El amigo Manso - 11

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tanto abanico me distraían. En uno de los proscenios bajos había una
bendita señora cuyo abanico, de colosal tamaño, se cerraba y se abría
á cada momento con rasgueo impertinente. Parecía que me subrayaba
algunas frases ó que se reía de mí con carcajadas de trapo. ¡Maldito
comentario! En el momento de concluir una frase, cuando yo la soltaba
redonda y bien cortada, sonaba aquel ras que me ponía los nervios como
alambres... Pero no había más remedio que tener paciencia y seguir
adelante, porque yo no podía decirle á aquella dama, como á un alumno
de mi clase, «haga usted el favor de no enredar...»
Y seguí, seguí. Un miembro tras otro, frase sobre frase, el discursito
iba saliendo, limpio, claro, correcto, con aquella facilidad que me
había costado tanto trabajo. Iba saliendo, sí señor, y no á disgusto
mío, y á medida que lo iba pronunciando, mi facultad crítica decía: «no
voy mal, no señor. Me estoy gustando, adelante...»
¿Qué diré de mi discurso? Copiarlo aquí sería impertinente. Una de
las muchas Revistas que tenemos y que se distinguen por su vano empeño
de hacer suscripciones, lo publicó íntegro, y allí puede verlo el
curioso. No ofrecía gran novedad, no contenía ningún pensamiento de
primer orden. Era una disertación breve y sencilla, á propósito para
esto que llaman público, que es, como si dijéramos, una reunión de
muchos, de cuya suma resulta un _nadie_. Todo se reducía á unas cuantas
consideraciones sobre la indigencia, sus causas, sus relaciones con
la ley, las costumbres y la industria. Luego seguía una reseña de las
instituciones benéficas, deteniéndome principalmente en las que tienen
por objeto la protección de la infancia. En esta parte logré poner en
mi discurso una nota de sentimiento que levantó lisonjeros murmullos.
Pero lo demás fué severo, correcto, frío y exacto. Cuanto dije era de
lo que yo sabía, y sabía bien. Nada de conocimientos pegados con saliva
y adquiridos la noche anterior. Todo allí era sólido; el orden lógico
reinaba en las varias partes de mi obra, y no holgaban en ella frase ni
vocablo. La precisión y la verdad la informaban, y las amplificaciones
y golpes de efecto faltaban en absoluto. Hago estos elogios de mí mismo
sin reparo alguno, porque me autoriza á ello la franqueza con que
declaro que no había en mi oración ni chispa de brillantez oratoria.
Era como si leyese un sesudo y docto informe ó un dictámen fiscal. Y el
efecto de este defecto lo notaba yo claramente en el público. Sí, al
través de la urdimbre de mi discurso, como por los claros de una tela,
veía yo al dragoncillo de mil cabezas, y observaba que en muchos palcos
las damas y caballeros charlaban olvidados de mí y haciendo tanto caso
de lo que decía como de las nubes de antaño. En cambio ví un par de
catedráticos en primera fila de butacas que me flechaban con el reflejo
de sus gafas, y con movimientos de cabeza apoyaban mis apreciaciones...
Y el _ras_ del dichoso abanico seguía rasguñando la limpidez de mi
lenguaje como punta de diamante que raya la superficie del cristal.
Se acercaba el fin. Mis conclusiones eran que los institutos oficiales
de beneficencia no resuelven la cuestión del pauperismo sino en grado
insignificante; que la iniciativa personal, que esas agrupaciones que
se forman al calor de la idea cristiana... en fin, mis conclusiones
ofrecían escasa novedad y el lector las sabe lo mismo que yo. Baste por
ahora decir que terminé, cosa que yo deseaba ardientemente, y parte del
público también. Un aplauso mecánico, oficial, sin entusiasmo, pero
con bastante simpatía y respeto, me despidió. Había salido bien, como
yo esperaba y deseaba. Por mi parte, discreción y verdad; por la del
público, benevolencia y cortesía. Saludé satisfecho, y ya me retiraba
cuando...
