Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - 12

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Rita, que señalando á su hija mayor, casi sentada en las rodillas del
comandante, exclamó con acento profundo:
--¡¡La niña!!
--¡¡Y qué, la niña!!--respondió Don Gabriel remedando el tono dramático
de su hermana.--¿Tenemos alguna de esas cosas terribles que no puede oir
la inocencia; que ha parido la gata, pongo por caso?
--Gabriel, eres tremendo, hijo,--gimió Rita, alzando al cielo sus bellos
ojos meridionales.--Una matándose por hacer de tus sobrinas lo que deben
ser en sociedad, y tú empeñado... Manías de las personas; con eso no se
puede.
--Ea, señores,--insistió la pesada de doña Aurora,--yo estoy á mi
pleito. Rita, no diga V.; lo que es por la niña no dejó V. de darme esos
informes. La niña no estaba delante; y sobre todo, con enviarla á otra
habitación...
--Que es lo que voy á hacer ahora mismo. Eugenia, vete, hija, á
estudiar el método de Concone.
La chiquilla salió á contrapelo, no sin obsequiar á su tío con dos ó
tres carantoñas de despedida; pero ninguna escala ni ningún estudio
reveló que se hubiese encerrado en el potro musical donde diariamente se
descoyuntan las manos nuestras señoritas, dignas de mejor suerte.
--Verá V.,--recalcó doña Aurora,--ahora que podemos hablar libremente.
Se trataba de que esa chica, Esclavitud Lamas, quiere entrar en mi casa
á servir; y á mi sus tracitas me gustan mucho. Pero no sé sus
antecedentes, ni el motivo por qué se vino de su tierra. Me huele á
alguna historia rara todo ello. Su hermana de V. sabe la historia, y ni
por Dios ni por los santos me la quiere contar. Ahí tiene V. nuestra
batalla. Ya nos estábamos formalizando cuando V. llegó.
--La historia...,--dijo Gabriel limpiando nerviosamente sus lentes de
oro y calándoselos con ahinco.--Aguarde V., señora, que si mi memoria de
gallo no me juega alguna trastada... ¿Tú, Rita, ese cura Lamas Tarrío no
es el que recogió una niña pobre? Dime la verdad, que si no, escribo hoy
mismo á Galicia preguntando.
--¡Jesús, hijo, pero qué cosas tienes! Eres incapaz, y cada día que
pasa... ¿No iba yo á decirte la verdad? Sí, ese Lamas fué, y ya que se
te antoja abrir su sepultura y sacarle á la vergüenza pública, sácale
tú, que yo no quiero semejante cargo de conciencia.
--Más cargo de conciencia es,--replicó Gabriel con vehemencia,--que la
chica pierda su colocación por delitos ajenos. Doña Aurora, ahora le
puedo yo contar á V. la historia enterita: por un cabo ha salido toda la
madeja; en esto de historias sucede lo que con las tonadas antiguas, que
si recuerda uno el primer compás, ya puede cantarlas enteras sin
equivocarse. ¡Y le aseguro á V. que es una novela... vamos, una novela!
--Allá tú,--articuló Rita venenosamente emprendiéndola con los encajes
otra vez.--Yo, ciertas cosas... Lavo mis manos.
Disimuló doña Aurora el gozo del triunfo; pero hembra al fin, miró á
Rita de soslayo y pensó:
--Fastídiate, pinturera...
--Verá V.,--empezó el comandante.--Ese cura Lamas fué un infeliz,
ignorantón como lo era entonces todo el clero rural, que hoy se ha
civilizado mucho, y bastante zoquete; pero cumplía sus deberes
parroquiales, y si tenía deslices los encubría bien: no puedes ser
casto, sé cauto, como dicen ellos. Por cuanto una noche llega á la
rectoral una chiquilla, de diez años poco más ó menos, que había quedado
huérfana y vagaba pidiendo limosna: en una casa le daban un mendrugo de
pan de maíz, en otra un poco de hoja del mismo maíz para tumbarse y
dormir; aquí un pañuelo roto, allí unos zuecos viejos... Así vivía la
desdichada. El cura se compadeció, y le dijo: «Pues quédate aquí;
aprenderás las labores caseras..., tendrás vestido, cama y caldo
caliente.» Dicho y hecho; la chiquilla se quedó...
