El amigo Manso - 16

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Llamaba yo escogidos á los que tienen la piel delicada para apreciar
bien los palmetazos, pellizcos y carrilladas que da el grande y próvido
maestro de escuela, pues á los señores que tienen sus almas forradas
con cuero semejante al del rinoceronte, ni con disciplinas les entra
una sola letra.


XL
Mentira, mentira.

Dígolo porque ahora trae mi narración unas cosas tan estupendas, que
no las va á creer nadie. Y no porque en ellas entre ni un adarme
de ingrediente maravilloso, ni tenga el artificio más parte que
la necesaria para presentar agradable y bien ataviada la verdad,
sino porque ésta, haciéndose tan juguetona como la loca de la casa,
dispuso una serie de acontecimientos aparentemente contrarios á las
propias leyes de ella, de la misma verdad, con lo que padecí nuevas
confusiones. Empezó la fiesta por aquello de tener apetito fuera de
sazón, contraviniendo todo lo que ordenan la idealidad, la finura en
cosas de comer y hasta el buen gusto; después vino lo de volverme yo
elocuente en mi cátedra; luego pasó una cosa muy rara: Doña Javiera
se me presentó en mi casa á decirme que había roto toda clase de
relaciones con aquel marido provisional y temporero que llamaban
Ponce. Era, según ella decía, hombre ordinario, gastador, vicioso.
Tiempo había que la señora estaba harta de él, y al fin todo acabó.
Arrepentidísima de aquella larga distracción de mal género, la señora
pensaba hacerla olvidar con una vida arregladísima, de intachables
apariencias. El porvenir de su hijo, que entraba en el mundo rodeado de
esperanzas, lo exigía así. Ya la carnicería había sido traspasada, y
tal es la fuerza reparatriz del olvido, que áun la misma doña Javiera
no se acordaba de haber pesado chuletas en su vida. El mundo y las
relaciones hacían lo mismo. No hay cosa que tan pronto entre en la
historia como un pasado mercantil que al huir ha dejado dinero. Yo
observé en mi amiga visibles esfuerzos por plegar la boca, hablar
bajito, escoger vocablos finos y evitar un dejo demasiado popular. Su
vestido respondía bien á este plan de regeneración, que había empezado
por tormento de lengua y gimnasia de laringe. Todo ello me parecía muy
bien. La señora, sumamente expansiva conmigo, me dijo que parte de su
capital había sido empleado en comprar una casa, hermosa finca, allá
por los holgados barrios próximos al Retiro. Se reservaba el principal
y las cocheras, y alquilaría lo demás. Yo le daría un disgusto si no
aceptaba un tercerito muy mono que me destinaba, y que me alquilaría en
el mismo precio del de la calle del Espíritu Santo.
--Gracias, muchas gracias... no sé cómo pagar...
La señora tenía algo más que decirme. Aquellos días, encontrándose muy
sola, se había entretenido en hacer pantallas de plumas, cosa bonita y
vistosa, y tenía el gusto de ofrecerme una.
--¡Oh! gracias, gracias. Está preciosísima... Vaya que tiene usted unas
manos...
Aún había más. La señora, sentándose confiadamente en mi sillón,
frente al estante coronado de padrotes, me manifestó que no tenía
límites el agradecimiento que hacia mí sentía por haber abierto á su
hijo con mi enseñanza la brillante senda...
--Señora... por Dios... yo... No hable usted más...
Y no parecía sino que cuantos conocían á Manuel se disputaban
el enaltecerle y abrirle paso. Ni la misma envidia, con ser tan
poderosa, podía nada contra él. Se lo disputaban todas las academias y
corporaciones; en lo sucesivo no habría velada que no contara con él
para su completo lucimiento, y ya se hablaba de dispensarle la edad
para admitirle en el Congreso. Pez y Cimarra le habían ofrecido un
distrito; era seguro que Manuel sería pronto un orador parlamentario
_de p_ y _p_ y _doble h_, y al cabo de algunos años ministro. La señora
pensaba poner su nueva casa en altísimo pié de elegancia y lujo,
porque...
--Ya puede usted figurarse, amigo Manso, que mi hijo tendrá que dar
tés, y el mejor día se me casa con alguna hija de un título... Á mí
no me gustan oropeles, ni sirvo para hacer el _randibú_; como soy tan
llanota... pero no tendré más remedio que violentarme para que mi hijo
no desmerezca.
