Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - 14

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XII

La mañana de un domingo despertó á su hijo la señora de Pardiñas con la
intimación siguiente: «Hoy haremos visitas. No hay más remedio: estamos
en descubierto con todo el mundo. Es un escándalo. Ya he pedido el landó
al taller de Agustín: dice que á las dos en punto lo tendremos á la
puerta. ¡Ah!... ¿No sabes? Voy á ir, que si me miro al espejo, no me
conozco. La modista me trajo ayer el vestido de terciopelo negro
arreglado con pasamanería de azabache y puntillas; el sombrero igual
está listo. Con que tocan á sacar el fondo del baúl. Te pasarás por la
peluquería antes de almorzar: tienes el pelito muy largo».
Rogelio gruñó bastante, alegó dos ó tres ocupaciones indispensables
aquel día, pero todo en broma, porque bien veía á la señora de Pardiñas
resuelta á no acostarse sin haber ofrecido un gran holocausto en el
altar de la sociedad. A los dos menos cuarto, Rogelio estaba acabando de
abrocharse la primer fila de botones de su levita inglesa, delante del
armario de espejo. Por fortuna era domingo, y, en tal día, frente á la
Universidad es donde se puede estar seguro de no encontrar un estudiante
para un remedio; que si no, menuda sofoquina le esperaba cuando los
compañeros le viesen con aquel empaque, vestido de _caballero_, con
guantes y chisterómetro. Acostumbrado á la pañosa y al hongo, le parecía
en los primeros momentos, que ir de levita era así cómo salir de
máscara. Allí estaba la chistera, reluciente, flamante, sobre la mesa
del despacho, y los guantes también, y el junquillo, y el tarjetero de
piel de Rusia, y el pañuelo con rica inicial bordada. De todos estos
objetos se hizo cargo; ladeó el sombrero al colocarlo sobre la bien
aliñada cabeza, y empezaba á calzarse los guantes, con el mal humor
inherente á esta operación siempre enfadosa, cuando su madre entró.
--¡Jesús, máter admirábilis! Vienes hecha un brazo de mar. ¡Ole por las
buenas mozas, las mujeres principales y el trapío!
Lo que venía doña Aurora era muy atarugada con las galas que sólo en
ocasiones solemnísimas se determinaba á lucir. Que no la quitasen á ella
de su mantito arrebujado, de su traje de merino y de su gran abrigo de
pieles. Tanto embeleco era para condenarse. El peso del sombrero, con
sus lazos empingorotados, la obligaba á bajar la cabeza; los aceros de
la falda la ataban los muslos; en fin, ello no había más camino que
someterse á semejantes impertinencias, por lo menos dos veces al año.
Llevaba tarjetero, como su hijo, y además una lista de las casas donde
se creía obligada á ir. También lucía, asomando por el manguito de
marta, un hermoso pañuelo de encaje, perfumado con no sé qué extracto
fino, y en las orejas dos buenos solitarios; el lujo modesto de una
señora que no pretende sino guardar el decoro de su clase. Y, sin
embargo, tal es el poder de la composición y del adorno en la mujer, que
doña Aurora, con sus cincuenta y pico, parecía haberse dejado diez en la
puerta del cuarto tocador, ostentando en la tez una animación agradable,
y en el andar cierta majestad insólita.
Esclavitud venía detrás, trayendo un abrigo, que por si acaso enfriaba
la tarde iría en el coche; y mostrando esa admiración solícita de los
criados adictos en los días de gala con uniforme para sus amos, se puso
á arreglarla el _polisón_ y las aldetas del corpiño, y á sacudir
imperceptibles motas de polvo en la parte inferior del volante. De
pronto alzó los ojos, y exclamó cándidamente mirando á Rogelio:
--Virgen de las Ermitas... ¡El señorito qué majo!
--¿Verdad que está hecho un figurín? Rogeliño, vuélvete, vuélvete...,
así. La levita te la han sacado pintada.
--¡Mamá!...--protestó Rogelio. Pero fué preciso dejarse mirar y remirar
por Esclavitud, y aun consentir una mano de cepilladura en el cuello de
la levita. Las pupilas de la muchacha le decían con inocente lenguaje
que estaba _bien_. Le arregló los puños, y cuando bajaba la escalera
todavía le gritó:
--¡Qué lástima! Lleva en la pierna derecha un poco de pelusa de la
alfombra.