¿Qué era aquello que bajaba del techo volando y agitando cintas? Era
una cosa de todos colores, un conjunto de ramos verdes, de cenefas
rojas... ¡Una corona, cielos vengadores! Fué tan mal arrojada que cayó
sobre las candilejas. No sé quién la cogió; no sé quién me entregó
aquella descomunal pieza de hojas de trapo, de bellotas que parecían
botones de librea, con más cintajos que la moña de un toro, claveles
como girasoles, letras doradas, y qué sé yo... Recibí aquella ofrenda
extemporánea, y no sé cómo la recibí. Me turbé tanto que no supe lo
que hacía, y por poco pongo la corona en la cabeza calva del señor de
Pez, que me dijo al pasar: «Muy bien ganada, muy bien ganada.»
Murmullos del público me declaraban que el dragoncillo, como yo, había
considerado aquella demostración absolutamente impropia, inoportuna
y ridícula. Luego la habían arrojado tan mal... Me dieron ganas de
tirarla en medio de las butacas.
--Es obsequio de la familia--oí que decía no sé quién.
Me confundí mucho, y después me entró una ira... ¡Ya comprendía lo que
guardaba el pícaro negro dentro de aquel pañuelo! ¡Como si lo viera!
Debió de ser idea de la niña Chucha...
Me interné en el escenario con mi fastidiosa carga de hojarasca de
trapo. En verdad, lo mejor era tomarlo á risa, y así lo hice... Bien
pronto, mientras continuaba el programa con la pieza de piano, se formó
en torno mío el corrillo de amigos y oí las felicitaciones de unos, las
sinceridades ó malicias de otros.
--Muy bien, amigo Manso... Tales manos lo hilaron.
--Me ha gustado mucho... pero mucho. No, no venga usted con modestias.
Debe estar usted satisfecho.
--¡Orador laureado!... nada menos.
--Qué lástima que no alzara usted un poco más la voz. Desde la fila 11
apenas se oía.
--Muy bien, muy bien... Mil enhorabuenas... Un poquito más de calor no
hubiera estado mal.
--¡Pero qué bien dicho... qué claridad!
--Vaya, vaya, y decía usted que era cosa ligera...
--Al pelo, Mansito, al pelo.
--Caballero Manso, bravísimo.
--Hombre, ya podías haber esforzado un poco la voz, y dar nervio, dar
nervio...
--Mira, para otra vez mueve los brazos con más garbo... Pero ha gustado
mucho tu discurso. Las señoras no lo han comprendido; pero les ha
gustado...
--¿Con que coronita y todo...?
También vino el arpista á felicitarme, permitiéndose presentarse
á sí mismo para tener _l’onore de stringere la mano d’un egregio
professore_...
Estas lisonjas me obligaron, mal de mi grado, á dedicar algunas frases
al panegírico del arpa, á sus bellos efectos y á sus dificultades,
poniendo á los profesores de este instrumento por encima de todas las
demás castas de músicos y danzantes.
Hablando con el italiano, con otros músicos, con algunos de mis amigos,
me distraje de las partes siguientes del programa; pero hasta donde
estábamos venían, como olores errantes de un próximo sahumerio, algunas
emanaciones retóricas de los versos que leía Sainz del Bardal. Su
declamación hinchada iba lanzando al aire bolas de jabón que admiraban
las mujeres y los necios. Las bombillas estallaban, resonando de
diversos modos, ya en tono grave, ya en el plañidero y sermonario; y
entre el rumor de la cháchara que en derredor mío zumbaba, oíamos:
_creed_ y _esperad_... _inmensidad sublime_... _místicos ensueños_...
_salve, creencia santa_. De varios vocablos sueltos y de frasecillas
volantes colegimos que el señor del Bardal se guarecía _bajo el manto
de la religión_; que _bogaba en el mar de la vida_; que su alma
_rasgaba pujante el velo del misterio_, y que el muy pillín iba á
romper la cadena que le ataba á la _humana impureza_. También oimos
mucho de _faros de esperanza_, de _puertos de refugio_, de _vientos
bramadores_ y del _golfo de la duda_, lo que no significaba que Bardal
se hubiera metido á patrón de lanchas, sino que le daba por ahí,
por embarcarse en la nave de su inspiración sin rumbo, y todo era
naufragios retóricos y chubascos rimados.
--Si encallará de una vez este hombre...
--Dejarle que le dé al remo... ¡Lástima que ya no tengamos galeras!
--¡Y cómo me le aplauden!...
--Ya... Mientras exista el sexo femenino, las Musas cotorronas tendrán
_alabarda_ segura... El público aplaude más estas vulgaridades que los
versos sublimes de XXX. Así es el mundo.
--Así es el Arte... Vámonos, que ya viene.
