Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - 08

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Claro que con alguna sequedad y no poco enfado secreto. Además, otros
incidentes concurrían á exasperarla: por culpa del revoluto del
equipaje, ni había cosa con cosa, ni parecía lo más indispensable de
vestir: para dar con unos guantes nuevos tuvo que desbaratar el baúl más
chico: para sacar un sombrero, desclavó dos cajones. Más peripecias: la
hebilla del zapato inglés, descosida: al abrochar el cuerpo del traje,
salta un herrete; al cepillarse los dientes, se rompe el frasco del
elíxir contra el mármol del lavabo...
--¿Almuerza fuera la señorita?--preguntó la incorregible Diabla.
--Sí... En casa de Inzula.
--¿Ha de venir á buscarla Roque?
--No... Pero le mandas que esté con la berlina allí, á las siete...
--¿De la tarde?
--¿Había de ser de la mañana? ¡Tienes cosas!...
La Diabla sonrió á espaldas de su señora y se bajó para estirarla los
volantes del vestido y ahuecarla el polisón. Asís piafaba, pegando
taconacitos de impaciencia. ¿El pericón? ¿El gabán gris, por si
refresca? ¿Pañuelo? ¿Dónde se habrá metido el velo de tul? Estos
pinguitos parece que se evaporan... Nunca están en ninguna parte... ¡Ah!
Por fin... Loado sea Dios...


XVIII

Salvó la escalera como pájaro á quien abren el postigo de su
penitenciaría, y con el mismo paso vivo, echó calle abajo hasta
Recoletos. La cita era en aquel sitio señalado donde Pacheco había
tirado el puro: casi frente á la Cibeles. Asís avanzaba protegida por su
antucá, pero bañada y animada por el sol, el sol instigador y cómplice
de todo aquel enredo sin antecedentes, sin finalidad y sin excusa. La
dama registró con los ojos las arboledas, los jardincillos, la entrada
de la Carrera y las perspectivas del Museo, y no vió á nadie. ¿Se habría
cansado Diego de esperar? ¡Capaz sería!... De pronto, á sus espaldas,
una voz cuchicheó afanosa:
--Allí... entre aquellos árboles... El simón.
Sin que ella respondiese, el gaditano la guió hacia el destartalado
carricoche. Era uno de esos clarens inmundos, con forro de gutapercha
resquebrajado y mal oliente, vidrios embazados y conductor medio beodo,
que zarandean por Madrid adelante la prisa de los negocios ó la
clandestinidad del amor. Asís se metió en él con escrúpulo, pensando que
bien pudiera su galán traerle otro simón menos derrotado. Pacheco, á fin
de no molestarla pasando á la izquierda, subió por la portezuela
contraria, y al subir arrojó al regazo de la dama un objeto... ¡Qué
placer! ¡Un ramillete de rosas, ó mejor dicho un mazo, casi desatado,
mojado aún! El recinto se inundó de frescura.
--¡Huelen tan mal estos condenaos coches!--exclamó el meridional como
excusándose de su galantería. Pero Asís le flechó una ojeada de
gratitud. El indecente vehículo comenzaba á rodar; ya debía de tener
órdenes.
--¿Se puede saber á dónde vamos, ó es un secreto?
--A las Ventas del Espíritu Santo.
--¡Las Ventas!--clamó Asís alarmada.--¡Pero si es un sitio de los más
públicos! ¿Vuelta á las andadas? ¿Otro San Isidro tenemos?
--Es sitio público los domingos; los días sueltos está bastante
solitario. Que te calles. ¿Te iba yo á llevar adonde te encontrases en
un bochorno? Antes de convidarte, chiquilla, me he enterado yo de toas
las maneras de almorsá en Madrid... Se puede almorsá en un buen
_restaurant_ ó en cafés finos; pero eso es echar un pregón pa que te
vean. Se puede ir á un colmado de los barrios ó á una pastelería decente
y escondía, pero no hay cuartos aparte; tendrías que almorsá en pública
subasta, á la vera de alguna chulapa ó de algún torero. Fondas, ya
supondrás... No quedaban sino las Ventas ó el puente de Vallecas. Creo
que las Ventas es más bonito.
