El amigo Manso - 17

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enérgica frase: «ó muerta ó...» Ella me la quitó de la boca para
remacharla así:
--¿Comprende usted ahora lo que le dije hace poco? ¿Vivir así es
vivir?... Y si yo no me ocupo de salvarme, de abrirme un camino, ¿quién
lo va á hacer?
--¡Es verdad, es verdad!
--¡Yo he pensado tanto en esto, he cavilado tanto...! Difícil es
abrirse un camino, en las circunstancias mías... una pobre chica sola,
sin padres, sin guía...
Complacíame mucho verla tan expansiva.
--Ahora, si usted quiere, añadió, vamos á traer la mesa de la cocina.
Amigo, es preciso trabajar. Si no...
Llevóme á la cocina, que me sorprendió por dos cosas, por su mucha
limpieza y porque no se veía allí, fuera del caldero que á la lumbre
estaba y que despedía rumoroso vapor, ningún síntoma, señal, ni indicio
de cosa comestible.
--Eso sí--observó Irene,--hay que hacer justicia á mi tía. Todo el día
se lo pasa fregoteando la cocina. Á ver, Manso, coja usted por ahí.
--Yo la llevaré solo... Si puedo muy bien...
--No, no, que quiero hacer ejercicio. Me gusta esto. Obedezca usted...
coja por ese lado.
Levantamos la mesa, y andando yo hacia atrás, pasito á paso, ella
riendo, yo también, llevamos nuestra carga al comedor.
--Bueno... Ahora manteles, vajilla... Hay que abrir esos baules...
Pruebe usted las llaves, pues sólo mi tía entiende bien esto. Todavía
no se han vaciado los baules en que se trajo todo cuando la mudanza.
--Vengan esas llaves... abriremos.
Después de diversas y no fáciles probaturas, abrimos los tres baules
y dimos con aquel en que la loza estaba. Fué preciso para extraerla
de lo profundo, sacar antes el _Año Cristiano_ en doce tomos, algunas
colchas, un bastidor de bordar y no sé qué más.
--Vaya, vaya... ya tenemos platos... la sopera... precisamente es lo
que menos se necesita... pero venga... En fin, no está del todo mal.
En lo que hay escasez es en el ramo de cubiertos... Mi tía y yo con un
par de tenedores nos arreglamos; pero no sé si nuestro convidado...
¡Ah! sí, en el otro baul, allí donde están las escrituras de las fincas
que fueron de mi tía, los papeles viejos y documentos, debe de haber un
juego de cubiertos... Y si no, en el museo está una daga que dicen es
de Toledo...
Yo no podía contener la risa... Y por fin, la mesa fué puesta, y no
quedó mal. El mantel limpio, recién comprado, y alguna cristalería
nueva dábanle excelente aspecto.
--Ahora falta lo principal--dijo Irene.--Veremos cómo sale del paso...
Será una comedia graciosa, tremenda... Fíjese usted en lo que dirá al
entrar... Como si la oyera...
Fatigada del trabajo, se sentó en una de las dos sillas que yo traje de
diferentes regiones de la casa, y apoyó el codo desnudo en la mesa y la
sién en el puño, dedicándose á observar las rayas del mantel. Yo, de
pié al otro extremo, observaba las de la bata de ella, de color claro,
veraniega y tan almidonada, que por donde quiera que iba, la tela tiesa
producía vibraciones extrañas y una música... Dejemos esto.
--¿Le parece á usted, le parece si esta vida, si esta casa son para
desear seguir en ella?... ¿No está justificado que yo, por cualquier
medio, quiera emanciparme?... Y lo más particular es que así me he
criado. Pero es tan distinto mi genio; soy tan contraria á este
desorden, á esta miseria, como si hubiera estado toda mi vida en
palacios...
--Medios tenía usted de sobra para emanciparse, como joven de mérito.
Usted no debía dudar que se emanciparía, sin precipitarse por malos
caminos.
--Los caminos, amigo Manso, se nos ponen delante, y hay que seguirlos.
No sé si es Dios ó quién es el que los abre. Vea usted... le voy á
contar...
Y no ya un codo, sino los dos puso sobre la mesa, y vuelta hacia mí,
frente á frente, á manera de esfinge, me hizo estas revelaciones que no
olvidaré nunca:
--Pues mire usted, cuando yo era chiquita, cuando yo iba á la escuela,
¿sabe usted lo que pensaba y cuáles eran mis ilusiones?... No sé
si esto dependía de ver la aplicación de otras niñas ó de lo mucho
que quería á mi maestra... Pues bien, mis ilusiones eran instruirme
mucho, aprender de todas las cosas, saber lo que saben los hombres...