La primer visita fué á casa de Don Gaspar Febrero, porque la hija del
respetable decano, casada con un comandante de Estado Mayor, se
marcharía pronto á Filipinas, en compañía de su marido, destinado á
Manila. Se habló de la navegación, del clima, de los baguíos, de la
carestía de la vida allá, y del señor mayor que se quedaba solo aquí.
Por fortuna, nunca había estado más tieso, más animoso, ni más rufo: aun
ahora mismo acababa de salir á pié, agarradito á su muleta, ávido de
tomar sol. Con estas buenas nuevas se despidieron de la morada de Nuño
Rasura y pasaron á hacer otras visitas casi todas análogas, algunas de
tarjetazo, las más agradables para Rogelio, que al acercarse á cada
portal repetía entre dientes la consabida jaculatoria:
--Animas benditas, ¡que no estén en casa las visitas!
Pero ¡ay! Pegó el gran respingo al anunciarle su madre que ahora irían
«un minuto» á casa de las señoritas de Romera, Pascuala y Mercedes.
--Madre mía, si es posible, pase de mí ese cáliz. Pero, ¡carapuche!
como dice el sordo de conveniencia, ¿no ves que necesitaré pellizcarme
así, para no dormirme?
--¿Tan curro como estás y no quieres lucirte con las buenas mozas? Anda,
anda, da la orden: calle del Barquillo...
Reservaba la casa de las solteronas una sorpresa al estudiante, en
figura de la despabilada chiquilla que salió á recibir á los
visitadores, y les convidó á pasar á la sala, anunciando que las tías
«vendrían inmediatamente». Para decirlo hizo mil monerías con la cara y
los ojos, que los tenía negros, chiquitos, vivarachos, muy parleros.
Vestía la sobrinita de las de Romera un traje bastante rabicorto,
indicio de que aún no había ascendido á la dignidad de la mantilla, y un
mandil de peto, bordado de colorines alrededor: un lazo de cinta azul
ataba la coleta de su trenza corta; y sus zapatitos usados, desflorados
por la punta, indicaban la viveza de movimientos del pié menudo y
arqueado que prendían. A poco rato salió Pascuala, la mayor de las
solteronas, toda mocosa y acatarrada, declarando que su hermana no podía
moverse del gabinete, por estar pasando un resfriado mayor aún, que
requería evitar cambios de temperatura. «Mire V.: poner á mi hermana
entre puertas, es como darle una puñalá». Luego presentó á su sobrina
igual que hubiese presentado á un perrillo revoltoso, que alterase la
soñolienta quietud de aquella morada. «Aquí tiene V. á mi ahijada
Inocencia, la niña segunda de mi hermano Sebastián, el que vive en
Loja... Nos la ha dejado el pobre aquí porque necesita arreglarse la
boca; le ha nacío un diente montado sobre otro, y habrá que
arrancárselo... Es muy ardilla; no puede estarse fija en un sitio; no
hay calzado que le baste; por eso la ven Vds. tan mal de botitas...»
Hechas estas aclaraciones, vino á cuento hablar de Esclavitud, y en
atención á que no se podía tratar el asunto delante de «una criatura» y
á que Mercedes deseaba disfrutar de la presencia de doña Aurora, las dos
damas pasaron al gabinete, dejando solos á Rogelio é Inocencia.
«Enséñale los álbumes y las vistas de Granada, niña», fué la orden que
recibió la chiquilla al salir su tía de la sala.
Inocencia obedeció,--no sin hacer varias morisquetas á pretexto de
llegarse á la mesa,--exclamando atropelladamente y con mucho ceceo:
--Venga V., venga V. á ver las estampas que dice tía Pascua. ¡Son más
preciosas!
