El amigo Manso - 04

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una situación de lujo, su vanidad no parecía totalmente injustificada.
Era por demás irónico el efecto que resultaba de la grandeza de sus
proyectos y del lenguaje con que las traducía, llamando, por vieja
costumbre, al dinero _parné_, al figurar _darse pisto_. Ya más de una
vez su hijo había intentado, con poco éxito, traer á su mamá á las
buenas vías académicas en materia de lenguaje.
Unas cosas me las confiaba doña Javiera claramente, y otras me las daba
á entender con discreción y gracia. Lo de quitar la tienda y limpiarse
para siempre de las manos la sangre de ternera, me lo manifestó palabra
por palabra. Yo lo aprobaba, aunque para mis adentros decía que si
la señora continuaba hablando de aquel modo, hallaría para lavarse
las manos la misma dificultad que halló lady Macbeth para limpiarse
las suyas. Indirectamente me declaró el propósito de legitimar sus
relaciones con Ponce, y de conseguir algo que le decorase en sociedad y
le diera visos de persona respetable, como por ejemplo, una crucecilla
de cualquier orden, aunque fuera la de Beneficencia, un empleo ó
comisión de estas que llaman honoríficas.
Por aquellos días, que eran los de la primavera del año 80, volvió
doña Cándida á darme sus picotazos personalmente. Ella y doña Javiera
se encontraban en mi despacho, y no necesito decir lo que resultaba
del rozamiento de aquellas dos naturalezas tan distintas. Cada cual se
despachaba á su gusto; la carnicera, toda desenfado y espontaneidad;
la de García Grande, toda hinchazón, embustería y fingimientos. Estaba
delicadísima, perdida de los nervios. La habían visto Federico Rubio,
Olavide y Martinez Molina, y por su dictámen, se iba á los baños
de Spa. Doña Javiera le recetaba vino de Jerez y agua de hojas de
naranjo agrio. Reíase doña Cándida del empirismo médico, y preconizaba
las aguas minerales. De aquí pasaba á hablar de sus viajes, de sus
relaciones, de duques y marqueses, y al fin, yo, que la conocía tan
bien, concluía por suponerla digna de figurar en el _Almanaque Gotha_.
Cuando mi cínife y yo nos quedábamos solos, dejaba el clarín de la
vanidad por la trompetilla de mosquito, y entre sollozos y mentiras me
declaraba sus necesidades. ¡Era una cosa atroz! Estaba esperando las
rentas de Zamora, y ¡aquel pícaro administrador!... ¡qué administrador
tan pícaro! Entre tanto no sabía cómo arreglarse para atender á los
considerables gastos de Irene en la escuela de Institutrices, pues sólo
en libros le consumía la mayor parte de su hacienda. Todo, no obstante,
lo daba por bien empleado, porque Irenilla era un prodigio, el asombro
de los profesores y la gloria de la institución. Para mayor ventaja
suya, había caído en manos de unas señoras extranjeras (doña Cándida no
sabía bien si eran inglesas ó francesas), las cuales le habían tomado
mucho cariño, le enseñaban mil primores de gusto y perfilaban sus
aptitudes de maestra, comunicándole esos refinamientos de la educación
y ese culto de la forma y del buen parecer, que son gala principal de
la mujer sajona. Tenía ya diez y nueve años.
Tiempo hacía que yo no la había visto, y deseaba verla para juzgar
por mí mismo sus adelantos. Pero ella, por no sé qué mal entendida
delicadeza, por amor propio ó por otra razón que se me ocultaba, no
iba nunca á mi casa. Una mañana me la encontré en la calle, junto á
un puesto de verduras. Estaba haciendo la compra en compañía de la
criada. Sorprendiéronme su estatura airosa, su vestido humilde, pero
aseadísimo, revelando en todo la virtud del arreglo, que sin duda no
le había enseñado su tía. Claramente se mostraba en ella el noble tipo
de la pobreza, llevada con valía y hasta con cariño. Mi primer intento
fué saludarla; mas ella, como avergonzada, se recató de mí, haciendo
como que no me veía, y volvió la cara para hablar con la verdulera.
