Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - 05

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lava el aturdimiento, lava el... Jabón y más jabón. Ahora agua de
Colonia... Así.
Esta manía de que con agua de Colonia y jabón fino se le quitaban las
manchas á la honra, se apoderó de la señora en grado tal, que á poco se
arranca el cutis, de la rabia y el encarnizamiento con que lo frotaba.
Cuando su doncella le dió la bata de tela turca para enjugarse, Asís
continuó sus fricciones mitad morales, mitad higiénicas, hasta que ya
rendida se dejó envolver en la ropa limpia, suspirando como el que echa
de sí un enorme peso de cuidados.
Llegó el coche algún tiempo después de terminada la faena, no sólo del
baño, sino del tocado y vestido: Asís llevaba un traje serio, de señora
que aspira á no llamar la atención. Ya tenía la Diabla la mano en el
pestillo para abrir la puerta á su ama, cuando se la ocurrió preguntar:
--¿Vendrá á comer, señorita?
--No.--Y añadió como el que da explicaciones para que no se piense mal
de él.--Estoy convidada á comer en casa de las tías de Cardeñosa.
Al sentarse en su berlinita, respiró anchamente. Ya no había que temer
la aparición del pillo. ¡Bah! Ni era probable que él se acordase de
ella; estos troneras, así que pueden jactarse..., si te he visto no me
acuerdo. Mejor que mejor. Qué ganga, si la historia se resolviese de
una manera tan sencilla... Y la voz de Asís adquirió cierta sonoridad al
decir al cochero:
--Castellana... Y luego á casa de las tías...
Aquella vibración orgullosa de su acento parece que quería significar:
--Ya lo ves, Roque... No se va uno todos los días de picos pardos... De
hoy más vuelvo á mi inflexible línea de conducta...
Rodó el coche al trote hasta la Castellana y allí se metió en fila. Era
tal el número y la apretura de carruajes, que á veces tenían que pararse
todos por imposibilidad de avanzar ni retroceder. En estos momentos de
forzosa quietud sucedían cosas chuscas: dos señoras que se conocían y se
saludaban, pero no teniendo la intimidad suficiente para emprender
conversación, permanecían con la sonrisa estereotipada, observándose con
el rabillo del ojo, desmenuzándose el atavío y deseando que un leve
sacudimiento del maremagnum de carruajes pusiese fin á una situación tan
pesadita. Otras veces le acontecía á Asís quedarse parada tocando con
una _manuela_, en cuyo asiento trasero, dejando la bigotera libre, se
apiñaban tres mozos de buen humor, horteras ó empleadillos de
ministerio, que la soltaban una andanada de dicharachos y majaderías; y
nada: aguantarlos á quema ropa, sin saber qué era menos desairado,
sonreirse ó ponerse muy seria ó hacerse la sorda. También era fastidioso
encontrarse en contacto íntimo con el fogoso tronco de un _milord_, que
sacudía la espuma del hocico dentro de la ventanilla, salpicando el haz
de lilas blancas sujeto en el tarjetero, que perfumaba el interior del
coche. Incidentes que distraían por un instante á la marquesa de Andrade
de la dulce quietud y del bienhechor reposo producido por la frescura
del aire impregnado de aroma de lilas y flor de acacia, por la animación
distinguida y silenciosa del paseo, por el grato reclinatorio que hacía
á su cabeza y espalda el rehenchido del coche, forrado de paño gris.
--¡Calle! Allí va Casilda Sahagún empingorotada en el campanario de su
_break_. ¿De dónde vendrá, señor? ¡Toma! Ya caigo; de la novillada que
armaron los muchachos finos, Juanito Albares, Perico Gonzalvo, Paco
Gironellas, Fernandín Hurtado...--En un minuto recordó Asís la
organización de la fiesta taurina: se habían repartido programas
impresos en raso lacre, redactados con muy buena sombra; no había nada
más salado que leer, por ejemplo:--Banderilleros: Fernando Alfonso
Hurtado de Mendoza (a) Pajarillas.--José María Aguilar y Austria (a) el
Chaval.--¡Pues poca broma que hubo en casa de Sahagún la noche que se
arregló el plan de la corrida! Y Asís estaba convidada también. Se le
había pasado: ¡qué lástima! La Duquesa, tan sandunguera como de
costumbre, hecha un cartón de Goya con su mantilla negra y su grupo de
claveles; los muchachos, ufanísimos, en carretela descubierta, envueltos
en sus capotes morados y carmesíes con galón de oro. Lo que es torear
habrían toreado de echarles patatas; pero ahora nadie les ganaba á
darse pisto luciendo los trajes. Revolvían el paseo de la Castellana:
eran el acontecimiento de la tarde. Asís sintió un descanso mayor aún
después de ver pasar la comitiva taurómaca: comprendió, guiada por el
buen sentido, que á nadie, en aquel conjunto de personas siempre
entretenidas por algún suceso gordo del orden político, ó del orden
divertido, ó del orden escandaloso con platillos y timbales, se le
ocurriría sospechar su aventurilla del _Santo_. A buen seguro que por un
par de días nadie pensaba más que en la becerrada aristocrática.