Aunque lo de ponerse á mirar estampitas le sabía mal al «caballero» de
levita y chistera, por vergüenza de protestar se resignó, y ocupó una
silla al lado de la chicuela, que, al abrir el álbum, le lanzó una
ojeada inequívoca, incendiaria, con todo el descaro de los catorce años
mal cumplidos. Ya al quedarse solo con la niña, le había ocurrido al
estudiante que no pudiera deparársele ocasión más rodada y cómoda de
echarse novia que la presente. Mortificábale un poco en su amor propio
el que fuese tan chiquilla, porque una señorita de diez y ocho á veinte
honraba más, y aquello olía á noviazgo de juego; pero al verla de
cerca, con todos los indicios de la precocidad meridional, con su
cuerpecito ya enteramente formado y su labio superior grueso y un poco
remangado por el diente defectuoso, parecióle una mujer en miniatura, y
dijo para sí:
--Me declaro.
Declaróse en efecto, sin más preámbulos ni ceremonias, con frases muy
retumbantes aprendidas en zarzuelas y comedias, en periódicos y bromas
de estudiantes. La chiquilla, sin mostrar la menor sorpresa, fingía
seriedad, enrollando un pico del lazo de su trenza, traída adelante con
afectación de lucir el pelo, haciendo á la vez mil mohines y dengues de
coqueta de oficio. Como el estudiante alzase un poco la voz, la niña
murmuró:
--¡Chisss... Que están ahí, en el gabinete!
Rogelio bajó el diapasón y apretó la súplica, aunque empezaban á
cosquillearle unos fuertes impulsos de reir á carcajadas: y después de
tres ó cuatro gestos negativos, la niña, sin más ni más, de golpe, dijo
que _sí_.
--¿Me da V. una prueba de amor?--imploró Rogelio: y sin aguardar
respuesta, se inclinó y la besó en el carrillo, figurándose que besaba
el de una pintada muñeca, terso, rosado, insensible. Ninguna emoción, ni
de placer ni de bochorno, reveló Inocencia al recibir el beso: antes
cogiendo al estudiante por la solapa, indicó con mucha fe:
--Me parece que debemos tutearnos. Los novios de mis amigas se tutean
con ellas.
--Bien, pues te tutearé... Ya te estoy tuteando.
Ella recalcó con el mismo empeño y apresuramiento:
--También debemos escribirnos todos los días: todos, sin faltar uno. El
novio de mi hermana Lucía le escribe unas cartas así..., una por la
mañana, otra por la tarde, que aún es más.
--Corriente. Nos escribiremos. Me entenderé con la criada para que
traiga y lleve la correspondencia.
--Y me darás un retrato tuyo. ¿No tienes fotografías? A mí no han
querido papás dejármela sacar, hasta que me arranquen el diente; pero
puedo darte pelo para un medallón. ¿Me lo corto ya?--añadió jugueteando
con las puntitas rizadas de la coleta.
--No... Cuando yo te dé el retrato.
La chiquilla se levantó rápidamente, y andando de puntillas, fué á la
puerta del gabinete donde charlaban las señoras mayores. Regresó, con
las mismas precauciones, gozosa.
--Creí que venía madrina. Pero no. Están de mucho palique.
Dicho esto volvió á ocupar su sitio al lado del estudiante, y
transcurrieron dos ó tres minutos sin que se dijesen palabra. La
chiquilla esperaba, sorprendida de que no se le ocurriese nada á su
novio; y al muchacho, por más que discurría, no se le venía ni esto á la
boca. Sólo continuaba teniendo ganas de reir, unas ganas disparatadas, y
para no estallar se cubría los labios y la nariz con el rico pañuelo de
bordada inicial. La _novia_ reparó en el pañuelo, y observó vivamente:
--¿Qué letra es esa?
--Erre. Me llamo Rogelio.
--Ya te lo iba yo á preguntar. Siendo mi novio necesito saber cómo te
llamas. ¿Qué pongo en los sobres de las cartas? Señor Don Rogelio...
--Pardiñas.
--Pardiñas, Pardiñas, Pardiñas...--Repitiólo muchas veces la muchacha,
como si temiese olvidarlo; y después, encarándose con el estudiante, le
interrogó con tono solemne:
--¿Nos hemos de casar?
Aquí ya Rogelio no pudo aguantar el acceso de risa nerviosa, y la dejó
salir por la boca, por los ojos, por el cuerpo mismo, cogiéndose la
cintura, que le dolía con la fuerza de las carcajadas. Y sollozaba,
echado atrás en el sillón:
--¡Ay... ay... me muero, me muerooó!