Respetando yo esta esquivez, seguí hacia mi cátedra, y al volver la
esquina de la calle del Tesoro ya me había olvidado del rostro siempre
pálido y expresivo de Irene, de su esbelto talle, y no pensaba más que
en la explicación de aquel día, que era la _Relación recíproca entre la
conciencia moral y la voluntad_.


VIII
¡Ay mísero de mí!

¡Ay infelice! Mortal cien veces mísero, desgraciado entre todos los
desgraciados, en maldita hora caíste de tu paraíso de tranquilidad y
método al infierno del barullo y del desorden más espantosos. Humanos,
someted vuestra vida á un plan de oportuno trabajo y de regularidad
placentera; acomodaos en vuestro capullo como el hábil gusano;
arreglad vuestras funciones todas, vuestros placeres, descansos y
tareas á discreta medida para que á lo mejor venga de fuera quien os
desconcierte, obligándoos á entrar en la general corriente, inquieta,
desarreglada y presurosa... ¡Objetivismo mil veces funesto que nos
arrancas á las delicias de la reflexión, al goce del puro _yo_ y de sus
felices proyecciones; que nos robas la grata sombra de _uno mismo_, ó
lo que es igual, nuestros hábitos, la fijeza y regularidad de nuestras
horas, el acomodamiento de nuestra casa!... Pero estas exclamaciones,
aunque salidas del fondo del alma, no bastan á explicar el grande y
radical cambio que sobrevino en mis costumbres.
Oid y temblad. Mi hermano, mi único hermano, aquel que á los veintidos
años se embarcó para las Antillas en busca de fortuna, me anunció su
propósito de regresar á España trayendo toda la familia. En América
había estado veinte años probando distintas industrias y menesteres,
pasando al principio muchos trabajos, arruinado después por la
insurrección y enriquecido al fin súbitamente por la guerra misma,
infame aliada de la suerte.
Casó en Sagua la Grande con una mujer rica, y el capital de ambos
representaba algunos millones. ¿Qué cosa más prudente que dejar á
la Perla de las Antillas arreglarse como pudiese, y traer dinero
y personas á Europa, donde uno y otras hallarán más seguridad? La
educación de los hijos, el anhelo de ponerse á salvo de sobresaltos
y temores, y por otra parte, la comezoncilla de figurar un poco y de
satisfacer ciertas vanidades, decidieron á mi hermano á tomar tal
resolución. Dos meses habían pasado desde que me anunció su proyecto,
cuando recibí un telegrama de Santander participándome ¡ay!... lo que
yo temía.
Dióme la corazonada de que el arribo de aquel familión iba á trastornar
mi vida, y así el natural gusto de abrazar á mi hermano se amargaba
con el pensamiento de un molestísimo desbarajuste en mis costumbres.
Corría el mes de Setiembre del 80. Una mañana recibí en la estación
del Norte á José María con todo su cargamento, á saber: su mujer, sus
tres niños, su suegra, su cuñada, con más un negrito como de catorce
años, una mulatica, y por añadidura diez y ocho baules facturados en
grande y pequeña, catorce maletas de mano, once bultos menores, cuatro
butacas. El reino animal estaba representado por un loro en su jaula,
un sinsonte en otra, dos tomeguines en idem.
Ya tenía yo preparada la mitad de una fonda para meter este
escuadrón. Acomodé á mi gente como pude, y mi hermano me manifestó
desde el primer día la necesidad de tomar casa, un principal grande
y espacioso donde cupiera toda la familia con tanto desahogo como
en las viviendas americanas. José María tiene seis años más que yo,
pero parece excederme en veinte. Cuando llegó, sorprendióme verle
lleno de canas. Su cara era de color de tabaco, rugosa y áspera, con
cierta trasparencia de alquitrán que permitía ver lo amarillo de los
tegumentos bajo el tinte resinoso de la epidermis. Estaba todo afeitado
como yo. Traía ropa de fina alpaca, finísimo sombrero de Panamá,
con cinta negra muy delgada, corbata tan estrecha como la cinta del
sombrero, camisa de bordada pechera con botones de brillantes, los
cuellos muy abiertos, y botas de charol con las puntas achaflanadas.
Lica (que este nombre daban á mi hermana política), traía un vestido
verde y rosa, y el de su hermana era azul con sombrero pajizo. Ambas
representaban, á mi parecer, emblemáticamente la flora de aquellos
risueños países, el encanto de sus bosques poblados de lindísimos
pajarracos y de insectos vestidos con todos los colores del iris.