¡qué tontería! Y me apliqué tanto que llegué á tomar un barniz...
tremendo... La vocación de profesora duróme hasta que salí de la
escuela de institutrices. Entonces me pareció que me asomaba á la
puerta del mundo y que lo veía todo, y me decía: «¿qué voy yo á hacer
aquí con mis sabidurías?...» No, yo no tenía vocación para maestra,
aunque otra cosa pareciera. Cuando habló usted á mi tía para que fuera
yo á educar á las niñas de don José, acepté con gozo, no porque me
gustara el oficio, sino por salir de esta cárcel tremenda, por perder
de vista esto y respirar otra atmósfera. Allí descansé, estaba al menos
tranquila; pero mi imaginación no descansaba...
¡Error de los errores! ¡Y yo que, juzgándola por su apariencia,
la creía dominada por la razón, pobre de fantasía; yo que ví en
ella la mujer del Norte, igual, equilibrada, estudiosa, seria, sin
caprichos!... Pero atendamos ahora.
--Yo he sido siempre muy metida en mí misma, amigo Manso. Así es que
no se me conoce bien lo que pienso. ¡Me gusta tanto estar yo á solas
conmigo pensando mis cosas, sin que nadie se entrometa á averiguar
lo que anda por mi cabeza...! En casa de D. José yo cumplía bien mis
deberes de maestra, yo ganaba mi pan; pero ¡ay! si supiera usted,
amigo, lo que padecía para vencer mi tristeza y mi resistencia á
enseñar... ¡qué cargante oficio! ¡Enseñar gramática y aritmética!
Lidiar con chicos ajenos, aguantar sus pesadeces... Se necesita un
heroismo tremendo y ese heroismo yo lo he tenido... Pero estaba llena
de esperanza, confiaba en Dios, y me decía: «aguanta, aguanta un poco
más, que Dios te sacará de esto y te llevará á donde debes estar...»
¡Error, crasa y estúpida equivocación! Y yo que la tenía por... Pero
chitón, y oigamos.
--¡Y qué agradecida estaba yo al interés que usted se tomaba por mí!
Pero como yo me guardaba bien de contarle á usted mis pensamientos,
usted no me comprendía bien... Usted veía y admiraba en mí á la
maestra, mientras que yo aborrecía los libros; no puede usted figurarse
lo que los aborrecía y lo que ahora los aborrezco... Hablo de esas
tremendas gramáticas, aritméticas y geografías...
¡Y yo que creía...! ¡Y para esto, santo Dios, nos sirve el estudio!
Para equivocarnos respecto á todo lo que es individual y del corazón...
Yo la oía y me pasmaba de la magnitud de mis errores. Pero no me
gustaba declararlos y confesar mis torpezas. Al contrario, podía en
aquel momento mostrarme agudo, pues con los datos positivos y de verdad
que acababa de obtener podía filosofar otra vez á mis anchas, como lo
había hecho lucidamente una hora antes.
--Mire usted, Irene,--le dije envalentonándome mucho y empleando ese
acento, esa seguridad que siempre tengo cuando generalizo.--Lo que
usted acaba de decirme no me sorprende mucho. Yo, sin comprender bien
lo que usted pensaba, advertía que el fondo difería muchísimo de la
superficie. Tenemos cierta práctica de estas cosas, ¿me entiende usted?
Así es que á todos los engañaría usted menos á mí... La antipatía á los
libros de enseñanza no estaba tan bien disimulada como otros secretos
de usted más ó menos tremendos. Y tanto lo creo así, que me parece
podría seguir y marcar, sin equivocarme, la evolución, así decimos,
de su pensamiento. Usted nació con delicados gustos, con instintos
de señora principal, con aptitudes de esas que llamo sociales, y que
constituyen el arte de agradar, de vivir bien, de conversar, de hacer
honores y de recibirlos, todo con exquisita gracia y delicadeza.
