tan
grande economía resultaba á la señora de Peña de las restricciones
impuestas por mí al bolsillo filial, que aunque me regalase media
tienda, siempre salía ganando.
Vestía Manuel con elegancia y variedad, y jamás intenté moderarle mucho
en esto, porque la compostura de la persona es garantía de los buenos
modales y un principio por sí de buena educación. Como el muchacho era
rico y había de representar en el mundo un papel muy airoso, debía
prepararse á ello, cultivando y ensayando desde luego el aspecto,
la forma, el buen parecer, el estilo, pues estilo es esto que da al
caracter lo que la frase al pensamiento, es decir, tono, corte, vigor
y personalidad. Lo que no me gustaba era verle adoptar algunas veces,
con capricho elegante, las maneras y el traje de la gente torera, para
ir al encierro ó á una expedición de campo ó á visitar la dehesa en que
están los toros. Discusiones reñidas y un tanto agrias tuvimos sobre
esto; él se defendía con zalamerías, y yo, conociendo que debe dejarse
á cada edad, si no todo, parte de lo que le pertenece, y que además es
locura prescindir del medio ambiente y del influjo local, transigía,
dejando que el tiempo, con las exigencias serias de la vida, curara á
mi discípulo de aquella pueril vanidad.
Yo no cesaba de pensar en las dificultades con que Manolito tendría
que combatir para abrirse paso en la sociedad y para ocupar en
ella un puesto conforme á sus altas dotes. ¡Delicada cuestión! Es
evidentísimo que la democracia social ha echado entre nosotros
profundas raíces, y á nadie se le pregunta quién es ni de dónde ha
salido para admitirle en todas partes y festejarle y aplaudirle,
siempre que tenga dinero ó talento. Todos conocemos á diferentes
personas de origen humildísimo que llegan á los primeros puestos,
y aun se alían con las razas históricas. El dinero y el ingenio,
sustituidos á menudo por sus similares, ágio y travesura, han roto
aquí las barreras todas, estableciendo la confusión de clases en grado
más alto y con aplicaciones más positivas que en los países europeos,
donde la democracia, excluida de las costumbres, tiene representación
en las leyes. Bajo este punto de vista, y aparte de la gran desemejanza
política, España se va pareciendo, cosa extraña, á los Estados
Unidos de América, y como esta nación va siendo un país escéptico y
utilitario, donde el espíritu fundente y nivelador domina sobre todo.
La historia tiene cada día entre nosotros menos valor de aplicación
y está toda ella en las frías manos del arqueólogo, del curioso, del
coleccionista y del erudito seco y monomaniaco. Las improvisaciones de
fortuna y posición menudean, la tradición, quizás por haberse hecho
odiosa con apelaciones á la fuerza, carece de prestigio, la libertad
de pensamiento toma un vuelo extraordinario, y las energías fatales de
la época, riqueza y talento, extienden su inmenso imperio.
Pero esta trasformación, con ser ya tan avanzada, no ha llegado al
punto de excluir ciertos miramientos, ciertos reparillos en lo que
toca á la admisión de personas de bajo origen en el ciclo céntrico,
digámoslo así, de la sociedad. Si el bajo origen está lejano, aunque
solamente lo separe del tiempo presente el espacio de un par de
lustros, todo va bien, muy bien. Nuestra democracia es olvidadiza;
pero no ha llegado á ser ciega; así, cuando la bajeza está presente y
visible, cuesta algún trabajo disimularla con dinero. ¿Quién duda que
en ciertos escudos de nobleza podría pintarse una pierna de carnero, un
pececillo ó cualquier otro emblema de baja industria? Pero el origen de
estas casas se halla ya tan lejano, que nadie se cuida de él, mientras
que en el caso de mi discípulo, aún subsistía abierto el plebeyo
establecimiento, y aquel Manolito Peña tan listo, tan discreto, tan
guapo, tan distinguido, tan noble en todo y por todo, solía ser llamado
entre sus compañeros de la Universidad: el _hijo de la carnicera_.
Yo no hablaba con él de estas cosas; pero pensaba mucho en ellas y
temía penosas contrariedades. Un día que hablábamos de su porvenir y
de sus proyectos, me confesó que andaba algo enamorado de la hija del
empresario de la Plaza de Toros, chica bonita y graciosa. Doña Javiera
también lo supo y no pareció contrariada. La niña de Vendesol era
de honrada familia, heredera única de una gran fortuna; parecía de
inmejorables condiciones morales, y en jerarquía superaba á Manuel,
pues si bien los Vendesol habían sido carniceros, la tienda se cerró
treinta años há, y luego fueron tratantes en ganado, contratistas de
abastos en grande escala. Doña Javiera veía con gusto la inclinación de
su hijo, y con su buen humor me decía:
--Esto parece cosa de la Providencia, amigo Manso. La chica tiene
_parné_, y en cuanto á nobleza, allá se van cuernos con cuernos.
Respetando esta argumentación positivista y cornúpeta, creía yo que la
edad de Manuel (que no pasaba de veintitres años), no era aún propia
para el matrimonio, á lo cual me dijo la señora de Peña que para
casarse bien todas las edades son buenas. Comprendí que aquel era un
asunto en el cual no debía entrometerme, y me callé. Me parecía que
doña Javiera estaba rabiando por entroncar con Vendesol, personaje
de bajísimo origen, que de niño había corrido y jugado con los piés
descalzos en los arroyos sangrientos de las calles de Candelario, pero
cuya bajeza estaba ya redimida por treinta años de posición rica,
honrosa y respetada. La señora y las hermanas de Vendesol vivían en un
pié de elegancia y de relaciones, que á mi vecina, por motivos de tabla
auténtica y visible, le estaba aún vedado. No las conocía más que de
nombre y de vista doña Javiera; pero deliraba por tratarlas y ponerse
á su nivel, cosa que á ella le parecía muy fácil, teniendo dinero. Por
Ponce supe un día que se trataba de traspasar la tienda, poniendo punto
final al comercio de carne.
Manuel se enzarzaba más de día en día en sus amores, escatimando tiempo
y atención al estudio. Dos años y medio llevábamos ya de lecciones,
y aunque no se habían enfriado la delicada afición y el respeto que
me tenía, nuestra comunidad intelectual era menos estrecha y nuestras
conferencias más breves. Nos veíamos diariamente, charlábamos de
diversas cosas, y mientras yo procuraba llevar su espíritu á las leyes
generales, él no gustaba sino de los hechos y de las particularidades,
prefiriendo siempre todo lo reciente y visible. Disputábamos á
veces con calor, y decíamos algo sobre las obras nuevas; pero ya no
paseábamos juntos. Él salía todas las tardes á caballo y yo paseaba
solo y á pié. Últimamente, ni en el Ateneo nos veíamos por las noches,
porque él iba al teatro muy á menudo y á la casa de Vendesol.
Notaba yo en mí cierta soledad, el triste vacío que deja la suspensión
de una costumbre. Habíamos llegado á un punto en que debía dar por
finalizada la dirección intelectual de mi discípulo, quien ya podía
aprender por sí solo todo lo cognoscible, y aún aventajarme. Así lo
manifesté á doña Javiera, que se me mostró muy agradecida. La buena
señora subía á acompañarme á prima noche, y su conversación exhalaba
ciertos humos de vanidad, que hacían contraste con su llaneza de otros
días. La idea de emparentar con los de Vendesol empezaba á trastornarle
el juicio, y como se sentía con fuerzas pecuniarias para hacer frente á
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