El amigo Manso - 07

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¿Qué leía usted anoche?

Y como quien ve descubierto un secreto querido, se turbó, no supo qué
responder, vaciló un momento, dijo dos ó tres frases evasivas, y á
su vez me preguntó no sé qué cosa. Interpreté su turbación de un modo
favorable á mi persona, y me dije: «Quizás leería algo mío.» Pero al
punto pensé que no habiendo yo escrito ninguna obra de entretenimiento,
si algo mío leía, había de ser ó la _Memoria sobre la psicogénesis y
la neurosis_, ó los _Comentarios á Du Bois-Raymond_, ó la _Traducción
de Wundt_, ó quizás los artículos refutando el _Transformismo_ y las
locuras de Hæckel. Precisamente la aridez de estas materias venía á dar
una sutil explicación al rubor y disgusto que noté en el rostro de mi
amiga, porque, «sin duda, calculé yo, no ha querido decirme que leía
estas cosas por no aparecer ante mí como pedantesca ó marisabidilla.»
Las dos niñas corrieron hacia mí. Eran monísimas, se llamaban mis
novias y se disputaban mis besos. Pepito también corrió saltando á mi
encuentro. Sólo tenía tres años, no estudiaba nada aún, y le tenían
allí para que estuviera sujeto y no alborotase en la casa. Era un
gracioso animalito que no pensaba más que en comer, y luchaba por la
existencia de una manera furibunda. Cuando le preguntaban qué carrera
quería seguir, respondía que la de confitero. Isabelita y Jesusita eran
muy juiciosas; estudiaban sus lecciones con amor y hacían sus palotes
con ese esfuerzo infantil que pone en ejercicio los músculos de la boca
y de los ojos.
La habitación de estudio era la única de la casa en que había orden, y
al propio tiempo la menos clara, pues siempre se encendía luz en ella
á las tres de la tarde. ¡Qué hermoso tinte de poesía y de serenidad
marmórea tomabas á mis ojos, maestra pálida, á la compuesta luz de
la llama y de la claridad espirante del día! Por tí salía mi espíritu
de su normal centro para lanzarse á divagaciones pueriles y hacer
cabriolas, impropias de todo espíritu bien educado.--La estancia
aquella había sido comedor y estaba forrada de papel imitando roble
con listones negros claveteados. En un testero estaba el pupitre donde
las niñas escribían; no lejos de allí una mesa grande, un sofá de
gutapercha y algunas sillas negras. En la pared había algunos mapas
nuevos, y dos viejísimos, de la Oceanía y de la Tierra Santa, que yo
recordaba haber visto en la casa de doña Cándida. Es de suponer que mi
cínife le endosaría aquellas dos piezas á Lica, haciéndolas pagar al
precio de las demás gangas que á la casa llevaba.
--Vamos á ver, Isabel,--decía Irene,--los verbos irregulares.
La ocasión y el sitio imponíanme la mayor seriedad; así para
aproximarme en espíritu á Irene, tenía que ayudarle en su tarea
escolástica, facilitándole la conjugación y declinación, ó compartiendo
con ella las descripciones del mundo en la Geografía. La Historia
Sagrada nos consumía mucha parte del tiempo, y la vida de José y sus
hermanos, contada por mí tenía vivísimo encanto para las niñas, y áun
para la maestra. Luego venían las lecciones de francés, y en los temas
les ayudaba un poco, así como en la analogía y sintaxis castellanas,
partes del saber en que la misma profesora, dígase con imparcialidad,
solía dormitar _aliquando_, como el buen Homero.
Mientras escribían, había un poco más de libertad. Isabel y Jesusa,
al trazar sus letras, se embadurnaban los dedos de tinta. Pepito,
á quien era preciso dar un lapiz y un papel para que se estuviera
callado, hacía rayas y jeroglificos en un rincón, y á cada momento
venía á enseñarme sus obras, llamándolas caballos, burros y casas.
Irene descansaba, y cogiendo el encaje de _frivolité_, se ponía á hacer
nudos con la lanzadera, y yo á mirarle los dedos, que eran preciosos.
Con aquel trabajillo se ayudaba, reforzando su mísero peculio. ¡Bendita
laboriosidad, que era el remate ó coronamiento glorioso de sus
múltiples atractivos! Yo inspeccionaba las planas de las niñas y decía
á cada instante: «Más delgado, niña; más grueso; aprieta ahora...»