¡Bonito! Asís miró el camino en que entraban. Dejándose atrás las
frondosidades del Retiro y las construcciones coquetonas de Recoletos,
el coche se metía, lento y remolón, por una comarca la más escuálida,
seca y triste que puede imaginarse, á no ser que la comparemos al cerro
de San Isidro. Era tal la diferencia entre la zona del Retiro y aquel
arrabal de Madrid, y se advertía tan de golpe, que mejor que transición
parecía sorpresa escenográfica. Cual mastín que guarda las puertas del
limbo, allí estaba la estatua de Espartero, tan mezquina como el mismo
personaje, y la torre mudéjar de una escuela parecía sostener con ella
competencia de mal gusto. Luego, en primer término, escombros y solares
marcados con empalizadas; y allá en el horizonte, parodia de algún
grandioso y feroz anfiteatro romano, la plaza de toros. En aquel rincón
semidesierto--á dos pasos del corazón de la vida elegante--se habían
refugiado edificios heterogéneos, bien como en ciertas habitaciones de
las casas se arrinconan juntas la silla inservible, la máquina de
limpiar cuchillos y las colgaduras para el día de Corpus; así, después
del circo taurino y la escuela, venía una fábrica de galletas y
bizcochos y en pos un barracón con este rótulo: _Acreditado merendero de
la Alegría_.
Las lontananzas, una desolación. El fielato parecía viva imagen del
estorbo y la importunidad. A su puerta estaba detenido un borrico
cargado de liebres y conejos, y un tío de gorra peluda buscaba en su
cinto los cuartos de la alcabala. Más adelante, en un descampado
amarillento, jugaban á la barra varios de esos salvajes que rodean á la
corte lo mismo que los galos á Roma sitiada. Y seguían los edificios
fantásticos: un castillo de la Edad Media hecho, al parecer, de cartón y
cercado de tapias por donde las francesillas sacaban sus brazos
floridos; un parador, tan desmantelado como teológico (dedicado al
Espíritu Santo nada menos); un merendero que se honraba con la divisa
_tanto monta_, y por último una franja rojiza, inflamada bajo la
reverberación del sol: los hornos de ladrillo. En los términos más
remotos que la vista podía alcanzar, erguía el Guadarrama sus picos
coronados de eternas nieves.
Lo que sorprendió gratamente á Asís fué la ausencia total de carruajes
de lujo en la carretera. Tenía razón Pacheco, por lo visto. Sólo
encontraron un domador que arrastraban dos preciosas tarbesas; un
carromato tirado por innumerable serie de mulas; el tranvía, que cruzó
muy bullanguero y jacarandoso, con sus bancos atestados de gente; otro
simón con tapadillo, de retorno, y un asistente, caballero en el alazán
de su amo. ¡Ah! Un entierro de angelito, una caja blanca y azul que,
tambaleándose sobre el ridículo catafalco del carro, se dirigía hacia la
sacramental sin acompañamiento alguno, inundado de luz solar, como deben
de ir los querubines camino del Empíreo...
Poco hablaron durante el trayecto los amantes. Llevaban las manos
cogidas; Asís respiraba frecuentemente el manojo de rosas y miraba y
remiraba hacia fuera, porque así creía disminuir la gravedad de aquel
contrabando, que en su fuero interno--cosa decidida--llamaba _el
último_, y por lo mismo le causaba tristeza, sabiéndole á confite que
jamás, jamás había de gustar otra vez.
Llegaron al puente, y detúvose el simón ante el pintoresco racimo de
merenderos, hotelitos y jardines que constituye la parte nueva de las
Ventas.
