El amigo Manso - 05

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un breve consuelo á su nostalgia en las tiernas expresiones de aquella
improvisada amiga, que supo hablarle del ajiaco, poniendo en las nubes
las comidas cubanas, y terminó con un parrafillo sobre enfermedades.
Hasta José María cayó en la astuta red, y un rato después de haber
salido Calígula, me preguntaba si á los salones de doña Cándida iba
mucha gente notable, al oir lo cual me entró una risa tan grande que
creo oyeron mis carcajadas los sordo-mudos que están en el inmediato
colegio de la calle de San Mateo.
Al día siguiente se presentó de nuevo en la casa mi cínife. Desde sus
primeras charlas mostróse muy concienzuda, y decía á las mujeres: «Si
parece que nos hemos conocido toda la vida... Las miro á ustedes como
si fueran hijas mías.» Luego les contaba sucesos de su vida, y hablaba
de sí misma y de sus males en términos que me llenaba de admiración su
númen hiperbólico. Había detenido el viaje á sus posesiones de Zamora
para poder gozar de la compañía de tan simpática familia, y aunque sus
intereses habían sufrido mucho por culpa de los malos administradores,
no quería salir de Madrid, porque sus amigas la marquesa de acá y la
duquesa de allá la retenían. Sus dolencias eran lastimosa epopeya,
digna de que Homero se volviera Hipócrates para cantarlas. Por último,
en aquel segundo día y en los siguientes (pues antes faltara el sol en
el zénit que Calígula en la casa de Manso), demostró tal conocimiento
y arte en materia de modas, que fué constituida en Consejo de Estado de
Lica y Chita, y ya no se escogió sombrero, ni tela ni cinta sin previa
opinión de la de García Grande.
--¡Pobrecitas! les decía, no entren ustedes en las tiendas á comprar
nada. En seguida conocen que son americanas y les hacen pagar el
doble, una cosa atroz... Yo me encargo de hacerles las compras... No,
no, hija, no hay que agradecer nada. Eso á mí no me cuesta trabajo;
no tengo nada que hacer. Conozco á todos los tenderos, y como soy tan
buena parroquiana, saco las cosas tan arregladas...
Para que mi hermano se previniera contra los peligros económicos á que
estaba expuesta la familia admitiendo los servicios de doña Cándida, le
conté la dilatada y pintoresca historia de los sablazos, con lo que se
rió mucho, no diciendo más sino: «¡Pobre señora! ¡si mamá la viera en
tal estado!...»
Á los pocos días hablé con Lica del mismo asunto; pero ella,
rebelándose contra lo que juzgaba malicia mía, cortó mis amonestaciones
diciéndome con su lánguida expresión:
--No seas ponderativo... Tú tienes mala voluntad á la pobre niña
Cándida. ¡Es más buena la pobre...! Sería riquísima si no fuera por
los malos administradores... ¡Será que el refaccionista le hace malas
cuentas...! Luego es tan delicada la pobre... Ayer tuve que enfadarme
con ella para hacerla aceptar un favorcito, un pequeño anticipo, hasta
tanto que le vengan esas rentas del potrero... no es potrero, en fin,
lo que sea. La pobre es más buena... No quería tomarlo... ni por nada
del mundo. Yo le pedí por la Virgen de la Caridad del Cobre que me
hiciera el favor de tomar aquella poca cosa... Veo que te ríes; no seas
sencillo... ¡La pobre!... me ofendí con su resistencia y se me saltaron
las lágrimas. Ella se echó á llorar entonces, y por fin se avino á no
desairarme.
Lica era una criatura celeste, un corazón seráfico. No conocía el mal;
ignoraba cuanto de falaz y malicioso encierra el mundo, y á los demás
medía por la tasa de su propia inocencia y bondad. Yo contemplaba con
tanto gozo como asombro aquella flor pura de su alma, no contaminada
de ninguna maleza, y que ni siquiera sospechaba que á su lado existía
la cizaña. Me daba tanta lástima de turbar la paz de aquel virginal
espíritu inoculándole el vírus de la desconfianza, que decidí respetar
su condición ingénua, más propia para la vida en las selvas que en las
grandes ciudades, y no le hablé más del feroz Calígula.
