El amigo Manso - 19

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quiera, tenía los nervios muy delicados, la sensibilidad muy exquisita
para poder sufrir el roce con ciertas personas... No, cada uno en su
casa y Dios en la de todos... Por lo demás, excusado es decir que todo
cuanto la señora de García Grande tenía era para su sobrina. Hasta
las preciosidades y objetos raros y artísticos, que conservaba como
recuerdo de la familia, se los iba á ceder... ¿Para qué quería ella
nada ya?... Maravillas tenía aún en sus cofres, que harían gran papel
en la casa de los jóvenes esposos... Y el sobrante de sus rentas...
también para ellos. ¡Válganos Dios! su sobrina necesitaría de ella más
que ella de su sobrina, y ocasión había de llegar en que la señora
sacara á Irene de algunos apuritos.
Oyendo esto, Lica se puso triste y la niña Chucha se secó una lágrima.
Quedóse doña Cándida á almorzar, y desde aquel día reanudó la serie de
sus diarias visitas á la casa, entrando en una era de parasitismo, que
no acabará ya sino con la funesta existencia de aquel monstruo de los
enredos y cocodrilo de las bolsas.
Yo me había propuesto no ver más á Irene, porque no viéndola estaba
más tranquilo; pero un día se empeñó Manuel en llevarme allá, y no
pude evitarlo. La que fué maestra de niños y después lo había sido mía
en ciertas cosas, se alegró mucho de verme, y no lo disimulaba. Pero
su gozo era del orden de los sentimientos fraternales, y no podía ser
sospechoso al joven Peñita que, á su modo, también participaba de él.
Hablamos largo rato de diversas cosas: ella me mostraba la variedad y
extensión de sus imperfecciones, encendiendo más en mí, al apreciar
cada defecto, el vivo desconsuelo que llenaba mi alma... Habló de mil
tonterías graciosas, y cada una de éstas era como afilada saeta que me
traspasaba. Su frívolo gozo recaía gota á gota sobre mi corazón como
ponzoña...
Un gran escozor sentía yo en mí desde el famoso descubrimiento;
sospechaba y temía que Irene, dotada indudablemente de mucha
perspicacia, conociese el apasionamiento y desvarío que tuve por ella
en secreto, con lo cual y con mi desaire, recibido en la sombra, debía
estar yo á sus ojos en la situación más ridícula del mundo. Esto me
acongojaba, me ponía nervioso. Á ratos me decía:
«¿Qué haré yo para quitarle de la cabeza esa idea? Y de que tiene tal
idea no me queda duda... Es más lista que Cardona y sabe más que todos
los tragadores de bibliotecas que existimos en el mundo. Imposible,
imposible que dejara de comprender mi... Y si lo comprendió, ¡cómo
se reirá del pobre Manso, cómo se reirán los dos en la intimidad
de sus soledades deliciosas!... Si me fuese posible arrancarle ese
pensamiento, ó al menos sembrar en su mente otros que, al crecer, lo
ahogaran y comprimieran...»
Y ella, cuando hablaba conmigo, bondadosa hasta no más, me miraba con
ojos que á mí me parecían llegar hasta lo más lejano y escondido de mi
sér. Luego tenían sus labios una sonrisita irónica que confirmaba mi
temor y me inquietaba más. Cuando me miraba de aquel modo, yo creía
oirla hablar así en su interior:
«Te leo, Manso, te leo como si fueras un libro escrito en la más clara
de las lenguas. Y así como te leo ahora, te leí cuando me hacías el
amor á estilo filosófico, pobre hombre...»
Pensar esto, y sentir que subía toda la sangre á mi cerebro, era todo
uno. Buscaba coyuntura de destruir, aunque fuera con sofismas, la
_tremenda_ idea de mi amiga, y al fin... No sé cómo vino rodando la
conversación. Creo que Peñita dijo que yo debía casarme. Ella lo apoyó.