--¿Qué sitio prefieres? ¿Nos apeamos aquí?--preguntó Pacheco.
--Aquí... Ese merendero... Tiene trazas de alegre y limpio--indicó la
dama, señalando á uno, cuya entrada por el puente era una escalera de
palo pintada de verde rabioso.
Sobre el frontis del establecimiento podía leerse este rótulo, en letras
descomunales imitando las de imprenta y sin gazapos
ortográficos:--_Fonda de la Confianza._--_Vinos y comidas._--_Aseo y
equidad._--El aspecto era original y curioso. Si no cabía llamar á
aquello los jardines aéreos de Babilonia, cuando menos tenían que ser
los merenderos colgantes. ¡Ingenioso sistema para aprovechar terreno!
Abajo una serie de jardines, mejor dicho, de plantaciones entecas y
marchitas, víctimas de la aridez del suburbio matritense; y encima,
sostenidas en armadijos de postes, las salas de baile, los comedores,
las alcobas con pasillos rodeados de una especie de barandas que
comunicaban entre sí las viviendas. Todo ello--justo es añadirlo para
evitar el descrédito de esta Citerea suspendida--muy enjalbegado,
alegre, clarito, flamante, como ropa blanca recién lavada y tendida á
secar al sol, como nido de jilguero colgado en rama de arbusto.
Un mozo, frisando en los cincuenta, de mandil pero en mangas de camisa,
con cara de mico, muequera, arrugadilla y sardónica, se adelantó
apresurado al divisar á la pareja.
--Almorsá--dijo Pacheco lacónicamente.
--¿Dónde desean los señoritos que se les ponga el almuerzo?
El gaditano giró la vista alrededor y luego la convirtió hacia su
compañera: ésta había vuelto la cara. Con la agudeza de la gente de su
oficio el mozo comprendió y les sacó del apuro.
--Vengan los señoritos... Les daré un sitio bueno.
Y torciendo á la izquierda, guió por una escalera angosta que sombreaba
un grupo de acacias y castaños de Indias, llevándoles á una especie de
antesala descubierta, que formaba parte de los consabidos corredores
aéreos. Abriendo una puertecilla, hízose á un lado y murmuró con unción:
--Pasen, señoritos, pasen.
La dama experimentó mucho bienestar al encontrarse en aquella salita.
Era pequeña, recogida, misteriosa, con ventanas muy chicas que cerraban
gruesos postigos, y enteramente blanqueada; los muebles vestían también
blanquísimas fundas de calicó. La mesa, en el centro, lucía un mantel
como el armiño; y lo más amable de tanta blancura era que al través de
ella se percibía, se filtraba, por decirlo así, el sol, prestándole un
reflejo dorado y quitándole el aspecto sepulcral de las cosas blancas
cuando hace frío y hay nubes en el cielo. Mientras salía el mozo, el
gaditano miró risueño á la señora.
--Nos han traído al palomar--dijo entre dientes.
Y levantado una cortina nívea que se veía en el fondo de la reducida
estancia, descubrió un recinto más chico aún, ocupado por un solo
mueble, blanco también, más blanco que una azucena...
--Mira el nido--añadió tomando á Asís de la mano y obligándola á que se
asomase.--Gente precavida... Bien se ve que están en todo. No me
sorprende que vivan y se sostengan tantos establecimientos de esta
índole. Aquí la gente no viene un día del año como á San Isidro; pero
digo yo que habrá abonos á turno. ¿Nos abonamos, cacho de gloria?
No sé cómo acentuó Pacheco esta broma, que en rigor, dada la situación,
no afrentaba; lo cierto es que la señora sintió una sofoquina... vamos,
una sofoquina de esas que están á dos deditos de la llorera y la
congoja. Parecíale que le habían arañado el corazón. La mujer es un
péndulo continuo que oscila entre el instinto natural y la aprendida
vergüenza, y el varón más delicado no acertará á no lastimar alguna vez
su invencible pudor.