--¿Y era Esclavitud?
--No, señora; no, señora... Aguarde V. Salió la chica habilidosa y
despabilada: echó, como dicen allá, la morriña fuera..., y hasta se puso
lozana y guapetona. Y,--aquí la voz del comandante adquirió tonos
irónicos,--al desabrochar la flor de la nubilidad...
--¡Ay, Gabriel!...--respingó Rita.--Ciertas cosas se pueden contar de
otro modo. No se necesita entrar en detalles que...
--¡Bah!--dijo doña Aurora.--Todos somos casados, y yo vieja. Ya estamos
al cabo y curados de espantos, amiga. Siga V. ¿Qué vino después?
--Después vino Esclavitud.
Aunque la señora afirmaba _estar al cabo_, la noticia, dicha así de
pronto, casi la hizo saltar en la silla.
--¡Aah!--pronunció, quedándose muy meditabunda.--Por eso la pobre...
Bueno: ¿y después?
--¿Después?--recalcó fogosamente Rita, incapaz de contenerse, metiendo
al fin cucharada.--Después mi papá se vió negro para amansar al Cardenal
Arzobispo, el señor Cuesta, que estaba hecho un león. Como era tan
virtuoso, aquel señor apretaba las clavijas y no permitía desmanes. Pues
si no es lo que papá machacó en Su Eminencia, y hoy una súplica y mañana
otra, sin licencias se queda Lamas Tarrío, y se pudre en la cárcel
eclesiástica. Porque una cosa es que á un sacerdote se le escurra el
pié y cometa gatuperios allá donde nadie lo sabe, y otra que esté
escandalizando á los feligreses, y que críe la chiquilla en su casa á
ciencia y paciencia de todo el mundo, y la traiga en brazos, y...
--Mi padre,--advirtió Gabriel interrumpiendo á su hermana,--con una mano
machacaba en el Arzobispo, y con la otra martillaba en el culpable. A
fuerza de exhortaciones pudo conseguir que la sirena saliese de la
rectoral; pero Lamas seguía viéndola. Al fin papá se cuadró, le echó al
cura unas pláticas que me río yo de las del capuchino más barbado, y
pudo conseguir que enviase á la madre á Montevideo, á condición de que
le dejasen la chiquilla.
--Sí,--volvió á entrometerse Rita,--bonito remedio fué: peor que la
enfermedad. El hombre quedó más rabioso y más relajado de lo que estaba.
Se pasaba las noches en vela llorando y gritando; le dieron unos
arrebatos de sangre,--en casa por cierto,--que fué preciso aplicarle un
golpe de más de cuarenta sanguijuelas; y la sangre salía negra como la
pez. Creímos que se volvía loco: andaba por los corredores arrancándose
los pelos, llamando á la individua, y diciéndole cosas babosas...
Cuando esto soltaba Rita, su hermano observó que las cortinas del
gabinete contiguo se agitaban como movidas por un céfiro de curiosidad
retozona, y casi se dibujaba en ellas el relieve de un hociquito atento.