--¡Que viene Bardal! ¿Quién le aguanta ahora?
--Temo ponerme malo. Estoy perdido del estómago, y este poeta emético
siempre me produce náuseas... Huyamos.
--Sálvese el que pueda.
Yo también me marché, temeroso de que me acometiera Bardal. Salí del
escenario, y en el pasillo bajo encontré mucha gente que había salido
á fumar, haciendo de la lectura del poeta un cómodo entreacto. Algunos
me felicitaron con frialdad, otros me miraron curiosos. Allí supe
que el célebre orador que debía tomar parte en la velada se había
excusado á última hora por haber sido acometido de un cólico. Faltaban
ya pocos números, y era indudable que parte del público se aburría
soberanamente, y pensaba que á los autores de la velada no les venía
mal su poquito de caridad, terminando la inhumana fiesta lo más pronto
posible.
En la escalera encontré á mi hermano. Andaba visitando palcos, traía un
ramito en un ojal y estrujaba en su mano _La Correspondencia_.
--Has estado verdaderamente filósofo--me dijo con pegadiza
bondad,--pero con muchas metafísicas que no entendemos los tristes
mortales. Lástima que no hicieras uso de los datos de mortalidad que
te dió Pez á última hora y del tanto por ciento de indigentes por
mil habitantes que acusan las principales capitales de Europa. Yo
he estudiado la cuestión, y resulta que las escuelas de instrucción
primaria nos ofrecen 414 niños y 3/4 de niño por cada...
--¿Has estado arriba, en el palco de la familia?--le pregunté, para
cortar el hilo funesto de su estadística.
--No: ni pienso ir. ¡Buena la han hecho! ¿Te parece?... ¡_Guindarse_
en ese palcucho! ¡Qué inconveniencia, qué tontería y qué estupidez! Mi
mujer me pone en ridículo cien veces al día... Pues digo, ¿y á tí?...
¿Qué te ha parecido lo de la coronita?
La carcajada que soltó mi hermano trajo á mi espíritu la imagen del
malhadado obsequio que recibí, y no pude disimular el disgusto que esto
me causaba.
--Si es la gente más tonta... Apuesto que la idea fué de la _niña
Chucha_. En cuanto á Manuela, es verdaderamente la terquedad en figura
humana. Basta que yo desee una cosa...
Yo disculpé á Lica; él se incomodó; díjome que yo, con mis tonterías de
sabio, fomentaba la terquedad y los mimos de su esposa.
--Pero José...
--Tú eres otra calamidad, otra calamidad, entiéndelo bien. Nunca serás
nada... porque no estás nunca en situación. ¿Ves tu discurso de esta
noche, que es práctico y filosófico y todo lo que quieras? Pues no ha
gustado, ni entusiasmará nunca al público nada de lo que escribas, ni
harás carrera, ni pasarás de triste catedrático, ni tendrás fama... Y
tú, tú eres el que hace en mi casa propaganda de modestia ridícula, de
ñoñerías filosóficas y de necedades metódicas.
--¡Ay, José, José!...
--Lo dicho, camarada.
En esto estábamos, cuando nos sorprendió un estrépito que de la
sala del teatro venía. Al pronto nos asustamos. ¡Pero quiá!... eran
aplausos, aplausos furibundos que declaraban entusiasmo vivísimo.
--¿Pero qué pasa?
Los pasillos se habían quedado vacíos. Todo el mundo acudía á su sitio
para ver de qué provenía tal locura.


XXVIII
«Habla Peñita.»

Esto decían, y al punto, deseoso de oir á mi discípulo, dejé á mi
hermano y subí al empinado palco donde estaba la familia. Entré; nadie
volvió la cara para ver quién entraba; tan embebecidas estaban las
cuatro damas en contemplar y oir al orador. Sólo el negro me miró,
y acariciándome una mano, se pegó á mi costado. Acerquéme sin hacer
ruido, y por encima de las cuatro cabezas miré al teatro. No he visto
nunca gentío más atento, ni mayor grado de interés, totalmente dirigido
á un punto. Verdad es que pocas veces he visto mayor ni más brillante
ejemplo de la elocuencia humana. Fascinado y sorprendido estaba el
público. Un joven con su palabra arrebatadora, don semidivino en que
concurrían la elegancia de los conceptos, la audacia de las imágenes
y el encanto físico de la voz robusta y flexible, había cautivado y
como prendido en una red de simpatía la heterogénea masa de personas
diversas, y en una misma exclamación de gozo se confundían el necio
y el sabio, la mujer y el hombre, los frívolos y los graves. Él
despertaba, con la vibración celestial de las cuerdas de su noble
espíritu, los sentimientos cardinales del alma humana, y no había un
solo espectador que no respondiese á invocación tan admirable. Doña
Jesusa se volvió hacia mí, y en su cara observé que estaba como lela.
