El amigo Manso - 14

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correr en busca mía y contarme lo que pasaba, te fuiste al Gobierno
civil para buscar por tí mismo... Ya, ya sé que llevaste á la casa una
familia de cafres... Precisamente, conozco una ama que no tiene precio.
Véase aquí lo que se saca de interesarse por los demás: desaires y más
desaires.
Y yo, pasea que pasearás... La oía como quien oye llover sandeces.
--Luego se espantan de que se nos agrie el caracter, de que un disgusto
tras otro, y por añadidura los achaques y males nerviosos, pongan á
una infeliz mujer en el estado más triste del mundo. De aquí resultan
cosas que parecen distintas de lo que son. Cada una en su casa hace
lo que le acomoda, siempre dentro del límite de los deberes y de la
dignidad á que las personas de cierta clase no podemos faltar nunca.
Viene luego cualquiera que no está en antecedentes, y por lo primero
que ve, juzga y sentencia de plano sin enterarse. Una chica mimosa y
llorona contribuye con sus tonterías á embrollar la cuestión; el sabio
se acalora, se pone á hacer papeles caballerescos... y si mediara una
explicación, todos quedarían en buen lugar...
Aquel zumbido me mortificaba de un modo indecible. No me podía contener.
--Señora...
--Qué.
--¿Quiere usted hacer el favor de callarse?
--¡Qué falta de respeto! ¿Quieres tú hacerme el favor de marcharte?
Estoy en mi casa... Mucho estimo á tu familia, mucho quise á tu madre,
aquel angel del cielo, aquella criatura sin igual... ¡Ah! no os
pareceis á ella, y si resucitara y se nos presentase aquí, me juzgaría
como merezco... Digo que mucho la quise, y mucho vale para mí su
recuerdo al hallarme delante de tu descortesía; pero ésta puede llegar
á ser tal que no pueda perdonarla... Porque esto es una iniquidad,
Máximo; una cosa atroz. Lo que haces conmigo no tiene nombre. ¡Venir á
insultarme á mi propia casa!... sin reparar mis canas... sin acordarte
de aquella santa...
La papada se movía tanto que parecían agitarse impacientes dentro de
ella todas las farsas, todos los embustes y trampantojos almacenados
para un año. Al mismo tiempo pugnaba por traer á su defensa un
destacamento de lágrimas, que al fin, tras grandes esfuerzos, asomaron
á sus ojos.
--Nunca--gimió, sonándose con estrépito para aumentar artificialmente
el caudal lacrimatorio,--nunca hubiera creido tal cosa en tí. Me
debes, si no otra cosa, respeto. Y antes de formar malos juicios de
esta desgraciada, á quien podrías considerar como tu segunda madre,
debes informarte bien, preguntarme... Yo estoy pronta á responder á
todo, á sacarte de dudas... ¿Quieres saber por qué llora Irene? Pues
no se lo preguntes á ella, pregúntamelo á mí, que te lo diré. Estas
muchachas de hoy no son como las de mi tiempo, tan recogidas, tan
sumisas. ¡Quiá! una cosa atroz... No hay vigilancia bastante para
impedir que hagan mil coqueterías y enredos. ¿Quieres que te la pinte
en dos palabras?... Pues es una mosquita muerta... No lo creerás, sé
que no lo vas á creer y que descargarás tu furor contra mí. Pero mi
deber es antes que todo, y el interés que me tomo por ella. Allí, en
la propia casa de Lica, donde la sujeción parecía ser tan grande como
en un convento, la muy picarona, ¿lo creerás? pues sí, tenía un novio.
No hay como estas tontuelas para ocultar las cosas. Ni Lica, ni tú, ni
yo que iba allá todos los días, sospechábamos nada... ¿Qué habíamos de
sospechar viendo aquella modestia, aquella conformidad mansa, aquella
cosita... así...? Pero estas mansas son de la piel de Barrabás para
esconder sus líos. ¡Un novio! Cuando nos mudamos lo descubrí, y si
quieres que te lo pruebe...
La ira que se encendió súbitamente en mí era tal, que me desconocí
en aquel instante, pues en ninguna época de mi vida me había sentido
trasformado como entonces en un sér brutal, tosco y de vulgares
inclinaciones á la venganza y á todo lo bajo y torpe. Cómo se
levantaron en mi alma revuelta aquellos sedimentos, no lo sé.