José María no tenía palabras, el primer día, más que para hablarme de
nuestra hermosa y poética Asturias, y me contó que la noche antes de
llegar á Santander se le habían saltado las lágrimas al ver el faro
de Rivadesella. Pagado este sentimental tributo á la madre patria,
nos ocupamos en buscar habitación. Me había caído que hacer. Atareado
con los exámenes de Setiembre, tenía que multiplicarme y fraccionar
mi tiempo de un modo que me ocasionaba indecibles molestias. Al fin
encontramos un magnífico principal en la calle de San Lorenzo, que
rentaba cuarenta y cinco mil reales, con cochera, nueve balcones á
la calle y muchísima capacidad interior: era el arca de Noé que se
necesitaba. Yo calculé los gastos de instalación, muebles y alfombras
en diez mil duros, y José María no halló exagerada la cantidad. Los
hechos y los números de los tapiceros demostraron más tarde que yo
me había quedado corto, y que mi saber del conocimiento exterior
y trascendente no llegaba hasta poseer claras ideas en materia de
alfombrado y carruajes.
Aún estuvo la familia en la fonda más de un mes, tiempo que se empleó
en la trasformación de vestidos y en ataviarse según los usos de
aquende los mares. Bandada de menestrales invadió las habitaciones, y á
todas horas se veían probaturas, elección de telas, cintas y adornos,
y las modistas andaban por allí como en casa propia. Proveyéronse las
tres damas de abrigos recargados de pieles y algodones, porque todo
les parecía poco para el gran frío que esperaban y para defenderse de
las pulmonías. Á los quince días, todos, desde mi hermano hasta el
pequeñuelo, no parecían los mismos.
Satisfechas estaban Lica y su mamá y hermana de la metamorfosis
conseguida, no sin arduas discusiones, consultas y algún suplicio
de cinturas; las tres alababan sin tasa la destreza de las modistas
y corseteras, y principalmente la baratura de todas las cosas, así
trapos como mano de obra. Tanto las entusiasmaba lo arregladito de los
precios, que iban de tienda en tienda comprando bagatelas, y todas las
tardes volvían á casa cargadas de diversos objetos, prendas falsas y
chucherías de bazar. Los dependientes de las tiendas aparecían luego
trayendo paquetes de cuanto Dios crió y perfeccionó la industria en
moldes, prensas y telares. Las docenas de guantes, la cajas de papel
timbrado, los _bibelots_, los abanicos, las flores contrahechas, los
estuchitos, paletas pintadas, pantallas y novedades de cristalería y
porcelana, ofrecían sobre las mesas y consolas de la sala un conjunto
algo fantástico. Francamente, yo creía que iban á poner tienda. También
daban frecuentes asaltos á las confiterías, y en el gabinete tenían
siempre una bandeja de dulces, por la necesidad en que Lica se veía
de regalarse á cada instante con golosinas, entreverando los confites
con las frutas, y á veces con algún pastelillo ó carne fiambre. Como
se hallaba en estado de buena esperanza (y ya bastante avanzada), los
antojos sucedían á los antojos. Es verdad que su hermana, sin hallarse,
ni mucho menos, en semejante estado, también los tenía, y á cada
ratito decían una y otra: «Me apetece uva, me apetece huevo hilado,
me apetece pescado frito, me apetece merengue.» Las campanillas de
las habitaciones repicaban como si anduvieran por los altos alambres
diablitos juguetones, y los criados entraban y salían con platos y
bandejas, tan atareados los pobres, que me daba lástima verles. Las
tres damas pasaban las horas echadas indolentemente en sus mecedoras,
con los mismos vestidos que habían traido de la calle, dale que dale
á los abanicos si hacía calor, y muy envueltas en sus mantos, si
hacía frío. Por la noche iban al teatro, luego tomaban chocolate y se
acostaban. Dormían la mañana, y cuando venía la peinadora, estaban
tan muertas de sueño, que no había forma humana de que se levantaran.
Vencida de su abrumadora pereza, Lica, no queriendo levantarse ni
dejar de peinarse, echaba la cabeza fuera de las almohadas, y en esta
incómoda postura se dejaba peinar para seguir durmiendo.
