El amigo Manso - 15

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--Porque hazte cargo... empeñado en que esa pobre criatura le ha de
querer... como si el querer fuera cosa de aquí me llego... Pero tú no
puedes figurarte qué arrumacos, qué agonías, qué frenesí el suyo...
Se pasaba las horas mirándola como un bobo, y echándole unas flores
tan cursis... Luego venían los regalos; todas las tardes traía una
cosa nueva, joyita, caprichillo, baratija. Y á cada rato... ¡tilín!
un dependiente de tal tienda con dos vestidos... ¡tilín! un mozo con
sombreros... Esto parecía la casa de San Antonio Abad, el de las
tentaciones. La pobre Irene, firme y heroica, ha sufrido mucho, y yo
también, porque... ya puedes suponer mi dificilísima situación. Yo
no podía coger á José María por un brazo y ponerle en la calle. Le
debo favores... es como de la familia. Te digo que hemos pasado la
pena negra. Irenilla le ponía cara de hereje; últimamente hasta le
insultaba. No sabes; tiene un genio de lo más atroz... En cuanto á los
regalos, allí están todos tirados. Algunos se han roto. Por cierto que
por empeño de José María... es tan pesado... se han traido algunas
cosas, que vendrán á cobrar, y...
La miraba, la observaba con verdadero placer, cosa que parecerá
imposible, pero que es verdad. Era yo como el naturalista que de
improviso se encuentra, entre las hojarascas que pisa, con un
desconocido tipo ó especie de reptil, con feísimo coleóptero ó baboso
y repugnante molusco. Poco afectado por la mala traza del hallazgo,
no piensa más que en lo extraño del animalejo, se regocija viendo las
ondulaciones que hace en el fango, ó las materias fétidas que suelta
ó los agudos rejos con que amenaza, y no sólo se complace en esto,
sino en considerar la sorpresa de los demás sabios cuando él les
muestre su descubrimiento. Así observaba yo á doña Cándida, con interés
de psicólogo, y antes de horrorizarme de sus ondulaciones, rejos,
antenas, babas, elictros, zancas, me asombraba del infinito poder, de
la inagotable fecundidad de la Naturaleza. No sé si en esta crísis
de admiración moví la mano con algo de instinto protector hacia mis
bolsillos, porque la célebre papada se estremeció mucho, anunciando una
fuerte emisión de risa. La señora, con bonísimo humor, me dijo:
--Hombre, no seas tonto... Pues qué, ¿creías que te iba á pedir
dinero?... ¡Ay qué gracioso!... No, tranquilízate. Que te vuelva el
alma al cuerpo. No estamos ahora en ese caso. Es verdad que José María
me debe un piquillo...
Al oir que mi hermano le debía un piquillo... vamos, no rompí á reir
con gana porque mi espíritu se hallaba en el estado más congojoso del
mundo. Pero me hizo tanta gracia, que me reí un poco. Era motivo para
alegrar un cementerio ó para hacer bailar á un carro fúnebre.
--Pues es preciso que le pague á usted... no faltaba más.
--Hombre, no; no quiero cuestiones. Ya sabes que tratándose de los de
la familia... Estoy acostumbrada á sacrificarme... No hablemos de eso.
Además, no me hace falta por ahora. Sólo en el caso de que esa siguiera
enferma...
--Creo que esto pasará pronto--dije en voz alta; y para mis
adentros:--Ya te siento zumbar, cínife.
--¿Estará buena mañana? ¡Dios lo quiera! ¡Pobre niña! Cuando pasaban
dos, tres días y no venías á vernos, la observaba yo tan triste... Eso
sí, en poniéndose á hablar de Máximo no acaba. Y á cualquiera se la doy
yo. Un hombre como tú, una celebridad... y luego con tus cualidades
eminentes. Eres el número uno de los hombres...
--¡Oh! Gracias... Que me sonrojo...
--Te digo la verdad. Cuando Irene sepa el interés que te has tomado por
ella, se va á volver loca, loca en toda la extensión de la palabra.
--En toda la extensión de la palabra nada menos... Será una cosa
atroz...
--Á buen seguro que si hubieras sido tú el de los obsequios...
