El amigo Manso - 10

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fin caritativo sirven para que se exhiban multitud de tipos ávidos de
notoriedad. Si algún tiempo antes me hubieran dicho: «vas á hablar en
una velada caritativa» lo habría juzgado tan absurdo como si dijeran:
«volarás.» Y sin embargo, ¡oh, Dios!, yo volé.
Pero un desasosiego mayor que este de pensar en mi discurso me
entristeció por aquellos días. Una tarde fuí á casa de José María
con intención decidida de ver á Irene y de hablarle un poco más
explícitamente, porque mi propia reserva empezaba á atormentarme, y
me cansaba del papel de observador que yo mismo me había impuesto.
La determinación de sentimiento iba tomando tal fuerza en mí de día
en día, que andaba la razón algo desconcertada, como autoridad que
pierde su prestigio ante la insolencia popular. Y doy por buena esta
figura, porque el sentimiento se expansionaba en mí al modo de un
popular instinto, pidiendo libertad, vida, reformas, y mostrándome
la conciencia de su valer y las muestras de su pujanza, mientras la
rutinaria y glacial razón hacía débiles concesiones, evocaba el pasado
á cada instante y no soltaba el códice de sus rancias pragmáticas.
Yo estaba, pues, en plena revolución, motivada por ley fatal de mi
historia íntima, por la tiranía de mí propio y por aquella manera
especial de absolutismo ó inquisición filosófica con que me había
venido gobernando desde la niñez.
Aquel día, pues, el brío popular era terrible; se habían desbordado las
masas, como suele decirse en lenguaje revolucionario, y la Bastilla de
mis planes había sido tomada con estruendo y bullanga. Acordándome de
Peña y de sus ideas sobre la necesidad de lo dramático en cierta parte
de la vida, me parecía que tenía razón. Era preciso ser joven una vez
y permitir al espíritu algo de ese inevitable proceso reformador y
educativo que en Historia se llama revoluciones.
«Basta de sabidurías,--me dije;--acábense los estudios de caracter,
y las disecciones de palabras que me enredan en mil tormentosas
suspicacias y cavilaciones. ¡Al hecho, á la cosa, al fin! Planteada la
cuestión y manifestados mis deseos, toda la claridad que haya en mí se
repetirá en ella, y la veré y apreciaré mejor. Así no se puede vivir.
¡Ay de aquel que en esto de mujeres imite al botánico que estudia una
flor! ¡Necio! Aspira su fragancia, contempla sus colores; pero no
cuentes sus pistilos, no midas sus pétalos ni analices su caliz, porque
así, mientras más sepas más ignoras, y sabrás lo menos digno de saberse
que guarda en sus inmensos talleres la Naturaleza.»
Así pensaba, y con estas ideas me fuí derecho á su cuarto. ¡Desilusión!
Irene no estaba. Las niñas tampoco. Lica salió á mi encuentro y me
explicó el motivo de la ausencia de la maestra. Había ido á casa de
su tía á arreglar sus cosas. Parece que estaban de mudanza. Doña
Cándida había tomado un cuartito muy mono y recorría las almonedas
para procurarse muebles baratos con que arreglarlo. Irene estaba en
la antigua casa de mi cínife poniendo en orden sus objetos para la
mudanza, y ayudando á su tía.
Quise ir allá, pero Lica me retuvo. Tenía que darme cuenta de los malos
ratos que estaba pasando con el ama de cría, cuya bestial codicia,
iracundo genio y feroces exigencias, no se podían soportar. Todos
los días armaba peloteras con la mulata, y se ponía tan furiosa,
que la leche se le echaba á perder, y mi buen ahijado se envenenaba
paulatinamente. Cuanto veía se le antojaba, y como Manuela le hacía el
gusto en todo, llegó un momento en que ni con faldas de terciopelo, ni
con joyas falsas ó finas se la podía contentar. Cuando la contrariaban
en algo, ponía un hocico de á cuarta, y era preciso echarle memoriales
para sacarle una palabra. No mostraba ningún cariño á su hijo postizo,
y hablaba de marcharse á su casa con su _hombre_ y _los sus mozucos_.
Varios objetos de valor que habían desaparecido fueron descubiertos
sigilosamente en el baul de la bestia. Lica le tenía miedo, temblaba
delante de ella, y no se atrevía á mostrarle caracter ni á contrariarla
en lo más ligero.