XIX

Al colarse en el palomar los dos tórtolos, no lo hicieron sin ser vistos
y atentamente examinados por una taifa de gente humilde, que á la puerta
de la cocina del merendero fronterizo se dedicaba á aderezar un guisote
de carnero, puesto, en monumental cazuela, sobre una hornilla. Es de
saber que ambos enseres domésticos los alquilaba el dueño del
_restaurant_ por módica suma en que iba comprendido también el carbón:
en cuanto al carnero y al arroz de añadidura, lo habían traído en sus
delantales las muchachas, que por lo que pueda importar, diremos que
eran operarias de la Fábrica de tabacos.
Capitaneaba la tribu una vieja pitillera, morena, lista, alegre, más
sabidora que Merlín; y dos niñas de ocho y seis años traveseaban
alrededor de la hornilla, empeñadas en que les dejasen cuidar el
guisado, para lo cual se reconocían con superiores aptitudes. Toda esta
gentuza, al pasar la marquesa viuda de Andrade y su cortejo, se comunicó
impresiones con mucho parpadeo y meneo de cabeza, y susurrando á media
voz dichos sentenciosos. Hablaban con el seco y recalcado acento de la
plebe madrileña, que tiene alguna analogía con lo que pudo ser la parla
de Demóstenes, si se le ocurriese escupir á cada frase una de las guijas
que llevaba en la boca.
--Ay... Pus van así como asustaos... Ella es guapetona, colorá y blanca.
--Valiente perdía será.
--Se ve caa cosa... Hijas, la mar son estos señorones de rango.
--Puee que sea arguna del Circo. Tié pinta de franchuta.
--Que no, que este es un belén gordo, de gente de calidá. Mujer de algún
menistro lo menos. ¿Qué vus pensáis? Pus una conocí yo, casaa con un
presonaje de los más superfarolícos... de mucho coche, una casa como el
Palacio Rial... y andaba como caa cuala, con su apaño. ¡Qué líos,
Virgen!
--No, pus muy amartelaos no van.
--¿Te quies callar? Ya samartelarán dentro. Verás tú las ventanas y las
puertas atrancás, como en los pantiones... Pa que el sol no los queme el
cutis.
Desmintiendo las profecías de la experta matrona, los postigos y
vidrieras del palomar se abrieron, y asomó la cabeza de la dama, sin
sombrero ya, mirando atentamente hacia el merendero.
--Miala, miala..., la gusta el baile.
En efecto, el corredor aéreo de enfrente ofrecía curiosa escena
coreográfica. Un piano mecánico soltaba, con la regularidad que hace tan
odiosos á estos instrumentos, el duro chorro de sus martilleadoras
tocatas: _Cádiz_ hacía el gasto: paso doble de _Cádiz_, tango de
_Cádiz_, coro de majas de _Cádiz_... y hasta una veintena de cigarreras,
de chiquillas, de fregonas muy repeinadas y con ropa de domingo, saltaba
y brincaba al compás de la música, haciendo á cada zapateta temblar el
merendero... Asís veía pasar y repasar las caras sofocadas, las
toquillas azul y rosa; y aquel brincoteo, aquel tripudio suspendido en
el aire, sin hombres, sin fiesta que lo justificara, parecía efecto
teatral, coro de zarzuela bufa. Asís se imaginó que las muchachas
cobraban de los fondistas algún sueldo por animar el cuadro.
--¡Calla!--secreteó minutos después el grupo dedicado á vigilar la
cazuela del guisote.--¡Pus si también han abierto la puerta! Chicas...
quien que se entere too el mundo.
--Estas tunantas ponen carteles.
El mozo subía y bajaba, atareado.
--Mia lo que los llevan. Tortilla... Jamón... Están abriendo latas de
perdices... ¡Aire!
--No se las cambio por mi rico carnero. A gloria huele.
