Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - 09

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entretenidísimas á la sazón en atisbar la riña amorosa, mientras abajo
Lolilla se consagraba al carnero y al arroz.
--Anda..., ella está de morros con él... Está amoscá.
--Porque bailó con nusotras... Me lo malicié, hijas.
--¡Jesús! Pus no se ha resquemao poco... ¡Qué gesto!
--¡Ay! ¡Miales! El la está haciendo cucamonas pa que se le pase...
¡Ole!... Hombre, no nos ponga usté el gorro... Siquiera pa repichonear
podían tener la ventana cerrá.
--¿Quién os manda mirar?
--Pa eso tiene una los ojos... ¡Calle!... Pues ella, en sus trece... Que
nones... Las orejas le calienta ahora.
--¡Virgen! ¿Qué cosas le habrá icho, pa que él se enfade así? Mueve los
brazos que paecen aspas de molino... ¿A que le pega?
--¿Que la e pegar, mujer, que la e pegar? Eso á las probres. A estas
pindongas de señoronas, los hombres les rinden el pabellón. Y eso que
cualisquiera de nosotros les pue vender honradez y dicencia. Digo, me
paece...
--No, pus enfadao ya está.
--¿Va que acaba pidiendo perdón como los chiquillos? ¿No lo ije?
Miale... más manso que un cordero... Ella na, espetá, secatona... vuelta
á la manía de ponerse el abrigo... Se quie largar... ¡Madre e Dios, lo
que saben estas tunantas! Me lo maneja como á un fantoche... ¡Qué
compungió que está!... ¿A que se pone de rodillas, pa que le echen la
solución? ¡Ay, qué mujer, paece la leona del Retiro! Empeñá en que me
voy... Y se sale con la suya... Mia... ¡Se largan!
La turba se precipitó por la escalera del merendero. Verdad: Asís se
largaba, se largaba. Salía tranquilamente, sin prisa ni enojo; hasta
sonrió á Lolilla, que armada del soplador de mimbres avivaba el fuego.
Con voz serena explicó al mozo, atónito de semejante deserción, que se
les hacía tarde, que no podían aguardar ni un minuto más; que avisase al
cochero, el cual probablemente estaría con el simón por allí, en alguna
sombra. Mientras Pacheco, demudado, con pulso trémulo, buscaba en el
portamonedas un billete, Asís trazaba en el piso rayas con la sombrilla,
hasta dibujar una celosía complicada y menuda. Al terminarla extendió la
mano; cogió una ramita florida de la acacia que sombreaba el merendero y
se la sujetó en el pecho con el imperdible. Acercóse obsequiosa la señá
Donata, ofreciendo á sus huérfanas, sus nietecicas, «pa juntar un ramo
de cacias y de mapolas, si á la señorita le gustan...» Dió Asís las
gracias rehusando, porque se marchaba acto continuo, y acercándose
disimuladamente á la vieja le deslizó algo en la mano, recia y curtida
cual la piel del arenque. Acercóse el simón; sin duda el cochero se
había atizado un par de tragos, porque su nariz echaba lumbre,
reluciendo al sol como la película roja que viste á los pimientos
riojanos. La señora tomó por la escalerilla que bajaba desde el puente;
Pacheco la siguió...
--En el coche harán las paces--piaron las gorrionas mayores.--¿A que sí?
--La fija. En entrando...
Grande fué el asombro de aquellas aves, más parleras que canoras, viendo
que, tras un corto debate al pié de la portezuela, la señora tendió la
mano á Pacheco, éste llevó la suya al sombrero saludando, y el simón
arrancó á paso de tortuga, bamboleándose sobre la polvorosa carretera.
--Pus ella vence... Me lo deja plantadito.
--¿A que él se nos vuelve aquí?--indicó la gorriona primogénita,
alisando con la palma las grandes peteneras de su peinado, untadas de
bandolina.