Este convencimiento de que su escapatoria no estaba llamada á trascender
al público, se robusteció en casa de las tías de Cardeñosa. Las
Cardeñosas eran dos buenas señoritas, solteronas, de muy afable
condición, rasas de pecho, tristes de mirar, sumamente anticuadas en el
vestir, tímidas y dulces, no emancipadas, á pesar de sus cincuenta y
pico, de la eterna infancia femenina: hablaban mucho de novenas, y
comentaban detenidamente los acontecimientos culminantes, pero
exteriores, ocurridos en la familia de Andrade y en las demás que
componían el círculo de sus relaciones; para las bodas tenían aparejada
una sonrisa golosa y tierna, como si paladeasen el licor que no habían
probado nunca; para las enfermedades, calaveradas de chicos y
fallecimientos de viejos, un melancólico arqueo de cejas, unos ademanes
de resignación con los hombros y unas frases de compasión, que por ser
siempre las mismas, sonaban á indiferencia. Religiosas de verdad, nunca
murmuraban de nadie ni juzgaban duramente la ajena conducta, y para
ellas la vida humana no tenía más que un lado, el anverso, el que cada
cual deja ver á las gentes. Gozaban con todo esto las Cardeñosas fama de
trato distinguidísimo, y su tarjeta _hacía bien_ en cualquier bandeja de
porcelana de esas donde se amontona, en forma de pedazos de cartulina,
la consideración social.
Para Asís, la insulsa comida de las tías de Cardeñosa y la anodina
velada que la siguió, fueron al principio un bálsamo. Se la disiparon
las últimas vibraciones de la jaqueca y las postreras angustias del
estómago, y su espíritu se aquietó, viendo que aquellas señoras
respetadísimas y excelentes la trataban con el acostumbrado afecto y
comprendiendo que ni por las mientes se les pasaba imaginar de ella nada
censurable.
El cuerpo y el alma se sosegaban á la par, y gracias á tan saludable
reacción, _aquello_ se le figuraba á Asís una especie de pesadilla, un
cuento fantástico.
Pero obtenido este estado de calma tan necesario á sus nervios, empezó
la dama á notar, hacia eso de las diez, que se aburría ferozmente, por
todo lo alto, y que le entraban ya unas ganas de dormir, ya unos
impulsos de tomar el aire, que se revelaban en prolongados bostezos y en
revolverse en la butaca como si estuviese tapizada de alfileres punta
arriba. Tanto, que las Cardeñosas lo percibieron, y con su inalterable
bondad comenzaron á ofrecerla otro sillón de distinta forma, el rincón
del sofá, una silla de rejilla, un taburetito para los piés, un cojín
para la espalda.
--No os incomodéis... Mil gracias... Pero si estoy perfectamente.
Y no atreviéndose á mirar el suyo, echaba un ojo al reloj de sobremesa,
un Apolo de bronce dorado, de cuya clásica desnudez ni se habían
enterado siquiera las Cardeñosas, en cuarenta años que llevaba el dios
de estarse sobre la consola del salón en postura académica, con la lira
muy empuñada. El reloj... por supuesto, se había parado desde el primer
día, como todos los de su especie. Asís quería disimular, pero se le
abría la boca y se le llenaban de lágrimas los ojos; abanicábase
estrepitosamente, contestando por máquina á las interrogaciones de las
tías acerca de la salud de su niña y los proyectos de veraneo,
inminentes ya. Las horas corrían, sin embargo, derramando en el espíritu
de Asís el opio del fastidio... Cada rodar de coches por la retirada
calle en que habitaban las Cardeñosas, le producía una sacudida
eléctrica. Al fin hubo uno que paró delante de la casa misma... ¡Bendito
sea Dios! Por encanto recobró la dama su alegría y su amabilidad de
costumbre, y cuando la criada vino á decir:--«Está el coche de la señora
Marquesa»,--tuvo el heroismo de responder con indiferencia fingida:
--Gracias, que se aguarde.