Faltan las condiciones atmosféricas para desarrollar esos instintos
y esas aptitudes; y por lo mismo que le faltan, usted las desea,
aspira á ellas, sueña con ellas... y véase por qué inesperado camino
se las depara la Providencia. Cumple usted fatalmente la ley asignada
á la juventud y á la belleza; usted cae en eso que antes se llamaba
las redes del amor... cosa muy natural; pero que, á más de natural,
resulta ahora oportunísima, porque... Hablemos con claridad. Si Manuel
se casa con usted, como creo, y tal es su deber, tendrá usted lo que
desea, será usted lo que debe ser... vaya usted contando: esposa de un
hombre notable; señora de una excelente casa, donde podrá darse toda
la importancia que quiera; dueña de mil comodidades, coche, criados,
palco...
--Cállese usted, cállese--me dijo poniéndose roja, y echándose á reir y
escondiendo la cara.
--No, si esto no quiere decir que vaya usted por malos caminos. Al
contrario, la mayor cultura trae, generalmente, mayores ventajas en
el orden moral. Será usted una excelente madre de familia, una buena
esposa, una señora benéfica, distinguidísima, que sirva de modelo...
Lucirá usted...
--Cállese usted, cállese usted...
Y la perspicacia que en época anterior me había faltado para
comprenderla, la tuve entonces para ver claramente toda la extensión
de sus ambiciones burguesas, tan desconformes con el ideal que yo
me había forjado. En el fondo de aquellos pruritos de sociabilidad
¡había tanto de común y rutinario!... Irene, tal como entonces se
me revelaba, era una persona de esas que llamaríamos de distinción
vulgar, una dama de tantas, hecha por el patrón corriente, formada
según el modelo de mediocridad en el gusto y hasta en la honradez, que
constituye el relleno de la sociedad actual. ¡Cuánto más alto y noble
era el tipo mío! La Irene que yo había visto desde la cumbre de mis
generalizaciones; aquel tipo que partía de una infancia consagrada á
los estudios graves y terminaba en la mujer esencialmente práctica
y educadora; aquella Minerva coetánea en que todo era comedimiento,
aplomo, verdad, rectitud, razón, orden, higiene...
--Lo que yo aseguro á usted--me dijo,--es que mis deseos han sido
siempre los deseos más nobles del mundo. Yo quiero ser feliz como
lo son otras... ¿Hay alguien que no desee ser feliz? No... Pues yo
he visto á otras que se han casado con jóvenes de mérito y de buena
posición. ¿Por qué no he de ser yo lo mismo? Yo se lo he pedido á Dios,
Manso. Para que me concediera esto, ¡he rezado tanto á Dios y á la
Virgen...!
¡También santurrona!... Era lo que me faltaba ya para el completo
desengaño... Horror del estudio; ambición de figurar en la numerosa
clase de la aristocracia ordinaria; secreto entusiasmo por cosas
triviales; devoción insana que consiste en pedir á Dios carretelas,
un hotelito y saneadas rentas; pasión exaltada, debilidad de espíritu
y elasticidad de conciencia: he aquí lo que iba saliendo á medida que
se descubría; y sobre todas estas imperfecciones, descollaba, como
dominándolas y al mismo tiempo protegiéndolas de la curiosidad, un
arte incomparable para el disimulo, arte con el cual supo mi amiga
presentárseme con caracteres absolutamente contrarios á los que
realmente tenía. ¿Dónde estaba aquel contento de la propia suerte,
la serenidad y temple de ánimo, la conciencia pura, el exacto golpe
de vista para apreciar las cosas de la vida? ¿dónde aquel reposo y
los maravillosos equilibrios de mujer del Norte que en ella ví, y por
cuyas cualidades, así como por otras, se me antojó la más perfecta
criatura de cuantas había yo visto sobre la tierra? ¡Ay! aquellas
prendas estaban en mis libros; producto fueron de mi facultad pensadora
y sintetizante, de mi trato frecuente con la unidad y las grandes
leyes, de aquel funesto don de apreciar arque-tipos y no personas. ¡Y
todo para que el muñeco fabricado por mí se rompiera más tarde en mis
propias manos, dejándome en el mayor desconsuelo!... No sé á dónde
habría llegado yo con estas lamentaciones internas si no apareciera
doña Cándida cuando menos la esperábamos...
--¡Ah!... ¡angelitos! Veo que habeis trabajado bien... la mesa
puesta... ¡Jesús qué lujo! ¿Pero es verdad, Máximo, que te quedas á
comer? Yo creí... como eres tan raro, y nunca has querido sentarte á mi
mesa...
Irene sofocaba la risa. Yo no sé lo que dije.