No volvió el muy... Ni siquiera torció la cabeza para hacerlas un saludo
ó enviarlas una sonrisa de despedida. ¡Fantasioso! Estuvo pendiente del
simón mientras éste no traspuso los hornos de ladrillo; luego,
cabizbajo, echó á andar á pié.


XXI

La buena fe, que debe servir de norma á los historiadores, así de hechos
memorables como de sucesos ínfimos, obliga á declarar que la marquesa
viuda de Andrade se dedicó asiduamente--desde las dos de la tarde, hora
en que llegó á su casa, hasta cerca de las nueve de la noche--á la faena
del arreglo definitivo de su equipaje, resolviendo la marcha para el
siguiente día, sin prórroga. El trajín fué gordo, y aumentó sus fatigas
el desasosiego moral de la señora. Anduvo hecha un zarandillo; removió
hasta el último trasto de la casa; mareó á la Diabla; aturrulló á los
demás criados; y al agitarse así la impulsaban sus nervios, tirantes
como cuerdas de guitarra, al par que sentía una especie de punzada
continua en el corazón, un calor extraño en el epigastrio, un saborete
amargo en la boca. Después de haber comido--por fórmula y sin
ganas--pidióle Angela licencia, ya que era el último día, para decir
adiós á su hermana. La negó en un arranque de cólera; la otorgó dos
minutos después. Y así que la chica batió la puerta, la señora, rendida
de cuerpo, más encapotada que nunca de espíritu, se retiró á su
dormitorio... Tenía que poner el S. D. á un sinnúmero de tarjetas; pero
¡estaba tan molida! ¡de humor tan perro! Además, la punzadita aquella
del corazón se iba convirtiendo en dolor fijo, intolerable... ¿Se
aplacaría un poco recostándose en la cama? A ver...
Cerró los ojos, mascando unas hieles que tenía entre la lengua y el
paladar. ¿A qué venían las hieles dichosas? Ella había obrado bien,
mostrándose digna y entera. En realidad, ningún desenlace mejor para la
historia. De un modo ó de otro ello iba á acabarse; era inevitable,
inminente; mejor que se acabase así... Porque si aquella última
entrevista fuese muy tierna, qué tristeza y qué... Nada; mejor así,
mejor cien veces. Ella había tenido razón sobrada: una cosa son los
celos, otra el amor propio y el decoro de que nunca está bien
prescindir. Y á quién se le ocurre, allí, en su propia cara, ponerse á
bailar con... Veía el salón de baile aéreo, el brincoteo de las
gorrionas, los incidentes del almuerzo... y las hieles se volvían más
amarguitas aún. Cierto que ella fué quien abrió puertas y ventanas; de
todos modos, el proceder de Pacheco... Sí... buen tipo estaba Pacheco.
En viendo una escoba con faldas... ¡Ay infeliz de la mujer que se fiase
de sus exageraciones y sus locuras! ¡Requebrar á las cigarreras así,
delante de...! ¡Y qué fatuo! ¡Pues no había querido convencerla de que
estaba enamorada de él! ¿Enamorada? No, no señor, gracias á Dios...
Conservaría, sí, un recuerdo... un recuerdo de esos que... Allí tenía,
en el medallón de oro, junto al pelo de Maruja, una florecita de la
acacia blanca... ¡Qué tontera! Lo probable es que á Pacheco no volviese
á verle nunca más... Y esta punzada del corazón, ¿qué será? Será
enfermedad, ó... Parece que lo aprieta un aro de hierro... ¡Jesús, qué
cavilaciones más insensatas!
Bregando con la imaginación y la memoria, se quedó traspuesta. No era
dormir profundo, sino una especie de somnambulismo, en que las
percepciones de la vida exterior se amalgamaban con el delirio de la
fantasía. No era la pesadilla que causa la ocupación de estómago, en
que tan pronto caemos de altísima torre como volamos por dilatadas zonas
celestes, ni menos el ensueño provocado por la acción del calor del
lecho sobre los lóbulos cerebrales, donde, sin permiso de la honrada
voluntad, se representan imágenes repulsivas... Lo que veía Asís,
adormecida ó mal despierta, puede explicarse en la forma siguiente,
aunque en realidad fuese harto más vago y borroso.