--Que se lleve todo,--me decía lloriqueando, á solas los dos,--con tal
que críe al hijo de mis entrañas. Ella es el ama, yo la criada: no me
atrevo á resollar delante de ella por miedo de que haga una brutalidad
y me mate al hijo.
--¡Buen punto te ha traido doña Cándida! ¿Ves? de mi cínife no puede
salir cosa buena.
--Y doña Cándida, ¿qué culpa tiene?... ¡la pobre!... No seas
ponderativo... Si yo pudiera buscar otra criandera sin que ésta se
maliciara, pues, y plantarla en la calle... ¡Ay! Máximo, tú que eres
tan bueno, ayúdame. No cuento para nada con José María. ¿Ese?... como
si no existiera. No parece por aquí. Con que Máximo, chinito...
--Pero Lica... y esa doña Cándida, ¿qué dice?
--Si ya apenas viene á casa... Desde que ha vendido las tierras de
Zamora y tiene moneda...
--¡Dinero doña Cándida!--exclamé más asombrado que si me dijeran que
Manzanedo pedía limosna.--Dinero Calígula.
--Sí, está rica: pues si vieras, niño... gasta más fantasías...
--¡Ay Lica, Lica! yo te encargué que vigilaras bien á mi cínife. ¿Lo
has hecho?
--Pero ven acá, ponderativo...
Yo no sabía qué pensar. La necesidad de ver á Irene, y no sé qué
instinto suspicaz, que me impulsaba á observar de cerca los pasos de
doña Cándida, lleváronme á la casa de ésta. Llegué: mi espíritu estaba
preñado de temores y desconfianzas. Llamé repetidas veces tirando,
hasta romperlo, del seboso cordon de aquella campanilla ronca; pero
nadie me respondía. La portera gritó desde abajo que la señora y su
sobrina estaban en la otra casa. Pero, ¿dónde estaba esa casa? Ni la
portera ni los vecinos lo sabían.
Volví junto á Lica. Irene llegó muy tarde, cansada, ojerosa, más pálida
que nunca. La nueva casa de su tía estaba en la barriada moderna de
Santa Bárbara, con vistas á las Salesas y al Saladero. Tía y sobrina
habían trabajado mucho aquella tarde.
--¡He cogido tanto polvo!...--me dijo Irene.--Estoy rendida de sueño y
cansancio. Hasta mañana, amigo Manso.
¡Hasta mañana! Y aquel mañana vino, y también desapareció Irene.
Vivísima curiosidad me impelía hacia la nueva casa, alquilada y
amueblada con el producto de aquellas tierras de Zamora que no existían
más que en el siempre inspirado númen del fiero Calígula.
Salí, recorrí las nuevas calles del barrio de Santa Bárbara; pero no dí
con la casa. Según me había dicho Irene, ni el edificio tenía número
todavía, ni la calle nombre: pregunté en varios portales, subí á varios
pisos, y en ninguno me daban razón. Parecíame viajar por una ciudad
humorística como las tierras de doña Cándida, y áun me ocurrió si el
_cuartito muy mono_ estaría en uno de los yermos solares en que no se
había edificado todavía. Volví hacia el centro. En la calle de San
Mateo, ya cerca de anochecer, me encontré á Manuel Peña, que me dijo:
«Ahora van la de García Grande y su sobrina por la calle de Fuencarral.»
Nos separamos después de haber hablado un momento de su discurso y del
mío. Me fuí á casa, volví á salir. Era de noche...


XXV
Mis pensamientos me atormentaban...

Me atormentaron toda la noche dentro y fuera de mi casa. No sé cómo
vino á mí aquella imagen. La encontré, la ví pasar sola y acelerada
delante de mí por la otra acera, por la acera del Tribunal de Cuentas.
Yo estaba al amparo de una de las acacias que adornan la puerta
del Hospicio, y ella no me vió. La seguí... Iba apresurada y como
recelosa... Á veces se detenía para ver los escaparates. Cuando se paró
delante de uno muy iluminado, la miré bien para cerciorarme de que era
ella. Sí, ella era; llevaba el vestido azul marino, sombrero oscuro,
como un gran cuervo disecado, que daba sombra á la cara. Su aire
elegante y algo extranjero distinguíala de todas las demás mujeres que
iban por la calle.
