Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - 18

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sobre la mesa del despachillo que precedía á la alcoba y cuarto tocador
del estudiante cayó sobre el rostro de la muchacha, y Rogelio observó
mejor que nunca cómo en una quincena había empalidecido y se había
demacrado, afinando y espiritualizando su tipo, que ahora podría servir
de modelo para esas imágenes labradas en cera, donde se encierran los
huesos de alguna mártir desconocida.
Rogelio se llegó á Esclava y le tomó la mano: ardía de calentura.
Sin decirse palabra, con unánime impulso, miraron alrededor, buscando un
mueble en que sentarse reunidos. No lo había en el despachito, alhajado
con un sitial y media docena de sillas; y sin reflexionar se refugiaron
en la alcoda, donde Rogelio, cogiendo á la muchacha por el talle, la
obligó á sentarse en la cama. Tampoco entonces hablaron hasta
transcurrir un tiempo que no bajaría de cinco minutos. Rogelio apretaba
y acariciaba aquella manecita algo endurecida por el trabajo y muy
picada de la aguja, como queriendo comunicarle la frescura de sus palmas
y quitarle el ardor de la fiebre. Pero no se le ocurría nada, sino las
vulgaridades consoladoras de todas las despedidas; y al fin,
pareciéndole raro callar más, se resolvió á emplear tan mala moneda.
--Suriña, tontiña, mujer, no me estés así... Mira, he reflexionado
mucho; he cavilado más que tú. No se conseguiría nada con llevarle á
mamá la contraria ahora. Le daríamos un disgusto muy grande; acaso se
nos pondría enferma, pero no mudaría de resolución. Ten paciencia.
Dentro de tres meses, ó menos aún, estamos de vuelta aquí, y nos
veremos, porque en casa del señor de Febrero andarás mucho más libre que
en ésta. Ya sabes que yo te he de querer siempre, boba. No me la pegues
con el tierno Nuño Rasura. Anda, tontiña, paloma, no me estés así. Mira
que me vas á poner muy triste.
Esclavitud no contestaba sino moviendo la cabeza negativamente, con
obstinada melancolía. Luego respondió, en voz bastante entera:
--Alegre no puedo estar. Pero tampoco estoy triste. No se apure. Sólo
que tengo la cabeza... así... como si me anduviese por dentro de ella
una cosa mala.
--Mujer, ¡Suriña!
--Sí, señor. Yo estoy aquí, ¿eh? ¿Le estoy oyendo? ¿Le respondo? Pues
estoy como si oyese á una persona... de allá, del otro mundo, que me
habla.
--¡Válgame Dios!--exclamó el estudiante estremeciéndose.--Más quisiera
que llorases. Si llorases no estarías tan maniática, Sura. Llora y
desespérate, pero no digas esas cosazas.
--Yo lloro por dentro. Por fuera no. Ni una lágrima puedo echar. Ya
estuve lo mismo otra vez, cuando murió mi padre--repuso apaciblemente la
muchacha, sin que ni ella ni Rogelio subrayasen aquel nombre de _padre_
que acaso por primera vez articulaba Esclavitud sin rebozo ni
perífrasis.
--Hija, te encuentro algo enferma. ¡Ay, ay, ay! Tienes calentura. Las
manos tuyas abrasan. Dame palabra de que mañana vas á ver á Sánchez del
Abrojo.
--No, señor, no es enfermedad. Más buena no estuve nunca. Son _avisos_.
--Mujer, calla por Dios. Estás diciendo unos disparates...
Arrimó el rostro al de la muchacha y la besó tiernamente en las heladas
mejillas, sin que ella hiciese movimiento de resistencia. Al contrario,
pareció más conforme y adoptó un tono casi confidencial y franco para
decir á su amigo las extravagancias siguientes:
--Rogelio, hay cosas que avisan los difuntos á los vivos; no le quepa
duda. Tres días antes de morir mi padre, vi un pájaro grande, negro, al
pié de mi cama. Ayer vi otra vez el pájaro: iba tan de prisa que no sé
por dónde se escapó; pero lo vi, tan cierto como que aquí estamos. Yo no
vuelvo nunca más á la tierra: nunca más. Ya se verá; y entonces ha de
convencerse y dirá: «Esclavitud bien me lo avisaba». Si tuviese tan
seguro un millón de onzas, ya estaría discurriendo dónde las iba á
guardar para que no me las llevasen los ladrones. Esta noche...