Hasta el pintado esposo que campeaba en el pecho de la señora me
pareció que se había entusiasmado en su placa de marfil ó porcelana.
Mercedes me miró también, haciendo un gesto que quería decir: «esto sí
que es bueno.» Lica é Irene no movían la cabeza; la emoción las había
hecho estátuas.
Por mi parte debo declarar que la admiración que Manuel me causaba y
el regocijo de presenciar triunfo tan grande del que había sido mi
discípulo, me ponían un nudo en la garganta. Sí: yo podía tomar para
mí una parte, siquier pequeña, de la gloria que el divino muchacho
recogía á manos llenas aquella noche. Si recibió de la Naturaleza aquel
extraordinario hechizo de la palabra, yo había labrado la pedrería
de su grande ingenio; yo había dado á sus dones nativos la vestidura
del arte, sin la cual habrían parecido desaliñados y toscos; yo le
había enseñado lo que fueron y cómo se formaron los grandes modelos, y
sin duda de mí procedían muchos de los medios técnicos y elementales
de que se valía para obtener tan admirables efectos. Así, cuando al
terminar un párrafo estallaba en el público una tronada de aplausos, yo
me rompía las manos y deseaba estar cerca del orador para estrecharle
entre mis brazos.
¿Y de qué hablaba? No lo sé fijamente. Hablaba de todo y de nada. No
concretaba, y sus elocuentes digresiones eran como una escapatoria del
espíritu y un paseo por regiones fantásticas. Y sin embargo, notábanse
en él pujantes esfuerzos por encerrar su fantasía dentro de un plan
lógico. Yo le veía sujetando con firme rienda el brioso caballo alado
que en las alturas se encabritaba, insensible al freno y al látigo. Con
estar yo tan fascinado como los demás oyentes, no dejaba de comprender
que el brillante discurso, sometido á la lectura, habría de presentar
algunos puntos vulnerables y tantas contradicciones como párrafos. Mi
entusiasmo no embotaba en mí el don de análisis, y, temblando de gozo,
hacía yo la disección del esqueleto lógico, vestido con la carne de tan
opulentas galas... Pero, ¿qué importaba esto si el principal objeto
del orador era conmover, y esto lo conseguía plenamente hasta el último
grado? ¡Qué admirable estructura de frases, qué enumeraciones tan
brillantes, qué manera de exponer, qué variedad de tonos y cadencias,
qué secreto inimitable para someter la voz al sentido y obtener con la
unión de ambos los más sorprendentes efectos, qué matices tan variados,
y por último, qué accionar tan sobrio y elegante, qué dicción enérgica
y dulce sin descomponerse nunca, sin incurrir en la declamación, ni
salmodiar la frase! Las imágenes sucedían á las imágenes, y aunque no
todas eran de gran novedad, y áun había alguna que aparecía un poco
mustia, como flor que ha sido muy manoseada, el público, y yo también,
las encontrábamos admirables, frescas, bonitas. Algunas eran de
encantadora novedad.
Pero, ¿de qué hablaba? De lo que él mismo había dicho, del
Cristianismo, de la redención y enaltecimiento de la mujer, de la
libertad y un poco de los ideales grandes del siglo XIX. Allí salieron
á relucir Isabel la Católica dando sus alhajas, Colón _redondeando la
civilización_ y Stephenson que, con la locomotora, _ha emparentado
las partes del mundo_... Allí oí algo de las catacumbas de Lincoln,
el _Cristo del negro_, de las hermanas de la Caridad, del cielo de
Andalucía, de Newton, de las Pirámides y de los caprichos de Goya, todo
enlazado y tejido con tal arte, que el oyente le seguía de sorpresa en
sorpresa, pasmado y hechizado, á veces con fatiga de tanta luz, de tan
variados tonos y de transiciones tan gallardas.