Pasó junto á la esterería, junto al estanco, entretúvose un momento
viendo las telas en el _Comercio del Catalán_. Después acortó el paso;
había descarrilado el tranvía, y un coche de plaza se había metido en
la acera. El tumulto era grande. Ella miró un poco y pasó á la otra
acera, alzándose ligeramente las faldas, porque había muchos charcos.
Aquella tarde había llovido. Tomó la acera de los pares por junto á
la botica dosimétrica, y siguió luego con alguna prisa, como persona
que no quiere hacer esperar á otra. Pasó junto á la capilla del
Arco de Santa María, y mirando hacia dentro, se persignó. ¡También
mogigata!... Siguió adelante. Crueles sospechas me mordían el corazón.
Para observarla mejor, yo seguía por la acera contraria. Pasó por una
esquina, luego por otra. Detúvose para reconocer una casa. En el ángulo
se ve el pilastrón de un registro de agua, y arriba una chapa verde de
hierro con un letrero que dice: _Viaje de la Alcubilla. Registro núm.
6. B. Arca núm. 18. B_. Leyó el letrero y yo también lo leí. Era el
rótulo del infierno... Dió algunos pasos y se escurrió por el portal
oscuro... Yo estaba anonadado, presa del más vivo terror, y sentía
agonías de muerte. Clavado en la acera de en frente miraba al lóbrego,
angosto y antipático portal, cuando llegó un coche y se paró también
allí. Abrióse la portezuela, salió un hombre... ¡Era mi hermano!...
Concluiré esta febril jornada diciendo con la candidez de los autores
de cuentos, después que se han despachado á su gusto narrando los más
locos desatinos.
_Entonces desperté. Todo había sido un sueño._
Pero este atroz sueño mío que me atormentó á la mañana, fué nacido
de mis hipótesis de la noche anterior, y llevaba en sí no sé qué
probabilidad terrible. Me impresionó tanto, que después recordaba el
soñado paseo por la calle de Fuencarral y me parecían tan claros sus
accidentes como los de la misma verdad. No es puramente arbitrario
y vano el mundo del sueño, y analizando con paciencia los fenómenos
cerebrales que lo informan, se hallará quizás una lógica recóndita.
Y despierto me dí á escudriñar la relación que podría existir entre
la realidad y la serie de impresiones que recibí. Si el sueño es el
reposo intermitente del pensamiento y de los órganos sensorios, ¿cómo
pensé y ví...? ¡Pero qué tontería! Me estaba yo tan fresco en la cama,
interpretando sueños como un Faraón, y eran las nueve, y tenía que ir
á clase, y después preparar mi discurso para la gran velada que había
de celebrarse aquella noche... Las cavilaciones de los dos pasados
días no me habían permitido ocuparme de semejante cosa, y aún no tenía
plan ni ideas claras sobre lo que había de decir. Como improvisador,
siempre he sido detestable. No quedaba, pues, más recurso que enjaretar
de cualquier modo una oracioncilla en los términos de fácil claridad y
sencillez que me habían parecido más propios.
Tal empeño puse, que al anochecer estaba todo concluido
satisfactoriamente. Había escrito todo mi discurso y lo había leido
tres ó cuatro veces en voz alta para fijar en mi espíritu, si no las
frases todas, las partes principales de él y su armónica estructura.
Hecho esto, podía salir del paso, pues fijando bien las ideas, estaba
seguro de que no me se rebelaría el lenguaje.
Cuando llegó la hora me vestí, y ¡al teatro con mi persona! Dígolo así,
porque me llevé como quien lleva á un criminal que quiere escaparse.
Yo era polizonte de mí mismo, y necesité toda la fuerza de mi dignidad
para no evadirme en mitad del camino y volverme á mi casa; pero el yo
autoridad tenía tan fuertemente cogido y agarrotado al yo timidez, que
éste no se podía mover.--Bien se conocía, en la proximidad del teatro,
que en éste había aquella noche solemnidad grande. Era aún temprano,
y ya se agolpaba el público en las puertas. Aunque se habían tomado
precauciones para evitar la reventa de billetes, diez ó doce gandules
con gorra galonada entorpecían el paso, molestando á todo el mundo.