Encontrábase ya en el vagón, con la Diabla enfrente, la maletita y el
lío de mantas en la rejilla, el velo de gasa inglesa bien ceñido sobre
la toca de paja, calzados los guantes de camino, abrochado hasta el
cuello el guardapolvo. El tren adelantaba, unas veces bufando y pitando,
otras con perezoso cuneo, al través de las eternas estepas amarillas,
caldeadas por un sol del trópico. ¡Oh Castilla la fea, la árida, la
polvorosa, la de monótonos aspectos, la de escuetas lontananzas! ¡Oh
sombría mole, región desconsolada del Escorial, qué felicidad perderte
de vista! ¡Oh calor, calor del infierno, cuando acabarás! Asís sentía
que el sol, al través de las cortinas corridas que teñían con viso azul
el departamento, se le empapaba en los sesos como el agua en una
esponja, y que en sus venas la sangre se volvía alquitrán, y la punta de
cada filete nervioso una aguja candente, y que los ojos se le salían de
las órbitas, igual que á los gatos cuando los escaldan... El polvillo de
carbón, unido al de los páramos castellanos, entraba en remolinos ó en
ráfagas violentas, cegando, desvaneciendo, asfixiando. No valía manejar
desesperadamente el abanico: como toda la atmósfera era polvo, polvo
levantaba al agitar el aire, y polvo absorbían los sedientos
pulmones.--¡Agua! ¡Agua! ¡Agua por Dios! Angela, va una botella llena
ahí en el cesto...--Revolvía la Diabla el fondo de la canastilla...,
nada: sin duda el agua se había olvidado. ¡Ah! una botella... El vaso
plano... Asís bebía. ¡No es agua, no es agua! Es manzanilla, jerez,
brasa líquida, esas ponzoñas que roban el juicio á las gentes... Venga
un río, un río de mi tierra, para agotarlo de un sorbo... Mientras la
señora gemía, el inmenso foco del sol ardía más implacable, como si
estuviesen echándole carbón, convertidos en fogoneros, los arcángeles y
los serafines. Y así atravesaban la pedregosa tierra de Avila, con sus
escuadrones de enormes cantos, y las llanuras de Palencia, y los severos
desiertos de León, y la vieja comarca de la Maragatería. ¡Que me
abraso!... ¡Que me abraso!... ¡Que me muero!... ¡Socorro!...
¡Aah! ¿Qué ocurre? Salimos del país llano... ¡Montes queridos! Cada
túnel es una inmersión en la noche, un baño en un pozo; al volver á la
claridad, montañas y más montañas, revestidas de frondosos castañares, y
por cuyas laderas... ¡oh deleite! se despeñan saltando manantiales,
cascaditas, riachuelos, mientras allá abajo, caudaloso y profundo, corre
el Sil... Las mismas rocas sudan humedad; de la bóveda de los túneles
rezuman gotas gordas; el suelo se encharca. Al principio, Asís revive
como el pez restituido á su elemento: su corazón se dilata, calmase el
hervor de su sangre, se aplaca la horrible sed. Pero los riachuelos van
engrosando; los túneles menudean, lóbregos, pantanosos; al término se
divisa un cielo color de panza de burro, muy bajo, en el cual se
acumulan nubes preñadas de agua, que al fin, abriendo su seno, dejan
caer, primero en delgados hilos, luego en cerrada cortina, la lluvia, la
eterna lluvia del Noroeste, plomo derretido y glacial, que solloza
escurriendo por los vidrios. Y aquella lluvia, Asís la siente sobre el
corazón, que se lo infiltra, que se lo reblandece, que se lo ensopa,
hasta no poder admitir más líquido, hasta que, anegado de tristeza, el
corazón empieza también á chorrear agua, primero gota á gota, luego á
borbotones, con fúnebre ruido de botella que se vacía...