De repente, un prurito irresistible del alma me hacía volver hacia
Irene y decirle:
--¿Está usted contenta con esta vida?
Y ella alzaba los hombros, me miraba, se sonreía, y... ¿Por qué
negarlo, si quiero que la verdad más pura resplandezca en mi relato?
Sí, me parecía sorprender en ella cansancio y aburrimiento. Pero
sus palabras, llenas de profundo sentido, me revelaban cuán pronto
triunfaba la voluntad de la flaqueza de ánimo.
--Es preciso tomar la vida como se presenta. Estoy contenta, Máximo,
¿qué más puedo desear por ahora?
--Usted está llamada á grandes destinos, Irene. Por Dios, Jesusita, no
pintes, no pintes; haz el trazo con libertad, y salga lo que saliere.
Si sale mal, se hace otro, y adelante... Las cualidades superiores
que resplandecen en usted... Pero Isabel, ¿á dónde vas con ese codo?
¿Lo quieres poner en el techo? Anda, anda; parece que vas á dar un
abrazo á la mesa... No mojes tanto la pluma, criatura. Estás chorreando
tinta... Ese codo, ese codo... Pues sí, las cualidades superiores...
Y aquí me detuve, porque, á semejanza de lo que la tarde anterior me
había pasado en el teatro, sentí obstruccciones en mi mente, como si
ciertas y determinadas ideas no quisieran prestarse á ser expresadas
y se escondieran con vergüenza, huyendo de la palabra, que á tirones
quería echarlas fuera. El requiebro vulgar repugnaba á mi espíritu,
y no sé por qué intervenía cruelmente en ello mi gusto literario. Y
como al mismo tiempo no hallaba una fórmula escogida, graciosa, de
exquisita intención y originalidad que respondiese á mi pensamiento,
estableciendo insuperable diferencia entre mi sensibilidad y la de los
mozalvetes y estudiantes, no tuve más remedio que adoptar el grandioso
estilo del silencio, poniendo de vez en cuando en él la pincelada de un
elogio.
--Usted, Irene, es de lo más perfecto que conozco.
Ella seguía haciendo nudos y más nudos, y no respondía á mis alabanzas
sino echándome otras tan hiperbólicas que me ofendían. Según ella, yo
era el hombre acabado, el hombre sin pero, el hombre único. ¡Y cuidado
con los elogios que hacían de mí todas las personas que me trataban!...
No, no podía existir tal perfección en la persona humana, y por fuerza
habían de descubrir algún defectillo los que me trataran de cerca.
Contestando á esto, creo que estuve oportuno y algo chispeante,
decidiéndome á lanzar algunas ideas preparatorias que ella, á mi
parecer, comprendió perfectamente--Nuevos elogios de Irene, dirigidos
en particular á lo que ella calificaba de originalidad en mi ingenio.
«Es usted tremendo,» me dijo, y á esta frase siguió prolongado silencio
de ambos.
La tarde estaba hermosa, y salimos á paseo. No sé si fué aquella
tarde ú otra cuando me retiré á casa con la idea y el propósito de no
precipitarme en la realización de mi plan, hasta que el tiempo y un
largo trato no me revelaran con toda claridad las condiciones del suelo
que pisaba.
«No me conviene ir demasiado aprisa, pensaba yo. El hecho, el hecho
me guiará, y la serie de fenómenos observados me trazará seguro
camino. Procedamos en este asunto gravísimo con el riguroso método que
empleamos hasta en las cosas triviales. Así tendré la seguridad de no
equivocarme. Poniendo un freno á mis afectos, que se dejarían llevar de
impetuoso movimiento, conviene observar más todavía. ¿Acaso la conozco
bien? No; cada día noto que hay algo en ella que permanece velado á mis
ojos. Lo que más claro veo en su prodigioso tacto para no decir sino
aquello que bien le cuadra, ocultando lo demás. Demos tiempo al tiempo,
que así como el trato ha de producir el descubrimiento de las regiones
morales que aún están entre brumas, la amistad que del trato resulte
y el coloquio frecuente han de traer espontaneidades que, como por la
mano, le den á conocer á ella mis propósitos y á mí su aquiescencia,
sin necesidad de esa palabrería de mal gusto que tanto repugna á mi
organización intelectual y estética.»