En tanto, las dos niñas y el pequeñuelo enredaban solos en una pieza
destinada á ellos y á sus bulliciosas correrías. Cuidábanles la mulata
Remedios y el negro Rupertico. Los gritos se oían desde la calle;
jugaban al carro arrastrando sillas, y no pasaba día sin que rompieran
algo ó rasgaran de medio á medio una cortina ó desvencijaran un mueble.
Á poco de llegar se revolcaban casi en cueros sobre las alfombras,
hasta que, habiendo refrescado el tiempo, se les veía jugar vestidos
con los costosos trajes de paño fino guarnecidos de pieles que se les
habían hecho para salir á paseo.
Rupertico era tan travieso que no se podía hacer carrera de él. De la
mañana á la noche no hacía más que jugar ó asomarse al balcón para ver
pasar los coches. Cuando sus amas le llamaban para que les alcanzara
alguna cosa, lo cual ocurría poco más ó menos cada dos minutos, era
preciso buscarle por toda la casa, y cuando le encontrábamos le
traíamos por una oreja. Yo me encargaba de esta penosa comisión, tan
desconforme con mis ideas abolicionistas, porque los ayes del morenito
me molestaban menos que el insufrible alarido de las señoras diciendo
á toda hora: «Pícaro negro, tráeme mis zapatos; ven á apretarme el
corsé; tráeme agua; alcánzame una horquilla, etc...» Un día le buscamos
inútilmente por toda la casa. «¿Dónde se habrá metido este condenado?»
decíamos mi hermano y yo, recorriendo todas las habitaciones, hasta
que al fin le hallamos en un cuarto oscuro. Su carilla de ébano se me
apareció como un antropomorfismo de las tinieblas, que echaron de sí
los dos globos blancos de los ojos, la dentadura ebúrnea y los labios
de granate. Una voz ronquilla y apagada decía estas palabras: «_mucho
fío, mucho fío_.» Sacámosle de allí. Era como si le sacáramos de un
tintero, pues estaba arrebujado en un mantón negro de su ama. Aquel
día se le compró un chaleco rojo de Bayona, con el cual estaba muy en
caracter. Era un buen chico, un alma inocente, fiel y bondadosa que me
hacía pensar en los ángeles del fetichismo africano.
Casi todos los días tenía que quedarme á comer con la familia, lo cual
era un cruel martirio para mí, pues en la mesa había más barullo que en
el muelle de la Habana.
Principiaba la fiesta por las disputas entre mi hermano y Lica sobre
lo que ésta había de comer.
--Lica, toma carne. Esto es lo que te conviene. Cuídate, por Dios.
--¿Carne? ¡Qué asco!... Me apetece dulce de guinda. No quiero sopa.
--Niña, toma carne y vino.
--¡Qué chinchoso!... Quiero melón.
En tanto la _niña Chucha_ (así llamaban á la suegra de mi hermano),
que desde el principio de la comida no había cesado de dirigir acerbas
críticas á la cocina española, ponía los ojos en blanco para lanzar
una exclamación y un suspiro, consagrados ambos á echar de menos el
moniato, la yuca, el ñame, la malanga y demás vegetales que componen
la vianda. De repente la buena señora, mareada del estruendo que en
la mesa había, llenaba un plato y se iba á comérselo á su cuarto.
Distraído yo con estas cosas, no advertía que una de las niñas, sentada
junto á mí, metía la mano en mi plato y cogía lo que encontraba.
Después me pasaba la mano por la cara llamándome _tiíto bonito_. El
chiquitín tiraba la servilleta en mitad de una gran fuente con salsa,
y luego la arrojaba húmeda sobre la alfombra. La otra niña pedía con
atroces gritos todo aquello que en el momento no estaba en la mesa, y
los papás seguían disertando sobre el tema de lo que más convenía al
delicado temperamento y al crítico estado de Lica.
--Chinita, toma vino.
--¿Vino? ¡qué asco!
--Mujer, no bebas tanta agua.
--¡Jesús, qué chinchoso! Que me traigan azucarillos.
--Carne, mujer, toma carne.
Y el chico salía á la defensa de su mamá, diciendo:
--Papá _mapiango_.
--Niño, si te cojo...
--Papá cochino...