* * * * *
Pan, pan. Dos golpes en la puerta de la alcoba...--¡Jesús!... ¿Quién?
¿Pero dormía ó soñaba ó qué es esto?--Y la señora palpaba la
almohada.--Húmeda, sí... Los ojos... También los ojos... ¡Lágrimas!
¿Quién está?... ¿Quién?
--Yo, amiga Asís... Gabriel Pardo... ¿He venido á molestar? Por Dios,
siga V. con sus preparativos... Me he encontrado á la chica; me dijo que
mañana sin falta salía V. para nuestra tierra... Cuánto sentiré
incomodarla... Me retiro, me retiro.
--Por Dios... De ningún modo... Tome V. asiento... Salgo en seguida...
Estaba lavándome las manos.
Y en efecto, se oía ruido de chapuzón, de lavaroteo. Pero nos consta que
lo que lavaba la señora eran los párpados. Luego se dió polvos, se
compuso el pelo, se arregló los encajes de la gola. Apareció muy
presentable. Pardo había tomado un periódico, creo que _La Epoca_, y
leía distraído, sin entender: «La dispersión veraniega ha comenzado.
Parten hoy para Biarritz en el expreso, el duque de Albares, las lindas
señoritas de Amézaga...»
Apenas habrían tenido tiempo los dos paisanos para trocar unas cuantas
frases de excusa, cuando se oyó sonar la campanilla y en el corredor
retumbaron pasos fuertes, varoniles. De sofocada, la señora se volvió
pálida: una sonrisa involuntaria y una luz vivísima cruzaron por sus
labios y sus ojos. Pacheco entró, y al verle el comandante Pardo,
reprimió el impulso de pegarse un cachete en el hueso frontal.
--¡Ya pareció aquello! ¡Se despejó la incógnita! ¡Y decir que no hará
dos semanas que se conocieron en casa de Sahagún! ¡Mujeres!!!
El gaditano,--lo mismo que si se propusiese evidenciar lo que Pardo
adivinaba,--apenas se hubo sentado, sacó del bolsillo un tarjetero de
piel inglesa, con monograma de plata, y se lo entregó á Asís, murmurando
cortésmente:
--Marquesa... las señas que V. me pidió que le trajese. Las señas de la
pitillera... ¿no recuerda V.? Puede V. copiarlas, ó quedarse con el
tarjetero, si gusta... Viéndolo, se acuerda V. más del empeñillo.
¡Ay! Asís trasudaba. Era para volarse. ¡Vaya un pretexto que daba á su
visita nocturna el bueno del gaditano! Si lo quería más claro Don
Gabriel...
Miró al comandante, que se hacía el sueco, tratando de no ver el
tarjetero dichoso. No hay posición más desairada que la de tercero en
concordia, y Don Gabriel, notando la ojeada expresiva que trocaron
Pacheco y Asís, creía estar sentado sobre brasas, tanto le apretaban las
ganas de quitarse de en medio. Pero convenía hacerlo con habilidad y
educación. Un cuarto de hora tardó en preparar la retirada honrosa,
echándole el muerto al Círculo Militar, donde aquella noche había una
conferencia muy notable. Los círculos, ateneos y clubs, serán siempre
instituciones benéficas, por lo que se prestan á encubrir toda
escapatoria masculina,--así la del que va en busca de la propia
felicidad, como la del que evita el espectáculo de la
ajena,--verbigracia Pardo.