¡Oh! no podía oir más. Le corté la palabra. Una de dos: ó ella se
callaba ó yo le pegaba. Fué preciso conseguir lo primero, y para
esto el mejor medio era alejarme de la esfera de acción de su papada
y salir al aire libre. ¡Terrible cosa el desear salir y el desear y
necesitar volver! Irene me atraía, Calígula me alejaba. En un solo
punto estaban mi interés más vivo y mi repugnancia más honda, mi Cielo
y mi Purgatorio... Salí pensando en diversas cosas, todas á cual más
tristes; pasadas, presentes y futuras. Nunca había sentido en mi cabeza
obstrucción semejante. Parecíame, usando un símil materialista, que
las ideas no cabían en ella, y que se me salían por los ojos y los
oidos. En este laberinto dominaba una evidencia muy desconsoladora,
en la cual la verdad era luz que alumbraba mi espíritu y llama que me
freía los sesos. Por primera vez en mi vida bendije la ilusión, indigna
comedia del alma, que nos hace dichosos, y dije: «¡Bienaventurados
los que padecen engaño de los sentidos ó ceguera del entendimiento,
porque ellos viven consolados!...» Aquella evidencia había venido en su
momento histórico fatal, cual modificación de anteriores estados del
espíritu; yo la veía proceder de mis suspicacias, como viene la espiga
del tallo y el tallo de la simiente. Del mismo modo el árbol de la duda
suele dar la flor de la certeza. ¡Flor negra, amargo fruto, destinado
al maldecido paladar del hombre de estudio! Otra vez hay que decir que
sea mil veces bienaventurado el rústico que crece como una caña y vive
meciéndose en el seno blando de la mentira... Indaguemos. Naturaleza
próvida ha puesto dificultades y peligros en la averiguación de sus
leyes, y de mil modos da á conocer que no le gusta ser investigada por
el hombre. Parece que desea la ignorancia, y con ella la felicidad
de sus hijos. Pero éstos, es decir, los hombres, se empeñan en
saber más de la cuenta; han inventado el progreso, la filosofía, la
experimentación, el arte y otros instrumentos malignos, con los cuales
se han puesto á roturar el mundo, y de lo que era un cómodo Limbo, han
hecho un Infierno de inquietudes y disputas... Por eso...
Iba yo muy engolfado en estas impuras filosofías pesimistas, impropias
de mí, lo confieso, cuando tropecé... Fué como un choque violentísimo
con duro y pesado objeto, choque puramente moral, pues no tuve
contusión, ni mi cuerpo llegó á tocar á aquel otro, que era el de
un hombre más joven que yo, más alto que yo, de partes, calidades y
preeminencias físicas superiores de todo en todo á las mías. Quedéme
parado ante él y él ante mí, sin hablarnos, ambos algo cohibidos. La
conmoción del choque había sido en él tan grande como en mí... Y de
pronto subió á mis labios, del corazón, no sé qué hiel más amarga que
la amargura, y la escupí en estas palabras:
--¡Manuel...! ¿á dónde vas por aquí?
Le traspasé con miradas, me sentí dotado de una lucidez sobrehumana,
comprendí todo lo que se dice de los taumaturgos y de los séres
privilegiados á quienes un conjunto de hechos y circunstancias da
el privilegio de la adivinación. Leí á mi hombre de una ojeada, le
leí como si fuera un cartel de los que estaban pegados en la próxima
esquina.
Y él, vacilando como todo el que no está diestro en mentir, me contestó:
--Pues... precisamente... iba á casa de Miquis, á consultarle.
--¿Estás enfermo?
--La garganta... siempre la garganta.
--¿Con que la garganta...?
Le agarré un brazo con mi mano, que se me figuraba tenaza y le dije:
--¡Farsa! tú no ibas á consultar con Miquis. Esta no es hora de
consulta.
--Pero como es amigo...
--¡Manuel, Manuel!...
Le atravesé de parte á parte otra vez con mis miradas. Después me
ha contado que se quedó yerto. Ocurrióme decirle una cosa que le
desconcertó sobremanera, y fué esto:
--Bien, yo también soy amigo de Miquis; iremos juntos, te esperaré, y
después que consultes, saldremos, porque tengo que hablarte.
--No... pero... bueno... en fin, si usted quiere... ¿Tanta prisa
tiene?... vamos; no, no...


XXXVIII
¡Ah! ¡traidor embustero!