Tal como lo pensaba lo hice. Muchas mañanas asistí á las lecciones y
muchas tardes á los paseos, mostrando indiferencia y áun sequedad. La
digna reserva de ella me agradaba más cada vez. Un día nos cogió un
chaparrón en el Retiro. Tomé un coche, y con la estrechez consiguiente
nos metimos en él los cinco y nos fuimos á casa. Chorreábamos agua, y
nuestras ropas estaban caladas. Yo tenía un gran disgusto y el temor de
que ella y los niños se constipasen.
--Por mí no tema usted--me dijo Irene.--Jamás he estado mala. Yo tengo
una salud... tremenda.
¡Bendita Providencia que á tantos dones eminentes añadió en aquella
criatura el de la salud, para que respondiese mejor á los fines humanos
en la familia! El que tuviese la dicha de ser esposo de aquella
escogida entre las escogidas, no se vería en el caso de confiar la
crianza de sus hijos á una madre postiza y mercenaria; no vería
entronizado en su casa ese monstruo que llaman nodriza, vilipendio de
la maternidad y del siglo.
--Cuídese usted, cuídese usted--le dije con afán previsor,--para que su
hermosa salud no se altere nunca.
Dos días estuve sin ir á casa de mi hermano. ¿Fué casualidad ó plan
malicioso? Crea el lector lo que quiera. Mi metódico afecto tenía
también sus tácticas y algo se entendía de amorosas emboscadas. Cuando
fuí después de ausencia que tan larga me parecía, sorprendí en el
rostro de Irene alegría muy viva.
--¡Qué caro se vende usted!--me dijo poniéndose más pálida.
--Me parece--repliqué yo,--que hace dos siglos que no nos vemos.
¡He pensado tanto en usted!... Ayer hablamos... No nos vimos, y sin
embargo, le dije á usted estas y estas cosas.
--Es usted... tremendo.
--No quisiera equivocarme; pero me parece que noto en usted algo de
tristeza... ¿Le ha pasado á usted algo desagradable?
--No, no, nada--respondió con precipitación y un poco de sobresalto.
--Pues me parecía... No, no puede estar usted satisfecha de este género
de vida, de esta rutina impropia de un alma superior.
--Ya se ve que no--dijo con vehemencia.
--Hábleme usted con franqueza, revéleme todo lo que piense, y no me
oculte nada... Esta vida...
--Es tremenda.
--Usted merece otra cosa, y lo que usted merece lo tendrá. No puede ser
de otra manera.
--Pues qué, ¿había de pasar toda mi juventud enseñando á hacer palotes?
--¿Y cuidando chiquillos...?
--¿Y dando lecciones de lo que no entiendo bien...?
Echó sobre los libros que en la próxima mesa estaban una mirada tan
desdeñosa, que me pareció verles apenados y confundidos bajo el peso de
la excomunión mayor.
--Usted se aburre, ¿no es verdad? Usted es demasiado inteligente,
demasiado bella para vivir asalariada.
Me expresó con dulce mirada su gratitud por lo bien que había
interpretado sus sentimientos.
--Esto se acabará. Irene. Yo respondo...
--Si no fuera por usted, Máximo--me dijo con expresión de la más
generosa amistad,--ya habría salido de aquí.
--Pero qué... ¿está usted descontenta de la familia?
--No... es decir... pero no, no--murmuró contradiciéndose cuatro veces
en seis palabras.
--Algo hay...
--No, no, digo á usted que no.
--Tiempo hace que nos conocemos. ¿Será posible que no tenga usted
conmigo la confianza que merezco...?
--Sí la tengo, la tendré--replicó animándose.--Usted es mi único amigo,
mi protector... Usted...
¡Qué hermosa espontaneidad se pintaba en su rostro! La verdad retozaba
en su boca.
--Me interesa tanto usted, y su felicidad y su porvenir, que...
--Porque lo conozco así, tendré que consultar con usted algunas
cosas... tremendas...
--¡Tremendas!
No daba yo gran importancia á este adjetivo, porque Irene lo usaba para
todo.
--Y yo le juro á usted--añadió cruzando las manos y poniéndose
bellísima, asombrosa de sentimiento, de candor y piedad...--Yo juro que
no haré sino lo que usted me mande.
--Pues...
El corazón se me salía con aquel _pues_... No sé hasta donde habría
llegado yo, si no abriera la puerta Lica en aquel momento.