Bajó mucho más la voz, y al oído de Rogelio murmuró:
--Un perro, en una casa de ahí al lado, estuvo hasta que amaneció
_ventando_ la muerte.
--¡Jesús, mujer!--exclamó Rogelio por segunda vez, ya fatalmente
impresionado con aquella conversación extraña.--Tú estás loca ¿No ves,
Suriña, que en Madrid se mueren ó agonizan cada noche infinitas
personas? Figúrate: si los perros anunciasen todo eso, trabajo les
mando. Se convertirían en cuarta plana de _La Correspondencia_. Lo que
tienes, Sura, es que estás afectada porque nosotros nos vamos y tú te
quedas. También yo ando hace muchos días disgustado con el viajecito. He
pasado ratos feroces. Después he reflexionado... y... me parece que es
mejor conformarse con esto de ahora, porque si alborotamos la
enredaremos más. Suriña, tres meses. Dentro de noventa días (y aun puede
que no tanto), me tienes aquí. Mi primer visita es para doña Sura. Anda,
no estés así. Te quiero mucho, hermosa. Ya convenceremos á mamá. Todavía
no me has dicho hoy que me querías. ¡Anda!...
Con el movimiento de un niño que pide halagos, acercó su mejilla á la
boca de Esclavitud, y ésta, sin protesta alguna, como el que ejecuta una
acción hija de la costumbre, puso en ella los labios. Estaban como las
palmas, secos y ardientes, y á Rogelio le pareció que le arrancaban la
piel, con sensación más bien dolorosa que placentera. Sólo que las
caricias eran un recurso para que aquella última y penosa entrevista
fuese algo menos intolerable, y el estudiante, á falta de razones que
consolasen á la pobre abandonada, acudió á los halagos, sin que en el
primer momento le animase otra intención menos limpia y noble. Corrió
bastante tiempo--y él mismo no acertaría á explicar el por qué de esta
tardanza, anómala si se examina bien lo incitante de la hora y sitio y
la ceguera de los pocos años--antes que se le despertase una sed
criminal y ardiente. Cuando la embriaguez le ofuscó, saltó de la cama y
fué á dar vuelta á la llave de la lámpara, sin conseguir por eso
obscuridad completa, pues un rayo de luna primaveral, entrando por la
vidriera del despacho, lo bañaba en luz fantástica, azulada y soñadora.
Al recobrar, entre la pálida penumbra, los labios donde la fuerza de la
ilusión juvenil le movía á creer que se dejaba presa el alma á cada
aspiración del aliento, ya no los soltó, ni acaso los soltaría aunque
viese allí á su madre, que representaba para él el Deber, y el Deber
amado, el único que se impone á las almas tiernas. Pero el recuerdo y la
conciencia de ese Deber fué lo primero que acudió á su mente al
despertarse, y corriendo á la puerta, escuchó, volvió azorado, y exclamó
en tono suplicante:
--Suriña, Suriña, se me figura que oigo despedirse en el pasillo á la
Marquesa... Si esa se va, es que no queda nadie... Mamá se cuela aquí
derechamente, de fijo... A ver, á ver si puedes escurrirte con maña.
Adiós, vé despacito, que no te sientan... ¿eh?
La muchacha obedeció pasiva, como en todo, sin reclamar, en la premura
de su aquiescencia, ni el último abrazo. Rogelio volvió á encender la
lámpara, cuya mecha igualó cuidadosamente. Corrió también la vidriera de
la alcoba, y de pié ante el gran armario de luna, se atusó y se sacó la
raya con un peinecillo. Después metió las manos en los bolsillos del
pantalón y se miró un rato, atentamente, estudiando con curiosidad
irreflexiva su propia cara; hablando con sus ojos en el espejo, como
para convencerse de que, disipado aquel vértigo, la individualidad
persistía, y no quedaba para siempre en su persona no sé qué de otra,
una huella que no se podía borrar y que iba á delatarle. Luego, la
imagen de su madre volvió á oprimirle el corazón; pero disipó
instantáneamente sus recelos un arrebato de alegría nerviosa; y el
neófito, corriendo á la ventana, la abrió, se dejó bañar por la pura
atmósfera nocturna, y agarrado á los hierros de la ventana, respiró con
avidez.