--No es que no tenga qué darte. Por si comías con nosotras, he traido
aquí...
De un pañuelo empezó á sacar varias cosas envueltas en papeles, un
trozo de pavo trufado, un pastelón, lengua escarlata, cabeza de jabalí
y otros fiambres... Cuando pasó Calígula á la cocina para traer platos
en que poner su compra, Irene me dijo con expresión desdeñosa:
--Ahí tiene usted á mi tía... Cuando llega dinero á sus manos compra
fiambres y no come otra cosa. Dice que no puede perder la costumbre de
las buenas comidas, y sólo cuando está en la miseria pone una olla al
fuego...
Un momento después nos asomábamos Irene y yo al balcón. Había que
esperar algún tiempo para que la comida estuviese dispuesta, y no
sabíamos cómo pasar el rato, porque ni ella ni yo teníamos muchas ganas
de hablar.
--Dígame usted, Irene--le pregunté con interés profundo.--Si Manuel
tuviese ahora un mal pensamiento y...
No me dejó concluir. Respondióme con una grandísima descomposición de
su semblante que anunciaba dolor y vergüenza, y después me dijo:
--Me mata usted sólo con suponerlo... Si Manuel... Me moriría de pena...
--¿Y si no se moría usted?... Se dan casos...
--Me mataría... tengo fuerzas para matarme y volverme á matar, si no
quedaba bien muerta... Usted no me conoce...
¡Y qué verdad! Pero ya empezaba á conocerla, sí.
Doña Cándida nos desconcertó presentándose de improviso para decirme:
--Te tengo una botellita de Champagne que me regalaron el año pasado...
¡Verás qué buena! Ya pronto comemos. Melchora ha venido ya, y al
momento va á freir la carne y á hacer la tortilla.
--¡Tortilla para comer... tía!
--¿Tú qué sabes, tonta? No me gustan bazofias... aborrezco las ollas.
¿No eres de mi opinión, Máximo?
--Sí señora; todo lo que usted quiera...
--Dentro de un momento ya podeis venir. ¿Qué hora es?
¡Qué banquete más triste! Faltaban en él las dos cosas que hacen
agradable la mesa, es decir, alegría y comida. Nos sirvió primero
Melchora una desabrida tortilla, que verdaderamente no sé cómo la pude
pasar. Luego vino un plato de carne, escaso y seco, al cual dió doña
Cándida el retumbante apodo de _filet à la Maréchale_.
--Es riquísimo, Máximo. Aquí tienes un plato que nadie sabe hacerlo ya
en Madrid más que yo...
--Cuando digo que se van perdiendo las tradiciones culinarias.
Irene me hacía guiños, gestos y mohines graciosísimos para burlarse de
la comida, de su tía y de la menguada mesa, en la cual no aparecieron
ni en efigie los pichones y la anguila anunciados.
--Aquí tienes un pavo trufado--declaró Calígula,--que lo ha hecho
expresamente para mí el señor de Lhardy... Luego te daré un platito
á la francesa, que te gustará mucho... Vamos, destapa la botella de
Champagne...
--Pero, señora, si esto es sidra, y no de la mejor...
--Te digo que es del propio _Duc de Montebello_. Tú entenderás de
filosofía; pero no de bebidas...
--Pero qué... ¿vamos á comer otra tortilla?
--Es el platito de que te hablé... _haricots à la sauce provençale_...
Lo hace Melchora á maravilla.
--Si usted me permite una franqueza, señora, le diré que esto me parece
una cataplasma... pero en fin, se puede pasar...
--¡Mal agradecido!... Prueba este pastel... Irene, ¿no comes?... Así es
todos los días; se mantiene del aire como los camaleones.
Y en efecto, Irene apenas comía más que pan y un poco del famoso _filet
à la Maréchale_. Considerando su sobriedad, pasé á reflexionar otra vez
sobre el tema eterno.