--¿Quieres que te lo pruebe?--repitió doña Cándida á la manera de las
hienas, sorprendiendo, con su feliz instinto, mi momentánea bajeza,
y creyendo que la suya permanente podría hallar en mí pasajera
acogida.--¿Quieres que te lo pruebe?... Cuando nos mudamos, en aquel
desorden de los baules, sorprendí un paquete de cartas... no tienen
firma... ¿conocerás tú...?
Afianzó las manos en los brazos del sillón para levantarse. Vacilé un
momento... ¡Dios! ¡Descubrir el misterioso enigma, saber al fin...!
¡No, por aquel medio jamás!
--Señora, no se mueva usted--grité con brío, ya repuesto en mi normal
sér.--No quiero ver nada.
--Tú quizás sepas... Algún moscón de los muchos que van á aquella
casa... La pícara mulata era quien traía y llevaba las cartitas...
¿Pero cómo se las componen estas criaturas para envolver en gran
misterio sus picardías...? Yo estoy aterrada, y de seguro voy á
sucumbir á fuerza de disgustos... Esta criatura, á quien he consagrado
mi vida... ¡Oh! Máximo, tú no comprendes este dolor atroz, este dolor
de una madre, porque madre soy para ella, madre solícita y siempre
sacrificada... Y ya ves qué pago...
Otra vez su cinismo agotaba mi paciencia.
Yo no la miraba, porque su semblante me hería. Éranme particularmente
antipáticas la papada trémula y la despejada frente cesárica, en la
cual ondulaban las arrugas de un modo raro, como se enroscan y se
retuercen los gusanos al caer en el fuego.
--Señora, hágame usted el favor de callarse.
--Bien, lloraré sola, me lamentaré sola. ¿Á tí qué te importa,
caballero andante y filósofo aventurero?
Y en aquel punto los dolorosos gemidos de Irene se oyeron de nuevo...
El corazón se me dividía ante aquella angustia secreta, apenas
declarada, que venía á combinarse dentro de mí con otra angustia mayor.
El dolor mío se agitaba entre accidentes de despecho y enojo, como
llama entre tizones. Me embargaba tanto, que daba perplejidades á mi
voluntad y yo no sabía qué hacer. Pensé acudir á Irene, que parecía
sufrir gravísimo paroxismo; pero no sé qué repugnancia me alejaba de
ella. Doña Cándida se levantó, diciendo con agridulce voz:
--La pobrecita está tan afligida... Es que la he reñido... No me puedo
contener. Es preciso darle una taza de tila.
Dejóme solo. Y yo pasea que pasearás. Me rodeaba una atmósfera de
drama. Presentía la violencia, lo que en el mundo artificioso del
teatro se llama la situación... ¡Tilín! ¡el timbre, la puerta!... ¡Mi
hermano!...


XXXVI
¡Esta es la mía!

Los segundos que tardó en aparecer en la sala, ¡cómo se deslizaron
pavorosos!... Entró, y al verme... No, jamás ha sufrido un hombre
desconcierto semejante. Yo me sentí fuerte y dueño de mis facultades
para operar con ellas como me conviniera... Mereciera ó no la mosquita
muerta mi ardiente defensa, ¿qué me importaba? Yo, caballero del bien,
me disponía á dar una batalla á su enemigo, que era también el mío. Á
la carga, pues, y luego veríamos.
La sorpresa pudo en José más que la turbación, y se le escapó decirme:
--¿Qué demonios buscas aquí?
Advertí en él esfuerzos inauditos para poner concierto en sus ideas,
disimular su cogida y cubrir el flanco de su amor propio:
--¡Ah!--exclamó fingiéndose asombrado.--¡Qué casualidad! Los dos
venimos de visita... nos encontramos... Es verdad; te dije que pensaba
venir.
Y el tunante no caía en la cuenta de que no nos hablábamos desde la
disputilla, siendo por tanto imposible que me hubiera avisado su
visita. Viéndose cogido en su red, cambió de táctica. Inició torpemente
dos ó tres temas de conversación (á punto que Melchora traía otra
butaca, por no ser suficiente una para los dos); pero desde las
primeras palabras se aturrullaba y confundía. Dejóse ver por la puerta
del gabinete doña Cándida, tan turbada como mi hermano, y más con la
papada que con la voz nos dijo:
--Dispénsenme los Mansitos; pero estoy tan ocupada... Vuelvo...