En tanto, Irene había tomado la dirección intelectual, social y moral
de las dos niñas y el pequeñuelo. Se les destinó, por acuerdo mío, un
holgado aposento, donde todo el día estaba la maestra á solas con los
alumnitos, y en una habitación cercana comían los cuatro. Yo previne
que todas las tardes salieran á paseo, no consagrando al estudio
sedentario más que las horas de la mañana. La discreción, mesura,
recato y laboriosidad de la joven maestra, enamoraban á Lica que, en
tocando á este punto, me echaba mil bendiciones por haber traido á
su casa alhaja tan bella y de tal valor. También mi hermano estaba
contentísimo, y yo me consolaba así del mal que hice con llevarles la
calamidad de doña Cándida; y pensando en la util abeja, olvidaba al
chupador vampiro.


XI
¿Cómo pintar mi confusión?

¿Cómo describir mi trastorno y las molestias mil que trajo á mi vida la
que mi hermano llevaba? De nada me valía que yo me propusiese evadirme
de aquella esfera, porque mis dichosos parientes me retenían á su lado
casi todo el día, unas veces para consultarme sobre cualquier asunto y
matarme á preguntas, otras para que les acompañase. Parecía que nada
marchaba en aquella casa sin mí, y que yo poseía la universalidad de
los conocimientos, datos y noticias. Pues, ¿y el obligado tributo de
comer con ellos un día sí y otro no, cuando no todos los del mes?...
Adios mi dulce monotonía, mis libros, mis paseos, mi independencia, el
recreo de mis horas, acomodada cada cual para su correspondiente tarea,
su función ó su descanso. Pero lo que más me desconcertaba eran las
reuniones de aquella casa, pues habiéndome acostumbrado desde algún
tiempo atrás á retirarme temprano, las horas avanzadas de tertulia
entre tanto ruido y oyendo tanta necedad, me producían malestar
indecible. Además, el uso del frac ha sido siempre tan contrario á
mi gusto, que de buena gana le desterraría del orbe; pero mi bendito
hermano se había vuelto tan ceremonioso, que no podía yo prescindir de
tan antipática vestimenta.
Ansioso de fama, José María bebía los vientos por decorar sus salones
con todas las personas notables y todas las familias distinguidas
que se pudieran atraer, pero no lo conseguía tan fácilmente. Lica
no había logrado hacerse simpática á la mayor parte de las familias
cubanas que en Madrid residen, y que en distinción y modales la
superaban sin medida. No veían su alma bondadosa, sino su rusticidad,
su llaneza campestre y sus equivocaciones funestas en materia de
requisitos sociales. Á mis oidos llegaron ciertos rumores y chismes
poco favorables á la pobre Lica. Por toda la colonia corrían anécdotas
punzantes y muy crueles. Lo menos que decían de ella era que la _habían
cogido con lazo_. Y tanta era la inocencia de la guajirita, que no
se desazonaba por hacer á veces ridículo papel, ó no caía en ello.
Ponía, sí, mucha atención á lo que mi hermano ó yo le advertíamos
para que fuera adquiriendo ciertos perfiles y se adaptara á la nueva
vida; y al poco tiempo su penetración natural triunfó un poco de su
inveterada rudeza. El origen humildísimo, la educación mala y la
permanencia de Lica en un pueblo agreste del interior de la isla no
eran circunstancias favorables para hacer de ella una dama europea. Y
no obstante estos perversos antecedentes, la excelente esposa de mi
hermano, con el delicado instinto que completaba sus virtudes, iba
entrando poco á poco en el nuevo sendero y adquiría los disimulos, las
delicadezas, las prácticas sutiles y mañosas de la buena sociedad.
José María me suplicaba que le llevase buena gente, pero yo ¡triste
de mí! ¿á quién podía llevar, como no fuese á algún desapacible
catedrático, que iba á fastidiarse y á fastidiar á los demás? Es verdad
que presenté á mi amado discípulo, á mi hijo espiritual, Manuel Peña,
que fué muy bien recibido, no obstante su humilde procedencia. Pero
¿cómo no, si además de tener en su abono las tendencias ecualitarias
de la sociedad moderna, se redimía personalmente de su bajo origen
por ser el más simpático, el más guapo, el más listo, el más airoso,
el más inteligente y dominador que podría imaginarse, en términos
que descollaba sobre todos los de su edad y no había ninguno que le
igualara?
