El amigo Manso - 08

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cuestión de caracter; ni á usted ni á mí nos agrada esto. Por fortuna,
estamos conformados de manera que no echamos de menos estos ruidosos
y brillantes placeres, y preferimos los goces tranquilos de la vida
doméstica, el modesto pan de cada día con su natural mistura de pena y
felicidad, siempre dentro del inalterable círculo del orden.
--¡Jesús de mi alma! ¡qué talento tiene este hombre, y qué bien dice
las cosas!--exclamó doña Jesusa.
Irene se reía del entusiasmo de la niña Chucha, y con enérgicos
movimientos de cabeza daba su aprobación á aquellos elogios.
--Máximo--dijo de súbito la señora,--¿por qué no se casa usted? ¿Á
cuándo espera, niño?
--Todavía hay tiempo, señora. Ya veremos...
--En veremos se le pasa á usted la vida.
Mirando á Irene, que atenta me miraba, le dije, por decirle algo: «¿Y
las niñas?»
--Han estado muy desveladas. Ya se ve... con la bulla... También han
querido ver algo. Después han estado jugando, de broma y fiesta,
pasándose de una cama á otra y arrojándose las almohadas... Pero se han
dormido.
--¿Y usted no tiene sueno?
--Ni chispa.
--Pero es muy tarde.
--Me voy á mi cuarto.
--¿Va usted á leer?--dije siguiéndola y llevándole la luz.
--Es tardísimo... Veré si me duermo al momento. Mañana...
--¿Mañana, qué?
--Digo que mañana será otro día, y hablaremos de aquello...
--Hablaremos de aquello...--repetí sintiendo en mi pensamiento el
estímulo que los novelistas llaman _un mundo de ideas_, y en mis labios
cosquilleo de palabras impacientes.
Pero ella me quitó de las manos la luz, entró en su cuarto con una
presteza que me parecía resbaladiza, dióme las buenas noches, y á
poco sentí el ruido de la llave cerrando por dentro. Después dió un
golpecito en la madera, como para llamarme, si me alejaba, y dijo:
--Tráigame usted lo que me prometió.
--¿Qué, criatura?--le pregunté, sospechando, en un momento de ansiedad,
que le había prometido mi vida toda entera.
--¡Qué memoria! La Gramática inglesa de Ahn...
--¡Ah! ya... bueno...
--Y los dos lápices de Faber, números 2 y 3.
--Vamos, acabe usted de pedir. Pida usted el sol y la luna...
--No sea usted tremendo... Abur.
--No se fatigue usted la imaginación con la lectura...
--Si me estoy durmiendo ya.
--Eso es, descansar... buenas noches.
--Pero qué, ¿todavía está usted ahí, amigo Manso?
--Creí que ya estaba usted dormida.
--Hombre, si estoy rezando... Adios.
Retiréme. Algo me daba que pensar aquel humorismo de Irene, un poquito
desconforme con la seriedad y mesura que yo había observado en ella;
pero reflexionando más, consideré que este fenómeno contingente no
alteraba el hecho en sí, ó mejor dicho, que un desentono pasajero y
accidental no destruía la admirable armonía de su caracter.
Era ya hora de abandonar la reunión; pero Cimarra y mi hermano me
entretuvieron, dando una batida en toda regla á mi modestia para
que consintiese en ser hombre político y en lanzarme con ellos
por la única senda que conduce á la prosperidad. Yo me resistí,
alegando razones de caracter, de conveniencia y de ideas. Cimarra
me aseguraba que era posible facilitarme la entrada en el Congreso,
arreglándome uno de los distritos que estaban vacantes. Ya José había
hecho algunas indicaciones al ministro, el cual había dicho: «¡Oh!