--Máximo--dijo sin entrar,--llégate aquí, chinito...
Quería que yo le redactase las invitaciones para aquella noche. ¡Pobre
Lica, cómo me contrarió con su inoportunidad! No volví á ver á Irene
aquella tarde; pero yo estaba tan contento como si la tuviera delante y
la oyese sin cesar. El discursillo del cual no dije sino una palabra,
sonaba en mí como si cien veces se hubiera pronunciado y otras ciento
hubiera recibido de ella la hermosa aprobación que yo esperaba.


XVII
La llevaba conmigo.

Era como si la naturaleza de ella hubiera sido inoculada milagrosamente
en la mía. La sentía compenetrada en mí, espíritu con espíritu; y
esto me daba una alegría que se avivó por la noche, cuando fuí á la
reunión de jueves; y esta alegría radiosa salía de mí como inspiración
chispeante, brotando de los labios, de los ojos y áun creo que de los
poros. Entróme de súbito un optimismo, algo semejante al delirio que le
entra al calenturiento, y todo me parecía hermoso y placentero, como
proyección de mí mismo. Con todos hablé y todos se trasfiguraban á mis
ojos, que, cual los de D. Quijote, hacían de las ventas castillos.
Mi hermano me pareció un Bismarck, Cimarra se dejaba atrás á Catón,
el poeta eclipsaba á Homero, Pez era un Maltus por la estadística,
un Stuart Mill por la política, y mi cuñada Manuela la mujer más
aristocrática, más fina, más elegante y distinguida que había pisado
alfombras en el mundo. Para que se vea hasta qué aberraciones morbosas
me condujo mi loco optimismo, diré que el poeta mismo oyó de mis
labios frases de benevolencia, y que casi llegué á prometerle que
me ocuparía de sus escritos en un próximo trabajo crítico. Esto le
puso como fuera de sí, y rodando la conversación de personalidad en
personalidad, afirmó que yo me dejaba muy atrás á Kant, á Schelling y á
todos los padres de la filosofía. Sus indignas lisonjas me abrieron los
ojos y fueron correctivo de mi debilidad optimista. Yo creo que había
en mí un desorden físico, no sé qué reblandecimiento de los órganos que
más relación tienen con la entereza de caracter. De mucho sirvió para
restituirme á mi sér el interminable solo que me dió Sainz del Bardal
á propósito de los inmensos progresos de la _Sociedad de inválidos
de la industria_. En servicio de ella desplegaba el poeta-secretario
una actividad demente, febril, y se multiplicaba para organizar los
trabajos, para aumentar el número de socios y alcanzar la protección
del Gobierno. Había logrado meter en ella á tres ex-ministros y á
otro personaje muy conocido en Madrid, propagandista infatigable que
pronunciaba seis discursos por semana en distintas sociedades. Todo
marchaba admirablemente, y marcharía mejor cuando los planes de los
caritativos fundadores tuvieran completo desarrollo. Por de pronto,
se había acordado destinar los cuantiosos fondos reunidos á imprimir
los notabilísimos discursos que se pronunciaran en las turbulentas
sesiones. Lástima grande que tan admirables piezas de elocuencia se
perdieran. Ante todo, España es el país clásico de la oratoria. Los
autores del voto particular y la mayoría de la comisión no habían
logrado ponerse de acuerdo sobre aquel sutil tema; mas para salir del
paso, se había nombrado una comisión mixta, compuesta de indivíduos
de la de propaganda y de la de aplicación para que redactasen el tema
de nuevo. Reunida esta junta magna, acordó que lo primero que debía
hacerse era abrir un certámen poético, para premiar la mejor _oda al
trabajo_. El primer premio consistía en coliflor de oro é impresión de
quinientos ejemplares; el _accesit_ en girasol de plata é impresión
de doscientos. Ya ví venir el nublado al enterarme de estos planes
funestos, y en efecto, me nombraron presidente del jurado. También
se pensaba en gran rifa, organizada por señoras, y en una soberbia y
resonante velada, ó quizás _matinée_, en la cual, después de leida
por Bardal la memoria de los trabajos de la sociedad, habría música,
discursos y lectura de versos, que son la sal de estos festejos
filantrópicos.