A los dos minutos, alegando que había madrugado un poco, arrimaba las
mejillas al pálido pergamino de la de sus tías, daba un glacial beso al
aire y bajaba la escalera repitiendo:
--Sí..., cualquier día de estos... ¡Qué! Si he pasado un rato
buenísimo... ¿Mañana sin falta... eh? las papeletas de los Asilos. Mil
cosas al Padre Urdax.
Al tirar de la campanilla en su casa, tuvo una corazonada rarísima. Las
hay, las hay, y el que lo niegue es un miope del corazón, que rehusa á
los demás la acuidad del sentido porque á él le falta. Asís, mientras
sonata el campanillazo, sintió un hormigueo y un temblor en el pulso,
como si semejante tirón fuese algún acto muy importante y decisivo en su
existencia. Y no experimentó ninguna sorpresa, aunque sí una violenta
emoción que por poco la hace caerse redonda al suelo, cuando en vez de
la Diabla ó del criado vió que le abría la puerta aquel pillo, aquel
grandiosísimo truhán.


XI

Lo bueno fué que la dama, lejos de mostrar extrañeza, saludó á Pacheco
como si el encontrarle allí á tales horas le pareciese la cosa más
natural del mundo, y, recíprocamente, Pacheco empleó también con ella
todas las fórmulas de cortesía acostumbradas cuando un caballero se
dirige á una señora de cumplido, respetable, ya que no por sus años,
por su carácter y condición. Se hizo atrás para dejarla pasar, y al
seguirla al saloncito de confianza, donde ardía sobre la mesa de tijera
la gran lámpara con pantalla rosa velada de encaje, se quedó próximo á
la puerta y en pié, como el que espera una orden de despedida.
--Siéntese V., Pacheco...--tartamudeó la señora, bastante aturrullada
aún.
El gaditano no se sentó, pero adelantó despacio, como receloso; parecía,
por su continente, algún hombre poco avezado á sociedad: pero este
aspecto, que Asís atribuyó á hipocresía refinada, contrastaba de un modo
encantador con la soltura de su cuerpo y modales, la elegancia no
estudiada de su vestir, la finura de su chaleco blanquísimo, su tipo de
persona principal. Viéndole tan contrito, Asís se rehizo y cobró
ánimos.--«Gran ocasión de leerle la cartilla al señorito éste: ¿conque
muy manso y fingiéndose arrepentido, eh? Ahora lo verás...»--Porque la
dama, en su inexperiencia, se había figurado que su compañero de romería
iba á entrar hecho un sargento, y á las primeras de cambio la iba á
soltar un abrazo furibundo ó cualquier gansada semejante... Pero ya que
gracias á Dios se manifestaba tan comedido, bien podía la señora
acusarle las cuarenta. Y Asís abrió la boca y exclamó:
--Conque V. aquí... Yo quisiera... yo...
El gaditano se acercó todavía más, hasta ponerse al lado de la dama, que
seguía en pié junto á la mesa. La miró fijamente y luego pronunció como
el que dice la cosa más patética del mundo:
--A mi va V. á regañarme too lo que guste... A los criados, ni chispa...
La culpa es mía toa. Un cuarto de hora de conversación con la chica me
ha costao el entrar. Hasta requiebros la he soltao. Y na, ni por esas.
Al fin la dije... que vamos, que ya sabía V. que yo vendría y que para
recibirme á mí se quería V. negar á los demás. Ríñame V., que lo meresco
too.
Estas enormidades las murmuró con tono quejumbroso y lánguido, con los
ojos mortecinos y un aire de melancolía que daba compasión. Asís, así al
pronto se quedó de una pieza, después se la deshizo el nudo de la
garganta y las palabras le salieron á borbotones. Ea..., ahí va... Ahora
sí que me desato...