Mi hermano simpatizó mucho con él, tasándole en lo que valía; pero
aún no estaba satisfecho el dueño de la casa, y á pesar de haberse
afiliado á un partido que tiene en su escudo _la democracia rampante_,
quería, ante todo, ver en su salón, gente con título, aunque éste fuese
haitiano ó pontificio, y hombres notables de la política, aunque fueran
de los más desacreditados. Los poetas y literatos famosos también le
agradaban, y Lica estimaba particularmente á los primeros, porque
para ella no había nada más delicioso que el sonsonete del verso. No
seré indiscreto diciendo que ella también pulsaba la lira, y que en
su tierra había hecho _natales_ y algunas décimas, que tenían todo
el rústico candor del alma de su autora y la aspereza salvaje de la
manigua. Desde las primeras reuniones se hizo amigo de la casa y al
poco tiempo llegó á ser concurrente infalible á ella, un poeta de los
de tres por un cuarto...


XII
¡Pero qué poeta!

Era de estos que entre los de su numerosa clase podía ser colocado,
favoreciéndole mucho, en octavo ó noveno lugar. Veinticinco años,
desparpajo, figura escueta, un nombre muy largo formado con diez
palabras; un desmedido repertorio de composiciones varias, distribuidas
por todos los álbums de la cursilería; soberbia y raquitismo componían
las tres cuartas partes de su persona: lo demás lo hacían cuello
estirado, barbas amarillentas y una voz agria y dificultosa, como si
manos impías le estuvieran apretando el gaznate. Aquel pariente lejano
de las musas (no vacilo en decirlo groseramente) me reventaba. La idea
pomposa que de sí mismo tenía, su ignorancia absoluta y el desenfado
con que se ponía á hablar de cuestiones de arte y crítica me causaban
mareos y un malestar grande en todo el cuerpo. Vivía de un mísero
empleillo de seis mil reales, y tal tono se daba, que á muchos hacía
creer que llevaba sobre sí el peso todo de la Administración. Hay
hombres que se pintan en un hecho, otros en una frase. Este se pintaba
en sus tarjetas. Parece que el Director General le había elegido para
que le escribiese las cartas, y estimando él esto como el mayor de los
honores, redactaba sus tarjetas así:

Francisco de Paula de la Costa
y Sainz del Bardal
JEFE DEL GABINETE PARTICULAR
DEL EXCELENTÍSIMO SEÑOR DIRECTOR GENERAL DE BENEFICENCIA Y SANIDAD

Luego venían las señas: _Aguardiente_, 1.
Y á la cabeza de esta retahila, la cruz de Carlos III, no porque él
la tuviese, sino porque su padre había tenido la encomienda de dicha
orden. Cuando este caballerito daba su tarjeta por cualquier motivo, le
parecía á uno que recibía una biblioteca. Yo pensaba que si llegaba un
día en que por artes del Demonio hubiera de inscribirse el nombre de
aquel poeta en el templo del arte, se habría de coger un friso entero.
Actualmente han variado las tarjetas; pero la persona no. Es de estos
afortunados séres que concurren á todos los certámenes poéticos
y juegos florales que se celebran en los pueblos, y se ha ganado
repetidas veces el pensamiento de oro ó la violeta de plata. Sus odas
son del dominio de la farmacia por la virtud somnífera y papaverácea
que tienen; sus baladas son como el diaquilón, sustancia admirable para
resolver diviesos. Hace _pequeños poemas_, fabrica poemas grandes,
recorta _suspirillos germánicos_ y todo lo demás que cae debajo del
fuero de la rima. Desvalija sin piedad á los demás poetas y tima ideas;
cuanto pasa por sus manos se hace vulgar y necio, porque es el caño
alambique por donde los sublimes pensamientos se truecan en necedades
huecas. En todos los álbums pone sus endechas expresando la duda ó la
melancolía, ó sonetos emolientes seguidos de metro y medio de firma.
Trae sofocados á los directores de Ilustraciones para que inserten sus
versos, y se los insertan por ser gratuitos; pero no los lee nadie más
que el autor, que es el público de sí mismo.