Llegaban coches sin cesar, sonaban las portezuelas como disparos de
armas de fuego, y cuando me venía al pensamiento que yo formaba parte
del espectáculo que atraía tanta gente, se me paseaba por la espina
dorsal un cosquilleo... El discurso se me borraba súbitamente del
espíritu, y volvía á aparecer claro para eclipsarse de nuevo, como los
letreros de gas encendidos sobre la puerta del teatro, y cuyas luces
barría á intervalos el fuerte viento sin apagarlas.
No había dado dos pasos dentro del vestíbulo, cuando tropecé con
un objeto duro y atrozmente movedizo. Era Sainz del Bardal, que se
multiplicaba aquella noche como nunca; tal era su actividad. En el
espacio de un cuarto de hora le ví en diferentes partes del coliseo,
y llegué á creer que las energías reproductrices del universo
habían creado aquella noche una docena de Bardales para tormento y
desesperación del humano linaje. Él estaba en el escenario arreglando
la decoración, los atriles, el piano; él en el vestíbulo disponiendo
los tiestos de plantas vivas que á última hora no habían sido bien
colocados; él en los palcos saludando á no sé cuántas familias; él
adentro, afuera, arriba y abajo, y aun creo que le ví colgado de la
lucerna y saliendo por los agujeros de la caja de un contrabajo. Una de
las tantas veces que pasó junto á mí, como exhalación, me dijo:
«Arriba, en el palco segundo de proscenio, están Manuela, Mercedes,
y... abur, abur.»
Subí. Sorprendióme ver á Lica en lugar tan eminente, en un palco que
lindaba con el paraíso. El público extrañaría seguramente no ver á la
señora de Manso en uno de los proscenios bajos. Parecía aquello una
deserción, harto chocante tratándose de la dama en cuya casa se había
organizado la fiesta. Cuando entré, Irene estaba colgando los abrigos
en el estrecho antepalco. Saludóme en voz baja, dulcísimamente, con
algo como secreteo ó confidencia de amigo íntimo.
--Ya estaba yo con cuidado--dijo,--temiendo que usted...
--¿Qué?
--Nos hiciera una jugarreta, y á última hora no quisiera hablar.
--¿Pero no prometí...?


XXVI
Llevóse el dedo á la boca imponiéndome silencio.

Su discreción me pareció encantadora. Parecía decirme: «Ya hablaremos
largamente de ello y de otras mil cosas agradables.»
--¿No sabes?--me dijo Lica.--José María se ha puesto muy bravo, porque
no he querido ir al palco proscenio. Dice que esto es una gansada...
Mejor; que rabie. No me da la gana de ponerme en evidencia. Aquí
estamos muy bien... _Aguaita_, chinito; hemos venido de bata. No te
chancees. Aquí vemos todo y nadie nos ve... ¡Jesús, cómo está mi
marido! Dice que no sirvo más que para vivir en un potrero... ¡Qué
cosa! En fin, que rabie.
Mercedes miraba hacia las butacas, y aquel animado panorama á vista
de pájaro la desconsolaba un poco, por no encontrarse ella en medio
de tanto brillo y hermosura. También estaba doña Jesusa; inaudito
fenómeno, tan contrario á sus costumbres sedentarias.
--No he venido más que á oirle, niño--me dijo con toda la bondad del
mundo.--Pues si no fuera porque usted se va á lucir, no me sacarían de
mi sillón ni toitas las Potencias celestiales.
Estaba la buena señora horriblemente vestida de día de fiesta, con
gruesas y relumbrantes alhajas, y un medallón en el pecho con la
fotografía de su difunto esposo, casi tan grande como un mediano plato.
Yo no me había enterado hasta aquella noche de las facciones del papá
de Lica, que era un señor muy bien barbado, vestido de voluntario de
Cuba.
--Parece que hay solo de arpa--me dijo Mercedes ilusionada con los
misteriosos atractivos del programa.
--Creo que sí. Y también...
--¡Ah, los versos de Sainz del Bardal son más lindos!...--indicó
Manuela.--Me los leyó esta tarde. Hablan de Sócrates y de un tal... no
sé cómo.
--¿Y quién más recita?
--Creo que recitarán los principales actores. Voy á que Sainz del
Bardal les mande á ustedes un programa.
Irene no desplegaba sus labios. Sentada tan lejos del antepecho como
del fondo del palco, manteníase á decorosa distancia de Lica, acusando
su inferioridad, pero sin dar á conocer ni sombra de servilismo.