--Sí señor, que merece V.... Pues hombre... me pone V. en berlina con
mis criados... ¡Por eso se escondieron cuando yo entraba... y le dejan á
V. que abra la puerta! ¡Gandules de profesión! A la Angelita yo le diré
cuántas son cinco... Y lo que es á Perfecto... Alguno podrá ser que no
duerma en casa esta noche... Los enemigos domésticos... Aguarde V.,
aguarde V.... Estas jugadas no me las hacen ellos á mí... ¡Habrase
visto! ¡Para esto los trata uno del modo que los trata! ¡Para que le
vendan á las primeras de cambio!
Comprendía la misma señora que se ponía algo ordinaria chillando y
manoteando así, y lo peor de todo, que era predicar en desierto, pues ni
siquiera podían oirla desde la cocina; además, Pacheco, en vez de
asustarse con tan caliente reprimenda, pareció que recobraba los
espíritus, se llegó más, y bajando la cabeza, acarició las sienes de la
enojada. Esta se echó atrás, no tan pronto que ya no la sujetase
blandamente por la cintura un brazo del gaditano y que éste no
balbuciese á su oído:
--¿A qué te enfadas con los criados, chiquilla? ¿No te he dicho que no
tienen culpa? Mira, esa chica que te sirve, vale un Perú. Te quiere
bien. La daba dinero y no lo admitió ni hecha peazos. Dijo que con tal
que tú no la riñeses... Ahora si gritas se armará un escándalo... Pero
me iré cuando tú lo mandes. Que sí me iré, nena...
Al anunciar que se iba, se sentó en el sofá-diván, obligando á la señora
á sentarse también. Esta notaba una turbación que ya no se parecía á la
pseudo-cólera de antes, y por lo bajo, murmuraba:
--Pues váyase V... Hágame el favor de irse. Por Dios...
--¿Ni un minuto hay para mí? Estoy enfermo... ¡Si vieses! En toda la
noche no he dormido, no he pegado los ojos.
Asís iba á preguntar: «¿por qué?» pero calló, pareciéndole inconveniente
y necia la pregunta.
--Necesitaba saber de ti... Si estabas ya buena, si habías descansado...
Si me querías mal, ó si me mirabas con alguna indulgencia. ¿Dura el mal
humor? ¿Y esa cabecita? ¿A ver?
Se la recostó sobre el hombro, sujetándola con la palma de la mano
derecha. Asís, esforzándose en romper el lazo, notaba disminuidas sus
fuerzas por dos sentimientos: el primero, que viendo tan sumiso y
moderado al gran pillo, le habían entrado unas miajas de lástima; el
segundo..., el sentimiento eterno, la maldita curiosidad, la que perdió
en el Paraíso á la primera mujer, la que pierde á todas, y tal vez no
sólo á ellas sino al género humano... ¿A ver? ¿Cómo sería? ¿Qué diría
Pacheco ahora?
Pacheco, en un rato, no dijo nada; ni chistó. Su palma fina, sus dedos
enjutos y nerviosos oprimían suavemente la cabeza y sienes de Asís, lo
mismo que si á ésta le durase aún el mareo de la víspera y necesitase la
medicina de tan sencillo halago. En la sala parecía que la varita de
algún mágico invisible derramaba silencio apacible y amoroso, y la luz
de la lámpara, al través de su celosía de encaje, alumbraba con poética
suavidad el recinto. La sala estaba amueblada con esas pretensiones
artísticas que hoy ostenta todo bicho viviente, sepa ó no sepa lo que es
arte, y con ese aspecto de prendería, que resulta de aglomerar el mayor
número posible de cosas inconexas. Sitiales, butacas bajas y coquetonas,
mesillas forradas de felpa imitando un corazón ó una hoja de trébol,
columnas que sostienen quinqués, divancitos cambiados donde la gente
puede gozar del placer de darse la espalda y coger un torticolis, alguna
drácena en jardineras de zinc, un perro de porcelana haciendo centinela
junto á la chimenea, y dos hermosos vargueños patrimoniales restaurados
y dorados de nuevo... Todo revuelto, colocado de la manera que más
dificultase el paso á la gente, haciendo un archipiélago donde no se
podía navegar sin práctico. ¿Y las paredes? Si el suelo estaba
intransitable, en las paredes no quedaba sitio libre para un clavo, pues
el buen marqués de Andrade, incapaz de distinguir un Ticiano de un
Ribera, la había dado algún tiempo de protector de jóvenes artistas,
llenando la casa de acuarelas con chulas, matones del Renacimiento ó
damas de Luis XV; de _manchas_, apuntes y bocetos hechos á punta de
cuchillo, ó á yema de dedo, tan _libres_ y tan _francos_, que ni el
mismo demonio adivinaría lo que representaban; de tablitas lamidas y
microscópicas, encerradas en marcos cinco veces mayores; de fotografías
con retumbantes dedicatorias, migajas de arte, en suma, que al menos
cubren la vulgaridad del empapelado y distraen gratamente la vista. Y en
hora semejante, en medio de la amable paz que flotaba en la atmósfera, y
con la luz discreta transparentada por el encaje, los cachivaches se
armonizaban, se fundían en una dulce intimidad, en una complicidad
silenciosa; la misma horrible carátula japonesa colgada encima de un
vargueño y de uno de cuyos ojos se descolgaba una procesión de monitos
de felpa, tenía gesto menos infernal; el pañolón de Manila que cubría el
piano abría alegremente todas sus flores; las begonias, próximas á la
entreabierta ventana, se estremecían como si las acariciase el
vientecillo nocturno... Sólo el _bull-dog_ de porcelana, sentado como
una esfinge, miraba con alarmante persistencia al grupo del sofá,
ostentando una actitud digna y enérgica, como si fuese celoso guardián
puesto allí por el espíritu del respetable Marqués difunto... Casi
parecía natural que abriese las fauces, soltase un ladrido de alarma, y
se abalanzase dispuesto á morder...