Ví el único cabello de una feliz ocasión, y me agarré á él.
--¡Casarme yo!... No he pensado nunca en tal cosa... Los que
nos consagramos al estudio vamos adquiriendo desde la niñez un
endurecimiento... Quiero decir, que nos encontramos curas sin
sospecharlo... La rutina del celibato acaba por crear un estado
permanente de indiferencia hacia todo lo que no sea los goces calmosos
de la amistad...
Poco seguro de la idea, yo no podía encontrar bien tampoco las frases.
--Porque... llegamos á no conocer otro sentimiento que el de la
amistad... Es que el estudio toma para sí todas las fuerzas afectivas,
y nos apasionamos de una teoría, de un problema... La mujer pasa á
nuestro lado como un problema que pertenece á otro mundo, á otra rama
del saber y que no nos interesa. He intentado á veces cambiar la
constitución de mi espíritu, incitándole á beber en los manantiales de
donde, para otros, afluyen tantas corrientes de vida, y no he podido
conseguirlo... Ni quiero ni me hace falta. Me considero en la falange
del sacerdocio eterno y humano. También el celibato es humano, y ha
servido en todos los siglos para demostrar la excelencia del espíritu...
¿Conseguí algo con estas paparruchas? Para hacer más efecto, hablé con
Irene del tiempo en que ella daba lecciones á mis sobrinitas y del
cariño paternal que me había inspirado. Ya se ve... la semejanza de
nuestras profesiones, el compañerismo... Nada, nada, no pasaba.
Yo la veía mirarme, y podía jurar que decía para sí:
--No cuela, Mansito, no cuela. Conste que perdiste la chaveta como el
último de los estudiantes, y ahora, ni con toda la filosofía del mundo,
me has de hacer creer otra cosa. Las maestras de escuela sabemos más
que los metafísicos, y éstos no engañan ya á nadie más que á sí mismos.


XLIX
Aquel día me puse malo.

¡Qué casualidad!... Me refiero al día de la boda. Yo no quise ir...
Convengamos en que me entró un fuerte pasmo que me retuvo en cama.
Llovía mucho. Del cielo caía una tristeza gris, en hilos fríos que
susurraban azotando el suelo. Por doña Javiera, que subió á verme,
cuando concluyó todo, supe que no había ocurrido nada de particular,
más que la obligada ceremonia, los latines, la curiosidad de los
concurrentes, el almuerzo en la casa nueva y la partida de los dichosos
para no sé dónde... Creo que para Biarritz ó para Búrgos ó Burdeos.
Ello era cosa que empezaba con B. La paradita no hace al caso. Me
levanté en seguida, completamente restablecido, con asombro de doña
Javiera, que me notificó su resolución de vivir desde el siguiente
día en la nueva casa. Hablamos de Irene, y mi vecina me confesó que
empezaba á serle agradable, que yo tenía quizás razón al elogiarla,
y que si su hijo era feliz, poco le importaba lo demás. Contóme que
á Manolo le miraban todas las chicas con una envidia... ¡Vanidad
materna que no hacía daño á nadie! Después de almorzar se habían ido
los dos solos á la estación, en su coche, tan bien agasajaditos, entre
pieles... ¡Manolo estaba tan guapo...! Valía infinitamente más que
ella. Manolo _daba la hora_. La pícara maestra debía tener más talento
que Merlín, porque había sabido pescar al muchacho más bonito y de más
mérito de todas las Españas.
¡Virgen! ¡y cuánto lloró doña Cándida!... Mi hermano José también había
cogido un pasmo aquel día y no pudo ir. Estaba la _señá_ marquesa, Lica
por otro nombre, con su mamá y hermana, y además otras muchas personas
notables. Lo de la notabilidad no se me alcanzaba, y así lo manifesté
con mal humor á mi vecina. Ella insistió en designar como eminencias á
todos los concurrentes; discutimos, y yo concluí diciéndole:
--¿Apostamos á que estaba también el negro Ruperto?