Modesta y digna, me habría cautivado en aquella ocasión, si entonces
la hubiera visto por primera vez. Al salir ví en la penumbra roja
del palco un objeto, una cosa negra, una cara... Me eché á reir,
reconociendo á Rupertico, que me miraba y se apretaba la nariz con los
dedos para contener sus carcajadas. Estaba sentado en una banqueta,
tieso, estirado por la circunspección y el respeto, sin atreverse á
mover brazo ni pierna. No había en él más señales de vida que los
ímpetus de risa, y para sofocarla se apretaba la boca con las palmas de
las manos.
--No hemos tenido más remedio que traerle--me dijo la niña
Chucha.--¡Ay! ¡qué enemigo! Toda la tarde llorando porque quería venir
á oirle.
--Yo creo que le da un accidente, si no le traemos--añadió Lica.--Nos
tenía locas. «Yo quiero oir á mi amo Máximo, yo quiero oir á mi amo
Máximo...» Y llora que llora.
Al tirarle de la oreja ví que en el rincón había un bulto envuelto en
un pañuelo rojo. El negrito, al observar, que yo miraba aquéllo, acudió
con sus manos á acomodar el pañuelo y á ocultar lo que dentro estaba.
Reía convulsamente, y Lica y Mercedes reían también...
--Fresco, _relambido_, márchate, márchate, que aquí no haces falta--me
dijo Lica.--Después que hables vendrás á vernos.
En el escenario no se podía dar un paso. Sainz del Bardal y los que le
habían ayudado en la organización, no supieron impedir que entrase allí
el que quisiese, y todo era desorden y apreturas. Periodistas que iban
en busca de pormenores para redactar sus crónicas, oradores, los amigos
de los oradores, músicos y todos los amigos de los músicos, actores que
habían de recitar y poetas que iban á que les recitaran, indivíduos
afiliados á la Sociedad y multitud de personas á quienes nadie conocía
llenaban el escenario. Sainz del Bardal, rojo como un cangrejo, y otro
señor filántropo y discursista que tiene la especialidad de estas
cosas, se esforzaban por imponer orden y expulsaban galantemente
á los intrusos. Á todas estas concluía la sinfonía, el telón se
había corrido, y los indivíduos de la junta ocupaban una fila de
sillas, junto á pomposa mesa, tras de la cual aparecía la imagen más
grave de todas las imágenes imaginables, D. Manuel María Pez. Este
señor debía pronunciar breves palabras, explicando el objeto de la
ceremonia, y dando las gracias á las distinguidísimas y eminentes
personas que se habían dignado _cooperar á su esplendor en bien de la
humanidad y de los pobres_. Era la oratoria de este buen señor acabado
ejemplo del género ampuloso, hueco y vacío, formado de pleonasmos y
amplificaciones, revestido de hojarasca y matizado de pedacitos de
talco, oratoria que sirve á las nulidades para hacer un breve papel
parlamentario, fatigar á los taquígrafos y macizar esa inmensa pirámide
papirácea que se llama el _Diario de la Sesiones_. Para descubrir una
idea del Sr. de Pez era preciso demoler á pico un paredón de palabras,
y aún no había seguridad de encontrar cosa de provecho. Decía así:
«Es ciertamente laudable, es altamente consolador, es en sumo grado
lisonjero para nuestra edad, para nuestro tiempo, para nuestra
generación, que tantas personas eminentes, que tantos varones ilustres
en las artes y en las letras, que tantas glorias de la patria, en uno
y otro ramo del saber, se presten, se ofrezcan, se brinden á...» Todos
estos miembros del discurso iban perfectamente espaciados con enfáticas
pausas, entre graves compases, con cadencia pomposa y campanuda que
fatigaba como los mazos de un batán. No seguí prestándole atención,
porque necesitaba enterarme á prisa del orden de la fiesta, para ver
cuál era mi puesto y en qué momento me tocaba ¡ay, Dios mío! salir á
las candilejas.