Este tipo, que aún suele visitarme y regalarme alguna jaqueca ó dolor
de estómago, era uno de los principales ornamentos de los salones de mi
hermano, pues si éste no le hacía caso, Lica y su hermana le traían en
palmitas por la pícara inclinación que ambas tenían al verso. Excuso
decir que á los dos días de conocimiento, ya D. Francisco de Paula de
la Costa y Sainz del Bardal... ¡Dios nos asista!... les había compuesto
y dedicado una caterva de elegías, doloras, meditaciones y nocturnos
en que salían á relucir los cocoteros, manglares, hamacas, sinsontes,
cucuyos, y la bonita languidez de las americanas.
Pero la gran adquisición de mi hermano fué D. Ramón María Pez. Cuando
este hombre asistió á las reuniones, todas las demás figuras se
quedaron en segundo término; toda luz palideció ante un astro de tal
magnitud. Hasta el poeta sufrió algo de eclipse. Pez era el oráculo
de toda aquella gente, y cuando se dignaba expresar su opinión sobre
lo que había pasado aquel día en el Congreso, sobre el arreglo de
la Hacienda ó el uso de la regia prerrogativa, reinaba en torno de
él un silencio tan respetuoso que no lo tuvo igual Platón en el
célebre jardín de Academos. El buen señor, diputado ministerial y
encargado de una Dirección, tenía tal idea de sí mismo, que sus
palabras salían revestidas de autoridad sibilina. Obligado por las
exigencias sociales, yo no tenía más remedio que poner atención á sus
huecos párrafos, que resonaban en mi espíritu con rumor semejante al
de un cascarón de huevo vacío cuando se cae al suelo y se aplasta
por sí solo. La cortesía me obligaba á oirle; pero en mi corazón le
despreciaba como despreciamos esa artimaña de feria que llaman _la
cabeza parlante_. Él no debía de tenerme gran estima; pero como hombre
de mundo, afectaba respeto á los estudios serios que eran mi tarea
constante. Así, siempre que venía rodando á la conversación algún grave
tema, decía con cierta benevolencia un poquillo socarrona: «Eso, al
amigo Manso...»
Llevado por Pez fué también Federico Cimarra, hombre que conocen en
Madrid hasta las piedras, como le conocían antes los garitos, también
diputado de la mayoría de estos que no hablan nunca, pero que saben
intrigar por setenta, y afectando independencia, andan á caza de
todo negocio no limpio. Constituyen éstos antes que una clase, una
determinación cancerosa, que secretamente se difunde por todo el cuerpo
de la patria, desde la última aldea hasta los Cuerpos Colegisladores.
Hombre de malísimos antecedentes políticos y domésticos, pero admitido
en todas partes y amigo de todo el mundo, solicitado por servicial y
respetado por astuto, Cimarra no tenía las formas enfáticas del señor
de Pez, antes bien era simpático y ameno. Solíamos echar grandes
párrafos, él mostrándome su escepticismo tan brutal como chispeante,
yo poniendo á las cosas políticas algún comentario que concordaba,
¡extraña cosa! con los suyos. De esta clase de gentes está lleno
Madrid: son su flor y su escoria, porque al mismo tiempo le alegran y
le pudren. No busquemos nunca la compañía de estos hombres más que para
un rato de solaz; estudiémosles de lejos, porque estos apestados tienen
notorio poder de contagio, y es fácil que el observador demasiado
atento se encuentre manchado de su gangrenoso cinismo cuando menos lo
piense.
Y las recepciones de mi hermano ganaban en importancia de día en
día, y no faltó un periodiquín que se salió con que allí _reinaba el
buen tono_, y dijo que todos éramos muy distinguidos. José María vió
con gozo que entraban títulos en sus salones, cosa que á mí nunca me
pareció difícil. El primero á quien tuvimos el honor de recibir fué el
conde de Casa-Bojío, hijo de los marqueses de Tellería, casado con una
cubana millonaria y distinguidísima. Se esperaba que no tardaría en ir
también la marquesa de Tellería, y quizás quizás el marqués de Fúcar.