--Y bien guapo; parecía una persona servida en tinta de calamares...
Eso; búrlese usted... ya verá D. Máximo ir gente grande á mi casa,
cuando Manolo empiece á figurar, y demos _tées_... Será aquello un
pueblo...
No recuerdo cuánto más charló su expedita é incansable lengua. Para
consolarse de su soledad, empezó á disponer la mudanza desde aquel
día. Aprovechando dos que estuve de expedición en Toledo con varios
amigos, la misma doña Javiera hizo la mudanza de todos mis muebles,
libros y demás enseres, con tanta diligencia y esmero, que al volver
encontré realizada la instalación y ocupé sin molestia de ningún género
mi nueva vivienda. En realidad, yo no tenía con qué pagar tantos
beneficios y aquella creciente adhesión, que parecía salirse ya de
los comunes términos de la amistad. Y como, por desgracia, mi antigua
sirvienta seguía paralizada de una pierna y de la otra no muy sana, mi
casa continuaba en manos de la señora de Peña, que á todo atendía con
extremada solicitud, dando motivo á murmuraciones de maliciosos amigos
y vecinos. Yo me reía de estas picardihuelas y un día hablé francamente
de ellas.
--Déjeles usted que hablen--me dijo con menos desparpajo del que solía
tener, antes bien algo turbada.--Riámonos del mundo. Á usted no le
hacen los honores que merece, ni le aprecian en lo que vale... Pues
á mí me da la gana de hacerlo y de traer á mi señor D. Máximo á qué
quieres boca. Es justicia, nada más que justicia, y estoy por decir que
es indemnización... ¿se dice así? Estas palabras finas me ponen siempre
en cuidado, por temor de soltar una barbaridad.
Lo que mi vecina me dijo me afectó mucho, hízome pensar y sentir, y
ha quedado por siempre grabado en mi memoria. ¿Provenía su afecto de
esa admiración secreta, inexplicable que suele despertar en la gente
ordinaria el hombre dedicado al estudio? He visto raros y notabilísimos
ejemplos de esto. Doña Javiera había puesto en circulación un extraño
apotegma: _la sabiduría es la sal de los hombres_. Cualquiera que fuese
el sentido de tal dicharacho, yo atribuía los obsequios de la vecina
á su temperamento un tanto acalorado, á su sensibilidad caprichosa
que tomaba vigor de la renovación de los afectos. Por eso me decía
yo: «le pasará esto, y llegará día en que no se acuerde de mí.»--Pero
no pasaba, no; por el contrario, la veía yo buscando la intimidad, y
apropiándose cada vez mayor parte de todo lo mío, principalmente en
los órdenes moral y doméstico, que son la llave de la familiaridad. Y
acostumbrado á aquella blanda compañía, á aquella diligente cooperación
en todo lo más importante de la vida, llegué á considerar que si me
faltaba la amistad fervorosa de mi vecina, había de echarla muy de
menos. Por eso, insensiblemente arrastrado, me dejaba llevar por la
pendiente, sin ocuparme de calcular á dónde llegaría.
No quiero dejar de contar ahora el regreso de Manuel y su esposa,
después de haberse divertido de lo lindo en su excursión de amor.
Según me dijo doña Javiera, no se les podía aguantar de empalagosos y
amartelados. Tanto se habían hartado de la famosa miel. En conciencia
yo deseaba que les durara aquel dulce estado todo lo más posible. Irene
me pareció más guapa, más gruesa, de buen color y excelente salud. Doña
Javiera, que todo me lo confiaba, me dijo un día:
--Parece que hay nietos por la costa. En cuanto yo vea que los menudea,
pongo casa aparte. No quiero hospicios en la mía.