El programa era vasto, inmenso, vario y complejo como ningún otro. Á
la legua se conocía que había andado en ello Sainz del Bardal y su
destornillada cabeza. Hablaríamos un célebre orador, Manuel Peña y yo;
habría cuarteto por eminencias del Conservatorio; leerían versos de
celebrados poetas tres actores de los mejorcitos. El único poeta que
sería leido por sí mismo era Sainz del Bardal, quien por condiciones
especiales de caracter no confiaba á boca ajena las hechuras de su
ingenio. Habría además concierto de piano, desempeñado por una señorita
de doce años que era un prodigio en teclas; habría gran solo de arpa,
tocada por un célebre profesor italiano que había llegado á Madrid
pocos días antes. Por último, cantaría un tenor del Real la célebre
aria de Mozart _Al mio tesoro intanto_, y entre el tenor y el barítono
despacharían el dúo _I marinari_... No sé si había algo más. Creo que
no.
Sainz del Bardal me notificó que mi puesto en el programa seguía
inmediatamente al solo de arpa, lo que me desconcertó un poco, mucho
más cuando acerté á ver al solista, que parecía sujeto de mala sombra.
Estaba en el fondo del escenario preparando su instrumento y rodeado de
una nube de músicos y gente italiana del Real. Mirándole yo, consideré
supersticiosamente que en la compañía de aquel dichoso hombre no
podía haber cosa buena. Era bastante obeso, con cara de mujer gorda,
el peinado en dos cuernecitos muy monos, el bigote pequeño y de moco
retorcido, también en cuernecillos, y con dos chapitas en los carrillos
que parecían hechas con colorete.
Yo me paseaba solo esperando mi turno. Un noticiero se me acercó y me
dijo:
--¿Sobre qué va usted á hablar? ¿Quiere darme usted un extracto de su
discurso?
--Cuatro generalidades... en fin, ya lo verá usted.
--¡Qué poco feliz ha estado ese señor de Pez!
Otro llegó y dijo:
--Ya se acabó el _dies iræ_. Es un piporro ese señor de Pez... ¡Ah! vea
usted el del arpa. ¡Qué figura, amigo Manso! Pues si eso sonara...
--Parece mentira--añadió un tercero, gomoso, discípulo mío por más
señas, buen chico, ateneista...--¡Qué escándalo con los revendedores!
Esto no pasa más que en España. El gobernador ha mandado detener á
alguno. Sería curioso saber quién les había dado los billetes que no se
han vendido en el despacho y son todos personales...
Poco á poco iban llegando conocidos, y se formaba animado corrillo
junto á mí.
--Señor de Manso, ¿cuándo va usted?
--Después del arpa. ¡Lástima que mi discurso sea tan pobre de arpegios!
--Yo, á ser usted, hubiera pedido un lugar más adelantado.
--¿Qué más da? Antes ó después lo he de hacer bastante mal.
--¡Hombre, hombre, qué pillín es usted!... ¿Con que mal?
--Ps...
--Demasiado sabe usted que...
--Quiá. Si ese buen señor no sabe lo que vale.
--Diga usted, señor de Manso, ¿le convendría á usted darme su discurso
para la Revista?... Lo pondremos en el número del 15, y después, si
usted quiere, se le puede hacer una tirada corta... pues, un folletito.
--Quiá, hombre, es demasiado breve.
--¡Ah! mejor... De todos modos, para la Revista ya me sirve.
--¿De qué trata?
--De nada, señores, de nada. ¿Se puede hablar de cosas serias delante
de esta gente, entre un solo de arpa y una tirada de versos? Cuatro
generalidades...
--Ya sale el actor á leer el poema de XXX... Es soberbio. Me lo leyó su
autor ayer tarde. Es un asombro...
--Sí; pero vean ustedes qué manera de leer.
--Ese hombre es un epiléptico. Se pone verde.
--Milagro será que no se le reviente una vena.
--Esa descripción del naufragio... ¿eh?
--Es de primera fuerza...
--Y ahora el incendio de la cabaña... ¡Bravísimo!
--El poema es de barba de pato.
--¡Calzones, qué verso!
--Pero esta manera de declamar... ¡Ah! los actores italianos...
--En las transiciones saca una voz de vieja...
--¡Muy bien, muy bien!
Todos aplaudimos al final, rompiéndonos las palmas de las manos. De
las localidades venía un rumor de aplausos que parecía una tempestad.
De pronto en el círculo amistoso, que se había formado alrededor de
mí, apareció Manuel Peña con las manos en los bolsillos y el sombrero
echado atrás. Parecía un libertino que salía de la ruleta.
--Hola, perdis...
--Maestro, dichoso usted que está tranquilo.
--Y tú, ¿tienes miedo?...
--¿Miedo?... Estoy como el reo en capilla.