Todo me parecía muy bien, incluso la persona de doña Javiera, que
estaba, como dicen los revisteros de salones hablando de las damas
entradas en edad, más hermosa cada día. Allí era cierta la hipérbole.
Por doña Javiera parecía que no pasaban años, y los que pasaban, eran
seguramente años negativos que iban marchando al revés de los años de
todo el mundo, y la aproximaban á la juventud.
La señora, que no acababa nunca de exponerme sus confianzas, dióme el
encargo de explorar á Manuel para ver si se descubría el motivo de que
anduviera tan ensimismado por aquellos días, de que pasara fuera de
casa gran parte de la noche, cuando no toda ella, y de sus melancolías,
inapetencia y desabrimiento de caracter.
--Por supuesto, á mí no me la da... Esto es enamoramiento, ó soy tan
pava que no entiendo... Me han dicho que en la casa de su hermano de
usted y en otras á donde ha ido mi Manolo, todas las pollas se morían
por él, empezando por las hijas de los duques y marqueses...
Todavía le quedaba á mi vecina algo que decir; y era que cualquier cosa
que se me ofreciese...
--No tiene usted más que mandarme un recadito. La verdad es, amigo
Manso, que está usted muy mal servido. Esa Petra es buena mujer, pero
muy tosca, y no le cabe en la cabeza la casa de un caballero. Usted
necesita mejor servicio, otro tren, otro... no sé si me explico.
--Señora, mis medios...
--Qué medios, ni medios... Usted merece más; un hombre tan notable, una
gloria del país no debe vivir así...
Y temiendo sin duda ir demasiado lejos en su delicado y solícito
interés por mí, se retiró, después de convidarme á comer para el día
siguiente, que era domingo.
Esto que he referido entra en la lista de las cosas que entonces me
parecieron tan inverosímiles como mi apetito de la noche anterior;
pero aún hubo otro fenómeno más raro, y fué que en casa de José
encontré á éste y á Manuela partiendo un piñón. Creeríase ¡Dios del
cielo! que ni la más ligera nube había empañado nunca el sol de la
concordia entre marido y mujer. Ella estaba alegre, él festivo, aunque
me pareció observarle receloso y como en espectativa, bajo aquel
capisayo de jovialidad. Á mí me trató con una dulzura que nunca había
empleado conmigo. Corrió á cerrar una puerta por temor á que con el
aire que violentamente entraba me constipase. Aquel día todo era
plácemes. El ama se portaba bien. El médico de la familia la declaraba
excelente lechera, y aunque el familión continuaba en la casa viviendo
á mesa y mantel, todavía no había ocurrido ningún disgusto. Ocupadas en
vestir á Robustiana con la librea de pasiega, las tres damas no hacían
más que revolver telas, escoger galones y disputar sobre si sería azul
ó encarnado. De cualquier modo que fuese, mi adquisición había de
asemejarse mucho, luego que la vistieran, á la engalanada vaca que ha
obtenido el primer premio en la Exposición de ganados.
En un momento que estuvimos solos, díjome Lica:
--No sé qué le ha pasado á José María que está hecho un guante conmigo.
Todo es «mi mujercita por aquí y por allá.» Ahora quiere que hagamos
viaje á Paris. Mira, no me alegro de hacerlo sino por traerte algún
regalo, por ejemplo, un ajuar completo de tocador de hombre, como uno
que he visto ayer, en que todas las piezas tienen pintado el cuerno de
la abundancia... No sé, no sé, algún buen angel ha tocado el corazón
á José María. ¡Qué complaciente, qué amable! Pero no me fío, y siempre
estoy en ascuas cuando le veo tan _cambambero_...
Después de tal inverosimilitud, viene la más grande y fenomenal de
todas las de aquel día. Esta sí que es gorda. Estoy seguro que nadie
que me lea tendrá tragaderas bastante grandes para ella; pero yo la
digo, y protesto de la verdad de su mentira con toda mi energía.