Pacheco decía bajito, con el ceceo mimoso y triste de su pronunciación:
--¿Te sospechabas tú lo de ayer, chiquilla? ¿A que sí? Mira, no me digas
no, que las mujeres estáis siempre de vuelta en esas cosas... ¡A ver si
se calla V. y no me replica! Tú veías muy bien, picarona, que yo estaba
muerto, lo que se dise muerto... Sólo que creiste poder dejarme en
blanco... Pero sospechar... ¡Quiá! ¡Si lo calaste desde el mismo momento
que tiré el puro en los jardines! ¿Y tú te gosabas en verme á mí sufrir,
no es eso? ¡Somos más malos! Toma en castigo... ¡Y qué bonita estabas,
gitana salá! ¿Te ha dicho á ti algún hombre bonita? ¿No? ¡Pues ahora te
lo digo yo, vamos! y valgo más que toos... Oye, en el coche te hubiese
yo requebrado seis dosenas de veses..., te hubiese llamao mona, serrana,
matadora de hombres... Sólo que no me atrevía, ¿sabes tú? Que si me
atrevo, te suelto toas las flores de la primavera en un ramiyetico.
Aquí Asís, sin saber por qué, recobró el uso de la palabra, y fué para
gritar:
--Sí..., como á la chica del merendero..., y á mi criada..., y á todas
cuantas se ofrece... Lo que es por palabrería no queda.
La interrumpió un enérgico tapabocas.
--No compares, chiquiya, no compares... Tonterías que se disen por pasá
el rato, pa que se encandilen las mujeres... Contigo... ¡Virgen Santa!
tengo yo una ilusionasa..., ¡una ilusión de volverme loco! Has de saber
que yo mismo estoy pasmao de lo que me sucede. Nunca me quedé triste
después de una cosa así sino contigo. Hasta me falta resolución pa
hablarte. Estoy así... medio orgulloso y medio pesaroso. Más quisiera
que nos hubiésemos vuelto ayer antes de almorsá. ¿No lo crees? ¿Ah, no
lo crees? Por estas...
El meridional puso los dedos en cruz y los besó con ademán popular. Asís
se echó á reir mal de su grado. Ya no había posibilidad de enfadarse; la
risa desarma al más furioso. Y ahora, ¿qué hacer? pensaba la dama,
llamando en su auxilio toda su presencia de ánimo, toda su habilidad
femenil. Nada, muy sencillo... No negarle la cita que pedía para el día
siguiente por la tarde, porque si se le negaba, era capaz de hacer
cualquier desatino. No, no..., contemporizar..., otorgar la cita, y á la
hora señalada... ¡busca! estar en cualquier sitio menos donde Pacheco
esperase... Y ahora, procurar _por bien_ que se largase cuanto más
pronto... ¡Que diría el servicio! ¡En esa cocina estaría la Diabla
haciendo unos calendarios!


XII

Doloroso es tener que reconocer y consignar ciertas cosas; sin embargo,
la sinceridad obliga á no eliminarlas de la narración. Queda, eso sí, el
recurso de presentarlas en forma indirecta, procurando con maña que no
lastimen tanto como si apareciesen de frente, insolentonas y descaradas,
metiéndose por los ojos. Así la implícita desaprobación del novelista se
disfraza de habilidad.