--Yo quiero fideo con azucar--chillaba una vocecita más allá.
--Me apetece garbanzo.
--¡Silencio, silencio!--gritaba José María dando fuertes golpes en la
mesa con el mango del cuchillo.
Una chuleta empapada en tomate volaba hasta caer pringosa sobre la
blanca pechera de la camisa del papá. Levantábase José María furioso, y
daba una tollina al nene; pegaba éste un brinco y salía, atronando la
fonda con su lloro; enfadábase Lica; refunfuñaba su hermana; aparecía
la _niña Chucha_ enojada porque castigaban al nieto y se sentaba á
la mesa para seguir comiendo; llamaban á Rupertico, á la mulata, y
en tanto yo no sabía á qué orden de ideas apelar, ni á qué filosofía
encomendarme para que se serenara mi espíritu.
Como todo el día estaba comiendo golosinas, Lica no hacía más que
probar de cada plato y beber vasos de agua. Al fin saciaba en los
postres su apetito de cositas dulces y frescas. Servían el café, más
negro que tinta; pero yo me resistía á introducir en mí aquel pícaro
brevaje por temor á que me privara del sueño, y me impacientaba y
contaba las horas, esperando la bendita de escapar á la calle.
Luego venía el fumar, y allí me veríais entre pestíferas chimeneas,
porque no sólo era mi hermano el que chupaba, sino que Lica encendía
su cigarrito y la niña Chucha se ponía en la boca un tabaco de á
cuarta. El humo y el vaivén de las mecedoras, me ponían la cabeza como
un molino de viento, y aguantaba, y sostenía la conversación de mi
hermano, que despuntaba ya por la política, hasta que llegada la hora
de la abolición de mi esclavitud, me despedía y me retiraba, enojado
de tan miserable vida y suspirando por mi perdida libertad. Volvía mis
tristes ojos á la historia, y no le perdonaba, no, á Cristóbal Colón
que hubiera descubierto el Nuevo Mundo.


IX
Mi hermano quiere consagrarse al país.

Instaláronse á mitad de Octubre en la casa alquilada, y el primer día
se encendieron las chimeneas, porque todos se morían de frío. Lica
estaba _fluxionada_, su hermana Chita (Merceditas) poco menos, y la
niña Chucha, atacada de súbita nostalgia, pedía con lamentos elegiacos
que la llevasen á su querida Sagua, porque se moría en Madrid de pena y
frío. La casa, estrecha y no muy clara, era tediosa cárcel para ella,
y no cesaba de traer á la memoria las anchas, despejadas y abiertas
viviendas del templado país en que había nacido. Víctima del mismo
mal, el expatriado sinsonte falleció á las primeras lluvias, y su
dolorida dueña le hizo tales exequias de suspiros, que creímos iba á
seguir ella el mismo camino. Uno de los tomeguines se escapó de la
jaula y no se le volvió á ver más. Á la buena señora no había quien le
quitara de la cabeza que el pobre pájaro se había ido de un tirón á los
perfumados bosques de su patria. ¡Si hubiera podido ella hacer otro
tanto! ¡Pobre doña Jesusa, y que lástima me daba! Su única distracción
era contarme cosas de su bendita tierra, explicarme cómo se hace el
ajiaco, describirme los bailes de los negros y el tañido de la maruga y
el güiro, y por poco me enseña á tocar el birimbao. No salía á la calle
por temor á encontrarse con una pulmonía; no se movía de su butaca ni
para comer. Rupertico le servía la comida, y se iba comiendo por el
camino las sobras que ella le daba.
En cambio, mi hermano, su mujer y cuñada se iban adaptando
asombrosamente á la nueva vida, al áspero clima y á la precipitación y
tumulto de nuestras costumbres. José María, principalmente, no echaba
de menos nada de lo que se había quedado del otro lado de los mares, y
se le conocía la satisfacción que le causaba el verse tan obsequiado,
y atraido por mil lisonjas y solicitaciones, que á la legua le daban
á conocer como un centro metálico de primer orden. Hacía frecuentes
viajes al Congreso, y me admiró verle buscar sus amistades entre
diputados, periodistas y políticos, aunque fueran de quinta ó sexta
fila. Sus conversaciones empezaron á girar sobre el gastado eje de los
asuntos públicos, y especialmente de los ultramarinos, que son los más
embrollados y sutiles que han fatigado el humano entendimiento. No
era preciso ser zahorí para ver en José María al hombre afanoso de
hacer papeles y de figurar en un partidillo de los que se forman todos
los días por antojo de cualquier indivíduo que no tiene otra cosa que
hacer. Un día me le encontré muy apurado en su despacho, hablando solo,
y á mis preguntas contestó sinceramente que se sentía orador, que se
desbordaban en su mente las ideas, los argumentos y los planes, que se
le ocurrían frases sin número y combinaciones mil que, á su juicio,
eran dignas de ser comunicadas al país.