--¿Sobre qué vas á hablar?
--Sobre lo primero que me ocurra.
--¿No has preparado nada?
--Este es lo más célebre... ¿Creerá usted, amigo Manso, que esta mañana
no tenía ni idea siquiera del discurso que va á pronunciar?
--Ni la tengo ahora... Veremos lo que sale. Yo me las arreglo de este
modo. Esta tarde me he leido unos versos de Víctor Hugo y he tomado una
docena de imágenes...
--De esas de patrón de mico... ¿eh?
--Cada imagen como la copa de un pino. Y con esto me basta... Hablaré
de las damas, de la influencia de la mujer en la historia, del
Cristianismo...
--De la mujer cristiana, ¿eh?...
--Eso, y de la caridad... Mucho de la caridad... Á ver, señores,
¿quién dijo aquello de _la caridad corre á la desgracia como el agua al
mar_?
--Chateaubriand.
--No, hombre, me parece que es el Padre Gratry.
--No, no. Usted, Manso, ¿sabe...?
--Pues no recuerdo...
--En fin, lo diré como mío.
--¡Ah!... esa frase es de Víctor Cousin...
--Sea de quien fuere... usted, maestro, pronto entra.
--Detrás del arpa... Ahí va.
El italiano y su comitiva italianesca pasó junto á nosotros. Hacía mi
benemérito predecesor gimnasia con los dedos, como si quisiera rasguñar
el aire.
Hubo un silencio espectante que me impresionó, haciéndome pensar que
pronto se abriría ante mí la cavidad muda y temerosa de un silencio
semejante. Después oyéronse _pizzicatos_. Parecían pellizcos dados
al aire, el cual, cosquilloso, respondía con vibraciones de risa
pueril. Luego oimos un rasgueado sonoro y firme como el romper de una
tela, después un caer de gotas ténues, lluvia de soniditos duros,
puntiagudos, acerados, y al fin una racha musical, inmensa, flagelante,
con armonías misteriosas.
--¡Caramba, que este hombre toca bien!
--¡Vaya!
--Ahora, ahora, ¡qué melodía! ¿Pero de dónde es esto?
--Es una fantasía sobre _La Estrella del Norte_.
--¡Qué dedos!
--Si parecen patas de araña corriendo por los hilos.
--¡Y cómo se sofoca el buen señor!... Mire usted, Manso, cómo se le
mueven los cuernecitos del pelo.
--¿Pero han visto ustedes las cruces que tiene ese hombre?
--¿Qué es eso de hombre? Si es la mujer con barbas... esa que estaba en
la feria...
--Ps... silencio, señores; esas risas...
Cuando concluyó el solo y sonaron los aplausos, parecía que se me
arrugaba el corazón y que se me desvanecía la vista. Mi hora había
llegado. Dí algunos pasos mecánicos.
--Todavía no. Va á repetir. Tocará otra pieza.
--¡Qué placer!... cinco minutos de vida.
Para animarme, afecté alegría, despreocupación y un valor que estaba
muy lejos de tener. La reflexión de estos estímulos artificiales suele
ser de momentánea eficacia. Y por último, llegó el segundo fatal.
El italiano entró, volvió á salir llamado por el público, y al fin
retiróse definitivamente. Yo le ví limpiándose el sudor de su amoratado
rostro, que parecía un lustroso tomate y oí felicitaciones de los
músicos que le rodeaban. Cuando rompí por medio de ellos para salir,
las piernas me temblaban.
Y me ví delante del dragón, como quien va á ser tragado, pues las
candilejas eran como dentadura de fuego, las filas de butacas, surcos
de una lengua replegada, y el cóncavo espacio rojo, cálido y halitoso
de la sala, la capacidad de una horrenda boca. Pero la vista misma del
peligro parecía restituirme mi valor y fortalecerme. Verdaderamente,
pensé, es una tontería tener miedo á esta buena gente. Ni lo he hacer
tan mal que me ponga en ridículo...
Alcé la vista, y allá arriba, sobre el mal pintado celaje del techo, ví
destacarse un grupo de cabezas.


XXVII
La de Irene dominaba á las otras tres.

Ó por lo menos, fué la que más claramente ví. Cuando principié, con voz
no muy segura, me hacía visajes en los ojos el decorado pseudo-morisco
de los palcos. La puntería de gemelos, así como el movimiento de
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