--¿De qué te ríes?--preguntó algo picada la niña.--Pareces tonto. Dime
si nos hemos de casar, ea.
--Por supuesto que sí. Es que soy muy tentado de la risa. Déjame reir,
que si no me pongo malo.
Así que hubo desahogado, Inocencia le cuchicheó al oido:
--¿Pasarás mañana á las nueve de la mañana por esta calle? Yo estaré al
balcón. A esas horas me asomo siempre á ver pasar la batería montada.
Es muy bonita. ¿Tú qué carrera sigues?...
--Abogado.
--¡Lástima! No tienes uniforme.


XIII

A Rogelio, cuando iban terminando de bajar la escalera, le duraba aún la
impresión burlesca del noviazgo, por lo cual no se cuidó de ofrecer el
brazo, según acostumbraba, á doña Aurora. Un grito y un estruendo
inesperados le helaron la sangre en las venas, al ver á la señora
resbalar y precipitarse desde el último tramo yendo á caer sobre las
baldosas del portal. Los grandes sentimientos tienen revelaciones
supremas en las ocasiones supremas también; Rogelio ignoraba que hubiese
cuerdas en su laringe y acentos en su voz para decir de un modo tan
desgarrador y patético:
--¡¡Madre del alma!!
Saltó á brincos lo que su madre había rodado, y en un abrir y cerrar de
ojos la puso de pié, la reclinó en sus brazos y la apretó contra el
corazón, palpándola con delirio, para cerciorarse de que no estaba
muerta ni tenía ningún miembro fracturado. De repente lanzó una
exclamación de horrible susto.
--¡Sangre, mamá!... Hay sangre... ¿Por dónde sangras? Aquí... ¡Jesús,
sangre!
En efecto, la cabeza había dado contra el filo de un peldaño, y asomaban
unas gotas de sangre por la descalabradura. Aturdida como estaba la
señora por la fuerza del porrazo, la angustiosa voz de su hijo la
reanimó, y pudo decir con desmayado acento:
--No te asustes, rapaz. No fué nada... puedes creerme que no fué nada.
Ya estoy así..., mejor.
--En esta portería no hay nadie... Voy á subir, á pedir vinagre, agua...
--No, hijo, no, por la Virgen... No llames, no alborotes. Llévame al
coche poquito á poco. Para males y cosas así, cada uno en su casa.
Temblando y trasudando frío, Rogelio condujo á su madre, casi en vilo,
al coche, y á pulso la subió, recostándola en la esquina, mientras le
hacía aire con el pañuelo, pensando con terror: «¿Habrá habido conmoción
cerebral?»
--A casa, despacito--ordenó al cochero que se inclinaba lleno de
curiosidad para ver qué sucedía. Y sin poder reprimirse, Rogelio abrazó
á la señora, formulando la pregunta de todas las caídas:
--¿Pero mamá, cómo hiciste?
--No sé, hombriño... el pié se me escapó; sería culpa de los tacones de
las botinas nuevas... ó me prendería en el volante del traje.
--Culpa mía, que no te di el brazo. Soy un bruto. ¿Dónde te duele? ¿Qué
tienes ahora, mamá?
--No sé... Parece que me entra un síncope--respondió con voz débil la
señora.
De síncope eran las trazas, según el color mortal y el enfriamiento
repentino. Rogelio estuvo á punto de gritar al cochero: «A una botica»;
pero en esta incertidumbre y congoja, la señora volvió un poco en sí,
hizo señas de encontrarse mejor, y el coche se fué acercando á la puerta
de la casa. Al bajar Rogelio á su madre, ayudado del lacayo, la señora
lanzó una queja.
--¿Qué te duele?
--Esta pierna... No, si no vale nada, no te apures.