Al oir esto del país, díjele que debía empezar por conocer bien al
sujeto de quien tan ardientemente se había enamorado, pues existe un
país convencional, puramente hipotético, á quien se refieren todas
nuestras campañas y todas nuestras retóricas políticas, ente cuya
realidad sólo está en los temperamentos ávidos y en las cabezas ligeras
de nuestras eminencias. Era necesario distinguir la patria apócrifa
de la auténtica, buscando ésta en su realidad palpitante, para lo
cual convenía, en mi sentir, hacer abstracción completa de los mil
engaños que nos rodean, cerrar los oidos al bullicio de la prensa
y de la tribuna, cerrar los ojos á todo este aparato decorativo y
teatral, y luego darse con alma y cuerpo á la reflexión asídua y á la
tenaz observación. Era preciso echar por tierra este vano catafalco
de pintado lienzo, y abrir cimientos nuevos en las firmes entrañas
del verdadero país, para que sobre ellos se asentara la construcción
de un nuevo y sólido Estado. Díjome que no entendía bien mi sistema,
y me lo probó llamándome demoledor. Yo tuve que explicarle que el uso
de una figura arquitectónica, que siempre viene á la mano hablando
de política, no significaba en mí inclinaciones demagógicas. Mostréme
indiferente en las formas de gobierno, y añadí que la política era
y sería siempre para mí un cuerpo de doctrina, un sabio y metódico
conjunto de principios científicos y de reglas de arte, un organismo,
en fin, y que por tanto quedaban excluidos de mi sistema las
contingencias personales, los subjetivismos perniciosos, los modos
escurridizos, las corruptelas de hecho y de lenguaje, las habilidades y
agudezas que constituyen entre nosotros todo el arte de gobernar.
Tan pronto aburrido de mi explicación como tomándolo á risa, mi hermano
bostezaba oyéndome, y luego se reía, y llamándome con vulgar sorna
_metafísico_, me invitaba á enseñar mi sabiduría á los ángeles del
cielo, pues los hombres, según él, no estaban hechos para cosa tan
remontada y tan fuera de lo práctico. Después me consultó con mucha
seriedad que á qué partido debería afiliarse, y le contesté que á
cualquiera, pues todos son iguales en sus hechos, y si no lo son en sus
doctrinas, es porque éstas, que no le importan á nadie, no han sufrido
análisis detenido. Luego, dándole una lección de sentido práctico, le
aconsejé que se afiliara al partido más nuevo y fresquecito de todos,
y él halló oportunísima la idea y dijo con gozo: «Metafísico, has
acertado.»
Las relaciones de la familia aumentaban de día en día, cosa sumamente
natural, habiendo en la casa olor á dinero. Al mes de instalación,
mi hermano tenía la mesa puesta y la puerta abierta para todas las
notabilidades que quisieran honrarle. Las visitas se sucedían á
las visitas, las presentaciones á las presentaciones. No tardó en
comprender el jefe de la familia que debía desarraigar ciertas
prácticas muy nocivas á su buen crédito, y así, en la mesa, cuando
había convidados, que era los más días del año, reinaba un orden
perfecto, no turbado por las disputas sobre carne y vino, ni por las
rarezas de la niña Chucha, ni por las libertades de los chicos. Tomaron
un buen jefe, un maestresala ó mozo de comedor, y aquello parecía otra
cosa. El buen tono se iba apoderando poco á poco de todas las regiones
de la casa y de los actos todos de la familia, y en las personas de
Lica y Chita no era donde menos se echaba de ver la trasformación y
el rápido triunfo de las maneras europeas. Mi cuñada supo contener
un poco su pasión por las yemas, caramelos y bombones, y los niños,
excluidos de la mesa general, comían solos y aparte, bajo la dirección
de la mulata. Conociendo su padre lo mal educados que estaban, acudió á
poner remedio á este grave mal, pues no sabían cosa alguna, ni comer,
ni vestirse, ni hablar, ni andar derechos. Lica deploraba también la
incuria en que vivían sus hijos, y un día que hablaba de esto con su
marido, volvióse éste á mí y me dijo:--«Es preciso que sin pérdida de
tiempo me busques una institutriz.»