--¡Chist!--mandó el mozo imponiéndose á aquellas cotorras.--Cuidadito...
Si oyen... Son gente... ¡uf!
Al expresar la calidad de los huéspedes, el mozo hizo una mueca
indescriptible, mezcla de truhanería y respeto profundo á la propina que
ya olfateaba. La vieja cigarrera, de repente, adoptó cierta diplomática
gravedad.
--Y pué que sean gente tan honrá como Dios Padre. No sé pa qué ha de
condenar una su arma echando malos pensamientos. Serán argunos novios
recién casaos, ú dos hermanos, ú tío y sobrina. Vayasté á saber.
Oigasté, mozo...
Se apartó y secreteó con el mozo un ratito. De esta conferencia salió un
proyecto habilísimo, madurado en breves minutos en el ardiente y
optimista magín de la señá Donata, que así se llamaba la pitillera, si
no mienten las crónicas. Arriba, dama y galán empezaban á despachar los
apetitosos entremeses, las incitantes aceitunas y las sardinillas con su
ajustada túnica de plata. Aunque Pacheco había pedido vinos de lo mejor,
la dama rehusaba hasta probar el _Tío Pepe_ y el amontillado, porque con
sólo ver las botellas, le parecía ya hallarse en la cámara de un
trasatlántico, en los angustiosos minutos que preceden al mareo total.
Como la señora exigía que puertas y ventanas permaneciesen abiertas, el
almuerzo no revelaba más que la cordialidad propia de una luna de miel
ya próxima á su cuarto menguante. Pacheco había perdido por completo su
labia meridional, y manifestaba un abatimiento que, al quedar mediada la
botella de _Tío Pepe_, se convirtió en la tristeza humorística tan
frecuente en él.
--¿Te aburres?--preguntaba la dama á cada vuelta del mozo.
--Ajogo las peniyas, gitana,--respondía el meridional apurando otro vaso
de jerez, más auténtico que la famosa manzanilla del Santo.
Acababa el mozo de dejar sobre la mesa las perdices en escabeche, cuando
en el marco de la puerta asomó una carita infantil, colorada, regordeta,
boquiabierta, guarnecida de un matorral de rizos negrísimos. ¡Qué monada
de chiquilla! Y estaba allí hecha un pasmarote, si entro si no entro.
Asís la hizo seña con la mano; el pájaro se coló en el nido sin esperar
á que se lo dijesen dos veces. Y las preguntas y los halagos de
cajón:--Eres muy guapa... ¿Cómo te llamas? ¿Vas á la escuela?... Toma
pasas... Cómete esta aceitunita por mí... Prueba el jerez... ¡Huy qué
gesto más salado le pone al vino!... Arriba con él... ¡Borrachilla!
¿Dónde está tu mamá? ¿En qué trabaja tu padre?
De respuesta, ni sombra. El pajarito abría dos ojos como dos espuertas,
bajaba la cabeza adelantando la frente como hacen los niños cuando
tienen cortedad y al par se encuentran mimados, picaba golosinas y daba
con el talón del pié izquierdo en el empeine del derecho. A los tres
minutos de haberse colado el primer gorrión migajero en el palomar,
apareció otro. El primero representaba cinco años; el segundo, más
formal pero no menos asustadizo, tendría ya ocho lo menos.
--¡Hola! Ahí viene la hermanita...--dijo Asís.--Y se parecen como dos
gotas... La pequeña es más saladilla... pero vaya con los ojos de la
mayor... Señorita, pase V. Esta nos enterará de cómo se llama su padre,
porque á la chiquita le comieron la lengua los ratones.