Pero lo más digno de consignarse y áun de ser trasmitido á la historia,
es que en las tertulias de Manso nació una de las más ilustres
asociaciones que en estos tiempos se han formado y que más dignifican
á la humanidad. Me refiero á esa _Sociedad general para socorro de los
inválidos de la industria_, que hoy parece tiene vida robusta y presta
eficaces servicios á los obreros que se inutilizan por enfermedad ó
cualquier accidente. Yo no sé de quién partió la idea, pero ello es
que tuvo feliz acogida, y en pocas noches se constituyó la junta de
gobierno y se hicieron los estatutos. D. Ramón Pez, que tocante á la
estadística, á la administración, á la beneficencia, era un verdadero
coloso, y combinaba estas tres materias para sacar estados llenos de
números y de los números pasmosas enseñanzas, fué nombrado presidente.
Á Cimarra hiciéronle vicepresidente, á mi hermano tesorero, y Sainz
del Bardal, que era quien más mangoneaba en esto, se hizo á sí mismo
secretario. ¡Que siempre, oh bondad de Dios, han de andar los poetas
en estas cosas! Yo, por más que luché para no ser más que soldado
raso en aquella batalla filantrópica, no pude evitar que me nombraran
consiliario. No me molestaba el cargo ni su objeto, sino la negra
suerte de tener que bregar con el poeta y de sufrir á toda hora la
ingestión de sus increibles necedades. Era su trato como sucesivas
absorciones de no sé qué miasmas morbosos. Yo me ponía malo con aquel
dichoso hombre. Manuel Peña le odiaba tanto, que le había puesto por
nombre _el tífus_, y huía de él como de un foco de intoxicación.
Y ya que hablo de Peña, diré que era muy considerado en la tertulia
y que se apreciaban sus méritos y condiciones. Algo y áun algos
se trasparentaba á veces del inconveniente aquel de la tabla de
carne; pero la cortesía de todos, el tufillo democrático de algunos
tertuliantes, y más que nada, la finura, corrección y caballerosidad de
Peña, ponían las cosas en buen terreno. ¡Cosa rara! el que más parecía
estimarnos á Peña y á mí era el cínico Cimarra, despreocupadísimo,
apasionado, según decía, de la gente que vale. Era de estos que se
burlan del saber y admiran á los que saben. Pero no me gustó que el
mismo Cimarra fuese quien por primera vez dió en llamar á mi discípulo
_Peñita_, diminutivo que le quedó fijo y estampado, y que, digan lo que
quieran, siempre lleva en sí algo de desdén.
José María pasaba el día rumiando lo que por la noche se había dicho
en la tertulia, y no se ocupaba más que de fortificar sus ideas y de
organizarlas de modo que estuvieran conformes con el credo del partido.
--¿Qué te parece el partido?--me preguntaba con frecuencia.
Y yo le respondía que el partido era el mejor que hasta la fecha
se había visto. Á lo que él decía:--«Yo quisiera que se organizase
á lo inglés... porque esto es lo verdaderamente práctico, ¿eh? Es
verdaderamente lamentable que aquí no estudie nadie la política inglesa
y que vivamos en un tejer y destejer verdaderamente estéril.»
Yo le oía, y alabando á Dios, le daba cuerda para que siguiese adelante
en sus apreciaciones y me mostrase, como asunto de estudio, la
asombrosa variedad de las manías humanas.
Volviendo alguna vez los ojos á los asuntos de su casa y de sus hijos,
me decía:
--Bueno será que des vuelta por el cuarto de los chicos, ¿eh?... á ver
qué tal se porta esa institutriz verdaderamente notable.
Yo lo hacía de muy buen grado. Iba por un rato, y sin darme cuenta de
ello, me pasaba allí un par de horas, inspeccionando las lecciones
y contemplando como un tonto á la maestra, cuya belleza, talento y
sobriedad me agradaban en extremo.


XIII
Siempre era pálida.