Irene me trataba siempre con la consideración más grande. Aunque nada
debía sorprenderme, yo me sorprendía de verla tan conforme al tipo de
la muchedumbre, de verla más distinta cada vez ¡Dios mío! del ideal...
¿Pues no se dió á organizar, con otras señoras, rifas benéficas y
funciones y veladas para sacar dinero y emplearlo en hospitalitos que
no se acaban nunca? También la ví presidiendo una junta de señoras
postulantes, y su marido me dijo que le gastaba algún dinero en
novenas y festejos eclesiásticos. Para que nada faltase, un domingo
por la tarde la ví graciosamente ataviada, de negra mantilla, peina
y claveles. Iba á los toros, y preguntándole yo si se divertía en
esa fiesta salvaje, me contestó que le había tomado afición y que
si no fuera por el triste espectáculo de los caballos heridos, se
entusiasmaría en la plaza como en ninguna parte...
Sentencia final: era como todas. Los tiempos, la raza, el ambiente no
se desmentían en ella. Como si lo viera... desde que se casó no había
vuelto á coger un libro.
Pero hagámosle justicia. En su casa desplegaba la que fué maestra
cualidades eminentes. No sólo había introducido en la mansión de
los Peñas un gusto desconocido, teniendo que sostener más de una
controversia con su suegra, sino que también supo mostrarse altamente
dotada como señora de gobierno. Con esto y su tacto exquisito, unas
veces cediendo, otras resistiendo, supo conquistar poco á poco el
afecto de su mamá política. Tenía, sin género de duda, grandes dotes
de manejo social y arte maravilloso de tratar á las personas. Manuel
empezó á recibir en su salón, por las noches, á algunas personas de
viso y á otras que aspiraban á tenerlo.
Cómo trataba Irene á los distintos personajes; cómo atraía á los de
importancia; cómo embaucaba á los necios, cómo sacaba partido de todo
en provecho de su marido, era cosa que maravillaba. Yo veía esto con
pasmo, y doña Javiera estaba asustada.
--Es de la piel del diablo--me dijo un día,--sabe más que usted.
¡Verdad más grande que un templo y que todos los templos del mundo!--Lo
más gracioso es que doña Javiera, que siempre había dominado á cuantos
con ella vivían, fué poco á poco dominada por su nuera... Casi casi
le tenía cierto respeto parecido al miedo. Á solas la señora y yo
hablábamos de las recepciones de Irene, y nos hacíamos cruces.
--Esta nació para hacer gran papel.
--Buena adquisición hizo Manolito, ¿no lo dije?
--Como siga así y no se tuerza...
--¡Oh! si ella es buena, es un angel...
Y á veces nos consolábamos mutuamente con tímidas murmuraciones.
--Veremos lo que dura. No me gustan tantos tés, tanto recibir, tanto
exhibirse.
--Pues ni á mí tampoco... Quiera Dios...
--Se ven unas cosas...
¡Execrable ligereza la nuestra! Ella y él se amaban tiernamente.
El amor, la juventud, la atmósfera social cargada de apetitos,
lisonjas y vanidades criaban en aquellas almas felices la ambición,
desarrollándola conforme al uso moderno de este pecado, es decir, con
las limitaciones de la moral casera y de las conveniencias. Esto era
natural como la salida del sol, y yo haría muy bien en guardar para
otra ocasión mis refunfuños profesionales, porque ni venían al caso ni
hubieran producido más resultado que hacerme pasar por impertinente y
pedantesco. Las purezas y refinamientos de moral caen en la vida de
toda esta gente con una impropiedad cómica. Y no digo nada tratándose
de la vida política, en la cual entró Manuel con pié derecho, desde que
recibió de sus electores el acta de diputado. Mi discípulo, con gran
beneplácito de sus amigos y secreto entusiasmo de su esposa, entraba en
una esfera en la cual el devoto del bien, ó se hace inmune cubriéndose
con máscara hipócrita ó cae redondo al suelo, muerto de asfixia.