Pásmese el que aún tenga fuerzas para pasmarse. El absurdo es que aquel
día doña Cándida me sacó dinero. ¡Se comprende que su peregrino cacúmen
hallara trazas y su audacia valor para pedírmelo; pero que yo se lo
diera!... ¡Si me resistía yo mismo á creerlo, aunque me lo comprobaban
con su elocuente vaciedad mis apurados bolsillos!... Ello fué, no sé
cómo, una emboscada, un lazo, un secuestro. Las circunstancias hicieron
gran parte, mi debilidad lo demás. Renuncio á detallar el hecho con
pormenores que suplirá el buen juicio de los que al leer se espeluznen
considerando que pueden verse en trotes semejantes.
Al retirarme la noche anterior, la noche fatal, prometí volver. No
lo hice, porque después de las confianzas de Peña me había entrado
cierta repugnancia de aquella casa y de sus habitadores. Fuí cuando
fuí, por un vivo ímpetu de mi conciencia. Padecí mucho cuando se me
presentó Irene, cuya vista renovó en mí las turbaciones pasadas: pero
ya entonces tenía yo en mi espíritu fuerza poderosa con que ocultarlas.
Ella estaba completamente desmejorada, repuesta ya de la fiebre, pero
sufriendo sus efectos, y yo me preguntaba confuso: ¿La debilidad
y la pena aumentan su belleza, ó la destruyen casi por completo?
¿Está interesantísima, tal como el convencionalismo plástico exige,
ó completamente despoetizada? El desquiciamiento que había en mí era
causa de que por momentos la viese en el primer concepto, por momentos
en el segundo. Cuando me saludó, su voz temblaba tanto, que casi no
entendí lo que me dijo. Vergonzosa y cohibida, se sentó junto á mí
y se puso á revolver una cesta de costura mientras yo me informaba
de si había subido Miquis y de lo que había prescrito. Doña Cándida
caracoleaba junto á los dos, ferozmente amable. Con la frescura que tan
bien cuadraba contra ella, le dije:
--Ahora me va usted á hacer el favor de dejarnos solos á Irene y á mí,
que tenemos que hablar. Estése usted por ahí fuera todo el tiempo que
guste; cuanto más mejor.
--¡Qué cosas tienes!... abur, abur. No quieres estorbos...
Y se fué riendo. Irene y yo nos quedamos solos en el gabinetito donde
había muchas cosas en desorden, y otras como arrinconadas en forma
condenatoria. Miré todo aquello; después, alzando los ojos á la
vidriera del balcón, ví un canario en bonita y pintoresca jaula.
--Ese es obsequio especial de D. José á mi tía--me dijo Irene, buscando
en la conversación corriente un fácil medio de hablar sin turbarse.
--¿Y usted, qué tal se encuentra?--le pregunté, como hacen estas
preguntas los médicos.
--Regular... perfectamente...
--¿Cómo entendemos eso? ¡Regular y perfectamente!
--Es bonito este canario... si lo oyera usted cantar...
--Como si lo oyera... Á quien quiero oir cantar es á usted... Si usted
me hiciera el favor de sentarse en esa butaca y contestarme á dos ó
tres preguntas...
--Ahora mismo, amigo Manso... Déjeme usted buscar una cosa que estaba
cosiendo para mi tía. Es una bata que deshizo y volvió á armar, y luego
desbarató para hacerla de nuevo. Esta es la tercera edición de la bata.
Aguarde usted... aquí tengo ya mi costura.


XLI
La pícara se sentó con la espalda á la luz.

Había entornado las maderas del balcón para atenuar la viva claridad
del día, y de esta manera su rostro estaba en sombra. Todos estos
procedimientos denotaban su práctica en el arte del disimulo.
--Vamos á ver: ¿cuándo vió usted por primera vez á Manuel Peña?
Inclinado el rostro sobre la costura, yo no podía verla bien mientras
me contestaba con humilde voz de escolar:
--Una noche, cuando entró con usted en el comedor á tomar un refresco...
--¿Habló él con usted en aquellos días?
--No, señor... Una tarde... yo entraba del paseo con las niñas, él
salía, bajaba la escalera... No sé cómo tropecé y caí.
--Una tarde... Y yo, ¿dónde estaba esa tarde?
--Se había quedado usted en el portal, hablando con un catedrático,
amigo suyo.
--Y poco más ó menos, ¿cuándo ocurrió eso?
--Antes de Navidad... Después le ví otra vez que salí con Ruperto. El
me siguió, empeñándose en hablar conmigo. Me dijo muchas tonterías. Yo
iba tan sofocada; no sabía qué hacer... Al día siguiente...