Y desapareció como espectro que tiene pocas ganas de ser evocado. Las
tenía tan grandes mi hermano de hacerme creer que venía á la casa por
vez primera, que no quiso esperar la segunda aparición del espectro
para decirle á gritos:
--Al fin me tiene usted por aquí...
Pero notando mi empaque severo, me miró mucho. Estábamos sentados el
uno frente al otro.
--Pues sí, es bonita la casa. No la había visto. ¿Habías estado tú aquí?
--Es la primera vez.
--Muy fría la sesión de esta tarde... La discusión de presupuestos
sumamente lánguida. Tres diputados en el salón de sesiones. Pero en
las secciones hemos tenido mar de fondo. Hay un tacto de codos que
Dios tirita. Es verdaderamente escandaloso lo que pasa, y luego con
la plancha que se tiró ayer el Ministro de Gracia y Justicia... La
comisión de melazas no ha dado aún dictámen. Tendremos voto particular
de Sanchez Alcudia, que se empeña en proteger los alfajores de su
tierra...
Y yo callado. Él debía de estar sobre ascuas viendo mi torvo silencio.
Presagiaba sin duda una escena ruda y quiso debilitarme anticipadamente
con la lisonja.
--¡Ah! se me olvidaba--dijo, tomando la máscara de la risa, que le
sentaba como al Cristo las pistolas.--Tengo que darte las gracias. Ya
me contó Manuela. El pobre Maximín, si no es por tí, se nos muere hoy.
Anoche no pude ir en toda la noche á casa, porque... es verdaderamente
cargante. Hasta las dos y media estuve en la comisión de melazas. Luego
fuí con Bojío á cenar á casa de su padre el marqués de Tellería. El
pobre señor se agravó tanto anoche, que tuvimos que quedarnos allí
varios amigos. ¡Cuánto sentí esta mañana, al ir á casa, lo que había
pasado con la tunanta del ama! Parece que es buena la que llevaste...
Pero mira, allí me encontré un familión... El padre me abordó con aire
marrullero, y me dijo: «Ya sé que el señor marqués va para _menistro_.
Si quisiera dar algo á estos _probecitos_ de Dios...» Empezó á pedir.
Figúrate, no quiere nada el angelito. Ve contando: el estanco del
pueblo y el sello para su hijo mayor; para el segundo la cartería,
y para sí propio la cobranza de contribuciones, la vara de alcalde,
el remate de consumos y la administración de obras pías... Yo me
desternillaba de risa y Sainz del Bardal le prometió proponerle para
una mitra.
Con fuertes carcajadas celebraba José la gracia del cuento... Y yo
siempre callado, serio. Estaba impaciente, deshecho, porque no quería
romper el fuego hasta que estuviera delante el emperador Vitelio. Pero
probablemente la taimada había hecho propósito de no presentarse,
dejando que los Mansitos se despacharan solos á su gusto. De repente se
levantó José. Le había entrado súbito afán de admirar las dos grandes
láminas que doña Cándida había colgado en la pared de su salita.
--¿Pero has visto esto? Es un grabado verdaderamente magnífico.
_Naufragio del navío_ INTRÉPIDO _delante de las rocas de Saint
Maló_. ¡Qué olas! Parece que le salpican á uno á la cara. ¿Y este
otro? _Naufragio de la Medusa_, por Gericault... Pero aquí todo son
naufragios. En esto el reloj dió las once. Eran las cinco.
--Allá se va este reloj con los de mi casa--observó mi hermano,
sentándose.--Todos padecen reblandecimiento de la médula catalina...
Pues señor, me gusta este modo de recibir visitas. Si no se presenta
pronto doña Cándida, me voy.
Farsas, puras farsas. Bien conocía él que en la casa pasaba algo grave.
Mi inopinada presencia, mi silencio sombrío le causaban miedo, por lo
que pensó en ponerse en salvo.
--¿Tú te quedas?
--Sí: y tú también.
--Hombre, eso es mucho decir.
--Tenemos que hablar.
--¿Tienes algo que decirme?
--Algo, sí.
--Pues mira, no se conoce. Hace un cuarto de hora que estoy aquí.
--Yo quería que estuviese presente doña Cándida; pero ya que esa señora
tiene vergüenza de ponerse delante de los dos...
José palideció. Hice propósito de explanar mi interpelación con todo el
comedimiento posible y de no hacer lógica con violencia ni manotadas.
Mi enemigo era mi hermano. ¡Difícil y peligroso lance!