Cuando concluyó, parecía que se desplomaba el teatro, y que todo su
maderámen crujía y se desarmaba con la vibración de las palmadas. Los
más cercanos se abalanzaban hacia el escenario como si le quisieran
abrazar, y las señoras se llevaban el pañuelo á los ojos para secarse
alguna lágrima, por ser cosa corriente en ellas que toda emoción, y el
entusiasmo mismo, las hagan llorar. Manuel se retiraba, y los aplausos
le hacían volver á salir tres, cuatro, qué se yo cuántas veces. El
señor de Pez, no queriendo dejar de hacer algún papel conspícuo en
tan solemne ocasión, sacaba de la mano al joven y le presentaba al
público con paternal solicitud. Alguien decía: «es un niño;» otros,
«qué prodigio,» y yo gritaba á los vecinos del palco próximo: «es mi
discípulo, señores, es mi discípulo.»
Lica se volvió á mí y me dijo:
--¡Qué lástima que no haya venido su mamita á oirle!
Y doña Jesusa, suponiéndome desairado, me miró con benevolencia, y me
dijo:
--También usted ha estado muy bien...
¡Y yo que no me acordaba de mi discurso, ni de la funesta corona!
--¡Qué lástima que no hubiéramos traido dos guirnaldas!
--Á propósito, Manuela, ¡qué inoportunas estuvisteis!...
--Calla, chinito, más mereces tú.
--Si es que Máximo--me dijo doña Jesusa, reforzando su benevolencia
porque me suponía triste del bien ajeno,--estuvo también muy bueno...
Todos, todos han estado buenos...
Y la otra no decía nada. Cuando concluyeron los aplausos volvió á su
asiento. La miré; tenía las mejillas encendidas; también había llorado.
--¡Qué bueno, qué bueno!--exclamaba Lica sin cesar.--Este niño es un
milagro. ¿Qué le ha parecido á usted, Irene?
Irene me miró, y tuvo una frase celestial.
--Hace honor á su maestro.
--Este muchacho--afirmé yo,--será un gran orador. Ya lo es. Parece
que en él ha querido la Naturaleza hacer el hombre tipo de la época
presente. Está cortado y moldeado para su siglo, y encaja en éste como
encaja en una máquina su pieza principal.
--Ahí, en el palco de al lado, decía un señor que Manuel será ministro
antes de diez años.
--Lo creo; será todo lo que quiera; es el niño mimado del destino.
Todas las hadas le han visitado en su nacimiento...
--Me parece que debemos marcharnos. Yo estoy muy cansada. ¿Y usted,
mamá?
--Por mí, vámonos.
--¿Y no oimos al tenor?--indicó Mercedes con desconsuelo.
--Niña, en el Real le oiremos.
Levantáronse. Irene estaba en el antepalco distribuyendo abrigos.
Cuando todos se abrigaron, también ella tomó el suyo. Yo atendí
primero á doña Jesusa, á Lica, á Mercedes, después á ella que, con su
alfiler en la boca, desdoblaba el mantón para ponérselo. Irene me dió
las gracias. No sé por qué se me antojó que lloraba todavía. ¡Engaño
de mis embusteros ojos!... Salimos. El negrito se colgó de mi brazo
obligándome á inclinarme del costado derecho. Todo era para alcanzar mi
oido con su hociquillo y decirme en tímido secreto:
--Ninguno ha estado tan bien como _taita_. Mi amo Máximo les gana á
todos, y si dicen que no...
--Calla, tonto.
--_Po que_ no lo entienden.
La necesidad de acompañar á la familia me privó de ir al escenario para
dar un estrecho abrazo á mi querido discípulo. Pero yo le vería pronto
en su casa, y allí hablaríamos largamente del colosal éxito de aquella
noche...
¡Y mi corona que se había quedado en el escenario! Mejor: _in mente_ se
la regalaba yo al arpista. No apoyaba esta idea Lica, que me dijo al
subir al coche:
--Bien dice Irene que eres un sosón... ¿Por qué no has traido la
corona? ¿Crees que no la mereces?... Pues sí que la mereces. Fué idea
mía, ¿qué te parece?
--No, que fué idea mía--replicó prontamente la niña Chucha.
--No reñir, señoras; quedemos en que fué idea de las dos, lo cual no
impide que sea una idea detestable.
--Mal agradecido.
--Relambido.
--Como no hubo tiempo, no pudimos escoger una cosa mejor. Lica escogió
las flores.