--Le escribió á usted una carta, que debía de ser larga. Se la mandó á
usted con la mulata. ¡Estas razas mezcladas son terribles!... Á media
noche usted leyó la carta, encerrada en su cuarto...
--Es cierto--respondió, sin levantar los ojos de su costura.--¿Cómo lo
sabe usted?
--Y otras noches también pasó usted largas horas leyendo cartas de
Manuel y contestándolas. Se acostaba usted muy tarde...
Tardó mucho la contestación, que fué un humilde «sí, señor.»
--Y en las noches de gran reunión solían ustedes verse á escape en el
pasillo, por algunas partes no bien alumbrado...
Con leve sonrisa me contestó afirmativamente. Y vedme ahí convertido
en el hombre más bondadoso y paternal del mundo, como esos viejos
componedores que salen en añejas comedias, y cuya exclusiva misión
es echar bendiciones y arreglar á todo el mundo. Sin saber bien qué
razones espirituales me llevaban al desempeño de este papel, me dejé
mover de mi bondad, y le dije:
--Se trata aquí de un buen amigo mío y discípulo á quien quiero mucho;
pero no le perdono el secreto que ha guardado en esto. Quizás haya
sido usted la más empeñada en rodear de sombras sus amores... Es usted
muy secretera. Hace tiempo que lo he conocido. No he sido engañado por
completo. Yo observaba en usted los síntomas del trastorno, y tenía
por seguro que en su vida había algo más de lo que constituye la vida
ordinaria. Y para prueba de que no me engañó la maestra, voy á ayudarla
en su confesión, como hacen los curas viejos con los chicos tímidos
que por primera vez van al confesonario. Usted vió á Manuel, que es
de los chicos más simpáticos que pueden ofrecerse á la contemplación
de una joven apasionada. Ambos se agradaron, se ofrecieron con mutuo
placer el regalo de las miradas, se comunicaron después por cartas,
y en este comercio epistolar en que se cambia alma por alma, la de
usted, que es la de que ahora tratamos, se fué empapando en ese rocío
de dulzura ideal que desciende del cielo... No dirá usted que no estoy
poético. Sigo adelante. Las cartas, algún diálogo corto, y por lo corto
más intenso; las miradas furtivas, por lo escasas más fulminantes,
iban sosteniendo en ambos la pasión primera, en la cual, quiero y
debo reconocerlo, todo era ternura, honestidad, nobleza, los fines
más puros y legítimos del alma humana... Las cualidades de Manuel
debían producir en usted efectos de otro orden, porque siendo él un
joven de gran porvenir, y que ya ocupa excelente posición en el mundo,
usted debía de sentir halagado su amor propio, debía de sentir además
algún estímulo de ambición... ¿por qué no declararlo francamente? La
enamorada gustaría de encuadrar sus sueños amorosos dentro de un marco
de positivismo... así, así, como suena... las cosas claritas... y
añadir á lo ideal una cosa extremadamente hermosa también, cual es ser
la mujer de un hombre notable, rico y rodeado de preeminencias mundanas.
La ví acercar más la cabeza á la costura, acercarla tanto que casi se
iba á meter la aguja por los ojos. De éstos se deslizó una lágrima
que fué á refrescar la sétima edición de la bata de Calígula. Ni una
palabra dijo Irene; mas con su silencio yo me envalentonaba, y seguí:
--Todavía su espíritu de usted no había adquirido fijeza; amaba, pero
sin llegar á ese afecto exaltado que no admite contradicción, y que
suele proponerse el dilema de la victoria ó la muerte. Pasaban días, y
con las cartitas, las miradas y alguna que otra palabreja se alimentaba
esa pasión, sin llegar á mayores. Pero había de llegar la crísis, el
momento en que usted perdiera la chaveta, como se suele decir, y esa
crísis, ese momento vinieron con la velada, aquella famosa noche en
que vió usted á su ídolo rodeado de todo el prestigio de su talento,
bañado en luz de gloria... Aquella noche firmó Manuel su pacto con la
suerte, abrió de par en par las puertas de su brillante porvenir...
¡Qué hermosura, Irene, qué dicha infinita suponerse unida para siempre
al héroe de aquella fiesta, al orador insigne, al que ha de ser pronto
diputado, ministro...!