sí verdaderamente...» Mi hermano se prestaba benévolo á arreglar la
incompatibilidad de mis ideas con el régimen oligárquico que hoy
priva, y me incitaba con empeño á ser hombre verdaderamente práctico
y á abandonar de una vez para siempre las utopias y exageraciones,
buscando en el ancho campo de mi saber una fórmula de transacción, una
manera de reconciliar la teoría con el uso y el pensamiento con el
hecho. De la misma opinión era el marqués de Tellería, que se hallaba
presente, encarnizado enemigo de las utopias, hombre esencialmente
práctico, y tan práctico que vivía á costa del prójimo; santo varón
que llamaba _logomaquias_ á todo lo que no entendía. Este señor me dió
después un solo, adulándome mucho y diciéndome, en conclusión, que los
hombres como yo debían consagrarse á defender los intereses de las
clases productoras contra las amenazas del proletariado, las creencias
venerandas de nuestros mayores contra la irrupción de la barbarie
libre-pensadora, y las buenas prácticas de gobierno contra los delirios
de los teóricos. Yo ocultaba con frases de cortesía el desprecio que me
merecía este sujeto, á quien de oidas conocía desde algunos años atrás
por lo que me había contado su yerno y mi amigo León Roch. Al soltarme,
me dijo:
--Le voy á mandar á usted un folletito que he hecho, donde están todos
los discursos, todos los incidentes que motivó la proposición de ley
que presenté al Senado sobre la vagancia. Me hará usted el favor de
leerlo y decirme su opinión imparcial...
Manuela, que se enteró de que me querían enjaretar la diputación, no me
ocultaba su gozo. Pero no le cabía en la cabeza mi resistencia á entrar
por las vías políticas, y riñéndome por mi caracter retraido y mi amor
á la vida oscura, me decía:
--Pero chinito, no seas _jollullo_.


XIX
El reloj del comedor dió las ocho.

Haciendo el cómputo que el desorden de los relojes de aquella casa
exigía, resultaba que las ocho campanadas marcaban las tres. ¡Qué
tarde! Retirarme yo á casa á tal hora me parecía un absurdo, una
chanza, un criminal secuestro del tiempo. Me ví como figura de
pesadilla, ó como si yo fuera otro y con ese otro estuviera soñando
en la plácida quietud de mi cama. Salí. La somnolencia me producía
síntomas parecidos á los de la embriaguez. Cuando fuí al comedor para
tomar un vaso de agua ví con asombro que aún había luz en el cuarto de
Irene. El rectángulo de claridad sobre la puerta atrajo mis miradas,
y breve rato estuve clavado en mitad del pasillo.--«Pero, ¿no me dijo
usted hace dos horas que tenía mucho sueño y que se iba á dormir en
seguida?» Esto no lo dije en voz alta. Hice la pregunta de espíritu á
espíritu, porque dar voces á aquella hora me parecía inconveniente.
¿Rezaba? ¿Qué hacía? ¿Leer novelas? ¿Devorar mis obras filosóficas...?
Bebiendo agua me tranquilicé sobre aquel punto. En verdad, yo era un
impertinente exigiendo un método imposible en los actos de Irene.
¿Qué tenía de particular que apagase la luz dos horas más tarde de lo
que había dicho? Podía ser que estuviera cosiendo sus vestidos, ó
preparando las lecciones del día siguiente... ¡Las tres y media!...
¿Cuántas horas dormía aquella criatura, que se levantaba á las siete?
¡Deplorable costumbre la de calentarse el cerebro en las horas de la
noche! ¡Oh! Yo haría cumplir en mi familia con estricta rigidez los
preceptos de la higiene.
En el portal se me unió Peña. Embozados, acometimos el frío glacial de
la calle.
--Maestro, ¿se va usted á su casa?
--Desalmado, ¿á dónde he de ir? Y tú, ¿á dónde vas?
--Yo no me acuesto todavía. Es temprano.
--¡Es temprano y van á dar las cuatro!
Andando á prisa, le eché una filípica sobre el desarreglo de sus
costumbres y la antihigiénica de hacer de la noche día, motivo de
tantas enfermedades y del raquitismo de la generación presente. Él se
reía.
--Por respeto á usted, maestro--me dijo,--voy á acompañarle hasta casa.
Después me voy á la _Farmacia_.
--¡Y tu madre esperándote, desvelada y llena de temores! Manuel, no te
conozco. Parece mentira que seas mi discípulo.
--Buen barbián está usted, maestro... ¿Pues no se retira usted tan
tarde como yo? En un metafísico eso es imperdonable. ¡Si está usted
hecho un gomoso!... Concluirá usted por ir á la cátedra antes de
acostarse y presentarse de frac ante los alumnos. ¡Cómo cunde el mal
ejemplo!...
Sus bromitas me desconcertaron un poco; pero no quise ceder.
--Mira, perdido--le dije tomándole por un brazo.--Que quieras que no,
te llevo á casa. No irás á la _Farmacia_. Yo lo mando y tienes que
obedecer á tu maestro.