Tocante á la cita que la marquesa viuda de Andrade pensaba conceder en
falso, con resolución firmísima de hacer la del humo, la novela puede
guardar un discreto mutismo; y no faltará á su elevada misión, con tal
que refiera lo que ocurría á la puerta de la dama: indicación sobria y á
la vez sumamente expresiva.
La berlina de la señora, enganchada desde las cinco, esperaba allí. El
cochero, inmóvil, bien afianzado en su cuña, había permanecido algún
tiempo en la actitud reglamentaria, enarbolada la fusta, recogidas las
riendas, ladeado graciosamente el sombrero y muy juntas las punteras de
las botas; pero transcurrido un cuarto de hora, el recalmón de la
tardecita y el aburrimiento de la espera le derramaron en los párpados
grato beleño y fué dejando caer la cabeza sobre el pecho, aflojando las
manos, exhalando una especie de silbido y á veces un ronquido súbito,
que le asustaba á él mismo, despertándole... También el caballo, durante
los primeros momentos de quietud, se mantuvo engallado, airoso,
dispuesto á beberse la distancia; pero al convencerse de que teníamos
plantón, desplomó el cuerpo sobre las patas, sacudió el freno regándolo
con espuma, entornó los ojos y se dispuso á la siesta. Hasta la misma
berlina pareció afianzarse en las ruedas con ánimo de descansar.
Y fué poniéndose el sol, subiendo de piso en piso á despedirse de los
cristales, refugiándose en la copa de las acacias de Recoletos cuando ya
las envolvía la azul y vaporosa bruma del anochecer; y el calor
disminuyó un tantico, y el farolero corrió encendiendo hilos de luz á lo
largo de las calles... Berlina, caballo y cochero dormían, resignados
con su suerte, sin que se les ocurriese que para semejante viaje no se
necesitaban alforjas y que mejor se encontrarían la una metida en su
funda, el otro despachando su ración de pienso, el último en su taberna
favorita ó viendo la novillada de aquella tarde...
Cerca de las siete serían cuando salió de la casa un hombre. Era apuesto
y andaba aprisa, recatándose de la portera. Atravesó la calle y en la
acera de enfrente se detuvo, mirando hacia las ventanas del cuarto de
Asís. Ni rastro de persona asomada en ellas. El hombre siguió su camino
hacia Recoletos.


XIII

Solía el comandante Pardo ir alguna que otra noche á casa de su paisana
y amiga La marquesa de Andrade. Charlaban de mil cosas, disputando,
acalorándose, y en suma, pasando la velada solos, contentos y
entretenidos. De galanteo propiamente dicho, ni sombra, aun cuando la
gente murmuraba (de la tertulia de la Sahagún saldría el chisme) que Don
Gabriel hacía tiro al decente caudal y á la agradable persona de Asís;
si bien otros opinaban, con trazas y tono de mejor informados, que ni á
Pardo le importaba el dinero, por ser desinteresadísimo, ni las mujeres,
por hallarse mal curada todavía la herida de un gran desengaño amoroso
que en Galicia sufriera: una historia romántica y algo obscura con una
sobrina, que por huir de él se había metido monja en un convento de
Santiago.
Ello es que Pardo resolvió consagrar á la dama la noche del día en que
la berlina echó la siesta famosa. Serían las nueve cuando llamó á la
puerta. Generalmente los criados le hacían entrar con un apresuramiento
que delataba el gusto de la señora en recibir semejantes visitas. Pero
aquella noche, así Perfecto (el mozo de comedor á quien Asís llamaba
_Imperfecto_ por sus _gedeonadas_) como la Diabla, se miraron y
respondieron á la pregunta usual del comandante, titubeando é indecisos.
--¿Qué pasa? ¿Ha salido la señorita? Los martes no acostumbra.
--Salir..., como salir...,--balbució Imperfecto.
--No, salir no--acudió la Diabla viéndole en apuro.--Pero está un
poco...
--Un poco _dilicada_--declaró el criado con tono diplomático.
--¿Cómo delicada?--exclamó el comandante alzando la voz.--¿Desde cuándo
se encuentra enferma? ¿Y qué tiene? ¿Guarda cama?
--No señor, guardar cama no... Unas _miagas_ de jaqueca...