Permanecía la mayor incrustada en la puerta, seria y recelosa, como
aquel que antes de lanzarse á alguna empresa erizada de dificultades,
vacila y teme. Sus ojazos, que eran realmente árabes por el tamaño, el
fuego y la precoz gravedad, iban de Asís á Diego y á su hermanita: la
chiquilla meditaba, se recogía, buscaba una fórmula, y no daba con ella,
porque había en su corazón cierta salvaje repugnancia á pedir favores, y
en su carácter una indómita fiereza muy en armonía con sus pupilas
africanas. Y como se prolongase la vacilación, acudióle un refuerzo, en
figura de la señá Donata, que con la solicitud y el enojo peor fingidos
del mundo, se entró muy resuelta en el gabinete refunfuñando:
--¡Eh! niñas, corderas, largo, que estáis dando la gran jaqueca á estos
señores... A ver si vus salís afuera, ú sino...
--No molestan...--declaró Asís.--Son más formalcitas... A esa no hay
quien la haga pasar, y la chiquitilla ni abre la boca.
--Pa comer ya la abren las tunantas...
Pacheco se levantó cortésmente y ofreció silla á la vieja. El gaditano,
que entre gente de su misma esfera social pecaba de reservado y aun de
altanero, se volvía sumamente campechano al acercarse al pueblo.
--Tome V. asiento... Se va V. á bebé una copita de jerés á la salú de
toos.
¡Oídos que tal oyeron! ¡Señá Donata, fuera temor, al ataque, ya que te
presentan la brecha franca y expedito el rumbo! Y tan expedito, que
Pacheco, desde que la vieja sentó allí el pié, pareció sacudir sus
penosas cavilaciones y recobrar su cháchara, diciendo los mayores
desatinos del mundo. Como que se puso muy formal á solicitar á la
honrada matrona, proponiéndola un paseíto á solas por los tejares. Oía
la muy lagarta de la vieja, y celebraba con carcajadas pueriles,
luciendo una dentadura sana y sin mella; pero al replicar, iba encajando
mañosamente aquella misión diplomática que bullía en su mente fecunda
desde media hora antes. Tratábase de que ella, ¿se hacen ustés cargo?
trabajaba en la Frábica de Madrí... y tenía cuatro nietecicas, de una
hija que se murió de la tifusidea, y el padre de gomitar sangre, así, á
golpás..., en dos meses se lo llevó la tierra, ¡señores! que si se
cuenta, mentira parece. Las dos nietecicas mayores, colocaas ya en los
talleres; pero si la suerte la deparase una presona de suposición pa
meter un empeño..., porque en este pícaro mundo, ya es sabío, too va por
las amistaes y las enfluencias de unos y otros...--Llegada á este
punto, la voz de la señá Donata adquiría inflexiones patéticas.--«¡Ay
Virgen de la Paloma! No premita el Señor que ustés sepan lo que es comer
y vestir y calzar cinco enfelices mujeres con tristes ocho ú nueve
riales ganaos á trompicones... Si la señorita, que tenía cara de ser tan
complaciente y tan cabal, conociese por casualidad al Menistro... ó al
Menistraor de la Frábica..., ó al Contaor..., ó algún presonaje de estos
que too lo regüerven..., pa que la chiquilla mayor, Lolilla, entrase de
aprendiza también... ¡Sería una caridá de las grandes, de las mayores!
Dos letricas, un cacho de papel...»
Pacheco respondía á la arenga con mucha guasa, sacando la cartera,
apuntando las señas de al pitillera detenidamente, y asegurándola que
hablaría al Presidente del Consejo, á la infanta Isabel (íntima amiga
suya), al Obispo, al Nuncio... Enredados se hallaban en esta broma,
cuando tras la abuela pedigüeña y las nietecillas mudas, se metieron en
el gabinete las dos chicas mayores.
--Miren mis otras huerfanicas enfelices,--indicó la señá Donata.