Enterada al vuelo de lo ocurrido, Esclavitud, sin inútiles aspavientos,
con actividad y destreza, se dió prisa en aflojar á la señora, aplicarle
vinagre á las sienes, desnudarla después y acostarla en su cama bien
mullida. Doña Aurora se quejaba de arcadas, de angustia, de opresión, de
náuseas continuas, y deseaba arrojar; por lo cual el estudiante pensó
aterrado: «¡Adiós! conmoción cerebral tenemos». Llamó aparte á
Esclavitud y la dijo atropelladamente: «Ten cuidado. Yo voy por Sánchez
del Abrojo, y no me vengo sin él».
Le trajo, en efecto, al cabo de dos horas; y el insigne médico, después
de examinar detenidamente á la enferma y verificar un minucioso y hábil
interrogatorio, tuvo que convenir en que había habido un poquito, nada
más que un poquito, de conmoción cerebral... Unica terapéutica: quietud
en la cama, silencio, dieta mientras no se aplacase el estómago. Las
demás lesiones eran de escasa monta: la descalabradura de la frente no
había pasado de la epidermis: la contusión en la pierna izquierda se
reduciría á un cardenal más ó menos respetable. En suma, todo no valía
nada. Quietud, y se acabó.
Para cumplir el programa del facultativo, realizóse en casa de Pardiñas
esa mutación de costumbres y ese cambio de aspecto que introduce siempre
la enfermedad. La vida se reconcentró en el estrecho espacio de la
alcoba y gabinete de la enferma. Rogelio y Esclavitud se declararon allí
en sesión permanente, él recibiendo visitas de amigos, ella mudando
paños de árnica, trayendo tazas de tila, quemando espliego y haciéndose
cargo de órdenes dadas en voz baja y llaves confiadas con misterio sumo.
«Que no le falte nada al niño... Su sopicaldo, su jerez... Cuidado con
calentarle la cama...» A estas advertencias, que Esclavitud oía
religiosamente, seguían gemidos ahogados. «Ay, la maldita pierna, como
me escuece... Se me parte la cabeza de dolor».
Ejercía Esclavitud sus funciones de enfermera con aquella asiduidad
reconcentrada y muda que solía demostrar en todos los actos de la vida
de relación. Salía y entraba sin que se percibiese el menor ruido de
pisadas, ni crujido ó roce de ropa. Estaba en todo, y si faltaba de la
alcoba, era á fin de manipular algún potingue en la cocina. Hasta se las
arregló para tener tiempo de servir la comida á Rogelio sin desatender á
la señora; pero de ella misma, no se averiguó jamás á qué hora había
tomado algún sustento en aquel día memorable.
Adelantada ya la noche, y recogida la casa, preparó cuidadosamente una
lamparilla y la colocó en el suelo, de modo que su luz no ofendiese la
vista de la enferma: después tomó una silla baja, que colocó cerca de la
cabecera y en la cual se instaló. Como Rogelio permaneciese en la butaca
del gabinete, acercóse á él y le suplicó en voz muy queda: «Acuéstese,
señorito; no esté así». La enferma, que había empezado á aletargarse un
poco, entreoyó la súplica, y la esforzó más. «Rapaz, á ver si te
acuestas... No estás acostumbrado á velar, te va á hacer mucho daño...
No seas loco, acuéstate... Me cuida divinamente Esclavitud». Mas no hubo
forma de convencer á Rogelio, y el pleito se transigió resolviendo que
se le pondría en el suelo una cama volante. La galleguita acarreó con
extraño vigor dos colchones; batió silenciosamente las almohadas, y con
igual silencio hizo la cama en toda regla. Rogelio no se desnudó más que
de la americana y el chaleco; así, á medio vestir, se deslizó entre las
sábanas, notando entonces el quebrantamiento corporal que sigue á los
grandes sobresaltos y á las emociones profundas. Al mismo tiempo un
recuerdo bufo cruzó por su memoria:
--¡Calle! ¿Y mi novia? ¿Se asomará mañana para verme?


XIV

Aunque rendido por las fuertes impresiones de la jornada, y casi
tranquilo porque veía á su madre en estado bastante satisfactorio,
Rogelio tardó mucho en conciliar un sueñecillo, y dió no pocas vueltas
antes de quedarse traspuesto. Ni consiguió adormecimiento profundo y
reparador, sino un dormir agitado, lleno de pesadillas, soñando siempre
que se caía; caídas rápidas, infinitas, interminables, con la angustia
de no llegar jamás al suelo, y de ver desde arriba el punto crítico en
que iba á estrellarse. En uno de esos esfuerzos dolorosos é
involuntarios que se hacen durante el sueño mismo ó para terminar la
pesadilla ó para cambiarla, despertó atónito, y no recordando al pronto
cómo podía ser que se encontrase allí, á aquellas horas, acostado en la
alcoba de su madre, miró á su alrededor.