Retrasó el paso al llegar á la esquina de la calle y se puso á
reflexionar acerca del impensado descubrimiento. Raro es que el amigo de
una dama, en caso semejante, no desapruebe la elección.--¡Cómo escogen
las mujeres! En dándoles el puntapié el demonio... Indulgencia, Gabriel;
no hay mujeres, hay humanidad, y la humanidad es _así_... Esta desazón,
además, se parece un poquito á la envidia y al des... No, hijo, eso sí
que no: despechado no estás: lo que pasa es que ves claro, mientras tu
pobre amiga se ha quedado ciega... ¡Cómo se transformó su fisonomía al
entrar el individuo! La verdad: no la creí capaz de echarse un amante...
y menos ese. O mucho me equivoco ó le ha caído que hacer á la infeliz.
Ese andaluz es uno de los tipos que mejor patentizan la decadencia de la
raza española. ¡Qué provincias las del Mediodía, señor Dios de los
ejércitos! ¡Qué hombre el tal Pachequito! Perezoso, ignorante, sensual,
sin energía ni vigor, juguete de las pasiones, incapaz de trabajar y de
servir á su patria, mujeriego, pendenciero, escéptico á fuerza de
indolencia y egoismo, inútil para fundar una familia, célula ociosa en
el organismo social... ¡Hay tantos así! Y sin embargo, á veces medran,
con una apariencia de talento y la viveza propia del meridional; no
tienen fondo, no tienen seriedad, no tienen palabra, no tienen fe, son
malos padres, esposos traidores, ciudadanos zánganos, y los ve V.
encumbrarse y hacer carrera... Así anda ello. Y á las mujeres... qué
diablo, estos hombres les caen en gracia... ¡Eh! dejémonos de clichés...
Asís, que es de otra raza muy distinta, necesita formalidad y
constancia; la compadezco... Bueno es que no se casará; no, casarse no
lo creo posible. De esa madera no se hacen maridos. Como aventura,
tendrá sus encantos... ¡Qué casualidad! Y dirán que no hay
coincidencias... ¡Tarjetero, tarjetero!...
Así meditaba el comandante. ¿Era injusto ó sagaz? ¿Obedecía á su
costumbre de analizarlo todo, ó á una puntita de berrinche? Se caló los
lentes y se retorció la barba, ¿A dónde iría?
--Al Círculo Militar, ya que me sirvió de pretexto para escurrir el
bulto. ¡Poco gusto que les habrá dado cuando yo tomé la puerta!...
Tras esta ingrata reflexión apretó á andar. La obscuridad de la noche le
exaltaba, y ese enlazado grupo, que ve con la fantasía todo el que sale
huyendo de hacer mala obra á dos enamorados, se empeñaba en flotar,
vaporoso é irónico, ante Don Gabriel. Fortuna que este género de
visiones no suele resistir á los efectos anodinos de una conferencia
sobre «Ventajas é inconvenientes del escalafón en los cuerpos
facultativos.»


XXII
EPÍLOGO

No entremos en el saloncito de Asís mientras dure el tiroteo de
explicaciones (¡cosa más empalagosa!) sino cuando la pareja liba la
primera miel de las paces (empalagosísima también, pero paciencia). Ni
Pacheco pregunta ya nada acerca de Don Gabriel Pardo y su amistad, ni
Asís se acuerda del baile en el merendero. El gaditano habla al oído de
la señora.
--¿Pero tú te creíste que yo no sabía que mañana te vas? A Diego Pacheco
no se la ha pegado ninguna hembra... ¡Niña boba! Esta mañana ya habías
dispuesto la marcha, claro que sí, y si te viniste á almorsá conmigo,
fué que te dí un poquillo de lástima... Decías tú allá en tus adentros:
sólo faltan horas; vamos á complacer á éste, que tiempo habrá de que
estalle la bomba y dejarlo plantao... ¡Y ahora también piensas en cosas
así, muy tristes; en que ya no nos vemos, en que se acaba el cariñito y
las fatigas y el verme y el hablarme!... ¡Ay, chiquilla! Me quieres tú
mucho más de lo que te figuras. No te has tomado el trabajo de echar la
sonda ahí en ese pechito... ¡Tonta! ¡Cómo te acordarás de estos ratos,
allá en tu país, entre aquella gente sosaina! Aquí se queda un hombre
que te quería también un poquitillo... ¡Pobrecita, la nena!