Esta vez herí tan en lo vivo, que no fué una lágrima, sino un torrente
lo que bajó á inundar la metamorfoseada bata. Irene se llevó el pañuelo
á los ojos, y con voz de ahogo me dijo:
--Sabe usted... más que Dios...
--Quedamos en que aquella noche perdió usted la chaveta--añadí
bromeando.--Sigamos ahora. Desde aquel momento le entró á mi amiga el
desasosiego de un querer ya indomable y abrumador. Su alma aspiraba ya
con sed furiosa á la satisfacción de su ardiente anhelo. La persona
querida se salía ya de los términos de persona humana para ser criatura
sobrenatural. Se interesaban igualmente su corazón de usted, su mente,
su fantasía proyectista. Manuel era el angel de sus sueños, el marido
rico y célebre... Me parece que me explico... Parece que estoy leyendo
un libro, y sin embargo, no hago más que generalizar... Paciencia,
y hablaré un momento más. Entonces nació en usted el deseo de salir
de la casa de mi hermano... ¿Me equivoco? Usted necesitaba resolver
pronto el problema de su destino. Manuel se declararía más amante
después de la velada, y probablemente incitaría á su amada á procurarse
independencia. Usted se sintió con bríos de actividad. Su instinto de
mujer, su corazón, su talento no le permitían un triste papel pasivo.
Era preciso dar algunos pasos y alargar la mano para coger los tesoros
que ofrecía la Providencia... Pero ahora tenemos una cosa muy singular.
¿Es la Providencia ó el Demonio quien, permitiendo la trampa armada
por mi hermano, le facilita á usted lo que ardientemente desea, que
es salir de la casa, adquirir libertad y comunicarse fácilmente con
Manuel? Al fin y al cabo, los dos deben tener cierto agradecimiento
á José María, que puso esta casa, y á doña Cándida, que trajo aquí
á su sobrina para repetir confabulados el pasaje de las tentaciones
de San Antón. Usted vino á la ratonera sin sospechar lo que había en
ella; usted también creyó la patraña de que mi cínife había variado
de fortuna... Bueno: consigue usted su objeto; se pone al habla con
Manuel, que soborna á la criada, y se mete aquí. Las sugestiones de mi
hermano producen momentánea contrariedad. Para vencerla me llama usted
á mí. Intervengo. Quito de en medio el gran estorbo. Manuel, entre
bastidores, triunfa en toda la línea. ¿Y ahora qué queda por hacer?
Manuel y usted han de decidirlo.
Esto último que dije lo dije á gritos, porque el canario empezó á
cantar tan fuerte que mi voz apenas se oía. Ella se levantó alterada;
no sabía qué hacer... Volvióse al pájaro, le mandó callar, y viendo que
no obedecía, me dijo:
--No callará mientras no cierre el balcón.
Y diciéndolo, entornó tanto las maderas, que nos quedamos casi á
oscuras. Lo que quería la muy pícara era estar en penumbra para que no
se le viera la alteración ruborosa de su semblante... En vez de volver
á tomar la costura, que era tan sólo un pretexto para no mirarme de
frente, sentóse en una banqueta que en el ángulo de la pieza estaba, y
siguió el lloriqueo.
No quise hacerle por el momento más preguntas. Mi procedimiento
de confesión interrogatoria y deductiva no podía ser empleado
delicadamente en lo que aún restaba por declarar. En realidad, nada
estaba ya oculto, y yo veía tan clara la historia toda, cual si
la hubiese leido en un libro. La historia tenía un final triste y
embrollado; mejor dicho, no tenía final, y estaba como los pleitos
pendientes de sentencia. Esta podía ser feliz ó atrozmente desdichada.
¿Me correspondía intervenir en ella, ó, por el contrario, debería
yo evadirme lindamente dejando que los criminales se arreglaran como
pudieran?... ¡Pobre Manso! ó yo no entendía nada de penas humanas, ó
Irene esperaba de mí no sé qué salvador y providencial auxilio. Mucho
tiempo pasó hasta el momento en que me dijo, sin dejar de llorar:
--Usted lo sabe todo... Parece que adivina...