Silencio absoluto. El cuarto estaba medio á obscuras, alumbrado por la
lamparilla; la señora debía de dormir, porque se la oía respirar fuerte,
roncar casi; y á su cabecera, el estudiante divisó á Esclavitud sentada,
inmóvil, con los ojos abiertos y clavados en él, grandes y fijos. Un
impulso irresistible le movió á llamarla, con voz de niño que, á causa
de algún miedo nocturno, implora compañía.
--¡Esclavita! ¡Ps! ¡Esclavita!--cuchicheó.--Aquí.
Se acercó la muchacha, deslizándose como una sombra, y se inclinó hacia
Rogelio.
--¿Duerme mamá?
--Y bien que duerme.
--Pues yo ahora estoy despabilado. Dame conversación..., así, bajito,
para que no la despertemos.
--¡Ay, señorito! ¿Y si vamos á molestarla?
--Que no. Habla bien despacito... y de cerca.
--¿No le era mejor dormir?
--¡Quiá! ¡Si supieras qué cosas tan tristes soñaba! No, más quiero velar
ahora. Ponte aquí.
--¿Dónde?
--Sentada aquí, en el suelo. Si no no podemos hablar bajo... y
despertaremos á mamá.
Esclavitud aceptó la proposición incontinenti, y se tendió casi boca á
boca con Rogelio, pero sin perder su aire púdico y reservado,
manifestando bien en esto haber nacido en el país donde se ejecutan las
acciones libres con más aire de decencia, y donde las mozas unen á la
naturalidad bucólica el exterior honesto. El aliento virginal y fresco
de la muchacha se mezcló por segunda vez con el del estudiante; pero le
produjo una impresión muy diferente de la primera. Sea que el sustazo de
la caída de su madre hubiese transformado todas sus sensaciones
juveniles en sentimiento, sea que el lugar en que se encontraba no
permitiese malas tentaciones, ello es que al tener tan próxima á
Esclavitud y tan fácil cualquier desmán, ni se le pasó por las mientes
intentarlo, y sólo notó una especie de efusión rara y cariñosa, un
movimiento de ternura inexplicable, mientras sus ojos se llenaban de
lágrimas. Alargando la mano y apretando con violencia la de la chica,
murmuró:
--Esclava, ¡por poco se muere hoy mamá!
--¡Gracias á Dios que no fué nada, señorito!--contestó la muchacha
correspondiendo á la presión.
--¿Y si muriese, qué hacía yo, di?
No respondió Esclavitud, y obró sabiamente, porque el problema planteado
era de los que no se resuelven con palabras. Estrechó aún más la mano
nerviosa y febril, y sus ojos contestaron, en la penumbra, con larga
mirada elocuentísima.
--Si muriese--prosiguió Rogelio dejándose arrastrar por aquel movimiento
de sensibilidad involuntaria--ahí tienes; no me quedaba nadie en el
mundo más que tú, nadie.
--¡Yo!...--balbució la muchacha, cuya diestra se estremeció en la del
estudiante.
--Pues tú, y nada más que tú. Familia no la tengo; digo, allá en Galicia
unas tías, con quienes estamos como el perro y el gato. Ya ves qué
arrimo, chica. ¡Pues amigos...! ¡bah! dos ó tres... ahí en la
Universidad... Amigotes que de poco sirven. Luego los viejos de la
tertulia de mamá. Gran cosa. Todos van chocheando. Nada, Suriña..., tú y
sólo tú.