--Pues dímelo pronto--indicó él, festivo, á fuerza de contracciones de
músculos.
--En dos palabras. Has estado haciendo la farsa de que venías aquí hoy
por primera vez, cuando vienes todas las tardes y noches, desde que
vive aquí doña Cándida. Entre esta señora, á quien voy á recomendar al
juez del distrito, y tú, padre de familia y representante de la nación,
habeis armado una trampa... poco digna, quiero ser prudente en las
calificaciones... una trampa contra esa pobre joven honrada, sin padres
ni pariente alguno...
--No sigas, no, no sigas--dijo mi hermano, echándoselas de espíritu
fuerte.--Eres verdaderamente un caballero andante. ¿Eres tú padre,
hermano, esposo ó siquiera novio...? Y si no lo eres, ¿para qué te
metes á juzgar lo que no conoces? ¿Vienes en calidad de filántropo?
--Vengo en calidad de indiferente. Soy el primero que pasa, un hombre
que oye gritos de angustia y acude á prestar socorro á... quien
quiera que sea. Hablo con el título de persona humana, el único que
se necesita para entrar donde martirizan, y desempeñar las primeras
diligencias de protección mientras llegan Dios y la justicia terrestre.
No tengo más que decir sobre mi derecho á intervenir aquí.
--Pero vamos á ver... es preciso poner las cosas...--balbució José,
enredado en el laberinto de sus conceptos, sin saber por dónde
salir.--Tú no puedes hacerte cargo... Lo primero que hay que tener en
cuenta...
--Es que tu conducta ha sido impropia de un caballero y más impropia
aún de un padre de familia. En tu misma casa trataste de pervertir á
la que era maestra de tus hijos. No conseguiste nada... ¿Pues qué,
creías, gran tonto, que no hay más...? Pero tú necesitabas emplear
ciertas perfidias. Allá no era posible. Te confabulaste con esta
desgraciada mujer, te valiste de su feroz codicia, armásteis entre
ambos el lazo... Pero ya ves, ni con tus visitas, ni con tus regalos,
ni con tus promesas, ni con tus amabilidades, que son tan empalagosas
como la comisión de melazas, has conseguido tu objeto. Acosada por tí
y maniatada por su señora tía, la víctima ha encontrado en su virtud
fuerzas bastantes para defenderse...
--Pero hombre, escúchame, déjame hablar un poco... Hay que presentar
las cosas como son... Te diré... Tú te pones á filosofar, y abur...
Cosa absurda... Aguarda... Oye.
--No proceden así los caballeros. Si tienes pasiones, véncelas; si no
puedes vencerlas, con dignidad trampéalas. En resumidas cuentas...
--En resumidas cuentas, tú no te has enterado... Por Dios, Máximo,
estás hablando ahí... y no es eso, no es eso...
--¿Pues qué es?...
Tal era su atontamiento, que no acertaba á salir del ovillo de
conceptos en que se había envuelto. Tenía la boca seca, el rostro
encendido, y fumaba cigarrillos con nerviosa presteza. Ofrecióme uno, y
le dije:
--Pero hombre, ¿ahora vienes á saber que no fumo ni he fumado en mi
vida?
--Es verdad: pues vamos á ver... Yo he venido aquí la otra tarde por
casualidad, cuando salí de la comisión... Pero no es eso. Lo primero es
definir bien... porque así, presentadas las cosas con ese aparato de
moral... Aquí no hay lo que crees... Empezaré por decirte que Irene...
No es que piense mal de ella... Tú no estás enterado... Y ya se ve;
cuando sin estar en autos... En cuanto á caballerosidad, yo te aseguro
que nadie me ha dado lecciones todavía... Y vamos al caso... Por amor
de Dios, hombre...
--Al caso, sí. Mira, José María; descubierta la poco noble conspiración
fraguada por tí y doña Cándida, y desarrollada con sus ideas y tu
dinero...
--Poco á poco... De que yo ampare á los desvalidos, no se deduce... Ven
á razones, hombre. Aquí no somos filósofos, pero sabemos razonar...
Porque tú... Entendámonos...
--Sí, entendámonos. Descubierto el plan poco noble, no puedes salir
adelante, José. Dalo por frustrado. Haz cuenta que en una jugada
de Bolsa perdiste el dinero que has dado á doña Cándida. Esto se
acabó. No hay que hablar. En este juego prohibido se ha presentado la
policía, y poniendo el bastón sobre la mesa, ha dicho: «Ténganse á la
justicia.» La policía soy yo. Estoy pronto á indultar, si esto se da
por concluido. Estoy pronto á hacer un escarmiento si esto sigue.