--Mira,--advirtió,--ahora eres tú la que te metes en honduras. Todo eso
no viene al caso. Despachemos pronto la historia, y deja que yo la
acabe. El pobre Lamas se puso tan mal, que le dió lástima al mismo
Arzobispo, el cual le llamó para animarle é infundirle deseos de
penitencia. Y, en efecto, con el curso del tiempo, fué sosegándose, y
hasta se portó bastante bien en lo sucesivo. Unicamente se le podía
tachar de que criaba á la niña con mimos extremados; pero como el
sentimiento de la paternidad, aun cuando atropelle toda ley divina y
humana, tiene mucho de sagrado, la gente transigió. El presentaba á la
chica diciendo que era sobrina suya. Como los hijos sacrílegos no
heredan, el cura ahorró dinero, onza tras onza, para entregárselo en
mano propia á Esclavitud; pero la chica, que ha salido muy remirada y
muy devota y muy desinteresada además, al morir Lamas entregó todo ese
dinero, en oro como lo había recibido, para misas y sufragios por el
alma del pecador. Este solo rasgo le pinta á V. el carácter de la
muchacha: pocas harían otro tanto, aunque hubiesen nacido en mejores
pañales y más... ortodoxamente.
--Mi hermano, como tiene así la imaginación, pinta muy románticas las
cosas.
--Señora de Pardiñas, palabra de caballero que ni quito ni pongo. Esa
chica, según entiendo, sería capaz de irse á cualquier parte en
peregrinación, descalza, para sacar del purgatorio el alma del cura de
Vimieiro.
--Falta le haría,--advirtió Rita,--y también para la de su madre, que
allá en América parece que se dió á la vita bona.
--¡Válgame el cielo, y qué inquisidores os volvéis los que nunca habéis
carecido de consideración ni de pan!--exclamó Pardo, ya indignado
seriamente.--Yo no peco de filántropo; pero ciertas cosas no me las
explico en gente que alardea de cristiana, y va á misa, y reza. Buenos
rezos son esos, buenos. ¿Así entiendes tú la caridad? Pues hija, afirmo
que esa Esclavitud vale más que...
Se contuvo por fortuna, y añadió:
--Que otras personas. ¿Qué culpa tiene ella de las faltas de sus padres,
diga V.? Y las está expiando como si las hubiese cometido. Hasta se
expatrió, según veo, y juraría que es por vergüenza, por no estar donde
la gente _sepa_ y _recuerde_ y _diga_...
--También juraría lo mismo--asintió con calor doña Aurora.--Ahora
entiendo por qué se sofoca tanto cuando le hacen ciertas preguntas. Yo
opino como V., Pardo, como V., que es buena; que tiene sentimientos
nobles... y que esos rasgos la honran mucho.
--Sí, guíese V. por mi hermano. Admítala en su casa,--exclamó Rita con
una carcajada impertinente, que salía de lo más dañado de sus
hígados.--Tocante á dar consejos, Gabriel es una especialidad. Le
tiemblo cuando pega la hebra con mi esposo. Si Eugenio se guiase por él,
estaríamos pidiendo limosna. Cargue V. con esa chica, ya verá cómo sale
con las manos en la cabeza. Entonces dirá V.: «Bien me lo avisó Rita
Pardo.»
La señora pensaba para su rotonda de pieles:
--Aunque sólo fuera para hacerte tragar quina; falsa, maulona... Ya te
he calado, ya.
Al salir Gabriel, esperábale en la antesala su sobrina mayor. La cogió
por el talle, y subiéndola á la altura de su boca, entre risas de la
chiquilla, le deslizó al oído:
--Las niñas buenas, para que tití Gabriel las quiera mucho, no atisban,
no husmean, no se esconden detrás del portier... Obedecen á su mamá,
porque es su mamá, y no les ha de mandar cosa mala... ¡Cuidadito con
morder, lagartija! Las niñas buenas... son buenas. ¡Ay! ¡Mi corbataaá!
--¿Tití Gabriel, me llevas contigo?--arrullaba la zangolotina.--Contigo
sí, contigo no..., contigo sí me iría yo. ¡Llévame, anda!
--A Leganés te llevaré... ¡Juicio! ¡Estudie V. la lección de francés!
¡Péinese V. ese felpudo! ¡Dé V. una vueltecita por la cocina, á ver qué
hace la pobre chica esa! ¡A papá le gusta el rosbif muy poco hecho!