Imposible imaginarse cosa más distinta de la clásica orfandad enlutada y
extenuada que representan pintores y dibujantes al cultivar el
sentimentalismo artístico. Dos mozallonas frescas, sudorosas porque
acababan de bailar, echando alegría y salud á chorros, y saliéndoles la
juventud en rosas á los carrillos y á los labios; para más, alborotadas
y retozonas dándose codazos y pellizcándose para hacerse reir
mutuamente. Viendo á semejantes ninfas, Pacheco abandonó á la señá
Donata, y con el mayor rendimiento se consagró á ellas, encandilado y
camelador como hijo legitimo de Andalucía. Todas las penas _ajogadas_
por el _Tío Pepe_ se fueron á paseo, y el gaditano, entornando los ojos,
derramando sales por la boca y ceceando como nunca, aseguró á aquellas
principesas del Virginia que desde el punto y hora en que habían
entrado, no tenía él sosiego ni más gusto que comérselas con los ojos.
--¿Vienen ustés de bailar?--les preguntó risueño.
--Pus ya se ve,--contestaron ellas con chulesco desgarro.
--¿Sin hombres? ¿Sin pareja?
--Ni mardita la falta.
--Pan con pan... Eso es más soso que una calabasa, prendas. Si me
hubiesen ustés llamao...
--¿Que iba usté á venir? Somos poca cosa pa usté.
--¿Poca cosa? Son ustés... dos peasitos del tersiopelo de que está
forraa la bóveda seleste. ¡Ea! ¿echamos ó no ese baile? Ahora me empeñé
yo... ¡A bailar!
Salió como una exhalación; dió la vuelta al pasillo aéreo; cruzó el
puente que á los dos merenderos unía, y en breve, al compás del horrible
piano mecánico, Pacheco bailaba ágilmente con las cigarreras.


XX

Entre las condiciones de carácter de la marquesa viuda de Andrade, y de
los gallegos en general, se cuenta cierto don de encerrar bajo llave
toda impresión fuerte. Esto se llama _guardarse_ las cosas, y si tiene
la ventaja de evitar choques, tiene la desventaja de que esas
impresiones archivadas y ocultas se pudren dentro. Cuando el andaluz
regresó después de haber pegado cuatro saltos, enjugándose la frente con
su pañuelo y abanicándose con el hongo, halló á la señora aparentemente
tranquila y afable, ocupada en obsequiar con queso, bizcochos y pasas á
las dos gorrioncillas, y muy atenta á la charla de la vejezuela, que
refería por tercera vez las _golpás_ de sangre causa de la defunción de
su yerno. Pero el camarero, que era más fino que el oro y más largo que
la cuaresma, se dió cuenta con rápida intuición de que _aquello_ no iba
por el camino natural de almuerzos semejantes, y adoptando el aire
imponente de un bedel que despeja una cátedra, intimó á toda la bandada
la orden de expulsión.
--¡Ea! bastante han molestado Vds. á los señores. Me parece regular que
se larguen.
--Oigasté... ¡El tío este! Si yo he entrao aquí, fué porque los señores
me lo premitieron, ¿estamos? Yo soy así, muy franca de mi natural..., y
me arrimo aonde veo naturalidá, y señoritos llanos y buenos mozos, sin
despreciar á nadie.
--¡Ole las mujeres principales!--contestó con la mayor formalidad
Pacheco, pagando el requiebro de la señá Donata. La cual no soltó el
sitio hasta que Don Diego y la señora prometieron unánimes acordarse de
su empeño y procurar que Lolilla entrase en los talleres. Las gorrionas
se dejaron besar y se llevaron las manos atestadas de postres, pero ni
con tenazas se les pudo sacar palabra alguna. No piaron hasta que fueron
á posarse en el salón de baile.
El camarero también salió anunciando que «dentro de un ratito» traería
café y licores. Al marcharse encajó bien la puerta, é inmediatamente los
ojos de Pacheco buscaron los de su amiga. La vió de pié, mirando á las
paredes. ¿Qué quería la niña? ¿Eh?
--Un espejo.
--¿Pa qué? Aquí no hay. Los que vienen aquí no se miran á si mismos.