--Dale, dale... Si no comprendes... Eres verdaderamente testarudo...
Déjame que te explique... No hay que tomar las cosas tan por lo alto...
¡dale!..
--¿Sabes cuáles son mis armas? La publicidad, el escándalo, son espadas
de dos filos que hieren á tí y á mi protegida. Pero no importa: es
inocente. Dios cuidará de ella. Te amenazo, pues, con la publicidad,
con el escándalo, y además con el juez.
--Dale, si no es eso...
--¿Cómo que no es eso?... Veremos. Ten presente lo que acabo de decir:
el juez...
--¿Pero qué juez ni qué niño muerto?
--En cambio, si esto se queda así, si me prometes no volver á poner
los piés en esta casa, habrá paz; tu mujer no sabrá nada, y puedes
dedicarte tranquilamente á la vida pública.
--Hombre, te estoy oyendo--gritó mi hermano envalentonándose mucho
y cruzándose de brazos,--y no sé qué pensar... ¡Estamos bonitos!...
¿Qué significa esto? Te he oido con paciencia; pero ya no la tengo...
Con que es decir que yo soy un criminal, un no sé qué, un... Tus
filosofías me apestan... No habrá más remedio que tomarlo á risa...
Y en último caso, ¿á qué se reduce todo?... Á nada, á una bobada...
Tanta bulla, tanta ponderación y tanta soflama por una cosa sin maldita
importancia. Estos sabios son verdaderamente idiotas... Que se me haya
antojado decir cuatro tonterías á Irene. ¡Por amor de Dios, hombre! que
aquí en esta casa le haya dicho también cuatro tonterías, ó cinco...
¡por amor de Dios! ¿es eso motivo?... Ni sé como te escucho...
--Quedamos en que esto se acabó--dije, gozoso de verle batiéndose en
retirada.
--Pero si no se ha empezado, si no hay nada, si todo es figuración
tuya... Francamente, yo no sé cómo te aguantan tus amigos... Si
te casaras, tu mujer se tiraría por el viaducto y tus hijos te
maldecirían. Eres muy _plantillero_, el colmo de la impertinencia, de
la pedantería y del entrometimiento. Vamos, que si no conociera tus
buenas cualidades...
--Quedamos en que no volverás más aquí.
--Eres tonto... Como si yo tuviera algún interés en ello... Eso bien
lo puedes creer, y si hay algo aquí que me ha costado el dinero,
interprétalo con más caridad, hombre, atribúyelo á compasión de esta
desgraciada familia. Dime tú, ¿los beneficios se hacen públicamente
ó con cierto recato? Al menos yo he aprendido que la caridad debe
practicarse en silencio. Vosotros los filósofos lo entendeis de otro
modo.
--Eres un santo... Vamos, ¿á que concluyes por pedirme que te
canonicen...?
--Y cuando yo me intereso por los desvalidos, cuando les ayudo á vencer
las dificultades de este mundo, hago las cosas completas, no me quedo
á la mitad del camino. Poco me importa que después venga la calumnia
á desfigurar mis acciones... Yo desprecio la calumnia. Cuando mi
conciencia está tranquila...
No lo pude remediar; rompí á reir, viendo que el muy farsante,
acalorándose más con el papel que representaba, aspiraba nada menos que
á darme á mí la feísima parte de calumniador. Quería sacar partido de
su falsa posición, y tornándose en juez, me decía:
--Y vamos á ver, camaradita, ¿quien me asegura que tú, con esos aires
caballerescos y esas cosas sublimes, no vienes aquí con una intención
solapada...? Me parece que eres de los que las matan callando.
Eso sería bueno: que quien sólo ha tenido propósitos benéficos y
caritativos pase por hombre corrompido, tramposo y malo, y el señorito
filósofo, sabio y profesor de moral, sea el verdadero perseguidor de la
honra de las doncellas puras... Verdaderamente...
Se puso delante de mí, y con su bastón iba marcando sus palabras más
arriba de mi cabeza, sin tocarme, se entiende.
--Yo te he visto caracoleando en el cuarto de Irene, haciéndole la
rueda en el paseo, como un pavito real, muy hueco y filosófico; yo te
he visto relamido y sumamente pedante y traviatesco junto á ella...