¡Tú eres, tú, pollo maldito, orador gomoso, niño bonito de todos
los demonios; tú eres, tú, el ladrón de mi esperanza; tú, el que
pérfidamente me ha tomado la delantera; tú, el que está ya de vuelta
cuando yo apenas he empezado á andar! Lo sospechaba; pero no lo creía:
ahora lo creo, lo siento, lo veo, y aún me parece que lo dudo. ¡Has
tronchado mi dicha, has cerrado mi camino, mozalvete infame, y te voy á
ahogar, sí, te ahogo...!
Esto que parece natural, en el estado de mi ánimo, y que encajaba á
maravilla en mi desolada situación, debí decirlo sin duda, acomodándome
á las conveniencias y tradiciones dramáticas del caso; pero no, no lo
dije. Al ver que con su aturdimiento confirmaba Manuel sus mentiras,
le traté con el mayor desprecio del mundo, diciéndole:
--No quiero molestarte. Ve solo...
Y seguí mi camino. Á los pocos pasos le sentí venir detrás de mí, y oí
su voz:
--Maestro, maestro...
--¿Qué quieres?
Esto pasaba en medio de la calle de Hortaleza, allí donde empalma con
ella la del Barquillo, y por poco nos coge á los dos el tranvía que
bajaba.
--¿Qué quieres?--repetí, cuando pasó el peligro.
--Me voy con usted... Tengo que decirle...
Tomóme el brazo con su amable confianza de otros días. Yo no pude menos
de exclamar:
--¡Hipócrita!...
--¿Por qué?...--me respondió con frescura.--Hablaremos... Yo sé dónde
ha estado usted hoy dos veces; primero por la mañana, después toda la
tarde.
¡Darle á conocer mi despecho, mi confusión, el estado tristísimo en que
me había puesto la evidencia adquirida recientemente...! imposible. Era
preciso afectar dos cosas: conocimiento completo del asunto, y poco
interés en él. Como Catón, cuando se desgarraba el vientre con las
uñas, padecí horriblemente al decirle:
--Eres un calavera, un libertino; mereces...
--Maestro, ha llegado la hora da la franqueza,--manifestó él con
desenvoltura.--¿Por quién ha sabido usted esto?
Y con afectada serenidad ¡Dios sabe lo que me costó afectarla! le
respondí:
--Necio; ¿por quién lo había de saber? Por ella misma.
--¡Ah! ya... Habíamos convenido en revelar á usted nuestro secreto.
Disputábamos sobre quién lo haría. Ella: «díselo tú.» Yo «tú debes
decírselo.»
Este tuteo, esta discusión en la intimidad amorosa me envenenaba la
sangre. Tragué mucha saliva para poder replicar:
--Ella ha tenido conmigo una confianza nobilísima, y me ha declarado lo
que yo sospechaba ya.
--Lo sospechaba usted... Es posible. Sin embargo, maestro, habíamos
tomado toda clase de precauciones para que nadie descubriera nuestro
secreto. Así es más sabroso...
--¡Mala cabeza!...
Tuve que hacer poderoso esfuerzo para no llenarle de vituperios...
Ardiente curiosidad se despertó en mí, y en vez de injurias, dirigíle
no sé cuántas interrogaciones... ¡Qué fúnebres y terribles fuísteis
apareciendo ante mí, noticias, antecedentes y detalles de aquel hecho!
Con temor os sospeché, con espanto os ví confirmados. Os oí en boca
del traidor, como versículos del _Dies iræ_, y á medida que íbais
formando el catafalco de mi juicio completo, mi alma se cubría de luto.
Tú, idea de cómo principió aquella novela de amor; tú, noticia de lo
que hicieron los muy pícaros para guardarla en profundo misterio; y
tú, en fin, imagen de la viva pasión de ella, os presentásteis á mi
espíritu como calaveras peladas y temerosas, ya espantándome con el
mirar profundo de vuestros huecos álveos, ya erizándome el cabello con
vuestro reir seco y roce de mandíbulas... En estas cosas llegábamos á
mi casa, entrábamos, subíamos. ¡Muerte y materialismo! Cuando Manuel
me dijo: «Está loca por mí,» yo apreté tan fuertemente el pasamanos de
hierro, que me pareció sentirlo ceder como blanda cera, entre mis dedos.
Y en mi cuarto miré á mi discípulo, que se había sentado en mi sillón,
como esperando que yo le hiciera más preguntas. Le ví como el más
odioso, como el más antipático, como el más aborrecible de los séres.