¡Cuide V. el rosbif de papá!
Al cruzar la puerta, el comandante le echó á la niña un beso volado, y
ella pagó en seguida el envío.


VIII

Doña Aurora acostumbraba llevarle á su hijo el chocolate á la cama,
porque, chapada á la antigua en muchas cosas, estábalo también en
madrugar. Era un momento delicioso para la mamá chocha aquel del
chocolate.
El rapaz, como ella le llamaba, tenía al despertarse ese regocijo sin
causa, propio de los años primaverales, en que parece que cada día nuevo
sale de manos del tiempo dorado y lindo, esmaltado de dichas, y en que
el peso de recuerdos dolorosos no sujeta aún las alas vibradoras de la
esperanza. Rogelio, que por las tardes padecía á veces un abatimiento
nervioso, por las mañanas era un pájaro en lo vivo y juguetón. Hasta su
charla se parecía al gorjeo de las aves cuando amanece y de los niños
cuando abren los ojos. Sentada su madre á la cabecera, después de haber
apartado las prendas de ropa esparcidas y los libros desparramados aquí
y acullá, sostenía la bandeja para que no se volcase la jícara, donde el
muchacho mojaba los rubios buñuelos, mientras esperaba turno un vaso de
purísima leche. ¡Y qué de sudores y fatigas le costaba á doña Aurora el
tal vasito! Ya podía ella dar quince y raya á todos los químicos del
gabinete municipal: sin análisis, ni instrumentos, ni pamplinas, á
simple vista, por el color y el olor, conocía los grados y cualidades de
la leche toda que se expende en Madrid. ¡Como que sus esperanzas de ver
engordar á Rogelio las cifraba en aquel vasito de leche bebido antes de
clase, y en el bisteque engullido al salir de ella!
A la hora del chocolate era cuando se comentaban todos los sucesos de la
víspera, las graciosas reyertas de Nuño Rasura y Laín Calvo, los
chistes estudiantiles, el último crimen, el fuego de anoche, junto con
los menudísimos acontecimientos de aquel hogar realmente tranquilo (como
lo son tantos en la corte, á despecho de la superstición provinciana que
considera á Madrid un torbellino ó vértigo perenne). Lo primerito que
hizo Rogelio, la mañana que siguió al día en que vino á pretender la
gallega, fué preguntar á su madre, con mal disfrazado interés:
--¿Qué tal? ¿Qué te han dicho sobre la cándida doncella... de labor?
Nada tenía la pregunta de importuna ni de extraña; sin embargo doña
Aurora se quedó algo cohibida, fluctuando entre referir puntualmente lo
averiguado ó callárselo. No; lo más prudente sería esto último. Se
trataba de cosas graves, y si Rogelio no guardaba toda la discreción
necesaria... Era preciso irse con tiento.
--Mira, ratiño, en primer lugar tengo que advertirte que he despachado á
la Pepa.
--¿Hola? ¿Caen aquí los ministerios sin que me entere yo?
--Verás. Andaba muy engreída, muy respondona. Le planté la cuenta en la
mano. Todo les aguanto menos que repliquen. Supongo que había novio por
medio, que si no... La verdad: estoy harta de estas criadas de Madrid
tan remontadas y tan insufribles con ese salero y ese desgarro. Prefiero
una chica humilde, bien mandadita. Con una buena palabra me compran; no
lo puedo remediar. Si vieses la tal Pepa, qué modos y qué remangos.
Hecha un conejo de monte. ¡Ay! me parece mentira que se fué.
--_Mater_, basta ya de prolegónemos--exclamó el chico ensopando en la
leche la lengüeta de un bizcocho.--Todo esto viene á parar en que tomas
á la misteriosa enlutada. Te entró por el ojito derecho, y caá uno tiene
sus debilidaes.
--No seas bobo. Lo que quiero es que el servicio ande corriente. Esa
muchacha merece interés. Cuando yo lo digo...