Tan pálida como en su niñez, de buen talle, muy esbelta, delgada
de cintura, de lo demás proporcionadísima, en todos sus contornos,
admirable de forma, y con un aire... Sin ser una belleza de primer
orden, agradaba probablemente á cuantos la veían, y con seguridad me
agradaba á mí, y aun me encantaba un poquillo, para decirlo de una
vez. Bien se podían poner reparos á sus facciones; pero, ¿qué rígido
profesor de estética se atrevería á criticar su expresión, aquella
superficie temblorosa del alma, que se veía en toda ella y en ninguna
parte de ella, siempre y nunca, en los ojos y en el eco de la voz,
donde estaba y donde no estaba, aquel viso del aire en derredor suyo,
aquel hueco que dejaba cuando partía?... Era, hablando más llanamente,
todo lo que en ella revelaba el contento de la propia suerte, la
serenidad y temple del ánimo. Formando como el núcleo de todos estos
modos de expresión, veía yo su conciencia pura y la rectitud de sus
principios morales. La persona tiene su fondo y su estilo; aquél se
ve en el caracter y en las acciones, éste se observa no sólo en el
lenguaje, sino en los modales, en el vestir. El traje de Irene era
correcto, de moda y sin afectación, de una sencillez y limpieza que
triunfarían de la crítica más rebuscona.
Desde mis primeras visitas de inspección, sorprendióme el sensato
juicio de la maestra, su exacto golpe de vista para apreciar las cosas
de esta vida, y poner á respetuosa distancia las que son de otra. Su
aplomo declaraba una naturaleza superior compuesta de maravillosos
equilibrios. Parecía una mujer del Norte, nacida y criada lejos de
nuestro enervante clima y de este dañino ambiente moral.
Desde que los chicos se dormían, Irene se retiraba á la habitación que
Lica le había destinado en la casa, y nadie la volvía á ver hasta el
día siguiente muy temprano. Por la mulata supe que parte de aquellas
horas de la noche las empleaba en arreglar sus cosas y en reparar sus
vestidos; de aquí que su persona se mantuviera siempre en aquel estado
de compostura y aseo, que la realzaba del mismo modo que un cielo puro
y diáfano realza un bello paisaje. Su honrada pobreza la obligaba á
esto, y en verdad, ¿qué mejor escuela para llegar á la perfección?
Este detalle me cautivaba, y fué, con el trato, grande motivo de la
admiración que despertó en mí.
Otro encanto. Tenía finísimo tacto para tratar á los niños, que aunque
de buena índole, eran, antes de caer en sus manos, voluntariosos,
díscolos, y estaban llenos de los más feos resabios. ¿Cómo llegó á
domar á aquellas tres fierecitas? Con su penetración hizo milagros, con
su innata sabiduría de las condiciones de la infancia. Los pequeños,
jamás castigados por ella corporalmente, la querían con delirio. La
persuasión, la paciencia, la dulzura eran frutos naturales de aquella
alma privilegiada.
Un día que hablábamos de varias cosas, concluida la lección, traje á
la memoria los tiempos en que Irene iba á mi casa. Me parecía verla
aún garabateando en mi mesa y revolviéndome libros y cuartillas. Pues
aunque no hice mención de los infaustos papelitos de doña Cándida, este
recuerdo fué muy poco agradable á la maestra. Lo conocí y varié al
punto la conversación.
Había yo cometido la torpeza de lastimar su dignidad, que aún debía
resentirse de las crueles heridas hechas en ella por la degradación
postulante de su tía, por las escaseces de ambas y por el hambre de la
pobre niña, mal calzada y peor vestida.
Más encantos. Noté que la imaginación tenía en ella lugar secundario.
Su claro juicio sabía descartar las cosas triviales y de relumbrón,
y no se pagaba de fantasmagorías como la mayor parte de las hembras.
¿Consistía esto en cualidades originales ó en las enseñanzas de
la desgracia? Creo que en ambas cosas. Rara vez sorprendí en sus
palabras el entusiasmo, y este era siempre por cosas grandes, sérias
y nobles. Hé aquí la mujer perfecta, la mujer positiva, la mujer
razón, contrapuesta á la mujer frivolidad, á la mujer capricho. Me
encontraba en la situación de aquel que después de vagar solitario
por desamparados y negros abismos, tropieza con una mina de oro ó de
piedras preciosas y se figura que la Naturaleza ha guardado aquel
tesoro para que él lo goce, y lo coge, y á la calladita se lo lleva
á su casa; primero lo disfruta y aprecia á solas; después publica
su hallazgo para que todo el mundo lo alabe y sea motivo de general
maravilla y contento. Y de esta situación mía nacieron pensamientos
varios que á mí mismo me sorprendían poniéndome como fuera de mí y
haciéndome como diferente de mí mismo, en términos que noté un brioso
movimiento en mi voluntad, la cual se encabritó (no hallo otra palabra)
como corcel no domado, y esparció por todo mi sér impulsos semejantes á
los que en otro orden resultan de la plétora sanguínea, y...