¡Arrojarle de mi casa...! No; esto me habría vendido, y yo quería
conservar mi máscara de invulnerabilidad... Pero sí, le arrojaría con
buenos modos.
--Manuel--le dije.--Esta noche tengo mucho que hacer... Un maldito
prólogo para esa traducción de Spencer... Tendré que velar... Te
suplico que no me distraigas, porque si empezamos á charlar, se nos irá
la noche tontamente.
--¿Va usted á trabajar después de comer?
--Es preciso.
--¿No sale usted?
--No...
--Pues le dejaré á usted solo... Para concluir, amigo Manso, con lo que
veníamos diciendo... esto traerá cola, quiero decir que esto no es un
pasajero accidente en mi vida; esto no es una aventura; esto es serio,
profundamente serio.
--De modo que también tú...--le pregunté sintiendo cierto alivio.
Se sujetó la cabeza con ambas manos, apoyando los codos en la mesa, y
miró un libro abierto que por casualidad estaba allí.
--También yo--murmuró,--estoy loco por ella.
Dió un gran suspiro. La luz iluminaba ampliamente su rostro, un tanto
pálido y excesivamente abatido.
--Es preciso declararlo todo, querido maestro. Voy á necesitar de
sus consejos, de su útil amistad. Esto, que al principio tomé por
pasatiempo, ha venido rodando, rodando, á ser la cosa más grave del
mundo... Tengo la conciencia alborotada, y la imaginación hecha un
volcán... Tengo que hablar de esto con mi madre...
--Harás bien.
Como de costumbre, el gato saltó á sus rodillas. Cuando se trata de
decir una cosa difícil, de esas que se resisten á venir á los labios,
nada es tan socorrido, nada ayuda tanto al premioso alumbramiento como
la operación maquinal de acariciar un gato. Manuel le daba pases y más
pases en el lomo, y el buen animalito, con el rabo tieso y los nervios
excitados, se subía por el brazo izquierdo de mi discípulo hasta
rozarle con su cuerpo la cara... Y yo, deseando disimular á todo trance
mi profundo interés en aquel negocio, sentía que el gato no hubiese
venido á jugar conmigo, porque también (creédmelo á pié juntillas) la
mejor ayuda para ocultar la agitación de nuestro ánimo es el mecánico
entretenimiento de hacer fiestas á un gato.
--Vea usted... maestro... Parece mentira cómo se van eslabonando las
cosas; cómo paso á paso, de tontería en tontería, se llega á lo que
parecía más lejano, más imposible...
No sabiendo qué hacer, me puse á hojear un libro, y después á revolver
papeles, haciendo como que buscaba un objeto perdido; y daba manotadas
sobre la mesa...
--Si me hallo más comprometido de lo que parece, maestro, la culpa la
tiene su hermano de usted. Por algo me fué este señor tan antipático
desde que usted me presentó en su casa...
--También tú tienes unas cosas...--gruñí, por aquello de que estar
completamente mudo no era propio de un buen disimular.
Cogí un papel, y como si éste fuera lo que buscaba, me puse á leerlo
con fingida atención. Era el prospecto de una zapatería, que no sé cómo
había ido allí.
--¡Su hermano de usted!... ¡qué punto! Entre él y la García Grande,
doña Cosa Atroz... ¿Usted sabe la que tenían armada los dos...?
--Hombre, sí--dije con murmurio, que más debía de parecer gemido.--Lo
sé... pero no se puede juzgar así de las intenciones...
--¿Cómo que no?... Á poco más la sitian por hambre... La suerte que
yo... Hace tres noches salí de mi casa decidido á armar el escándalo
H... Estaba fuera de mí, querido Manso; deseaba hacer cualquier
barbaridad....
--¡Drama, violencia!... la pasión juvenil...
Estas palabras sueltas y sin sentido salían de mí como burbujas de un
líquido que hierve. Mi semblante debía parecer una mascarilla de yeso;
pero yo me ponía delante el papelucho para que Manuel no me viera, y
por delante de mis ojos pasaban, cual bufones cojos, unos rengloncillos
diciendo: «botinas de _chagrín_, para señora, 54 reales,» ó cosa por el
estilo.
--Aquella noche llevé un revólver... Yo había comprado á Melchora, la
criada. Me metí en la casa... Me escondí... Si llega á presentarse su
hermano de usted... le mato...