--Y yo las hojas verdes.
--Y yo las cintas encarnadas.
--Pues todas, todas han tenido un gusto perverso.
--Bueno, bueno, no te obsequiaremos más.
--¡Ay, qué fantasioso!
Irene callaba. Iba junto á mí en el asiento delantero, y con el
movimiento del coche su codo y el mío se frotaban ligeramente. Si
fuera yo más inclinado á hacer retruécanos de pensamiento, diría que de
aquel rozamiento brotaban chispas, y que estas chispas corrían hacia mi
cerebro á producir combustiones ideológicas ó ilusiones explosivas...
Con el cuneo del coche se durmió doña Jesusa. Lica se echó á reir, y
dijo:
--Ya mamá está en la Bienaventuranza. ¿Y usted, Irene, se ha dormido
también?
--No, señora--replicó la maestra con cierta sequedad.
--Como está usted tan callada... Y tú, Máximo, ¿qué tienes que no
hablas?
Advertí entonces que no había desplegado mis labios en buen espacio de
tiempo. No sé si dije algo para responder á Lica. Llegamos, por fin,
á casa. Nada aconteció digno de ser contado. Aburrimiento general y
desfile de cada persona hacia su habitación. Yo quise decir algo á
Irene; la sentí detrás de mí cuando me despedía de doña Jesusa en el
pasillo; volvíme, dí algunos pasos, y ya había desaparecido. Fuí al
comedor... nada. En el gabinete de Manuela... tampoco. Pregunté á la
mulata... La señorita Irene se había encerrado en su cuarto... ¡Ay, qué
prisa, Dios mío!... Bien, bien, yo también me retiro.
El negrito se me colgó del brazo para hacerme inclinar y hablarme al
oido. Siempre me decía sus cosas en secreto, con un susurro cariñoso
que parecía infiltrar en mi espíritu el extracto más puro de la
inocencia humana. Sus palabras fueron breves y revelaban cándido
orgullo.
--Yo _taje_ la corona de la tienda.
--Bueno, hombre, que te aproveche. Adios.
Antes de subir á casa quise felicitar á doña Javiera. La pobre señora
estaba fuera de sí. También ella había ido al teatro, y presenciado
desde el paraíso el grandioso triunfo de su querido hijo. Este le
había llevado un palco; pero ella no quiso ocuparlo y lo cedió á unas
amigas: temía que su amor materno la arrastrase á hacer demostraciones
demasiado violentas, con lo que se pondría en ridículo. En el paraíso,
acompañada tan sólo de la criada, había llorado á sus anchas, y cuando
oyó los palmoteos y vió el loco entusiasmo del público, creyóse
trasportada al Cielo. Á la conclusión, la buena señora había perdido el
conocimiento, y por poco me la llevan á la casa de socorro. Abrazóme
con ardiente alegría, diciéndome que yo, como maestro de aquel milagro
de la Naturaleza, tenía la mejor parte en su victoria.
Por allí no decían más sino: «Este muchacho va á hacer la gran
carrera... El mejor día me le ponen de diputado y de ministro. Vaya un
hombrecito...» Figúrese usted, amigo Manso, si estaría yo hueca. Se me
caía la baba y lloraba como una tonta. Me daban ganas de ponerme en
pié y gritar desde la barandilla del paraíso: «Si es mi hijo, si le he
parido y le he criado á mis pechos...» La suerte que me desmayé... En
fin, yo estaba loca. El corazón se me había puesto en la garganta...
Por cierto que le ví á usted en un palco alto con las señoras. Yo le
miré muy mucho á ver si me columbraba, para hacer una seña diciendo;
«aquí estamos todos.» Pero usted no miró... ¡Ah! y ahora que me
acuerdo. También usted habló muy requetebién. Allí, al lado mío, había
un señor muy descontentadizo que dijo tonterías de usted... Casi
reñimos él y yo, y cuando le echaron la corona las del palco, grité: «á
ese... bien, bien...» Si he de decirle la verdad, desde arriba no se
oyó nada de lo que usted dijo, porque como habla usted tan bajito... Es
el caso que como oía tan mal me iba quedando dormida. Desperté asustada
cuando le echaban á usted la corona, y entonces dí unas palmotadas...
Después vino el verso. ¡Y qué verso tan precioso! ¡Á mí me daba un
gusto!... Esto de oir buenos versos es como si le hicieran á una
cosquillas. Se ríe y se llora... no sé si me explico.