No estaban los amantes abrazados, ni siquiera muy juntos, pues Pacheco
ocupaba el sillón, y el diván Asís. Sólo sus manos, encendidas por la
misma fiebre, se buscaban, y habiéndose encontrado, se entrelazaban y
fundían. Callaron entonces y fué el instante más hermoso. Por el mudo
diálogo de los ojos y por el contacto eléctrico de las palmas, se
enviaban el espíritu en arrobo inefable. Con la nueva y victoriosa
dulzura de semejante comunicación, Asís sentía que se mezclaba un
asombro muy grande. Miraba á Pacheco y creía no haberle visto nunca:
descubría en su apostura, en su cara, en sus ojos, algo sublime, que
realmente no existía, pero era positivo entonces para la señora, pues
así sucede en toda revelación, para que resplandezca su orígen superior
á la materia inerte y al ciego acaso... y á Asís se le revelaba entonces
el amor. Poco á poco, sin conciencia de sus actos, acercaba la mano de
Diego á su pecho, ansiosa de apretarla contra el corazón y de calmar así
el ahogo suave que le oprimía... Sus pupilas se humedecieron, su
respiración se apresuró, y corrió por sus vértebras misterioso
escalofrío, corriente de aire agitado por las alas del Ideal.
--No estés tan tristón--tartamudeó con blandura mimosa.
--Sí que estoy triste, prenda. Y es por ti. Estoy de remate. Estoy hasta
enfermo. No sé por dónde ando. Parece que me han dao cañaso. Es un mal
que se me entra por el alma arriba. Si sigo así, guardaré cama. Después
que te vayas la guardaré... Es cosa rara, chiquilla. ¡Válgame Dios, á lo
que llega un hombre!
--Te pones tan lejos... Aquí, cerquita--murmuró la señora con el tono
con que se habla á los niños.
--No..., déjame aquí... Estoy bien. Mira tú que cosas más raras hace la
guilladura cuando entra de verdad. Ni ganas tengo de acercarme; la
manita me basta...
--¿No te gusto?
--No como me gustarían otras. ¡Ah! Ya sabes si tengo ilusión por ti... Y
así y todo..., ahora prefiero callar y no acercarme, gloria... ¡Ay!...
¿Pero qué es eso? ¿Llora mi niña?
Puede que llorase, en efecto. No debía de ser el reflejo de la lámpara
lo que tanto relucía en su mejilla izquierda... Pacheco exhaló un
suspiro y se puso en pié, desenclavijando su mano de la de Asís.
--Me voy--pronunció con voz alteradísima ronca, resuelta.
De un brinco se levantó Asís, echándole los brazos al cuello y
sujetándole.
--No, Diego, que no... ¡Vaya una ocurrencia! ¡Irte ya! ¡Pues si apenas
llegaste! ¿Cómo irte? ¿Tienes que hacer? No, irte no quiero.
--Niña... El mal camino andarlo pronto. No tengo ánimos para más. Estoy
que con una seda me ahogan. ¿A qué aprovechar unos minutos? Es la
despedida. Yéndome ahora me ahorro alguna pena. Adiós, querida... Cree
que más vale así.
--No, no, no te vas... Por lo mismo que ya es la última noche... Diego,
por Dios, mi vida... Tú quieres sacarme de quicio. No puede ser.
Pacheco sujetó los brazos de la señora, y mirándola de hito en hito
exclamó con firmeza:
--Piénsalo bien. Si me quedo ahora no me voy en toda la noche.
Reflexiona. No digas después que te pongo en berlina. Te conviene
soltarme. Tú decidirás.