--¡Ah! bien: díganla Vds. que volveré mañana á saber... y que la deseo
alivio. ¿Eh? ¡No se olviden!
Acabar de decir esto el comandante y aparecer en la antesala Asís en
bata y arrastrando chinelas finas, fué todo uno.
--Pero que siempre han de entender al revés cuanto se les manda...
Estoy, Pardo, estoy visible... Entre V.... Qué tienen que ver las
órdenes que se dan así, en general, para la gente de cumplido... Haga V.
el favor de pasar aquí...
Gabriel entró. La sala estaba tan simpática, tan tentadora, tan fresca
como la víspera; la pantalla de encaje filtraba la misma luz rosada y
ensoñadora; en un talavera _de botica_ se marchitaba un ramo de lilas y
rosas blancas. Tropezó el pié del comandante, al ir á sentarse en su
butaca de costumbre, con un objeto medio oculto en las arrugas del tapiz
turco arrojado ante el diván. Se bajó y recogió del suelo el estorbo,
maquinalmente. Asís extendió la mano, y á pesar de lo muy distraído y
sonámbulo que era Gabriel, no pudo menos de observar la agitación de la
dama al recobrar la prenda, uno de esos tarjeteros sin cierre, de cuero
inglés, con dos iniciales de plata enlazadas, prenda evidentemente
masculina. Por un instinto de discreción y respeto, Gabriel se hizo el
tonto y entregó su hallazgo sin intentar ver la cifra.
--Pues me habían dado un susto ese Imperfecto y esa Diabla...--murmuró
tratando de disimular mejor la sorpresa.--Están en Belén... ¿Se había V.
negado, sí ó no?
--Le diré á V.... Di una orden... Claro que con V. no rezaba; bien ha
visto V. que le llamé...--alegó la señora con acento contrito, cual si
se disculpase de alguna falta gorda, y muy inmutada, aunque esforzándose
también en no descubrirlo.
--¿Y qué es ello? ¿Jaqueca?
--Sí..., bastante incómoda. (Asís se llevó la mano á la sien.)
--Entonces le voy á dar V. la noche si me quedo. La dejaré á V.
descansar... En durmiendo se pasa.
--No, no, qué disparate... No se va V. Al contrario...
--¿Cómo que _al contrario_? Ruego que se expliquen esas
palabras--exclamó el comandante, aprovechando la ocasión de bromear
para que se le quitase á Asís el sobresalto.
--Se explicarán... Significan que va V. á acompañarme por ahí fuera un
ratito... A dar una vuelta á pié. Me conviene esparcirme, tomar el
aire...
--Iremos á un teatrillo... ¿Quiere V.? Dicen que es muy gracioso _El
padrón municipal_, en Lara.
--Teatrillo..., ¿calor, luces, gente? V. pretende asesinarme. No: si lo
que me pide el cuerpo es ejercicio. Así, conforme estoy, sin vestirme...
Me planto un abrigo y un velo... Me calzo... y jala.
--A sus órdenes.
Cuando salieron á la calle, Asís suspiró, aliviada, y con el impulso de
su andar señaló la dirección del paseo.
El barrio de Salamanca, á trechos, causa la ilusión gratísima de estar
en el campo: masas de árboles, ambiente oxigenado y oloroso, espacio
libre, y una bóveda de firmamento que parece más elevada que en el resto
de Madrid.
La noche era espléndida, y al levantar Asís la cabeza para contemplar el
centelleo de los astros, se le ocurrió, por decir alguna cosa,
compararlos á las joyas que solía admirar en los bailes.
--Aquellas cuatro estrellitas seguidas parecen el imperdible de la
marquesa de Riachuelo... cuatro brillantazos que le dejan á uno bizco.
Esa constelación... ¡allí, hombre, allí! hace el mismo efecto que la
joya que le trajo de París su marido á la Torres-Nobles... Hasta tiene
en medio una estrellita amarillenta, que será el brillante brasileño del
centro. Aquel lucero tan bonito, que está solo...
--Es Venus... Tiene algo de emblemático eso de que Venus sea tan guapa.
--V. siempre confundiendo lo humano y lo divino...
--No, si la mezcolanza fué V. quien la armó comparando los astros á las
joyas de sus amiguitas. ¡Qué hermoso es el cielo de Madrid!--añadió
después de breve silencio.--En esto tenemos que rendir el pabellón,
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