Volví á mirar á Manuel, en cuyo rostro ví la decisión juvenil, el
brío del amor, y cuanto de poético y romancesco puede encerrar el
espíritu del hombre. Parecióme un caballero calderoniano con su espada,
chambergo y ropilla; y yo á su lado... ¡Oh! genios de la ilusión,
apartad la vista de mí, la figura más triste y desabrida del mundo.
--Pero mi hermano no fué...--dije.
--Le esperamos. Todos dormían. La noche estaba hermosísima. Callandito
salimos al balcón. ¡Qué noche, qué cielo estrellado! ¡qué silencio en
las alturas!... y luego las sombras entrecortadas de las calles, y el
roncar de Madrid, soñoliento, enroscándose en su suelo salpicado de
luces de gas... Maestro, hay momentos en la vida que...
Dí una vuelta sobre mí mismo, como veleta abofeteada por el viento...
Inclinéme para recoger un papel que no se había caido...
--Hay momentos, maestro... Parece mentira que toda la esencia de la
vida, Dios, la inmoralidad, la belleza, el mundo moral todo entero, la
idea pura, la forma acabada, quepan en un solo vaso y se puedan gustar
de un sorbo...
Se me presentaba ocasión de decir algo humorístico que aliviara mi
espíritu. Así lo hice, y de mi amargura brotó esta chanza:
--Metafísico estás... y poeta de redomilla...
Debí de reirme como los que suben al patíbulo. Y haciendo como que
me picaba horriblemente el cuello, me volví y me hice un ovillo para
aplacar con el roce de mis dedos la comezón. Creo que me hice sangre,
mientras Manuel decía:
--Á la mañana siguiente volví...
--¿Con revólver?...
--Se me olvidó llevarlo... La pasión me trastornaba el juicio. Ni
peligros, ni obstáculos veía yo...
Como una máquina de hablar, como el frío metal del teléfono que habla
lo que le apunta la electricidad, así dije yo: «Romeo y Julieta,» sin
saber de dónde me habían venido aquellas palabras, porque mi cerebro se
había quedado vacío.
--Estuve hasta la madrugada; todos dormían. Al escaparme, ya cuando
aclaraba el día, hice un poco de ruido, y salió doña Cándida gritando:
«¡ladrones!»
Esto lo oí desde mi alcoba, á donde fuí á buscar refugio, huyendo
de un vengativo impulso que brotó en mí... Casi rompo á gritar y
declaro... ¡Mengua insigne para mí vender un secreto que debe bajar
al sepulcro conmigo! Sudé gotas enormes, frías y pesadas como las del
Monte Olivete, y en la oscuridad de mi alcoba, donde seguí haciendo el
papel de que buscaba algo, me apabullé con mis propias manos, y grité
en silencio de agonía: «¡aniquílate, alma, antes que descubrirte!»
Creo que dí dos ó tres vueltas en la oscura habitación, y trascurrió
un espacio de tiempo en el cual no sé á punto fijo lo que hice, porque
positivamente perdí la razón y el conocimiento de mí mismo. Recuerdo
tan sólo vocablos sueltos, ideas incompletas que me escarbaban la
mente, y es probable que dijera: «ladrones... doña Cándida... no
encontrar fósforos...» ó bien otros disparates por el estilo.
Cuando recobré mi juicio, aparecí en el despacho, miré á Manuel...
Petra, mi ama de llaves, entraba en aquel momento...
--Travesuras de gravísimas consecuencias--dije con voz
campanuda.--Petra, la comida.
Manuel miró su reloj y yo miré el mío.
--Yo tengo las ocho y veinte; voy adelantado.
--Yo las ocho y siete... voy atrasado. ¿Quieres comer?
--Gracias. ¿Y qué me aconseja usted?
--La cosa es grave... Hay que pensarlo...
Sentí que me serenaba un tanto. Declaróme él entonces algo que no sé
si me fué agradable ó penoso en tan crítico momento. Mis ideas estaban
trastrocadas, mis sentimientos barajados en desorden; unas y otros
aparecían fuera de tiempo. La anarquía reinaba en mi espíritu, y mi
razón, hecha un ovillo, se escondía donde nadie podía encontrarla.
Alegréme de ver que Manuel tenía prisa; prometíle que hablaríamos del
mismo asunto otro día, y se fué...


XXXIX
Quedéme solo delante de mi sopa.