Como pude, me sacudí de encima al moscón que me aturdía, dí una vuelta
por los salones, y de repente sentí un golpecito en el hombro y una
simpática voz que me dijo:
--Hola, maestro... Le ví á usted con _el tífus_, y no quise acercarme.
--¡Ay! Peña, el ataque ha sido tan fuerte, que creo tendré
convalecencia para toda la noche... Sentémonos, siento una debilidad...
--Esa es la _febris carnis_... Yo no me rindo á Sainz del Bardal.
Cuando viene á hablarme, le vuelvo la espalda. Si á pesar de eso me
habla, le echo una rociada de ácido fénico, quiero decir que le llamo
necio.
--Pero, hombre, ¿qué es de tu vida?
--Ya ve usted, maestro... vámonos de aquí. _Achantémonos_ en ese
gabinete.
--¿Qué me cuentas?
--Nada de particular.
--¿Es cierto que ya no le haces la corte á Amalia Vendesol?
--¡Quiá, maestro!... Si eso se acabó hace mil años. Es inaguantable.
Unas exigencias, unas susceptibilidades... Verá usted; si un día dejaba
de pasar á caballo por su casa, ¡María Santísima! la que se armaba. Si
en el Retiro me distraía y miraba para alguien... En fin, tiene peor
genio que su tía Rosaura, la que le sacó un ojo á su marido riñendo por
celos. Yo he visto á Amalia morder un abanico y hacerlo en cincuenta
pedazos... ¿por qué creerá usted? porque una noche no pude tomar butaca
impar en la Comedia, y tuve que ponerme en las pares. Y qué educación
la suya, amigo Manso. Escribe garabatos, dice _pedrominio_, y tiene un
cariño á las haches...
--Como todas... como la mayoría... ¿Y es cierto que te has dedicado á
una de las de Pez?
--Ahí están las dos. ¿Las ha visto usted? Me entretengo con ellas,
principalmente con la menor, que es graciosísima. Están bien educadas,
es decir, tienen un barniz...
--Eso es, nada más que un barniz. Ignoran todo lo ignorable; pero
se les ha pegado algo de lo que oyen, y parecen mujeres. No son,
realmente, más que muñecas, de las que dicen _papá_ y _mamá_.
--Pero éstas no dicen _papá_ y _mamá_, sino _marido_, _marido_. La
mayor, sobre todo, es muy despabilada. Cuidado que sabe unas cosas...
Anoche me quedé aterrado oyéndola. Hablando con verdad, no sé si
decirle á usted que son monísimas ó muy cargantes. Hay en ellas algo
de los visos del tornasol ó de los reflejos metálicos de una mayólica.
Á veces marean, á veces deslumbran; cansan y enamoran. Dan alegría y
amor. La mayor, Adela, es de una vanidad que no se concibe. Yo creo que
si un príncipe se dirige á ella, aún será poca cosa.
--Verás como concluye por casarse con un distinguido teniente.
--Lo creo. Tiene un tupé la niña... Algo se la ha pegado á la pequeña.
Ya se ve. Con aquella tiesa mamá que parece figura arrancada á una
tabla de la Edad Media...
--Con aquel soplado papá, que es el sincretismo de todas las
pretensiones más enfáticas...
--¿Pero no le llama la atención el lujo de esa gente?
--Á mí, en materia de estupidez humana, no me llama ya nada la atención.
--Es un lujo imposible, misterioso. ¿Qué hay detrás de todo eso? Los
cincuenta mil reales del señor de Pez, y pare usted de contar.
--Madrid es un valle de problemas.
--Yo creo que las pretensiones de las niñas dejan muy atrás á las
de los papás. La ley de herencia se ha cumplido con exceso. Y no sé
yo quién va á cargar con esos apuntes. El desgraciado que se case
con cualquiera de ellas, ya puede hacer la cuenta que se casa con
las modistas, con los tapiceros, con los empresarios de teatros, con
Binder el de los coches, con Worth el de los trajes y con todos los
arruinadores de la humanidad. Acostumbradas esas niñas al lujo, ¿dónde
encontrarán capital bastante fuerte para sostenerlo? Maestro, esto
está perdido, aquí va á venir un desquiciamiento. Hablan de la juventud
masculina y de su corrupción, de su alejamiento de la familia, de la
tendencia antidoméstica que determinan en nosotros el estudio, los
cafés, los casinos... Pues, ¿y qué me dice usted de las niñas? La
frivolidad, el lujo y cierta precocidad de mal gusto imposibilitan
á la doncella de estos países latinos para la constitución de las
familias futuras. ¿Qué vendrá aquí? ¿La destrucción de la familia,
la organización de la sociedad sobre la base de un individualismo
atomístico, el desenfreno de la variedad, sin unidad ni armonía, la
patria potestad en la mujer...?