Es verdad que nunca sospeché que te pudiera querer... Eres muy
antipático...
Y se fué delante del espejo á estirarse el cuello de la camisa y á
acomodarse la corbata, que andaba un tanto descarriada.
--Si saldremos ahora con que un señor catedrático de moral anda
enamorado... ¡Por amor de Dios, hombre!... Con esa cara de cura y esa
respetable fisonomía, pues no parece sino que detrás de cada vidrio de
tus gafas están Platón y Aristóteles... y con esa cortedad de genio...
Por María Santísima, Máximo, no hagas el oso... Tú no sirves para eso:
nunca gustarás á las mujeres.
Aun siendo tan poco autorizado quien las hacía, aquellas burlas me
mortificaban.
--Yo no comprendo el interés ridículo que te tomas por la pobrecita
Irene, que de seguro se reirá de tí bajo aquella capita de bondad...
porque, eso sí; otra que tenga mejores modos y que sepa esconder tan
bien sus picardías...
Se paseaba por la sala haciendo molinete con el bastón.
--Mira, José--le dije,--haz el favor de marcharte de una vez. Abandona
el campo, y déjanos en paz. Si te empeñas en ser pesado, yo me empeñaré
en ser inflexible. Te he cogido en tu propio lazo; no tienes defensa
contra mí. Márchate; este disgustillo se acabó, y desde mañana seremos
hermanos.
--No, no, si en mí no hay disgusto, ni despecho...--balbució
contradiciendo sus palabras con la expresión colérica de su
semblante.--¿Crees que doy importancia á tus majaderías? No, hombre,
no hago caso: mi conciencia está tranquila... He sabido amparar á una
familia desgraciada: veremos lo que haces tú ahora... Me marcharé...
--Pues de una vez...
--Te dejo en plena posesión de tu papel de desfacedor de agravios.
Trabajo te mando, camaradita, porque no es oro todo lo que reluce.
Y no es que yo quiera agraviar á la pobre Irene. Yo me he interesado
por ella, no como un sabio filósofo, sino como un buen padre, como un
hermano. Que viene doña Cándida á contarme que ha descubierto paquetes
de cartas... Bueno, ¡cosas de chicas! es natural que se enamoren de
cualquier pelagatos... es natural que lo disimulen, que hagan mil
tapujos y tonterías... Que doña Cándida me dice: «Irene llora; á Irene
le pasa algo; Irene anda en malos pasos.» Bueno: la juventud, la
ilusión... cosas de niñas que leen novelas. No doy importancia á tales
boberías... Que yo mismo observo á cierta persona rondando la casa por
las tardes, por las noches... ¡Qué le hemos de hacer! Mientras haya
coquetas, habrá gomosos. He tenido ganas de andar á galletas con uno,
mejor dicho, de aplacarle el resuello. Pero eso tú lo harás ahora, tú,
el señor de la protección caballeresca. Veremos si con rociadas de
moral ahuyentas al enemiguito. Échale los espejuelos encima, y saca el
Cristo, ó el Sócrates. Ó si no, otra cosa...
Se echó á reir como un condenado.
--Otra cosa. Trae al juez, hombre; trae á ese juez con que me
amenazabas, y dile: «señor juez, aquí tiene usted á un novio de mi
futura: métalo usted en la cárcel, y á mí mándeme á un tonticomio...»
Eso es, eso. Aquí te quiero ver, escopeta.
Francamente... yo le iba á contestar algo; pero pensé que era más digno
no contestarle nada.
--Y yo me marcho. Te obedezco, hermanito. Aquí te quedas. Ya me
contarás y nos reiremos.
Le ví dispuesto á marcharse. Algo me ocurrió entonces que decir;
pero me callé para que se fuera de una vez. Salió sin decirme nada,
tarareando una musiquilla, pero con la rabia en el corazón. Alegréme de
este resultado, porque mi objeto estaba conseguido, y conociendo á José
María como le conocía yo, bien podía asegurarse que daba por perdido
el juego. Su miedo al escándalo me garantizaba su vencimiento y el
abandono de sus planes. Por el momento yo había triunfado, y lo mejor
era que había conseguido mi objeto sin gritería ni violencia. No había
habido drama, cosa en extremo lisonjera para todos.
José me conocía; debía comprender que en caso de reincidencia, yo
daría el escándalo, intervendría la justicia, se enteraría Manuela.