¡Ay! propósitos de reserva, programas de discreción, temedle como al
fuego á estas reticencias involuntarias, que abren de par en par la
puerta á las confidencias absolutas. La señora quería callar: pero
¿quién calla después de soltar prenda? Ni la hubiese dejado vivir
Rogelio. Además, doña Aurora, en el fondo, también deseaba relatar su
triunfo, decir cómo había vencido á aquella pinturera farsantona de Rita
Pardo. Tan dulce desahogo era el precio de la victoria. Hay un placer,
cuyo origen no se define, pero á cuyo atractivo cede casi todo el mundo,
en referir esos dramas hondos de la vida humana, que de rechazo nos
tocan á todos, que tienen el don de interesarnos porque despiertan
nuestros sentimientos de compasión y justicia, y al par nos ponen frente
á graves problemas, sin obligarnos á resolverlos, sino sólo á
considerarlos como consideramos en el teatro el argumento de una
tragedia engendradora de terror y piedad. Rogelio, con el codo puesto en
la almohada y los ojos muy abiertos, atendía afanosamente á la
narración novelesca de su madre.
--Ya ves--advirtió ésta al concluir su historia--que á la pobre hay que
tratarla con ciertos miramientos. Ella, dada su situación, no ha podido
portarse mejor. Desinteresada como pocas, y aparte de eso religiosa y
formal. Por lo que he sacado en limpio, ella se cree una hija de
maldición, que anda cargada con los pecados de sus padres, y se
abochorna de que allá la vean y recuerden lo ocurrido. Hay que proceder
con mucho tino en como se le habla. Del padre no se puede ni indicar
tanto así... Pues de la madre, aun menos... porque la muy picarona vive
aún, y anda por esos mundos de Dios corriéndola...
--Vamos...--respondió Rogelio recobrando su buen humor--resulta que á la
niña la miraremos como si fuese un hongo. Si alguna vez se trata de
papás y de mamás, la diré: «Ya sé que V. no los tuvo nunca». ¿Te parece
bien?
--¡Chiquillo, no me seas rematado! Cómete ese bizcochito más. Lo que
quiero decir es que no le des bromas pesadas. Esas personas así, que
sufrieron grandes desgracias, son más sentidas; se sobresaltan por
cualquier cosa. ¡Yo desearía tenerla contenta!... En este Madrid y en el
servicio que ofrece, coger una chica virtuosa y de tan buen avío, créeme
que es una ganga. ¡Hay cada sargentona y cada lercha!
--¿Te parece que compre un ramito de flores para ofrecérselo
galantemente cuando penetre en nuestra mansión?--preguntó el
estudiante. Su madre le descargó un bofetoncito muy tierno, agregando:
--Lo que voy á comprar yo es un aguamanil y otras cosillas, porque
aquella desencuadernada de Pepa me dejó el cuarto hecho una leonera, y
esta muchacha tan aseada no va á encontrar ni donde lavarse las manos.
Aguamanil, jabón, una mesita de noche... y un ruedo limpio para que con
ese frío no salte de la cama sobre las baldosas, que están como la pura
nieve. Mejor que un ruedo será un pedazo de alfombrita de moqueta: ¡la
hay tan barata! Le voy á comprar también paño gordo para una chaquetita:
me parece que no tiene abrigo: á cuerpo venía ayer... No sé cómo estará
de ropa blanca. Siento haberle dado á la Pepa, no hará quince días, tres
camisas preciosas.
--¡Bah! Con encargarle á París un _trusó_ como el de la señora de
Cánovas, por ejemplo... Diez docenas de elegantes peinadores y cuatro
mil pares de medias de seda... ¿Bastará?