--Transacción... Procuremos conciliarlo todo, como dice su hermano de
usted. No iré á la _Farmacia_; pero no puedo acostarme sin tomar algo.
--Pero, gandul, ¿No has cenado en casa de José?
--Sí... Distingamos; no es precisamente porque tenga apetito. Es por
aquello de ir á alguna parte.
--¿Y á dónde quieres ir?
--Renuncio á la _Farmacia_ con tal que usted me acompañe á tomar
buñuelos.
--¿Dónde, libertino?
--Aquí, en la buñolería de la calle de San Joaquín. Está fría la noche,
y una copita de aguardiente no viene mal.
--¿Estás loco? ¿Crees que yo..,?
--Vamos, _magister_, sea usted amable. Ya ve usted que por complacerle
renuncio á ir á mi círculo. Es cuestión de diez minutos. Luego nos
iremos juntos á nuestra casita, como las personas más arregladas del
mundo.
Y tirando de mi capa, hizo tales esfuerzos por meterme consigo en aquel
local innoble, que no pude resistirme, ni creí oportuno disputar más
con él por un acto que en verdad era insignificante.
--¡Caprichoso!
--Sentémonos, maestro.


XX
¡Me parecía mentira!

¡Yo sentado en el banco de una buñolería, á las cuatro de la mañana,
teniendo delante un plato de churros y una copa de aguardiente!...
Vamos, era para echarme á reir, y así lo hice. ¿Quién se llamará dueño
de sí, quién blasonará de informar con la idea la vida, que no se vea
desmentido, cuando menos lo piense, por la despótica imposición de
la misma vida y por mil fatalidades que salen á sorprendernos en las
encrucijadas de la sociedad, ó nos secuestran como cobardes ladrones?
La pícara sociedad, blandamente y como quien no hace nada, me había
estafado mi serenidad filosófica, y tiempo llegaría, si Dios no lo
remediaba, en que yo no hallaría en mí nada de lo que formó mi vigorosa
personalidad en días más venturosos.
Estas reflexiones hacía yo, mirando á dos parejas que en las mesillas
de enfrente estaban, y asombrándome de verme en tal compañía. Eran
cuatro artistas del género flamenco, dos machos y dos hembras, que
acababan de salir del café-teatro de la esquina, donde cantaban todas
las noches. Ellas eran graciosas, insolentes, la una gordiflona,
espiritual la otra, ambas con mantones pardos, pañuelos á la cabeza,
liados con desaliño y formando teja sobre la frente; las manos
bonitas, los piés calzados con perfección. De capa, pavero y chaqueta
peluda, afeitados como curas, peinados como toreros, sin coleta, los
hombres eran de lo más antipático que puede verse en la Creación. Las
cuatro voces roncas sostenían un diálogo, picado, zumbante y lleno
de interjecciones, del cual no se entendían más que las groserías y
barbarismos. Era la primera vez que yo me veía tan cerca de semejantes
tipos, y no les quitaba los ojos.
--¡Qué guapa es la gorda!--me dijo Manuel.--Maestro, veo que se
entusiasma usted.
--¿Yo?...
--Si parece que se la quiere usted comer con los ojos...
--No seas necio.
--Y ella no lo lleva á mal, maestro. También le echa á usted los
ojazos. Esto que allá por otras regiones se llama _flirtation_, se
llama aquí _tomar varas_.
--¿Has acabado ya de beber tu aguardiente, vicioso?--le dije, con vivo
deseo de salir de allí.
--¿Y usted no toma?
--¿Yo? Quita allá este asco, este veneno...
--¿Sabe usted, maestro, que estoy esta noche así como excitado de
nervios, enardecido de sangre, y parece que una electricidad se me
pasea por todo el cuerpo?... Siento apetito de acción, de violencia; no
sé lo que pasa en mí...
--Yo le miraba atentamente y reflexionaba sobre aquel estado de mi
discípulo, que era cosa nueva en él, y desagradable para mí, que tanto
le quería.
--Porque, sí señor--siguió;--hay ocasiones en que nos es necesario
hacer cualquier barbaridad, como compensación de las tonterías y
sosadas que informan nuestra vida habitual; algo violento, algo
dramático. Suprima usted de la vida el elemento dramático, y adios
juventud. ¿No le parece á usted que nos divertiríamos si ahora armase
yo camorra con esta gente?