--Lo femenino eterno--dije yo gravemente,--tiene leyes que no puede
dejar de cumplir. No seas pesimista, ni generalices fundándote en
hechos, que por múltiples que sean, no dejan de ser aislados.
--¡Aislados!
--Conoces poco el mundo. Eres un niño. Antes consistía la inocencia en
el desconocimiento del mal; ahora, en plena edad de paradojas, suele ir
unido el estado de inocencia al conocimiento de todos los males y á la
ignorancia del bien, del bien que luce poco y se esconde, como todo lo
que está en minoría. Créeme, créeme, te hablo con el corazón.
Y tomando entre mis dedos (¡cómo me acuerdo de esto!) el ojal de la
solapa de su frac, proseguí hablándole de este modo:
--Hay mucho tesoro, mucho bien, mucha ventura que tú no ves, porque te
tapa los ojos la inocencia, porque te ciega el vivo resplandor del mal.
Hay séres excepcionales, criaturas privilegiadas, dotadas de cuanto la
Naturaleza puede crear de más perfecto, de cuanto la educación puede
ofrecer de más refinado y exquisito. Flaquearía por su base el santo,
el sólido principio de armonía, si así no fuera, y sin armonía, adios
variedad, adios unidad suprema...
--No digo que no...
Y distraido, pero atento á mis palabras, se metió la mano en el
bolsillo del faldón y sacó una petaquilla.
--¡Ah! ya no me acordaba que usted no fuma... Yo tengo unas ganas
rabiosas de fumar. Con su permiso, maestro, me voy por ahí adentro á
echar un pitillo. ¿Viene usted?
No le seguí porque solicitaba mi curiosidad un grupo entusiasta que se
había formado en torno de mi hermano. Parecíame oir felicitaciones, y
el Sr. de Pez tenía un aire de protección tal que no sé cómo todo el
género humano no se arrojaba contrito y agradecido á sus plantas.
El motivo de tantos plácemes y de bullanga tan estrepitosa era que se
había recibido un telegrama de Cuba manifestando estar asegurada la
elección de José María.


XVIII
«Verdaderamente, señores...»

Dijo mi hermano; y atascado en su exordio por la obstrucción mental que
padecía en los momentos críticos, repitió al poco rato:
--Verdaderamente...
Pudo al fin formular un premioso discursejo, cuyas cláusulas iban
saliendo á golpecitos, como el agua de una fuente, en cuyo caño se
hubiese atragantado una piedra. Acerquéme un poco y oí frases sueltas,
como: «Yo no quiero salir de mis cuatro paredes... porque también se
puede servir al país desde el rincón de una casa... Pero estos señores
se empeñan... Á la benevolencia de estos señores debo... En fin, esto
es para mí un verdadero sacrificio; pero estoy verdaderamente dispuesto
á defender los sagrados intereses...»
Desde entonces tomó el sarao un aspecto político que le daba
extraordinario brillo. Había tres ex-ministros y muchos diputados y
periodistas, que hablaban por los codos. La sala del tresillo parecía
un rinconcito del Salón de Conferencias. Los que más bulla metían eran
los de la _democracia rampante_, partido tan joven como inquieto, al
cual se había afiliado José, llevado de sus preferencias por todo lo
que fuera transacción.
El espíritu reconciliatorio de José llega hasta el delirio, y sueña con
acoplar y emparejar las cosas más heterogéneas. Esto, según él, es lo
_verdaderamente inglés_. Lo de _la sucesiva serie de transacciones_ no
se le cae de la boca: es su _Padre Nuestro_ político, y así, todo lo
transige y siempre halla modo de aplicar sus ideales casamenteros. No
existe rivalidad histórica y fatal que él no se proponga resolver con
un abrazo de Vergara. Eso es: abrácense como hermanos el separatismo
y la nacionalidad, la insurrección y el ejército, la monarquía y la
república, la Iglesia y el libre examen, la aristocracia y la igualdad.