Asís dudó un minuto. Allá dentro percibía, á manera de inundación que
todo lo arrolla, un torrente de pasión desatado. Principios salvadores,
eternos, mal llamados por el comandante _clichés_; que regís las horas
normales, ¿por qué no resistís mejor el embate de este formidable
torrente? Asís articuló, oyendo su propia voz resonar como la de una
persona extraña:
--Quédate.
El plan era absurdo, y sin embargo los medios de realizarlo se
presentaban entonces asequibles, rodados. La Diabla, fuera de casa, por
casualidad feliz; la cocinera lo mismo; cuestión de engañar á
Imperfecto, que era la quinta esencia de la bobería, y á la portera, que
siempre estaba dormitando á tales horas. Para conseguir el apetecido
resultado, combinóse un atrevido plan de entradas y salidas, de pases y
repases, que hizo reir á los dos delincuentes... Y á las doce de la
noche las puertas de la casa se hallaban cerradas, y dentro de ella el
contraventor de las pragmáticas sociales y de las leyes divinas.
Si la cosa no hubiese pasado de aquí, creo sinceramente, lector amigo,
que no merecía la pena, no ya de narrarla, sino hasta de mencionarla en
estos libros de memorias y exámenes de conciencia de la humanidad, que
se llaman novelas. Porque aun siendo el caso tan desatinado y enorme;
aun constituyendo una atrevida infracción de todo lo que no debe, ni
puede infringirse, bien cabe suponer que en las fiebres pasionales tiene
algo de necesario y fatídico, cual en las otras fiebres, la calentura.
Pero lo que me parece verdaderamente digno de tomarse en cuenta, como
dato singular y curioso; lo que quizás convendría analizar
sutilmente--si no es preferible dejarlo sugerido á la imaginación del
lector para que lo deduzca y reconstruya á su modo--es la causa, la
génesis y el rápido desarrollo de aquella _idea_ inesperadísima, que
desenlazó precipitada y honrosamente la historia empezada por tan
liviano y censurable modo en la romería del Santo...
¿A cuál de los dos amantes, ó mejor dicho, aunque la distinción parezca
especiosa, de los dos enamorados, se le ocurrió primero la _idea_? ¿Fué
á él, como único paliativo, heroico, pero infalible, de su extraña
guilladura? ¿Fué á ella, como medio de conciliar el honor con la pasión,
el instinto de rectitud y el respeto al deber que siempre guardara, con
la flaqueza de su voluntad, ya rendida? ¿Fué que esa _idea_,
profundamente lógica (y en el caso presente tal vez expiatoria), se
presenta á la vuelta del amor, tan fatalmente como sigue á la aurora el
mediodía, al crepúsculo la noche y á la vida la muerte?
Que cada cual lo arregle á su gusto y rastree y discurra qué caminos
siguieron aquellos espíritus para no reparar en inconvenientes, no
recelar de lo futuro, cerrar los ojos á problemas del porvenir y mandar
á paseo las sabias advertencias de la razón, que tiembla de espanto ante
lo irreparable, lo indisoluble, lo que lleva escrito el letrero
medroso:--Para siempre--y avisa que de malos principios rara vez se
sacan buenos fines.--Y reconstruya también á su modo los diálogos en que
la _idea_ se abrió paso, tímida primero, luego clara, imperiosa y
terminante, después triunfadora, agasajada por el amor que, coronado de
rosas, empuñando á guisa de cetro la más aguda y emponzoñada de sus
flechas, velaba á la puerta del aposento, cerrando el paso á profanos
disectores.
Por eso, y porque no gusto de hacer mala obra, líbreme Dios de entrar
hasta que el sol alumbra con dorada claridad el saloncito, colándose por
la ventana que Asís, despeinada, alegre, más fresca que el amanecer,
abre de par en par, sin recelo ó más bien con orgullo. ¡Ah! Ahora ya se
puede subir. Pacheco está allí también, y los dos se asoman, juntos,
casi enlazados, como si quisiesen quitar todo sabor clandestino á la
entrevista, dar á su amor un baño de claridad solar, y á la vecindad
entera parte de boda... Diríase que los futuros esposos deseaban cantar
un himno á su numen tutelar, el sol, y ofrecerle la primer plegaria
matutina.