L
¡Que vivan, que gocen! Yo me voy.

Para ellos vida, juventud, riquezas, contento, amigos, aplauso, goces,
delirio, éxito... para mí vejez prematura, monotonía, tristeza,
soledad, indiferencia, tormento y olvido. Cada día me alejaba yo más
de aquel centro de alegrías que para mí era como ambiente impropio de
mi espíritu enfermo. Me ahogaba en él. Además de esto, cada vez que
veía delante de mí á la joven señora de Peña, mujer de mi discípulo,
aunque no discípula, sino más bien maestra mía, me entraba tal congoja
y abatimiento que no podía vivir. Y si por acaso la conversación me
hacía encontrar en ella un nuevo defectillo, el descubrimiento era
combustible añadido á mi llama interior. Cuanto menos perfecta más
humana, y cuanto más humana más divinizada por mi loco espíritu, á
quien había desquiciado para siempre de sus fijos polos aquel fanatismo
idolátrico, bárbara devoción hacia un fetiche con alma. Todos los
días buscaba mil pretextos para no bajar á comer, para no asistir á
las reuniones, para no acompañarles á paseo, porque verla y sentirme
cambiado y lleno de tonterías y debilidades era una misma cosa. El
influjo de estos trastornos llegó á formar en mí una nueva modalidad.
Yo no era yo, ó por lo menos, yo no me parecía á mí mismo. Era á ratos
sombra desfigurada del Sr. Manso como las que hace el sol á la caída de
la tarde, estirando los cuerpos cual se estira una cuerda de goma.
--¿Pero qué tiene usted?--me dijo un día doña Javiera.
--Nada, señora, yo no tengo nada. Por eso precisamente me voy. Entre
dos vacíos, prefiero el otro.
--Se queda usted como una vela.
--Esto quiere decir que ha llegado la hora de mi desaparición de entre
los vivos. He dado mi fruto y estoy demás. Todo lo que ha cumplido su
ley, desaparece.
--Pues el fruto de usted no le veo, amigo Manso.
--Es posible. Lo que se ve, señora doña Javiera, es la parte menos
importante de lo que existe. Invisible es todo lo grande, toda ley,
toda causa, todo elemento activo. Nuestros ojos, ¿qué son más que
microscopios?
--¿Quiere usted que llame un médico?--me dijo la señora muy alarmada.
--Es como si cuando una flor se deshoja y se pudre llamara usted al
jardinero. Coja usted unas tijeras y córteme. Ya la luz, el agua, el
aire, no rezan conmigo. Pertenezco á los insectos.
--Vaya usted á tomar baños.
--De eternidad los tomaré pronto.
--Nada, nada; yo llamo á un médico.
--No es preciso; ya siento los efectos del gran narcótico; voy á tomar
postura...
Doña Javiera se echó á llorar. ¡Me quería tanto! Aquel mismo día
vino Miquis acompañado de un célebre alienista, que me hizo varias
preguntas á que no contesté. Cuando les ví salir, me reí tanto, que
doña Javiera se asustó más y me manifestó de un modo franco el vivísimo
afecto con que me honraba. Yo la oía cual si oyera mi elogio fúnebre
pronunciado en lo alto de un púlpito y en frente de mi catafalco... Y
tal era mi anhelo de descanso, que no me levanté más. Prodigóme sin
tasa mi vecina los cuidados más tiernos, y una mañana, solitos los dos,
rodeados de gran silencio, ella aterrada, yo sereno, me morí como un
pájaro.
El mismo perverso amigo que me había llevado al mundo sacóme de él,
repitiendo el conjuro de marras y las hechicerías diablescas de la
redoma, la gota de tinta y el papel quemado, que habían precedido á mi
encarnación.
--Hombre de Dios--le dije;--¿quiere usted acabar de una vez conmigo y
recoger esta carne mortal en que para divertirse me ha metido? Cosa más
sin gracia...