--¡Con estos...! Por Dios, Manuel, á tí te pasa algo. Tú estás loco, ó
has bebido...
--Después de todo, ¿qué pasaría? Nada. Esta es gente cobarde. Iríamos
todos á la prevención, y mañana, mejor dicho, hoy, faltaría usted á
clase, y quizás tendrían que ir el rector y el decano á sacarle de las
uñas de la policía.
--Si tuviera aquí palmeta y disciplinas, te trataría como trata un
maestro de escuela al más pillo de sus alumnos. No mereces otra cosa.
Desde que no estás bajo mi dirección, has variado tanto, que á veces me
cuesta trabajo conocerte. Piensas y hablas tan bajamente, que me aflijo
considerando la esterilidad de lo que te enseñé.
--¡Oh! no--exclamó Peña con vehemencia, dándose una puñada sobre el
corazón y un palmetazo en la frente.--Algo queda. Mucho hay aquí y
aquí, maestro, que permanecerá por tiempo infinito. Esta luz no se
extinguirá jamás, y mientras haya espacio, mientras haya tiempo...
Los cuatro flamencos se levantaron para marcharse. Viendo el entusiasmo
de Manuel, ellos se miraron asombrados, ellas sofocaban la risa. Se me
parecieron á las dos célebres mozas que estaban á la puerta de la venta
cuando llegó don Quijote y dijo aquellas retumbantes expresiones, que
tanto disonaban del lugar y la ocasión. Yo ví el cielo abierto cuando
se fueron los del cante, porque así no tenía Manuel con quién armar la
trapisonda que deseaba.
La buñolería estaba pintada de rojo, á estilo de las tabernas de
Madrid. Las paredes sucias, forradas de un papel con casetones
repetidos, llenos de pastorcitas, ofrecían una superficie rameada y
pringosa. Un mostrador chapeado de latón, varias sillas desvencijadas,
un reloj y un calendario americano, que no sé para qué servía, formaban
el mueblaje, y el vaho de aceite frito espesaba la atmósfera.
--Vámonos, Manuel; esto es un escándalo.
--Un ratito más...
--Yo me caigo de sueño.
--Pues yo estoy tan desvelado, que se me figura no he de dormir más en
mi vida.
--Á tí te pasa algo.
--Lo que dije á usted; que me anda, no sé si por el cuerpo ó por el
alma, el prurito dramático, dándome cosquillas y picazones. Yo quiero
hacer algo, _magister_, yo necesito acción. Esta vida de tiesura social
y de pasividad sosa me cansa, me aburre. Estoy en la edad dramática
(voy á ser pedante), en el momento histórico que no vacilo en llamar
florentino, porque su determinación es arte, pasiones, violencia. Los
Médicis se me han metido en el cuerpo y se han posesionado de él, como
los diablillos que atormentan al endemoniado.
No pude menos de reir.
--Vamos á ver, ¿qué lees ahora, en qué te ocupas?
--Leo á Maquiavelo. Su _Historia de Florencia_, su _Mandrágora_, sus
_Comentarios á Tito Livio_ y su _Tratado del Príncipe_ son los libros
más asombrosos que han salido de manos del hombre.
--Mala, perversa lectura si no va precedida de la preparación
conveniente.--Es mi tema, querido Manuel; si no haces caso de mí,
tu inteligencia se llenará de vicios. Dedícate al estudio de los
principios generales...
--¡Oh, maestro, por favor, no siga usted! La filosofía me apesta. La
metafísica no entra en mí. Es un juego de palabras. ¡La ontología! Por
Dios, aparte usted de mí ese caliz emético. Cuando tomo una pócima de
sustancia, sér y causa, estoy malo tres días. Me gustan los hechos, la
vida, las particularidades. No me hable usted de teorías, hábleme de
sucesos, no me hable usted de sistema, hábleme de hombres. Maquiavelo
me presenta el panorama rico y verdadero de la naturaleza humana, y por
él doy á todos los filosofistas habidos y por haber.
--Estamos haciendo el tonto, Peña; estamos discutiendo en una buñolería
el tema radical y eterno. No profanemos la inteligencia, y vámonos á
dormir... En otra ocasión discutiremos. Tú has variado mucho y has
crecido lozano y vigoroso, pero algo torcido. Yo necesito enderezarte.