«Quién sabe,--me dije,--si una crítica completamente sana y fría
podría llevarte á declarar que aquellas supuestas, soñadas y
rebuscadas perfecciones constituirían, caso de ser reales, el estado
más imperfecto del mundo... Eso de la mujer-razón que tanto te
entusiasmaba, ¿no será un necio juego del pensamiento? Hay retruécanos
de ideas como los hay de palabras... Ponte en el terreno firme de
la realidad y haz un estudio serio de la mujer-mujer... Estos que
ahora te parecen defectos, ¿no serán las manifestaciones naturales
del temperamento, de la edad, del medio ambiente?... ¿De dónde
sacaste aquel tipo septentrional más frío que el hielo, compuesto
no de pasiones, virtudes, debilidades y prendas diferentes, sino
de capítulos de libro y de hojas de Enciclopedia? Observa ahora la
verdad palpitante, y no vengas con refunfuños de una moral de cátedra
á llamar graves defectos á lo que en realidad es tan sólo accidentes
humanos, partes y modos de la verdad natural que en todo se manifiesta.
La pasión es propio fruto de la juventud, y el arte de disimular que
tanto te espeluzna es una forma de caracter adquirida en el estado de
soledad en que ha vivido esa criatura, sin padres, sin apoyo alguno.
Un poderoso instinto de defensa le ha dado ese arte, con el cual sabe
suplir la falta del amparo natural de la familia. Ese disimulo ha sido
su gran arma en la lucha por la vida. Se ha defendido del mundo con
su reserva. Y esa ambición que tanto te desagrada no es más que un
producto del mismo desamparo en que ha vivido. Se ha acostumbrado á
deberlo todo á sí misma, y de ahí ha venido el prurito de emprenderlo
todo por sí misma. Arrastrada por la pasión, ha tenido flaquezas
lamentables. Su agudeza y su prudencia han sido vencidas por el
temperamento... Hay que considerar lo extraordinario de las seducciones
con que luchaba. Enamorada, la atraía el galán de sus sueños; pobre,
la atraía el joven de posición. ¡Amor satisfecho y miseria remediada!
Estos grandes imanes, ¿á quién no llevan tras sí? El espíritu
utilitario de la actual sociedad no podía menos de hacer sentir su
influjo en ella. Hé aquí una huérfana desamparada que se abre camino, y
su pasión esconde un genio práctico de primer orden...»
¡No sé qué más pensé! Levantéme de aquella antipática mesa, hastiado de
alimentos fríos y desabridos, de las sillas que rechinaban amenazando
desbaratarse, de los cuchillos á los cuales se les caía el mango, y
de aquella anfitrionisa insoportable, cuyas farsas rayaban ya en lo
maravilloso.
Irene me acompañó á la sala; nos sentamos, pero no hablábamos nada.
Caía la tarde y nos rodeaban sombras melancólicas. La tristeza de
haber estado todo el día sin ver al objeto de su cariño, la tenía muda
y tétrica. Y á mí me ponía lo mismo un nuevo trastorno de que fuí
acometido á consecuencia de lo que arriba dije. Consistía mi nuevo mal
en que al representármela despojada de aquellas perfecciones con que la
vistió mi pensamiento, me interesaba mucho más, la quería más, en una
palabra, llegando á sentir por ella ferviente idolatría. ¡Contradicción
extraña! Perfecta, la quise á la moda Petrarquista, con fríos alientos
sentimentales que habrían sido capaces de hacerme escribir sonetos.
Imperfecta, la adoraba con nuevo y atropellado afecto, más fuerte que
yo y que todas mis filosofías.
Aquella pasión suya terminada en flaqueza de caracter; aquella reserva
interesantísima, que permitía suponer siempre un más allá en los
horizontes de su alma; aquella decisión de triunfar ó morir; aquel
mismo resabio utilitario, todo me enamoraba en ella. Hasta su graciosa
muletilla, aquella pobreza de estilo por la cual llamaba _tremendas_
á todas las cosas, me encantaba. ¡Oh! ¡cuánto más valía ser lo que
fué Manuel, ser hombre, ser Adán, que lo que yo había sido, el angel
armado con la espada del método defendiendo la puerta del paraíso de la
razón!... Pero ya era tarde.
Y en aquella oscuridad, á la cual llegaban tímidas luces del
crepúsculo y el amarillo resplandor de los faroles públicos, la ví
tan soberanamente guapa, que tuve miedo de mí mismo y me dije: «es
necesario que yo salga de aquí, no sea que mi sentimiento se sobreponga
á mi razón y diga ó haga las tonterías de que hasta ahora, á Dios
gracias, me he visto libre.» Y en efecto, peligros noté en mí de
ponerme en ridículo, si permitía salir alguna parte de la procesión que
por dentro andaba. Yo me sentía mozalvete, calaverilla y un si es no
es cursi... Dije tres ó cuatro frases de fórmula y me marché... porque
si no me marchaba... Casos se han visto de caracteres profundamente
serios, que en un momento infeliz han caido de golpe en los sumideros
de la tontería.