Al deslizarme de entre sus dedos, envuelto en llamarada roja, el
sosiego me dió á entender que había dejado de ser hombre.
Los alaridos de pena que dió mi amiga al ver que yo la había abandonado
para siempre, despertaron á todos los de la casa; subieron algunos
vecinos, entre ellos Manuel, y todos convinieron en que era una lástima
que yo hubiese dejado de figurar entre los vivos... Y tan bien me
iba en mi nuevo sér que tuve más lástima de ellos que ellos de mí, y
hasta me reí viéndoles tan afanados por mi ausencia. ¡Pobre gente! Me
lloraban familia y amigos, y algunos de estos fueron á las redacciones
de los periódicos á dedicarme _sentidas frases_. En cuanto lo supo
Sainz del Bardal, agarró la pluma y me enjaretó ¡ay! una elegía, con la
cual yo y mis colegas de Limbo nos hemos divertido mucho. Aquí llegan
todas estas cosas y se aprecian en su verdadero valor.
Á mi hermano, Lica, Mercedes, doña Jesusa y Ruperto les duró la
aflicción qué sé yo cuántos días. Manuel se puso tan amarillo, que
parecía estar malo; Irene derramó algunas lágrimas y estuvo dos semanas
como asustada, creyendo que me veía asomar por las puertas, levantar
las cortinas y pasar como sombra por todos los sitios oscuros de la
casa. Ni que la mataran, entraba de noche sola en su cuarto. ¡También
supersticiosa!
Pero todos se fueron consolando. Quien se quedó la última fué mi doña
Javiera del alma, tan buena, tan llanota, tan espontánea. Según datos
que han llegado á mi noticia, más de una vez fué á visitar el sitio
donde estaba enterrado el que fué mi cuerpo, con una piedra encima y un
rótulo que decía que yo había sido muy sabio.
De doña Cándida sé que oyó algunos centenares de misas, y que siempre
que entraba en casa de Peña, donde diariamente desempeñaba el papel de
la langosta en los feraces campos, me había de nombrar suspirando, para
mantener vivo el recuerdo de mis virtudes. Á mi noticia ha llegado,
por no sé qué chismografía de serafines, que no se puede calcular ya
el dinero que le han dado para misas por mi reposo, el cual dinero
suma tanto, que si se aplicara por los demás, ya estaría vacío el
Purgatorio. De las casas de mi hermano y de Peña saca la señora con
estos giros de ultratumba mediana rentilla para ayudarse. No hablo de
la admiración que nos causa á todos los que estamos aquí el fecundo
ingenio de Calígula, porque debe suponerse.
Y á medida que el tiempo pasa se van olvidando todos de mí, que es
un gusto. Lo más particular es que de cuanto escribí y enseñé apenas
quedan huellas, y es cosa de graciosísimo efecto en estas regiones
el ver que mientras un devoto amigo ó ferviente discípulo nos llama
en plena sesión de cualquier academia el _inolvidable Manso_, si se
va á indagar donde está la memoria de nuestro saber, no se encuentra
rastro ni sombra de ella. El olvido es completo y real, aunque el uso
inconsiderado de las frases de molde dé ocasión á creer lo contrario.
Diferentes veces he descendido á los cerebros (pues nos está concedida
la preciosa facultad de visitar el pensamiento de los que viven), y
metiéndome en las entendederas de muchos que fueron alumnos míos,
he buscado en ellos mis ideas. Poco, y no de lo mejor, ha sido lo
descubierto en estas inspecciones encefálicas, y para llegar á
encontrar eso poco y malo, ha sido preciso levantar, con ayuda de otros
espíritus entrometidos, los nuevos depósitos de ideas más originales,
más recientes, traidas un día y otro por la lectura, el estudio ó la
experiencia.