Y ví desfilar en ordenado tropel, por delante de mí, los garbanzos
redondos con su nariz de pico, y después una olorosa carne estofada, á
quien siguieron pasa de Málaga, bollo de no sé dónde y mostillo de no
sé qué parte. No puedo, al llegar aquí, ocultar un hecho que me pareció
entonces, y aún hoy me lo parece, rarísimo, fenomenal y extraordinario.
Bien quisiera yo, al contar que comí, aparecer conforme con lo que
es uso y costumbre en estos casos, es decir, pintarme desganado y con
más ánimos para vomitar el corazón que para comerme un garbanzo; pero
mi amor á la verdad me impone el deber de manifestar que tuve apetito,
y que comí como todos los días. Fuese porque almorcé poco ó por otra
causa, lo cierto es que hice honor á los platos. Bien se me alcanza
que esto resulta en contradicción con lo que afirman los autores más
graves que han hablado de cosas de amor, y aun los fisiólogos que han
estudiado el paralelismo de las funciones corporales con los fenómenos
afectivos, pero sea lo que quiera, como pasó lo cuento, y saque cada
cual las consecuencias que guste. Lo único que revelaba mi trastorno
era la distracción con que comí, y aquello de no saber lo que entraba
por mi boca. De donde deduzco que hay mucho que hablar sobre la parte
que toma el espíritu en la digestión. Punto y aparte.
En mi despacho pasé luego horas tristísimas y pesadas. Ni podía hallar
consuelo en la lectura, ni ningún autor, por grande que fuera, lograba
cautivar mi alma, apartándola de la contemplación de su desdicha.
Á ella se apegaba con ardiente fervor, como el fanático al dogma
que idolatra. Y no había medio de separarla. Si con esfuerzos de
imaginación lograba entretenerla un poco, llevándola engañada á otras
esferas, ella se escapaba bonitamente y por misteriosos caminos se
volvía á su objeto... Ya avanzada la noche, y cuando parecía que las
energías mismas del dolor se cansaban, entróme aplanamiento de nervios
y marasmo mental. Todo era entonces sensaciones fúnebres, ideas de
próxima muerte... Á la madrugada, excitado mi cerebro con la falta
de sueño, estas ideas de muerte llegaron á ser en mí verdadera manía
con su convicción correspondiente. Antojóseme que iba á amanecer
muerto, y me entretenía en considerar la sorpresa que recibirían mis
amigos al saber la triste nueva y el duelo que harían las personas que
verdaderamente me estimaban. ¡Y yo, tranquilo, observando este duelo y
aquella sorpresa desde el ámbito misterioso de la muerte! Figurábame
estar absolutamente ausente de todo lo conocido hasta ahora, pero
continuando conocedor de mí mismo en una esfera, región ó espacio
completamente privado de las propiedades generales de la física.
¡Meditación morbosa, fiebre del vacío, yo no sé lo que era aquello!...
Después pensaba en las frases que emplearían los periódicos para dar
cuenta de mi inopinado fallecimiento. Entre otras cosas, y después de
echarme ese incienso ordinario, corriente, de fórmula, y que parece
traido de la tienda, como el espliego que usa el vulgo, dirían poco
más ó menos: «Este triste suceso sorprendió tanto más á los amigos del
Sr. Manso, cuanto que éste se había dedicado el día anterior á sus
habituales ocupaciones en perfecto estado de salud, se había retirado á
su casa á la hora de costumbre, había comido con apetito...»
Nada, nada; el apetito que por desgracia tuve desentonaba el lúgubre
cuadro que mi fantasía trazaba en aquella hora de la madrugada,
propicia al delirio y á la fiebre. Sobre mi mesa se encontrarían
algunas cuartillas del prólogo á Spencer que había empezado á
escribir... Mis panegiristas llamarían á aquel incompleto escrito _el
canto del cisne_... Cuando pensaba en esto, cuando pensaba también que
se celebraría en mi honor una velada literaria con versos y discursos,
me entraban vivas ganas de no morirme, ó de resucitar, si es que ya
muerto estaba, para que no se exhibieran y dieran lustre á costa mía
Sainz del Bardal y los demás poetillas, oradorzuelos y muñidores de
veladas... Nada, nada, ¡á vivir!