XLIII
Doña Javiera me acometió con furor.

Hízome temblar de espanto, porque su cólera era para mí hasta entonces
desconocida, y siempre había yo visto en ella mucho angel, afabilidad
y suma tolerancia. Lo mismo fué entrar yo en la casa, á las seis del
domingo, que corrió hacia mí con gesto amenazador, tomóme de un brazo,
llevóme á su gabinete, cerró...
--Pero, señora...
Yo no comprendía, ni en el primer momento supe dar á sus bruscos modos
la interpretación más conveniente. Creí que me quería sacar los ojos;
creí después que se sacaba los suyos. Gesticulaba como actriz de la
legua, y respirando con gran fatiga, no acertaba á expresarse sino con
monosílabos y entrecortadas cláusulas:
--Estoy... volada... Me muero, me ahogo... Amigo Manso, ¿no sabe usted
lo que me pasa?... No resisto, me muero... ¿No sabe usted?... Manuel,
¡qué pillo, qué ingrato hijo!...
--Pero, señora...
--¿Le parece á usted lo que ha hecho?... Es para matarlo... Pues se
quiere casar con una maestra de escuela.
Y al decir _maestra de escuela_, alzaba la voz con alarido de agonía,
como el que recibe el golpe de gracia...
--Alguna pazpuerca muerta de hambre... ¡qué afrenta, Virgen,
re-Virgen!... Parece mentira, un chico como él, tan listo, de tanto
mérito... Vamos, esto es cosa de Barrabás... ó castigo, castigo de
Dios... Señor de Manso, ¿no se indigna usted, no salta bufando?...
Hombre, usted es de piedra, usted no siente... ¿Pero usted se ha hecho
cargo?... ¡Una maestra de escuela!... de esas que enseñan á los mocosos
el _pe á pa_... Si le digo á usted que estoy volada... á mí me va á dar
algo... no sé cómo no le hice así y le retorcí el pescuezo cuando me
lo dijo... Ahí tiene usted un hombre perdido... adios carrera, adios
porvenir... ¡Jesús, Jesús! Y usted no se sulfura, usted tan tranquilo...
--Señora, vamos á comer. Serénese usted y después hablaremos.
El criado anunció que la comida estaba dispuesta. Antes de pasar al
comedor, mi vecina me dijo del modo más solemne del mundo:
--En el señor de Manso confío. Usted es mi esperanza, mi salvación.
--Yo...
--Nada, nada. Usted es para mi hijo lo que llaman un oráculo. ¿No se
dice así?
--Así se dice.
--Pues si usted no le quita de la cabeza esa gansada, perdemos las
amistades.
Estaba escrito que todo lo malo y desagradable de aquellos días me
pasara al tiempo de comer en mesa ajena. Y la de doña Javiera se
parecía bien poco á la de doña Cándida en la riqueza de los manjares
y régimen del servicio. Contraste mayor no se podía ver. La mesa de
mi vecina ofrecía desmedida abundancia, variedad de manjares sabrosos
y recargados, servidos en vajilla nueva y de relumbrón. Era festín
más propio de gigantes glotones que de gastrónomos delicados. Y las
consecuencias del berrinche no se conocían ni poco ni mucho en el
apetito de la señora de Peña, á quien observé aquel día tan bien
dispuesta como los demás del año á no dejarse morir de hambre. Lo poco
que habló fué para incitarme á que me atracase de todo, diciéndome
que no comía nada, para elogiar á su cocinera y para reprender á
Manuel porque hablaba demasiado alto y nos aturdía á todos. Este
entró cuando ya habíamos tomado la sopa. Estaba sumamente jovial. Le
conocí que había visto á su víctima; mas no podía suponer dónde ni
cómo. Probablemente habría sido en la misma casa caligulense, pues
no era difícil para Manuel embaucar á doña Cándida y aun prescindir
completamente de ella. Durante toda la comida, doña Javiera no perdía
ripio de reñir á su hijo, fulminando contra él los rayos de sus bellos
ojos ó los de sus frases agudas y mortificantes. Á mí me traía en
palmitas, quería que de todo comiese, cosa imposible, y me atendía y me
obsequiaba con cariñosa finura. Cuando me despedí, después de hablar un
poco sobre el consabido conflicto, le dije:
--Déjele usted de mi cuenta... yo lo arreglaré.