De conocimientos experimentales he hallado grandísima copia en Manuel
Peña. Lo que yo le enseñé apenas se distingue bajo el espeso fárrago de
adquisiciones tan luminosas como prácticas, obtenidas en el Congreso y
en los combates de la vida política, que es la vida de la acción pura
y de la gimnástica volitiva. Manuel hace prodigios en el arte que
podríamos llamar de mecánica civil, pues no hay otro que le aventaje
en conocer y manejar fuerzas, en buscar hábiles resultantes, en vencer
pesos, en combinar materiales, en dar saltos arriesgados y estupendos.
También he dado una vuelta por el vasto interior de cierta persona, sin
encontrar nada de particular, más que el desarrollo y madurez de lo
que ya conocía. En cierta ocasión sorprendí una huella de pensamiento
mío ó de cosa mía, no sé lo que era, y me entró tal susto y congoja
que huí, como alimaña sorprendida en inhabitados desvanes. Después
vine á entender que era un simple recuerdo frío, mezclado de cálculo
aritmético. Por el teléfono que tenemos me enteré de esta frase:
--No, tía, ya no más misas. Decididamente borro ese renglón.
Rara vez hacía excursiones hacia la parte donde está el pensar de mi
hermano José. No encontraba allí más que ideas vulgares, rutinarias y
convencionales. Todo tenía el sello de adquisición fresca y pegadiza,
pronta á desaparecer cuando llegara nueva remesa, producto insípido de
la conversación ó lectura de la noche precedente. Como etiqueta de un
frasco, estaba allí el lema de _Moralidad y economías_. José no pensaba
más, ni sabía hablar de otra cosa.
Como si hubiera encontrado la piedra filosofal, se detiene aún en
aquel punto supremo de la humana sabiduría. ¡Moralidad y economías!
Con esta receta ha reunido en torno suyo un grupo de sonámbulos que
le tienen por eminencia, y lo más gracioso es que entre el público
que se ocupa de estas cosas sin entenderlas, ha ganado mi hermano
simpatías ardientes y un prestigio que le encamina derecho al poder.
¿Será ministro? Me lo temo. Para llegar más pronto ha fundado un
periodicazo, que le cuesta mucho dinero y que no tiene más lectores que
los indivíduos del grupo sonambulesco. Sainz del Bardal lo dirige y se
lo escribe casi todo, con lo cual está dicho que es el tal diario de lo
más enfadoso, pesado y amodorrante que puede concebirse. De los grandes
atracones que ha tomado el miasmático poeta para cumplir su tarea,
contrajo una enfermedad que le puso en la frontera de estos espacios.
Cuando lo supimos, se armó gran alboroto aquí y nos amotinamos todos
los huéspedes, conjurándonos para impedirle la entrada por cuantos
medios estuvieran en nuestro poder. Dios, bondadosísimo, dispuso
alargarle la vida terrestre, con lo que se aplacó nuestra furia y los
de por allá se alegraron. Propio de la omnipotente sabiduría es saber
contentar á todos.
Un día que me quedé dormido en una nube, soñé que vivía y que
estaba comiendo en casa de doña Cándida. ¡Aberración morbosa de mi
espíritu que aún no estaba libre de influencias terrestres! Desperté
acongojadísimo y hubo de pasar algún tiempo antes de recobrar el
plácido reposo de esta bendita existencia en la cual se adquiere
lentamente, hasta llegar á poseerlo en absoluto, un desdén soberano
hacia todas las acciones, pasos y afanes de los séres que todavía no
han concluido el gran _plantón_ del vivir terrestre y hacen, con no
poca molestia, la antesala del nuestro.
¡Dichoso estado y regiones dichosas estas en que puedo mirar á Irene,
á mi hermano, á Peña, á doña Javiera, á Calígula, á Lica y demás
desgraciadas figurillas con el mismo desdén con que el hombre maduro ve
los juguetes que le entretuvieron cuando era niño!

MADRID.--Enero-Abril de 1882.

FIN DE LA NOVELA
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