Y por aquí siguió charlando. Yo estaba fatigadísimo y deseaba
retirarme. Era muy tarde y Manuel no venía. Deseaba yo verle aquella
misma noche para felicitarle con toda la efusión de mi leal cariño;
pero tardaba tanto, que me fuí á mi cuarto tercero y me recogí, ávido
de silencio, de quietud, de descanso.


XXIX
¡Oh, negra tristeza!

Fúnebre y pesado velo, ¿quién te echó sobre mí? ¿Por qué os elevasteis
lentos y pavorosos sobre mi alma, pensamientos de muerte, como vapores
que suben de la superficie de un lago caldeado? Y vosotras, horas de
la noche, ¿qué agravio recibísteis de mí para que me martirizárais
una tras otra, implacables, pinchándome el cerebro con vuestro compás
de agudos minutos? Y tú, sueño, ¿por qué me mirabas con dorados
ojos de buho haciendo cosquillas en los míos, y sin querer apagar
con tu bendito soplo la antorcha que ardía en mi mente? Pero á nadie
debo increpar como á vosotros, argumentos ténues de un raciocinio
quisquilloso y sofístico...
Tú, imaginación, fuiste la causa de todos mis tormentos en aquella
noche aciaga. Tú, haciendo pajaritas con una idea y enredando toda la
noche; tú, la mal criada, la mimosa, la intrusa, fuiste quien recalentó
mi cerebro, quien puso mis nervios como las cuerdas del arpa que oí
tocar en la velada. Y cuando yo creía tenerte sujeta para siempre,
cortaste el grillete; y juntándote con el recelo, con el amor propio,
otros pillos como tú, me manteásteis sin compasión, me lanzásteis al
aire. Así amaneció mi triste espíritu rendido, contuso, ofreciendo todo
lo que en él pudiera valer algo por un poco de sueño...
La verdad es que no tenían explicación racional mi desvelo y mis
tristezas. Se equivoca el que atribuya aquella desazón á heridas
del amor propio por el pasmoso éxito del discurso de Manuel Peña
comparado con el mío que fué un éxito de benevolencia. Yo estaba, sí,
muy arrepentido de haberme metido en veladas; pero no tenía celos
de mi discípulo, á quien quería entrañablemente, ni había pensado
nunca disputarle el premio en la oratoria brillante. La causa de mi
hondísima pena era un presentimiento de desgracias que me dominaba
sobreponiéndose á todas las energías que mi espíritu posee contra
la superstición; era un cálculo basado en datos muy vagos, pero
seductores, y con lógica admirable llegaba á la más desconsoladora
afirmación. En vano demostraba yo que los datos eran falsos; la
imaginación me presentaba al instante otros nuevos, marcados con el
sello de la evidencia.--Al levantarme, me dije:
«Soy una especie de Leverrier de mi desdicha. Este célebre astrónomo
descubrió al planeta Neptuno sin verle, sólo por la fuerza del
cálculo, porque las desviaciones de la órbita de Urano le anunciaban
la existencia de un cuerpo celeste hasta entonces no visto por humanos
ojos, y él, con su labor matemática, llegó á determinar la situación de
este lejano y misterioso viajero del espacio. Del mismo modo yo adivino
que por mi cielo anda un cuerpo desconocido; no le he visto, ni nadie
me ha dado noticias de él; pero como el cálculo me dice que existe,
ahora voy á poner en práctica todas mis matemáticas para descubrirlo.
Y lo descubriré; me lo profetiza la irregular trayectoria de Urano,
el planeta querido, irregularidades que no pueden ser producidas sino
por atracciones físicas. Esta pena profunda que siento consiste en que
llega hasta mí la influencia de aquel cuerpo lejano y desconocido. Mi
razón declara su existencia. Falta que mis sentidos lo comprueben, y lo
probarán ó me tendré por loco.»
Esto dije, y me fuí á mi cátedra, donde varios alumnos me felicitaron.
Yo estaba tan triste, que no expliqué aquel día. Hice preguntas, y no
sé si me contestaron bien ó mal. Impaciente por ir á la casa de mi
hermano, abandoné la clase antes de que el bedel anunciara la hora.
Cuando satisfice mi deseo, la primera persona á quien ví fué Manuela,
que me dijo con mucho misterio:
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