Era probable que ésta pidiera la separación de bienes, y se marchara á
Cuba... El marrullero, el hombre práctico no podía menos de detenerse
ante la amenaza de estos peligros verdaderamente terribles. ¡Campaña
ganada, y ganada sin batalla, por la prematura retirada del enemigo,
antes convencido que derrotado! Ó esto es estrategia sublime, ó no sé
lo que es.


XXXVII
Anochecía.

La propia doña Cándida trajo en sus venerables manos una luz con
pantalla, y poniéndola sobre la mesa, me dijo con voz temerosa y
cascada:
--Ya se ha ido... ¡Jesús! yo creí que íbamos á tener función gorda...
Pero ambos sois muy prudentes, y entre buenos hermanos... La pobre
niña...
--¿Qué?
--Le ha entrado fiebre; pero una fiebre intensa. Ya la hemos acostado.
¿Quieres pasar á verla?... Se ha calmado un poco; pero hace un rato
deliraba y decía mil disparates.
--Que suba Miquis.
--Le hemos dado un cocimiento de flor de malva. Creo que le conviene
sudar. Anoche debió constiparse horriblemente cuando aquella alarma de
los ladrones...
--Que suba Miquis...
--Creo que no será preciso. Siéntate. Parece que estás así como
perplejo. Delirando hace un rato, Irene te nombraba.
--Pero que suba Miquis...
--Le llamaremos si es preciso... ¿Quieres entrar á verla? Parece que
duerme ahora. Mañana le diré que pasaste á verla y se alegrará mucho.
¡Qué sería de nosotras sin tí!
Tanta melosidad me ponía en ascuas. Pasé al gabinete, que se comunicaba
con la alcoba por un gran hueco entre columnas de hierro pintadas
de blanco y oro, manera arquitectónica que está muy en boga en las
construcciones nuevas. En aquella entrada me detuve. La alcoba estaba
casi á oscuras, pero pude ver el cuerpo de Irene modelado en esbozo
por las ropas blancas del lecho. Era como una escultura cuya cabeza
estuviese concluida y el tronco solamente desbastado. La veía de
espaldas; se había vuelto hacia la pared, y de sus brazos no asomaba
nada. Su respiración era fatigosa y febril, acompañada de un cuchicheo
que más parecía rezo que delirio. Me hacía pensar en el rumorcillo de
una fuente de poca agua que mana entre yerbas y rompe melancólicamente
el silencio del bosque. Puse atención para entender alguna sílaba; pero
¡cosa extraña! siempre que yo sutilizaba mi atención y mi oido, ella
callaba... Volvía; era imposible entender nada de aquella música del
espíritu.
--La pobrecita tiene una gran pena--me dijo doña Cándida al oido.--El
motivo ve á saberlo...
--Ya... ¿le parece á usted poco...?
--No, no es sólo por la cuestión de tu hermano... ¡Qué delirio el
suyo!... Nada menos que de puñales, de venenos y de revólveres hablaba,
como herramientas para quitarse la vida.
Acerquéme un poco paso á paso; la curiosidad me empujaba, la delicadeza
me detenía... Al fin la ví de cerca. Tenía el rostro encendido, la boca
entreabierta, el cabello suelto, encrespado, anilloso y formando un
gran nimbo negro, partido en dos, alrededor de la cabeza. De cerca, el
cuchicheo era tan ininteligible como de lejos; diálogo misterioso entre
el alma y el sueño.
Me retiré alarmado, y en la sala puse cuatro letras á Miquis sobre
una tarjeta, rogándole que subiera. Hecho esto, pensé en irme á comer
á mi casa, con propósito de volver más tarde. Adivinó mi pensamiento
Calígula, y muy obsequiosa y acaramelada me dijo:
--Si quieres, puedes quedarte á comer conmigo. No te daré las cosas
ricas que hay en tu casa...
--Gracias.
--Mal agradecido... La culpa tiene quien te quiere y te obsequia. Bien
sabes que para mí no hay mayor gusto que verte en mi casa.
Tanta finura me alarmó. No contaba con ella.
--Pero siéntate... ¿Qué prisa tienes?... No puedes figurarte cuánto
me alegro de que tu dichoso hermano haya desfilado... Ahora te puedo
hablar con franqueza, Máximo. ¡Ay! nos tenía acosadas... una cosa atroz.
La miré para recrearme en su cinismo y ver con qué rasgos y matices se
traduce en el rostro humano aquel excepcional modo del espíritu.
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