Este descomedido elogio me llevó á hacer una observación sobre mí
mismo. No quiero guardármela, porque es de mucho interés, y quizás
sirva de explicación á aparentes contradicciones de mi vida. Yo,
que tan torpe había sido en aquel asunto de Irene, cuando ante mí
no tenía más que hechos particulares y aislados, acababa de mostrar
gran perspicacia escudriñando y apreciando aquellos mismos hechos
desde la altura de la generalización. No supe conocer sino por vagas
sospechas lo que pasaba entre Irene y mi discípulo, y en cambio, desde
que tuve noticia cierta de una sola parte de aquel sucedido, lo ví y
comprendí todo hasta en sus últimos detalles, y pude presentar á Irene
un cuadro de sus propios sentimientos y áun denunciarle sus propios
secretos. Aquella falta de habilidad mundana y esta sobra de destreza
generalizadora, provienen de la diferencia que hay entre mi razón
práctica y mi razón pura; la una incapaz, como facultad de persona
alejada del vivir activo, la otra expeditísima como don cultivado en
el estudio. Todo lo que dije á Irene al confesarla, y que tanto la
pasmó, fué dicho en teoría, fundándome en conocimientos académicos
del espíritu humano. ¡Ella me llamaba adivino, cuando en realidad
no mostraba más que memoria y aprovechamiento! ¡Bonito espíritu de
adivinación tenía este triste pensador de cosas pensadas antes por
otros; este teórico que con sus sutilezas, sus métodos y sus timideces
había estado haciendo charadas ideológicas alrededor de su ídolo,
mientras el sér verdaderamente humano, desordenado en su espíritu,
voluntarioso en sus afectos, desconocedor del método, pero dotado del
instinto de los hechos, de corazón valeroso y alientos dramáticos,
se iba derecho al objeto y lo acometía!... Ved en mí al estratégico
de gabinete que en su vida ha olido la pólvora y que se consagra con
metódica pachorra á estudiar las paralelas de la plaza que se propone
tomar; y ved en Peñita al soldado raso que jamás ha cogido un libro
de arte, y mientras el otro calcula, se lanza él espada en mano á la
plaza, y la asalta y toma á degüello... Esto es de lo más triste...
Sacóme de mis reflexiones Irene, que dejó de llorar para obsequiarme
con nuevas lisonjas. Hélas aquí:
--Usted no tiene precio... Es la persona mejor del mundo... Manuel le
respeta á usted tanto, que para él no hay autoridad como la del amigo
Manso... Si ahora le dice usted que es de noche se lo creerá. No hace
más que lo que usted le mande.
«Te veo venir, palomita--pensé sonriendo en mi interior.--Ahora
quieres que yo te case... Temes, y lo temes con razón, que haya
inconvenientes... Primero: doña Javiera se opondrá; segundo: el mismo
Manuel... (estos soldados rasos son así...) después de su triunfo y
de haber tomado la plaza con tanto brío, no tendrá gran empeño en
conservarla. Es de la escuela de Bonaparte... Veo, Irenita, que no
pierdes ripio... ¿Con que yo mediador, yo diplomático, yo componedor y
casamentero...? Es lo que me faltaba.»
Díjele esto en espíritu, que es como se dicen ciertas cosas. Y en aquel
punto parecióme oir ruido en la puerta que á la sala daba. Otra prueba
de mis facultades adivinatorias. Doña Cándida estaba tras las frágiles
maderas, oyendo lo que decíamos. Para cerciorarme, abrí la puerta.
Desconcertada al verse sorprendida, la señora hizo como que limpiaba la
puerta con un gran zorro que en la mano traía.
--Hoy sí que no te nos escapas, Máximo--me dijo.
--Pues qué, señora, ¿me va usted á enjaular?
--No; es que hoy tienes que quedarte á comer con nosotras.
Desde el rincón en que estaba, Irene me hizo señales afirmativas con la
cabeza.
--Bueno--respondí.
--No tendrás las cosas ricas de tu casa... Dime, ¿te gustan los
pichones? Porque tengo pichones.
--Á mí me gusta todo.
--Ayer me han regalado una anguila, ¿te gusta?
--¿Qué más anguila que usted?
No; esto también lo dije en espíritu... Luego se tocó el bolsillo,
donde sonaban muchas llaves. Yo temblé como la espiga en el tallo.
--Tengo que salir á buscar algunas cosas... Mira, Irene te va á hacer
un pastel que á tí te gusta mucho.
Miré á Irene, que se apretaba la boca con el pañuelo, muerta de risa,
y con las lágrimas corriendo todavía por sus pálidas mejillas. ¡Pastel
de risa y llanto, qué amargo eras!