X
Al punto me acordé de Irene.

La cual para el caso venía como de encargo. ¡Preciosa adquisición
para mi familia y admirable partido para la huérfana! Contentísimo
de ser autor de este doble beneficio, aquella misma tarde hablé á
doña Cándida. ¡Dios mío, cómo se puso aquella mujer cuando supo que
mi hermano con toda su gente estaba en Madrid! Temí que la sacudida
y traqueteo de sus disparados nervios la ocasionaran un accidente
epiléptico, porque la ví echar de sus ojos relámpagos de alegría; la
ví retozona, febril, casi dispuesta á bailar, y de pronto, aquellas
muestras de loco júbilo se trocaron en furia, que descargó sobre mí,
diciendo á gritos:
--Pero soso, sosón, ¿por qué no me has avisado antes?... ¿En qué
piensas? Tú estás en Babia.
Yo sorprendí en su mirada destellos de su excelso ingenio, conjunto
admirable de la rapidez napoleónica, de la audacia de Roque Guinart
y de la inventiva de un folletinista francés. ¡Ay de las víctimas!
Como el buitre desde el escueto picacho arroja la mirada á increible
distancia y distingue la res muerta en el fondo del valle, así doña
Cándida, desde su eminente pobreza, vió el provechoso esquilmo de la
casa de mi hermano y carne riquísima donde clavar el pico y la garra.
La risa retozaba en sus labios trémulos y su semblante todo denotaba
un estado semejante á la inspiración del artista. Loca de contento, me
dijo:
--¡Ay Máximo, cuánto te quiero! Eres el angel de mi guarda.
No supe lo que me hacía al poner en comunicación al sanguinario
Calígula con la inocente familia de mi hermano. Era ya tarde cuando
caí en la cuenta de que, llevado de un sentimiento caritativo, había
atraido sobre mis parientes una plaga mayor que las siete de Egipto
juntas. Era yo autor del mal, y me reía, no podía evitarlo, me reía al
ver entrar en la casa para hacer su primera visita á la representante
de la cólera divina, puesta de veinticinco alfileres, radiante,
amenazadora, con expresión de fiera majestad semejante á la que debía
de tener Atila. No sé de dónde sacó las ropas que llevaba en aquella
ocasión trágica. Creo que las alquiló en una casa de empeños con
cuyos dueños tenía amistad, ó que se las prestaron, ó no sé qué, pues
hay siempre impenetrables misterios en los modos y procedimientos de
ciertos séres, y ni el más listo observador sorprende sus maravillosas
combinaciones. Lo que llevaba encima, sin ser bueno, era pasable, y
como la muy pícara tenía aquel continente de señora principal, daba
un chasco á cualquiera, y ante los ojos inexpertos pasaba por una de
esas personas que imperan en la sociedad y en la moda. Su noble perfil
romano y sus distinguidos ademanes hicieron aquel día papel más lucido
que en toda la temporada de los esplendores de García Grande en tiempo
de la Unión Liberal.
Cuando vió á mi hermano, le abrazó de tal modo y tales sentimientos
hizo, que yo creí que se desmayaba. Recordó á nuestra buena madre con
frases patéticas que hicieron llorar á José María, y se dejó decir
que ella era una segunda madre para nosotros. En su conversación con
Lica y Chita se mostró tan discreta, tan delicada, tan señora, que las
cubanas se quedaron encantadas, embobecidas, y Lica me dijo después que
nunca había tratado á una persona más fina y amable. En aquella primera
visita dió también doña Cándida rienda suelta á sus sentimientos
cariñosos con los niños, haciéndolos toda suerte de mimos y zalamerías,
y demostrándoles un amor que rayaba en idolatría. La niña Chucha tuvo
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