--Está el gran día, chichi...--exclamaba Pacheco.--Vas á tener un
viaje...
--¿Y para el tuyo? ¿Hará buen tiempo?
--Lo mismo que ahora. Verás.
--¿Despacharás en ocho ó diez días la ida á Cádiz?
--No que no. Y la aprobación del papá y too. Muerto está él porque me
case y siente la cabeza. Le diré que después de la boda me presento
diputao por Vigo con la ayuda del papá suegro. Verás tú. Para despabilar
un asunto me pinto solo... cuando el asunto me importa, ¿sabes?
--¿Escribirás las veces que prometiste?
--Boba.
--Simplón, monigote, feo.
--Reina de España.
--En Vigo..., ya sabes... formalidad.
--Hasta que el cura...--(Pacheco hizo con la mano derecha un ademán
litúrgico muy significativo.)--Entretanto... me dedicaré á tu chiquilla.
¿Eh? A los dos días... te la he conquistao. Puede que te deje plantaíta
á ti pa casarme con ella.
Siguieron algunas bromas y ternezas más, que ni hacen al caso, ni deben
figurar aquí en modo alguno. De repente, Diego tomó la mano derecha de
la señora, preguntando:
--¿Te acuerdas tú de una buenaventura que te echaron en la feria?
E imitando el acento y modales de la gitana, añadió:
--Una cosa diquelo yo en esta manica, que ha e suseder mu pronto y nadie
saspera que susea... Un viaje me vasté á jaser, y no ae ser para má, que
ae ser pa satisfasión e toos... Una presonilla está chalaíta por usté...
El gaditano, siempre presumido, agregó:
--Y usté por ella.

FIN
* * * * *

MORRIÑA


_A Carmen Almario y Ossorio
de Espinosa_

_en prenda de antigua amistad_

La Autora.


MORRIÑA


I

Si el entresuelo que habitan en Madrid doña Aurora Nogueira de Pardiñas
y su hijo único Rogelio no es ni de los menos obscuros ni de los más
espaciosos, tiene en desquite la ventaja inestimable de encontrarse sito
en la calle Ancha de San Bernardo, tan frontero á la Universidad
Central, que, hablando en plata, aquello es vivir en la Universidad
misma. Encajada la señora dentro de su butaca de gutapercha, en el
rincón de la ventana, mientras _crece_ y _mengua_ su labor de calceta
sin mirarla una sola vez, sigue los pasos al adorado chiquillo, y en
cierto modo, salvando la distancia de la calle y calando el espesor de
las paredes, le acompaña hasta el aula misma. Le ve entrar; al salir
observa si se detiene en algún grupo, y con quién charla, y cómo se ríe;
conoce á todos los camaradas, á los amigotes, á los antipáticos, á los
estudiosos, á los holgazanes, á los asiduos, á los que hacen rabona casi
siempre. También está familiarizada con las caras de los profesores, y
estudia su continente y su modo de responder al saludo de los
discípulos, sacando de los signos exteriores importantes consecuencias
psicológicas, relacionadas con el problema de los exámenes.--«¡Ay! Allí
viene ya el viejiño Contreras, el de Procedimientos. ¡Qué afable!...
¡Qué cara de santo! Anda despacito el pobre... bien se nota que padece
reuma articular, como yo. ¡Malpecado! Me es simpático por eso. No, y
sobre todo, porque sé que es blando y que le ha de dar á Rogelio un
aprobado como una casa. Ahora sale Ruiz del Monte, tan almidonado y tan
engreído. Parece todo él hecho de una pieza. ¡Pobres de nos! Con éste no
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