EPILOGO

Antes faltaría el sol en los cielos, que Don Gaspar á las cuatro de la
tarde con un cochecillo, para llevarse á casa su futura ama de llaves.
Se le dijo que Esclavitud había salido ya en la misma dirección, y el
viejo, con esta noticia, se metió otra vez en la berlina destartalada,
mandando al cochero «que arrease bien.» La impaciencia no le permitía ir
andando con su pata coja.
En los últimos momentos llamara doña Aurora á Esclavitud, poniéndole en
las manos, amén de su salario, una buena propina, á cuyo obsequio añadió
el de unos aretes con turquesas. «No quiero que se vaya descontenta.
Cuidado que la noto desemblantada á la infeliz. Me parece que estaba
encariñada de veras con el niño, por lo cual es cada vez más conveniente
mi resolución. Me da lástima, y conozco que es una tontería que me la
dé: ¡qué arrimo como el que encuentra! Le hago un favor grandísimo: lo
que me tranquiliza es eso. Lleva una canonjía...»
Así y todo, la señora no podía reprimir cierta desazón, cierta amargura
íntima, una lástima inmensa, que después tradujo por doloroso
presentimiento. «Mire V. que compadecerla cuando estoy tan segura de que
le he proporcionado lo que más podría desear una muchacha de su
clase...» Y así lo creía en efecto la señora de Pardiñas. Como les
sucede á muchas personas bondadosas incapaces de odiar y hacer daño, no
quería reconocer que miraba ante todo á la conveniencia de su hijo, por
más justo que le pareciese y en efecto fuese este móvil, y trataba de
atribuir su conducta al interés de la misma Esclavitud.
La tranquilizó un poquillo oir en la cocina á Fausta que embromaba á
Esclavitud cantándole _sotto voce_ aquello de «Y hoy sirvo á un
abuelo... que está chocho y lelo... y yo soy el ama...»
--Tiene razón Fausta. El ama será en casa del señor de Febrero. Como no
lo sea de más...
Salía el tren de Galicia á las siete y treinta y cinco, y á esa hora tan
bonita, precursora del anochecer, en el andén de la estación del Norte
no cabía la multitud afanosa y regocijada de viajeros y de amigos que
los despedían, envidiando éstos á los que se marchaban á ver tierras
hermosas, respirar aire salino, gozar el fresco, vivir mejor, en clima
templado y salubre, algunos meses. No había escenas tristes: no era el
adiós del marinero, ni la partida del soldado, ni la nostálgica
despedida del emigrante: los que se iban, excitados y gozosos; risueños
en su dentera los que se quedaban... Sólo hacia el extremo del tren, á
la portezuela de un coche de primera, se divisaba un grupo de cinco
personas que trocaban abrazos prolongados; componíase de dos hombres,
mozo el uno y el otro viejo ya, cabizbajos, pero erguidos de cuerpo, y
tres señoras, dos jóvenes y una de pelo blanco, que aplicaban
frecuentemente el pañuelo á los ojos enrojecidos. Dentro del vagón
estaba un ama con niño de pecho. Laín Calvo se acercó á doña Aurora y le
dijo señalando al grupo:
--¿Ve allí á los Rojas? Faroles hasta el fin, hasta la muerte. Al hijo
me lo han vuelto á trasladar á Marineda por aquella historia consabida
de farolerías con el ministro, y mas que sepa perecer de necesidad,
viajará en primera por el decoro de su cargo. Tiene á la mujer otra vez
embarazada... y bien adelantadita en meses. A otra traslación dice que
dimitirá... Y á Rojas ya me lo pillaron, ¿no sabía? Recibió la
jubilación hace una semana.
--¡Qué me dice V.!--exclamó con pena sincerísima la señora.--¡Válgame
Dios! ¡Pobrecitos! Esa infeliz de Matilde Rojas, cuándo encontrará un
hombre de bien que la quiera sin un cuarto de dote! Le digo á V. que
todo el camino iré pensando en esta familia. ¡Qué mundo, Don Nicanor!
Doña Aurora intentó dirigirse al grupo y estrechar la mano de las
señoras de Rojas: pero ya no era hacedero, porque sonaba la campana de
aviso, bufaba la máquina, y corrían de un lado á otro las carretillas
con equipajes facturados para cargarlos. Rogelio, desde el vagón, alargó
la mano á su madre, que subió despacio, riendo porque se le había
enganchado un volante en el estribo; y entre la primer arrancada del
tren se perdió la voz de Laín Calvo que gritaba:
--¡Cuidado con las niñas de Vigo, Rogelín que son de rechupete, home!
El tren, oscilando con suavidad, activaba su marcha. Caía la tarde con
serena magnificencia, y Rogelio, asomado á la ventanilla, creía divisar
ya los frescos valles galaicos, los castaños frondosos, el azul festón
de las rías orlando la tierra más bonita del mundo.
En cambio no vió, del otro lado del andén, á Esclavitud, que seguía con
los ojos el tren hasta que se alejó grandioso y raudo. Cuando ya no fué
posible columbrar ni un copo del penachillo de humo negro, la muchacha,
estremeciéndose como si tuviese frío, retrocedió lentamente hacia la
ciudad, bien resuelta á que el sol, que se ponía en aquel instante, no
volviese á levantarse para ella nunca, nunca.
Dejemos á la infeliz, porque al cabo no podríamos quitárselo de la
cabeza. Si consultamos sobre este drama á Don Gabriel Pardo, que es
amigo de generalidades pedantescas y se paga de malas razones por el
afán de pretender explicarlo todo, nos dirá que el extravío mental que
conduce á la muerte voluntaria, es muy propio del sombrío humor de la
raza céltica, esa gran vencida de la Historia: como si cada día y en
cada provincia de España no trajese la prensa suicidios así.

FIN

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