XLII
¡Qué amargo!

--Yo tengo que salir. Melchora vendrá pronto--dijo Calígula
entrando.--¿Pero qué tienes, niña? ¿por qué lloras? ¿La has reñido,
Máximo?... Nada, nada, tonterías. Vete á la cocina y te distraerás.
¿Harás el pastel? Mira, Máximo te ayudará, que de todo entiende...
¿Sabes lo que puedes hacer también? Sacar la vajilla, mantel,
servilletas; ahí está todo en el baul grande. Toma las llaves.
Distráete, tonta, ¿qué es eso? ¡Ay Máximo, en diciendo que vienes
tú aquí, esta joven filosófica se desconcierta!... Por supuesto,
Máximo, que á tí no te gusta el cocido. Te voy á dar de comer á la
francesa. ¡Verás qué bien! una cosa atroz... Oye, Irene, la lumbre
está encendida. Todo va á ser frito, asado, y nada de cazuela ni
guisotes. Vamos, que ya quedará acostumbrado el mocito para volver otro
día. Abur, abur. Cuidado, Irene, que al volver me lo encuentre todo
arreglado.
--¡Qué cosas tiene mi tía!--me dijo Irene cuando nos quedamos
solos.--Le va á matar á usted de hambre. Aquí no hay nada, ni
tenedores... Eso que mi tía llama la vajilla son unos cuantos platos
desiguales que aún están en los baules. ¡El comedor! Falta que haya
mesa para los tres. Hasta ahora hemos comido en un veladorcito de
hierro que tiene una pata menos y hay que calzarlo con una caja de
galletas... Se va usted á divertir... Le juro á usted que yo preferiría
mil veces comer el rancho de un hospicio á vivir más tiempo con mi tía.
No olvidaré nunca la expresión de antipatía, de horror, de asco que ví
en su semblante.
--Pues usted ha venido aquí por su gusto... Vuelvo á mi tema.
--Sí; pero creí venir de paso--me respondió con una decisión que me
parecía nueva en ella.--Vine como se va á una estación de ferrocarril
para tomar el tren.
Y luego arrogante, altiva, como no la había visto nunca, revelándome
una energía que me pasmó, me dijo:
--Créalo usted, pronto saldré de aquí, ó casada ó muerta.
Me dejó frío...
--Pero, en fin, Irene, será preciso que nos resolvamos á ayudar á doña
Cándida. Si no, es fácil que al levantarnos de la mesa, tengamos que ir
á comer á una fonda.
Echóse á reir. Hízome seña de que la siguiera. Me enseñó el comedor,
que era una pieza digna del mayor estudio. Viejo estante de libros sin
cristales y con cortinillas verdes hacía de aparador; pero no se vaya á
creer que allí estaba la vajilla, á no ser que por tal se conceptuaran
dos avecillas disecadas, dos tinteros de cobre, una cabeza de palo
semejante á las que usan los peluqueros para exhibir sus trabajos, un
perro de porcelana, dos ó tres platos de dudoso mérito, una zapatilla
mora, un puño de espada, una ratonera y otras baratijas, que eran lo
que la señora no había podido vender de sus antiguos ajuares.
--Este es el museo de mi tía--dijo Irene burlándose.--Ahora, explaye
usted sus miradas por esta suntuosa _salle à manger_. Ella dice que es
del gusto de la _renaissance_ por esas dos arquitas talladas que tiene
ahí, y por aquel cuadro de la cacería. Ambas cosas se hallan en tal mal
estado, que nada ha podido sacar por ellas... Vea qué estilo nuevo de
mueblaje. Es moda vieja esa de sentarse en sillas para comer. Aquí nos
sentamos en baules y cajas, y ponemos la mesa, ¿dónde dirá usted?... En
días de gran ceremonia, sobre el veladorcillo que se trae del gabinete;
en días comunes, sobre una tabla que se coloca encima de los brazos
de aquel sillón. Hoy es día de demasiada suntuosidad, y voy á traer
la mesa de la cocina. No tema usted que haga falta allí: la cocina
funciona poco en esta casa, y hoy me parece que harán el gasto los
fiambres. Esto está montado á la alta escuela, amigo Manso... Aprenda
usted para cuando se case...
Bien comprendía yo el horror de Irene á la casa de su tía, y aquella
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