Algo hay en tí que no me gusta, que no procede de mis lecciones. Quizás
alguna pasajera florescencia del espíritu, de esas que marcan el
período culminante de la juventud... En fin, sea lo que quiera, vámonos
ya.
Al fin logré que se levantara del tabernario banquetillo.
--Voy á revelarle á usted un secreto--me dijo cuando pasábamos junto
al mercado, en cuyas galerías y puestos algún rumor, alguna lucecilla
triste anunciaban los primeros desperezos de la faena del día.--Desde
que estoy así...
--¿Cómo?
--Así, nervioso, excitado, con estos estímulos musculares que me piden
la violencia, la arbitrariedad, el drama... Pues desde que estoy así,
mis antipatías son tan atroces, que al que me desagrada, le aborrezco
con toda mi alma. ¿Sabe usted quién es la persona que más me carga de
cuantos hay sobre la tierra?
--¿Quién?
--Su hermano de usted, nuestro anfitrión de esta noche, el Sr. D. José
María Manso, marqués presunto, según dicen.
Lastimado de esta cruel antipatía, defendí á mi hermano con calor,
diciendo á Peña que si aquél tenía ciertas ridiculeces y manías
era bueno y leal. Pero mi defensa exasperó más al joven, el cual
sostuvo que toda la rectitud y lealtad de José no valían dos pepinos.
Sospeché que Manuel había oido en los corrillos políticos del salón
de mi hermano algún comentario picante, alguna frase alusiva á su
humildísimo origen, y que, mortificado por esto, confundía en un solo
aborrecimiento al dueño de la casa y á los murmuradores. Así se lo
dije, y me confesó que, en efecto, había oido cosillas que lastimaban
su dignidad horriblemente; pero que en este orden de agravios, el
delincuente era Leopoldito Tellería, marqués de Casa-Bojío, por lo
cual mi buen amigo aguardaba una coyuntura propicia para romperle el
bautismo.
--¿Duelito tenemos?--dije, no pudiendo consentir que mi discípulo, á
quien yo había inculcado las más severas nociones de moral, me viniese
hablando de resolver sus asuntos de honor con el bárbaro é ineficaz
procedimiento del desafío, herencia del vandalismo y de la ignorancia.
--Usted no vive en el mundo, maestro--replicó él. Su sombra de usted
se pasea por el salón de Manso; pero usted permanece en la grandiosa
Babia del pensamiento, donde todo es ontológico, donde el hombre es
un sér incorpóreo, sin sangre ni nervios, más hijo de la idea que de
la historia y de la Naturaleza; un sér que no tiene edad, ni patria,
ni padres, ni novia. Diga usted lo que quiera; pero me parece que si
yo no tuviera ocasión de ponerle la mano en la cara al marqués de
Casa-Bojío, y de echarle al suelo y de pasearme luego por su cuerpo,
llegaría á creer que el Universo está desequilibrado y que el orden de
la Naturaleza se ha destruido... ¿Y lo creerá usted? Hay otro hombre
que me encocora más que Leopoldito, y es el benemérito hermano de mi
maestro.
--¿Y también le vas á desafiar? ¿Pero estás loco? Anda... has declarado
la guerra al género humano... Manuel, Manuel, niño, modera esos
impulsitos, ó será preciso ponerte un chaleco de fuerza. Estás hecho
un pisaverde, un monstruo de alfeñique, un calaverilla de estos que se
estilan hoy, verdaderos muñecos desengonzados que representan el Don
Juan con los trapos y la voz de Polichinela.
Cuando subíamos la escalera, la señora de Peña abrió la puerta. Nunca
se acostaba hasta que no volvía de la calle su hijo. Aquella noche,
la célebre doña Javiera, soñolienta y malhumorada por la tardanza del
nene, nos echó un mediano réspice á los dos.
--¡Ay, qué horas, qué horas de venir á casa!... Pero ¿también usted,
amigo Manso, anda en estos pasos? Usted tan pacífico, tan casero, tan
madrugador, ¿se descuelga aquí á las cuatro y media de la mañana? Vaya
con el maestrito, con el padrote...
--Este pillo, señora, este pillo es quien me pervierte.
--No, mamá; él á mí.
--¡Ay! hijo, qué pálido estás... ¿qué tienes? ¿Te ha pasado algo?
--Nada, mamá; no tengo nada.
--¿Pero no entras á acostarte?