Doña Aurora salió temprano y volvió antes de las doce con sus
adquisiciones hechas. Se complació en ver barridito el cuarto y
colocados en su sitio el palanganero y la alfombra. Puso toallas limpias
y sacó una colcha blanca de muletón, á fin de que la cama de hierro
pareciese más cuca. Dió una vuelta, y al entrar de nuevo en el cuartucho
no pudo menos de reirse á carcajadas. En un vaso de cristal azul lucía
un ramillete de á dos cuartos: Rogelio, escondido detrás de la puerta,
acechaba el efecto.
--¿Qué tal este timo? ¿Eh? ¡Ya tenemos _buqué_, caray, carapuche! como
dice Laín Calvo. Es de gardenias: me cuesta diez duros. ¿Voy por alguna
begonia? Haría muy bien un macizo al lado del aguamanil. Escribiremos la
crónica después: «La alcoba se había transformado, al toque de la
varilla de un hada, en frondoso jardín de invierno...»
Esclavitud fué recibida tan pronto como se presentó, á eso de la una:
pero quiso ir á despedirse de las señoritas de Romera. No se instaló en
su nueva casa hasta por la tarde, trayendo consigo un mozo de cordel,
portador de uno de esos baúles gallegos forrados de piel de buey, que
tienen cantoneras de hojadelata. Pesaba tan poco, que al llegar al pié
de la escalera la muchacha se lo cargó á hombros y lo subió ella misma.
En aquel baúl casi vacío traía todo lo que le tocara por herencia del
abad de Vimieiro.


IX

Los primeros días estuvo como gallina en corral ajeno. Realmente, fuese
debido á sus antecedentes históricos ó á la extraña enfermedad
nostálgica que padecía desde su llegada á Madrid, la chica aparecía
desmejorada y en un estado de caimiento que, si no la impedía trabajar
con asiduidad y hasta con ardor, la quitaba esa valentía que hace
insensible el trabajo. Su demacración era evidente, y aunque por las
esbeltas proporciones del talle y por ciertos rasgos de su cara se
revelaba muy joven, por el carácter, el estado de ánimo, la severidad de
su continente, cualquiera podía calcularle la edad en veintiocho ó
treinta.
Es de advertir que esta especie de murria y desaliento no le impedía
cumplir estrictamente su obligación. Al contrario, Esclavitud realizaba
el tipo de la criada modelo. Levantábase muy temprano, casi con
estrellas, y antes de que la cocinera hubiese soñado en encender la
lumbre, ya estaba ella arreglando todas las menudencias concernientes al
desayuno de los amos. Desde el primer día se reservó la preparación de
chocolates, y los hacía con esmero clerical. El secreto, que ya va
perdiéndose, del tiempo, hervores y batiduras indispensables para que
una solución de cacao salga aromática, ligada y substanciosa, lo poseía
tan á fondo Esclavitud, que doña Aurora juraba no haber probado en su
vida chocolate por el estilo. En barrer tampoco se quedaba atrás. Con el
pañuelo atado á la curra y las sayas recogidas, pero sin gran alboroto
ni mucho trasteo de muebles, barriendo manso, por decirlo así, nadie
sería capaz de descubrir un átomo de polvo en los lugares por donde
había pasado aquella inteligente escoba. El no sacudir con exceso, ni
aporrear demasiado con los zorros, molestando á todo bicho viviente so
pretexto de limpiar, era un mérito más á los ojos de doña Aurora,
enemiga de la gente arrebatada y brusca. Pero donde la fámula nueva
descollaba era en el repaso. Veíase que estaba menos acostumbrada á
trabajos de fogón y á trajines caseros que á la labor sedentaria, en
silla baja, junto á una ventanita. En dos horas despabilaba el canasto
de ropa, y eran de admirar sus invisibles zurcidos, sus mañosas piezas,
sus indestructibles presillas y sus firmes botones. Doña Aurora decía á
las amigas:
--Hoy no recelo yo echar á diario la ropa buena. Con esta Esclavitud, ni
una puntilla descosida, ni un bordado roto. Es una delicia verla con la
aguja en la mano.