Toda idea pura es para él _una verdadera exageración_, y corta las
cuestiones diciendo: _basta de exclusivismos_. Para él no conviene que
haya exclusivismos en el arte, ni en religión, ni en filosofía. Toda
idea, toda teoría artística ó moral debe ceder una parte de sus regios
dominios á la teoría y á la idea contrarias. Lo bello deja de serlo si
este fenómeno no cruza con lo vulgar el famoso abrazo de Vergara. Jesús
y los Santos Padres son unos exagerados y exclusivistas por no haber
intentado un arreglito con la herejía.
Las majaderías de aquella gente me aburrían tanto, que me alejé
del salón y me interné en la casa. Harto de poetas, periodistas y
políticos, mi espíritu me pedía el descanso de un párrafo con doña
Jesusa. En el lejano aposento donde residía, estaba aquella noche, fija
en su butaca, envuelta en su mantón y acompañada de Rupertico, á quien
contaba cuentos.
--No me quiero acostar--me dijo,--porque el _sambeque_ del salón y
esta bulla de criados que van y vienen no me dejan dormir. Esta casa
parece un trapiche los jueves por la noche. ¡Jesús qué terremoto! Á
usted no le gusta esto; ya lo sé. ¡Y qué gente tan comilona! Con el té,
los dulces, los fiambres, las pastas, los helados que se han comido
ya, habría para mantener un ejército. La pobre Lica no es para esto;
si sigue así va á perder la salud... Le contaré á usted lo de anoche,
si me promete ser reservado... Pues tuvieron ella y José María una
peleíta. ¡Jesús qué jarana!... por si él entraba tarde, por si ella no
sabía hacer los honores. Yo bien sé que Lica está muy _chiqueada_. Pero
José ha echado un genio... No sé cuánta cosa sacaron: que él no piensa
más que en sencilleces; que se pasa la noche en el Casino, y quién
sabe, si en otras partes peores... Parece que hay descubrimiento...
Acercó su sillón al mío y casi al oido me dijo:
--Falditicas, ¿eh?... José María es como todos. Esta vida de Madrid...
Tenemos calaveradas... Ya se ve... un hombre que va á ser diputado y
ministro... Hay en Madrid cada gancho... ¡Ay! qué mujeres las de esta
tierra; son capaces de pervertir al cordero de San Juan. Yo les diría
si las viera: «Grandísimas _sinvergüenzas_, ¿para qué engatusais á un
padre de familia, á un sencillo, á un hombre tan bueno?...» Porque José
María ha sido muy bueno hasta ahora; pero niño, de algún tiempo acá, no
le conocemos.
Yo defendí á mi hermano como pude y tranquilicé á su suegra, tratando
de hacerle comprender que la licencia de nuestras costumbres está más
en la forma que en el fondo, y que no debía tomar como señales de
pecado ciertos detalles corrientes... Fué lo único que me ocurrió.
--Yo--dijo ella, bajando más la voz,--no me meto en nada. Allá se
entiendan; allá se las hayan. No me muevo de este sillón, porque no
tengo salud para nada. Aquí me acompaña Ruperto. Esta noche, mientras
allá reían y alborotaban, Irene y yo hemos rezado el rosario y hemos
hablado de cosas pasadas... ¿Pero dónde se ha ido ese angel de Dios?
Miraba á todos los lados de la pieza.
--¿Pero no se ha recogido aún?--pregunté.--Esto es contrario á sus
costumbres.
--Calle, niño; si debe de andar por ahí. Algunos ratos se va al
corredor á ver un poquitico de la sala.
Ya iba yo á buscarla, cuando entró ella. Su fisonomía revelaba gozo y
estaba menos pálida. Parecía agitada, con mucho brillo en los ojos y
algo de ardor en las mejillas como si volviese de una larga carrera.
--Irene, ¿qué tal? ¿Ha visto usted...?
--Un poquito... desde el pasillo... ¡Qué lujo, qué trajes! Es cosa que
deslumbra...
--Yo creí que á estas horas... es la una... estaba usted recogida.
--Me he quedado aquí para acompañar un poco á doña Jesusa... Luego, es
preciso ver algo, amigo Manso, ver algo de estas cosas que no conocemos.
--¡Oh! es justo--dije pensando en lo mucho que luciría Irene si
penetrara en los círculos de la sociedad elegante, y en el valor
que sus grandes atractivos tomarían realzados por el lujo.--Pero es
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