--Voy un momento arriba con el amigo Manso. Quiero que me deje unos
libros que necesito.
--¡Libros tú!--le dije, entrando en mi casa.--¿Para qué quieres libros?
--Para preparar mi discurso.
--¿Qué discurso? ¿Ahora sales con eso?
--Usted sí que está en Belén. ¿No le he dicho á usted que voy á hablar
en la gran velada?
--¿Qué gran velada es esa?
--La que dará la _Sociedad para socorro de los inválidos de la
Industria_.
--¡Ah! es verdad. ¿Sobre qué tema vas á hablar? Toma los libros que
quieras...
Yo me caía de sueño. Dejéle en el despacho y me fuí á mi alcoba,
que era la pieza contígua. Desde mi cama le veía revolviendo en los
estantes, tomando y dejando este ó el otro libro.
Antes de dormirme, le dije:
--Mañana me contarás los motivos de ese resentimiento que sientes
contra mi pobre hermano.
--No lo puedo decir, es un secreto... ¿Le parece á usted que me lleve á
Spencer?
--Hombre, llévate al moro Muza, y déjame descansar.
Ya desvanecido en el primer sueño, le oí decir:
--Es un canalla, es un canalla.
Y dormido profundamente, en mi cerebro no había más reminiscencias
de la vida exterior que aquellas palabras, rielando en la superficie
oscura y temblorosa de mi sueño, como el fulgor de las estrellas sobre
el mar.


XXI
Al día siguiente...

Pero antes quiero hacer una confidencia. El hecho que voy á declarar
me favorece poco, me pintará quizás como hombre vulgar, insensible á
los delicados gustos de nuestra sociedad reformista; pero pongo mi
deber de historiador por delante de todo, y así se apreciará por esta
franqueza la sinceridad de las demás partes de mi narración.--Vamos á
ello. Las buenas comidas y los platos selectos de la mesa de mi hermano
llegaron á empacharme, y como trascurrían semanas enteras sin que
pudiera librarme de comer allá, concluí por echar de menos mi habitual
mesa humilde y el manjar preferente de ella, los garbanzos, que para
mí, como he dicho antes, no tienen sustitución posible. El apetito de
aquella legumbre me fué ganando, y llegó á ser irresistible. Estaba
yo como el fumador vicioso, cuando por mucho tiempo se ve privado de
tabaco. Siempre que pasaba por la Corredera de San Pablo y por la
tienda de que soy parroquiano, titulada la _Aduana en comestibles_, se
me iban los ojos al gran saco de garbanzos colocado en la puerta, y no
por verlos crudos se me antojaban menos sabrosos. No pudiendo refrenar
más mi deseo, resistíme un día á comer con Lica, y previne á Petra que
me pusiera el cocido de reglamento. No tengo más que decir sino que
me desquité bárbaramente de la privación que había sufrido. Y ahora,
adelante.
Al día siguiente encontré á mi hermano en el cuarto de estudio. Quería
enterarse personalmente de los adelantos de los niños. Festivo con la
maestra, y afectando hacia los alumnos una severidad enfática, que me
pareció fuera de lugar, el futuro marqués me estorbó para decir á Irene
varias cosillas que pensadas llevaba. Á ella la encontré cohibida y
como atontada con la presencia, con las preguntas y con la amabilidad
del amo de la casa. No daba pié con bola en las lecciones, y las
alumnas corregían á la maestra. Para mayor desgracia, también me privó
mi hermano de pasear, llevándome, que quieras que no, á ver al director
de Instrucción pública para un asunto que no me interesaba.
Por fin me convencí de que José María no era un modelo de maridos.
Varias veces me había hecho Lica algunas indicaciones sobre este
particular, pero me parecieron extravagancias y mimosidades. Una tarde,
¡ay! dispuso mi cuñada que Irene, los niños y el ama salieran en el
coche. Mercedes había salido con sus amigas. Yo permanecí en la casa,
pues aunque mi gusto habría sido ir al Retiro con Irene, no tuve más
remedio que quedarme acompañando á Manuela. Esta me manifestó vivos
deseos de hablarme á solas, y yo dije para mí: «Prepárate, amigo
Máximo; ya te cayó quehacer. Despabílate y refresca tus conocimientos
de ornamentación doméstica y gastronomía suntuaria.»