Pero al mismo tiempo, el carácter expansivo de doña Aurora no podía
sufrir aquella reservada melancolía de la muchacha. Mientras más
contenta estaba de su servicio, más desearía verla andar con ese aire
ligero que revela alegre conformidad con la suerte que nos toca y la
ocupación que desempeñamos. ¡Tantas consideraciones con la dichosa
chica, y ella siempre enfurruñada y cavilosa! La señora de Pardiñas
tenía en su bondad un elemento de egoismo, retoño natural de aquella
bondad propia: al hacer un beneficio, deseaba cobrarse en el espectáculo
de la felicidad ajena; y este gusto la dominaba tanto, que para vivir
tranquila y satisfecha, necesitaba persuadirse de que lo estaban todos á
su alrededor. En su determinación de admitir á Esclavitud, habían
influido dos móviles: primero, llevar la contraria á aquella antipática
de Rita Pardo: segundo, contentar á una chica de tan agradable aspecto
como Esclavitud, desempeñando en cierto modo papel de Providencia y
reconciliándola con el destino, para ella funesto é implacable desde la
hora de nacer. Y este segundo generoso propósito se le malograba, porque
la chica no quería levantar cabeza ni abrir el alma á la buena suerte.
Un día hasta notó doña Aurora que su doncella apenas probaba alimento,
obstinándose al mismo tiempo en continuar el trabajo y en responder que
«no tenía nada». La señora poseía un carácter franco, impetuoso y
directo, de los que no abundan en el país galaico: daba salida inmediata
á sus impresiones, y si no pudiese hacerlo, creería tener una pera de
ahogo encajada en el gaznate. Sin detenerse más, acorraló á la muchacha
junto á una ventana, sitio claro donde la sombra del pañuelo de seda
negra no podía encubrir el estado de los ojos y el movimiento de la
fisonomía.
--Hija, ¿qué te pasa?--la preguntó maternalmente á boca de
jarro.--¿Tienes algún disgusto? ¿Estás enferma? ¿No te sienta la comida?
¿Te falta alguna cosa?
La muchacha se encendió, cosa que le sucedía en toda clase de emociones,
y respondió bajito:
--No, señora, ¿qué me ha de faltar? Dios se lo pague.
--Pero vamos á ver, ¿es que tampoco aquí estás contenta? ¿Te tratamos
mal? ¿La compañera no se porta como debe? ¿Necesitas más ropa de
abrigo?
Como la muchacha guardase silencio, diciendo que _no_ con la cabeza,
dulce y obstinadamente, insistió la señora:
--Harás muy mal, te lo aviso, si te quedas con el embuchado dentro. Peor
para ti si eres mema. Pudiendo estar á gusto no entiendo á qué vienen
estos silencios y estas tonterías. A mí me agrada ver alrededor caras de
Pascua. El gesto compungido, y más cuando no hay motivo ninguno, se me
sienta en la boca del estómago.
Esto lo articuló ya con enfado, viendo el tenaz mutismo de Esclavitud.
Al mismo tiempo discurría para sí: «La muchacha tiene las buenas
cualidades de nuestro país, pero no le faltan los defectos. Es humilde,
modosa y callada, pero también es algo zorrita, y no hay modo de saber
lo que piensa ni lo que le pasa. Las chulapas de por aquí son unas
caridelanteras y unas raídas, pero al menos son toros claros: al pan,
pan, y al vino, vino; esto sí, esto no. Para un genio como el mío...»
En estos pensamientos estaba, cuando sonó la campanilla, y se oyó en el
recibimiento la voz de Rogelio que volvía de clase. Instantáneamente las
mejillas de Esclavitud se encendieron todavía más é hizo un movimiento
instintivo, como intentando huir y esconderse.--«¡Ta, ta!»--discurrió la
señora, iluminada por un rayo de sagacidad repentina.--«Ya había yo
notado que el rapaz tenía con esta chica no sé qué. La habla tan
secamente, cosa rara en él... ¡Vamos! la pobre está así amohinada,
porque conoce que no le ha caído en gracia al chiquillo. Es preciso que
yo arregle este cotarro; se ve que Esclavitud peca de susceptible, y
cuando imagina que la miran mal...»--Insistió entonces en alta
voz.--«Hija, pues mira que si estás á disgusto...»