XIV
¿Pero cómo, Dios mío, nació en mí aquel propósito?

¿Nació del sentimiento ó de la razón? Hoy mismo no lo sé, aunque trato
de sondear el problema, ayudado de la serenidad de espíritu de que
disfruto en este momento.
--Esta joven es un tesoro--dije á mi hermano y á Lica, que estaban muy
contentos con los progresos de las niñas.
En los días buenos, Irene y las tres criaturas salían á paseo. Yo
cuidaba mucho de que no se alterara aquella costumbre, recomendada por
la higiene, y me agregaba á tan buena compañía las más de las tardes,
unas veces porque hacía propósito de ello, otras porque las encontraba
(no sé si casualmente) en la calle. Estas casualidades ocurrían con
orden tan infalible, que dejaron de serlo. Hablando con Irene, pude
observar que no era mujer con pretensiones de sabia, sino que poseía
la cultura apropiada á su sexo y superior indisputablemente á toda la
que pudieran mostrar las mujeres de nuestro tiempo. Tenía rudimentos
de algunas ciencias, y siempre que hablaba de cosas de estudio lo hacía
con tanto tino, que más se la admiraba por lo que no quería saber que
por lo que no ignoraba.
Nuestras conversaciones en aquellos gratos paseos eran de cosas
generales, de aficiones, de gustos y á veces del grado de instrucción
que se debe dar á las mujeres. Conformándose con mi opinión y
apartándose del dictámen de tanto propagandista indigesto, manifestando
antipatía á la sabiduría facultativa de las mujeres y á que anduviese
en faldas el ejercicio de las profesiones propias del hombre; pero al
mismo tiempo vituperaba la ignorancia, superstición y atraso en que
viven la mayor parte de las españolas, de lo que tanto ella como yo
deducíamos que el toque está en hallar un buen término medio.
Y á medida que me iba mostrando su interior riquísimo, iba yo
encontrando mayor consonancia y parentesco entre su alma y la mía. No
le gustaban los toros, y aborrecía todo lo que tuviera visos de cosa
chulesca. Era profunda y elevadamente religiosa; pero no rezona, ni
gustaba de pasar más de un rato en las iglesias. Adoraba las bellas
artes y se dolía de no tener aptitud para cultivarlas. Tenía afanes
de decorar bien el recinto donde viviese y de labrarse el agradable y
cómodo rincón doméstico que los ingleses llaman _home_. Sabía poner á
raya el sentimentalismo huero que desnaturaliza las cosas y evocar el
sano criterio para juzgarlas, pesarlas y medirlas como realmente son.
Cuando hubo adquirido más franqueza, me contaba algunas anécdotas de
doña Cándida, que me hacían morir de risa. Comprendí cuánto debió
de sufrir la pobre joven en compañía de persona tan contraria á su
natural recto y á sus gustos delicados. Confianza tras confianza, fué
contándome poco á poco, en sucesivos paseos y sesiones interesantes,
cosas de su infancia y pormenores mil, que así revelaban su talento
como su exquisita sensibilidad.
Y en esto se echaron encima las Páscuas. Lica había dado á luz el 15
de Diciembre un enteco niño de quien fuí padrino y á quien pusimos
por nombre Máximo. Mi hermano, gozoso del crecimiento de la familia,
se extremó tanto en dar propinas y en hacer regalos, que yo estaba
asustado y le aconsejé que se refrenara, porque los excesos de su
liberalidad tocaban ya en el mal gusto. Pero él, con tal de oir las
manifestaciones de gratitud y de que se alabara su desprendimiento,
no vacilaba en exprimir sus bolsillos. Aquellos días hubo en casa una
reunión magna de la _Sociedad para socorros de los inválidos de la
industria_, y se nombraron no sé cuantas comisiones y subcomisiones,
las cuales eligieron sus respectivas ponencias para emitir pronto
y luminoso dictámen sobre los gravísimos puntos de doctrina y de
aplicación que se habían de tratar. ¡Bienaventurados obreros, y qué
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