Y ella:
--En usted confío. Dios le bendiga á usted por la buena obra que va
á hacer... Cada vez que lo pienso... ¡Una maestra de escuela! Estoy
abochornada. ¡Qué dirá la gente!... Será cosa de no poder salir á la
calle.
Y cuando salí y ví á Manuel que entraba en su cuarto, le indiqué que le
esperaba en mi casa. Doña Javiera salió conmigo á la escalera, y en voz
bajita, con semblante esperanzado y risueño, me dijo:
--Eso es; póngale usted las peras á cuarto. Duro en él... Dígale usted
que no quiero maestras ni literatas en mi casa, y que mire por su
porvenir, por su carrera... Como si no tuviera hijas de marqueses en
que elegir... Y lo que es yo me muero si se casa con esa... Á mí que no
me venga con mimos, porque no le perdono...
--Yo lo arreglaré, yo lo arreglaré.


XLIV
Mi venganza.

Cuando Manuel se presentó ante mí, parece que tenía gran impaciencia
por decirme:
--¿Ha hablado usted con mamá?
--Sí, tu mamá está furiosa. No le entra en la cabeza que te cases con
Irene--le respondí;--y la verdad es que no le falta razón. Ahora parece
que os vais á poner en pié de aristócratas, y te convendría una buena
boda. Ya ves que la pobre Irene...
--Es pobre y humilde; pero yo la quiero.
El gato saltó de mis rodillas. ¡Con qué gusto lo acariciaba...! y al
compás de aquellos pases por el lomo del nervioso animal, ¡qué de
pensamientos brotaban en mí, todos luminosos y cargados de razón!...
Formé un plan y lo puse en práctica al instante.
--Dime con franqueza lo que piensas... Pero no me ocultes nada; la
verdad, la verdad pura quiero.
--Déme usted antes consejos.
--¿Consejos? Venga primero lo que tú sientes, lo que deseas...
--Pues yo, querido maestro, si usted me pregunta lo que siento, le
diré con toda franqueza que estoy como fuera de mí de enamorado y de
ilusionado; pero si usted me pregunta si he hecho propósito de casarme,
le contestaré con la misma franqueza que no he podido adquirir todavía
una idea fija sobre esto. Es cosa grave. Por todas partes no se
oye otra cosa que diatribas contra el matrimonio. Luego tan jóvenes
ambos... Hay que pensarlo y medirlo todo, amigo Manso.
--¿Tienes algún recelo,--le dije violentándome mucho para aparecer
sereno,--de que Irene, esposa tuya, no corresponda á tus ilusiones, á
ese tu entusiasmo de hoy...?
--Eso no, no tengo recelo... Ó porque la quiero mucho y me ciega la
pasión, ó porque ella es de lo más perfecto que existe, me parece que
he de ser feliz con ella...
--Entonces...
--Además, ya ve usted... la oposición de mi madre. Usted conoce á
Irene, la ha tratado en casa de D. José. ¿Qué idea tiene usted de ella?
--La misma que tú.
--¡Es tan buena; tiene tanto talento...! Nada, nada, amigo Manso, yo me
embarco con ella.
--¿Crees que no te pesará?
--Me hace usted dudar... Por Dios. Pregunta usted de un modo y da unos
flechazos con esos ojos... ¡Qué sé yo si me pesará ó no...! Considere
usted la época en que vivimos, las mudanzas grandísimas que ocurren en
la vida. Las ideas, los sentimientos, las leyes mismas, todo está en
revolución. No vivimos en época estable. Los fenómenos sociales, á cual
más inesperado y sorprendente, se suceden sin interrupción. Diré que
la sociedad es un barco. Vienen vientos de donde menos se espera, y se
levanta cada ola...
Yo meditaba.
--¡Casarme! ¿Qué me aconseja usted?...
--¿Serás capaz de hacer lo que yo te mande?
--Juro que sí,--me dijo con entereza.--No hay nadie en el mundo que
tenga sobre mí dominio tan grande como el que tiene mi maestro.
--¿Y si te digo que no te cases?...
--Si me dice usted que no me case,--murmuró muy confuso mirando al
suelo y poniendo punto á su perplejidad con un suspiro,--también lo
haré...
--¿Y si además de decirte que no te cases, te mando que rompas
absolutamente con ella y no la veas más?
--Eso ya...
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