--Yo no estoy á disgusto, no, señora--contestó Esclavitud con respeto y
no sin firmeza.--Como los demás no estén á disgusto conmigo... Yo estoy
perfectamente, lástima fuera. Pero otros...
--¿De dónde sacas eso?--replicó la señora mirándola fijamente.--¿Te he
regañado desde que entraste?
--No, señora. V. es muy buena. Si yo no me quejo de nadie--repuso la
chica.--Sólo tengo recelo, así, vamos... de no dar gusto. No dando gusto
más quiero no estar. Para no dar gusto aún vale más meterse... en el
infierno que sea, señora.
--Calla, calla, boba--gruñó su ama.--Ya se ve que das gusto. A tu
repaso. Como me vuelvas á salir con pasmarotadas..., verás.
En cuanto pudo hacerlo todo lo sigilosamente que el caso requería, doña
Aurora llamó á capítulo á su hijo.--«Te aseguro que el intringulis de
esas murrias de Esclavitud es la cara que tú le pones... A Fausta le
hablas de distinto modo... no lo notas tú mismo...; pero con Fausta
armas siempre gresca y broma, y la otra, como te ve serio, claro,
imagina que estás torcido con ella, y que no te da gusto, como ella
dice... Te aseguro que la infeliz anda decaidísima, y que es capaz de
enfermarse muy de veras. Son una tecla estas muchachas nerviosas. Y
aparte de eso, como median los antecedentes de su... del cura, ¿eh? cada
vez está la chica más sensible... Palabra, que me da lástima. Yo que tú
le hablaría... así... con más afecto.»
El estudiante oía las palabras de su mamá, pero con el rostro vuelto
hacia un cuadro, que parecía llamarle mucho la atención. Cuando tuvo que
responder lo metió á barullo.--«Nada, que de esta noche no pasa...:
compro una mandolina y le doy serenata á esa madamisela. Le voy á traer
más flores y me pondré á ver si le hago unos versos del género de los de
mi amigo Anastasio Cardona, con cada ripio así. La llamaré ninfa
acuática y vago ensueño del poeta. Ya verás, ya verás... Ajustaremos
paces la ilustre fregona y yo.»
En el fondo del corazón, Rogelio se sentía extraordinariamente
envanecido y halagado por la queja de Esclavitud. Cuando tan á lo vivo
la llegaran su secura y despego, era que la muchacha no le tenía por
chiquillo, ó como ella decía, por rapaz. ¿Se apura ni se formaliza nadie
por lo que dice ó hace un niño? Indudablemente le juzgaba todo un
hombre, y hombre de cuyas acciones dependía el estado de su espíritu:
tan á pecho las tomaba, que se resentían de ellas su humor y hasta su
salud. En este pensamiento se deleitó Rogelio largo rato. Con todo,
durante el almuerzo, á pesar de dos ó tres señas de su madre, no cambió
de actitud respecto á la doncella. Sin saber por qué, le causaba
empacho realizar la mutación delante de doña Aurora. Lo que hizo fué
observar á hurtadillas á Esclavitud, la cual--sin duda por efecto de la
excitación de su fantasía--le pareció muy demacrada, muy descolorida y
más lánguida que un sauce. Al convencerse de esto, su noble alma juvenil
se inundó de piedad; pero su orgullo, juvenil también, se estremeció
dulcemente. «Pues por mí está de ese modo. Casi parece que me tiene
miedo, según la precaución respetuosa con que me sirve...»
Acababa de retirarse á su aposento el estudiante para lavarse las manos,
cuando tocaron ligeramente á la puerta, y á la voz de «pasen» entró
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