¿Espejo? Mírate en mí. ¿Pero cómo? ¿Vas á ponerte el sombrero,
chiquilla? ¿Qué te pasa?
--Es por ganar tiempo... Al fin, en tomando el café hemos de irnos...
El meridional se acercó á Asís, y la contempló cara á cara, largo
rato... La señora esquivaba el examen, poniendo, por decirlo así,
sordina á sus ojos y un velo impalpable de serenidad á sus facciones. La
tomó Pacheco la cintura, y sentándose en el sofá la atrajo hacia sí.
Hablaba y reía y la acariciaba tiernamente.
--¡Ay, ay, ay!... ¿Esas tenemos? Mi niña está celosa. ¡Celosita,
celosita! ¡Celosita de mí la reina del mundo!
Asís se enderezó en el sofá, rechazando á Pacheco.
--Tienes la necedad de que todo lo conviertes en substancia. La vanidad
te parte, hijo mío. Yo no estoy celosa, y si me apuras, te diré...
--¿Qué? ¿Que me dirás?--prorrumpió Pacheco algo inmutado y descolorido.
--Que... es algo imposible eso de estar celoso, cuando...
--¡Ah!--interrumpió el meridional, más que pálido, lívido, con voz que
salía á _golpás_, según diría la señá Donata.--No necesitas ponerlo más
claro... Enterado, mujer, enterado: si yo adivino antes que hables. Pa
miserables tres horas ó cuatro que nos faltan de estar juntos, y
probablemente serán las últimas que nos hemos de ver en este mundo
perro, ya pudiste callarte y procurar engañarme como hasta aquí... Poco
favor te haces, si viniste aquí no queriéndome algo. Tú te habrás creído
que yo me tragaba... ¡Y me llamas necio! Yo seré un vago, un hombre que
no sirve para ná, un tronera, un perdido, lo que gustes; ¡pero necio!
Necio yo... ¡y en cuestiones de faldas! ¡Mire V. que es grande! Pero,
¿qué importa? Llámame lo que quieras... y óyeme sólo esto, que te voy á
decir una verdá que ni tú la sabes, niña. No me has querío hasta hoy,
corriente... Hoy, mas que digas por tema lo que te dé la gana, me
quieres, me requieres, estás enamoraa de mí... Poquito á poco te ha ido
entrando... y así que yo te falte, se te va á acabar el mundo. Esta es
la fija... Ya lo verás, ya lo verás. Y por amor propio y por soberbia
sales con la pata e gallo... ¡Te desdeñas de tener celos de mí! Bien
hecho... Así como así no hay de qué. Boba serías si tuvieses celos.
Algún ratito ha de pasar antes de que yo me pierda por otras mujeres...
¡Maldita sea hasta la hora en que te vi!... Dispensa, ¡dispensa! No
quiero ofenderte, ¿sabes? ahora ni nunca. No sé lo que me digo... Pero
digo verdad.
Soltaba esta andanada paseando por el pequeño recinto, como las fieras
en sus jaulas de hierro; unas veces sepultaba las manos en los bolsillos
del pantalón, y otras las desenfundaba para accionar con violencia. Su
rostro, descompuesto por la cólera, perdiendo su expresión indolente,
mejoraba infinito: se acentuaban sus enjutas facciones, temblaba el
bigote dorado, resplandecían los blancos dientes, y los azules ojos se
obscurecían como el agua del Mediterráneo cuando amaga tempestad. El
piso retemblaba bajo sus pasos; diríase que el aéreo nido iba á saltar
hecho trizas. Aquella tormenta de verano, aquella cólera meridional, no
cabía en el cuartuco.
Al encajar la puerta el mozo, los amantes se habían olvidado de que el
nido tenía otro boquete, la ventana, abierta por Asís y dejada en la
misma situación durante todo el almuerzo. Y la ventana justamente
miraba al salón de baile, ocupado por parte de la bandada de gorrionas,
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