Con estas cosas me dormí profundamente. ¡Bendito sueño, y cómo reparó
mis fuerzas físicas y morales, y cómo templó todo lo que en mí estaba
destemplado, y qué equilibrios restableció, y qué frescura y aplomo
concedió á mi sér todo! Levantéme algo tarde, pero sintiendo en mi
cabeza despejo, lucidez, y mucha energía moral. Usando una figura de
género místico y muy bella, aunque algo gastada por el uso de tantas
manos de poetas y teólogos, diré que algún angel había descendido á mí
y consoládome durante mi sueño. Y, no obstante, yo no recordaba haber
soñado nada... Si acaso, si acaso, tuve ligerísima sensación de que se
celebraban veladas en honor mío.
La energía moral, cierta robustez hercúlea que advertí en mi conciencia
dábanme fuerzas físicas, agilidad, actividad... Fuí á clase; tenía
deseos de explicar, y subí á mi cátedra con secreta confianza en que
lo haría bastante bien. Ideas mil, vigorosas y claras, acudían á mi
mente, como disputándose la primacía de la exteriorización. Bien, bien.
Quisiera conservar lo que expliqué aquel día. Me sentí fecundo y con
una facilidad de expresión que me causaba asombro.
--«El hombre es un microcosmos. Su naturaleza contiene en admirable
compendio todo el organismo del universo en sus variados órdenes...
»Y no sólo en el desarrollo total de la vida demuestra el hombre ser
como una reducción ó esbozo del universo, sino que á veces se ve
palpablemente esto en un acto solo, en uno de esos actos que ocurren
diariamente y que por su aparente insignificancia apenas merecen
atención...
»Existe perfecta unión entre la sociedad y la filosofía. El filósofo
actúa constantemente en la sociedad, y la metafísica es el aire moral
que respiran los espíritus sin conocerlo, como los pulmones respiran el
atmosférico.
»Á veces el hecho aislado, corriente, ofrece, bien analizado, un
reflejo de la síntesis universal, como cualquier espejillo retrata toda
la grandeza del cielo.
»El filósofo actúa en la sociedad de un modo misterioso. Es el
maquinista interior y recatado de este gran escenario. Su misión es el
trabajo constante en la investigación de la verdad.
»El filósofo descubre la verdad; pero no goza de ella. El Cristo es la
imagen augusta y eterna de la filosofía, que sufre persecución y muere,
aunque sólo por tres días, para resucitar luego y seguir consagrada al
gobierno del mundo.
»El hombre de pensamiento descubre la verdad; pero quien goza de ella
y utiliza sus celestiales dones es el hombre de acción, el hombre de
mundo, que vive en las particularidades, en las contingencias y en el
ajetreo de los hechos comunes.
»Considerada en su conjunto y unidad, la filosofía es el triunfo lento
ó rápido de la razón sobre el mal y la ignorancia.
»Al fin, lo que debe ser es. La razón de las cosas triunfa de todo.
»Desde su oscuro retiro, el sacerdote de la razón, privado de los
encantos de la vida y de la juventud, lo gobierna todo con fuerza
secreta. Él sabe ceder al hombre de mundo, al frívolo, al perezoso
de espíritu las riquezas superficiales y transitorias, y se queda en
posesión de lo eterno y profundo. Se halla colocado entre dos esferas
igualmente grandes: el mundo exterior y su conciencia.
»La conciencia es creadora, atemperante y reparadora. Si se la compara
á un árbol, debe decirse que da flores preciosísimas, cuya fragancia
trasciende á todo lo exterior. Sus frutos no son la desabrida poma del
egoismo, sino un rico manjar que se reparte á todo el que tiene hambre.
»Estas flores y frutos suplen en la sociedad la falta de un principio
de organización. Porque la sociedad actual sufre el mal del
individualismo. No hay síntesis. La total ruina vendría pronto si no
existiese el principio reconstructivo y vigilante de la conciencia...»
Y tanto hablé que concluí por sufrir ligero aturdimiento. Observé
que algunos chicos bostezaban; pero otros me oían con gran atención.
Algunos de estos pedantuelos que todo lo quieren saber en un día y que
son harto pegajosos y marean al profesor con preguntillas, me dijeron
al salir que no habían entendido bien; á lo que respondí, entre bromas
y veras, que ya lo irían entendiendo á fuerza de cardenales, si eran
escogidos, y si no, que muy bien se podían pasar sin entenderlo.
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