Pero Lica se ocupó muy poco de estas cosas, y parecía haber tomado en
aborrecimiento los saraos y los comistrajos, según el desprecio con
que de ello hablaba. Sus cuitas de esposa no le permitían atender á
tonterías de vanidad, y apenas hubo tocado el delicado punto donde
estaba su herida, comenzó á llorar. Oía yo sus quejas, y no acertaba á
darle ningún consuelo eficaz. ¡Pobre Lica! Sus palabras exóticas, sus
cláusulas truncadas, á las que el dolor y la verdad daban persuasiva
elocuencia; sus hipérboles americanas no se me han olvidado ni se me
olvidarán nunca.--Estaba muy brava; tenía el alma abrasada y la vida en
salmuera con las cosas de Pepe María. Ya no le valía quejarse y llorar,
porque él no hacía maldito caso de sus quejas ni de sus lágrimas. Se
había vuelto muy guachinango, muy pillo, y siempre encontraba palabras
para escaparse y aun para probar que no rompía un plato. Tenía olvidada
á su mujer, olvidados á sus hijos; todo el santo día se lo pasaba en la
calle, y por la noche salía después de la reunión y ya no se le veía
más hasta el día siguiente á la hora de almorzar. Marido y mujer sólo
cambiaban algunas palabras tocante á la invitación, al té, á la comida,
y pare usted de contar... Esto podría pasar si no hubiera otras cosas
peores, faltas graves. José María estaba echado á perder; la compañía y
el trato de Cimarra le habían _enciguatado_; se había corrompido como
la fruta sana al contacto de la podrida... Ya no le quedaba duda á la
pobrecita de la atroz infidelidad de su esposo. Ella se sentía tan
afrentada, que sólo de pensarlo se le salían los colores á la cara, y
no encontraba palabras para contarlo... Pero á mí se me podría decir
todo. Sí; revolviendo una mañana los bolsillos de la ropa de José
María, había encontrado una carta de una _sinvergüenza_... ¡Una carta
pidiéndole dinero!... Se volvía loca pensando que la plata de sus
hijos iba á manos de una... Pero á la infeliz esposa no le importaba
la plata, sino la _sinvergüencería_... ¡Ay! Estaba bramando. Con ser
ella una persona decente, si cogiera delante á la bribona que le robaba
á su marido, le había de dar una buena soba y un par de galletas bien
dadas. ¡Ay qué Madrid, qué Madrid este! Vale más andar en camisón por
el monte, vivir en un bohío, comer vianda, jutía y naranjas cajeles que
peinar á la moda, arrastrar cola, hablar fino y comer con ministros...
Mejor estaba ella en su bendita tierra que en Madrid. Allí era reina
y señora del pueblo; aquí no le hacían caso más que los que venían á
comerle los codos, y después de vivir á su costa se burlaban de ella.
Luego esta vida, Señor, esta vida en que todo es forzarse una, fingir
y ponerse en tormento para hacer todo á la moda de acá, y tener que
olvidar las palabras cubanas para saber otras, y aprender á saludar,
á recibir, á mil tontadas y boberías... No, no; esto no iba con ella.
Si José no se enmendaba, ella se plantaba de un salto en su tierra
llevándose á sus hijos.
Yo la consolé diciéndole lo que tantas veces me había dicho ella á mí,
á saber: que no fuera ponderativa. Su imaginación, hecha á las tintas y
á las magnitudes tropicales, agrandaba las cosas. ¿No podría ser que
la carta descubierta no tuviera la significación pecaminosa que ella
quería darle?... Á esto me respondió con ciertas aclaraciones y datos
que no me dejaron duda acerca de los malos pasos de mi hermano. Su
amistad con Cimarra, que había llegado á ser muy íntima, me anunciaba
desastres sin cuento y quizás rápidas mermas en el peculio del esposo
de Lica. Esta no concluyó sus confidencias con lo que dejo escrito,
sino que fué sacando á relucir otras grandes picardías del futuro
marqués, que me dejaron absorto.--En su propia casa se atrevía el
indigno á hacer cosas que resultaban en desdoro de toda la familia, y
principalmente de su digna esposa... ¿Pues no tenía el atrevimiento de
galantear á Irene...?
¡Á Irene!
¡Sí: el muy...! La pobre Lica se ponía fuera de sí al tocar este
punto. No acertaba á expresar su furor sino á medias palabras... ¡En
su propia casa, en su misma cara! Pues sí, era una persecución no bien
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