Hablaba así Rogelio medio incorporado, para mejor dejarse oir de la
muchacha; y la necesidad de bajar mucho la voz, hacía parecer más
persuasivo su acento, dándole el tono apasionado y reprimido de una
confesión. Persuadido él, persuadía al auditorio. No se encontraba en
estado de medir la trascendencia y el efecto de sus palabras, ni menos
sospechaba que la sensibilidad y la bondad pueden ser en determinadas
ocasiones más funestas que la cólera y el odio. En su emoción había
mucho de nervioso, y las frases salían de sus labios provocadas por una
reacción del susto de la mañana, como sale el gemido al golpe del dolor,
que ni sabemos medirlo, ni de qué manera lo hemos articulado. Lo mucho
que tenía aún de niño rebosaba en aquel desahogo cariñoso, y ni él
aspiraba á más, ni más podía prever, dado que en momentos tales quepa
ejercitar previsión.
--Tú, Suriña--repetía entregándose á las manos que con vigor casi
convulsivo oprimían la suya.--¿Verdad que tú me quieres, y que me
quieres mucho?
Incapaz de responder con la boca, la muchacha afirmó enérgicamente con
la cabeza.
--Ya lo sé. Si eso lo había adivinado yo; por eso te decía que no me
quedaba nadie más que tú, y que á ti me arrimaba, ¿sabes? Aunque me
dijeses que no, no te lo creería. Me quieres... y á mamá también.
--Pues es verdad--pronunció al cabo la chica recobrando el habla y
apartándose un poco del estudiante.--Yo no sé qué me ha pasado á mí en
esta casa, que le cogí así á modo de un cariño... un cariño muy
grandísimo desde que entré por la puerta. Vamos, se me figuraba que
estaba en la tierra otra vez. Como son personas de allá... En fin...,
estas cosas me parece á mí que cuanto más quiere uno explicarlas, peor
las explica. Lo que sé es que si me quedo con aquellas otras señoras,
doy cabo de mí muy pronto.
--¿Y por qué estabas tan triste aquí los primeros días, Esclava?
--Verá... Porque pensé que V. me tenía tema.
--¡Yo tema!
--Sí señor. Cavilando en eso me vinieron unas melancolías muy hondas. Se
me metió en la cabeza el _verme_...
--¿El _verme_?
--Le decimos allí así á uno... como un bicho, vamos, un gusano, una
cavilación, para hablar verdad. Toda la santa noche pasaba á devanar la
madeja... «¿Qué haré para que me pierda la tema el señorito? ¿Cómo me
valdré para darle gusto?» Y lo más chocante de todo..., puede creerme,
es tan verdad como que Dios está en el cielo..., que así tan negra como
tenía el alma... no era como en la otra casa, no. De ésta no me querría
ir ni hecha cuartos, más que de ella me echasen.
--Porque sabías que yo te quería, Sura.
--No señor, no; no lo sabía: á fe que pensé que aborrecida era. De la
rabia que tomé me daban ganas de morirme.
--Yo sí que me muero de gusto con oírtelo. Ahí estás muy mal, chica.
Pon la cabecita en mi almohada. Ahí va. Te la saco fuera para que te
alcance.
Esclavitud apoyó la cabeza en la almohada sin desconfianza ni esquivez,
y los dos permanecieron un instante silenciosos, saboreando el momento.
La endeble luz de la lamparilla señalaba en realce las facciones de
Esclavitud, marcando los claros con pálida blancura, los obscuros con un
matiz uniforme, entre gris y rosa. Parecía un fino grabado, y Rogelio
expresó su admiración así:
--Suriña, eres preciosa.
En esto doña Aurora suspiró hondo, y ambos se estremecieron, aunque su
coloquio no pudiese en ningún modo graduarse de ilícito. La enfermera se
puso de pié para enterarse de lo que ocurría. A los dos segundos estaba
de vuelta.
--Duerme como una santa.
--Colócate bien otra vez. Quiero preguntarte una cosa. La mano. ¿Por qué
te daba tan fuerte la manía de si me tendrías contento ó descontento?
--¡Ay! ¡No sé! Desde el primer día dije yo entre mí: si aquí no te
quieren, Esclava, es que estás de sobra en el mundo. Ya viniste á él
contra la voluntad de Nuestro Señor... Ya Dios te miró siempre con malos
ojos... ¿No lo sabe, señorito?
--Sí que lo sé, Suriña... Pero eso es una atrocidad. ¿Cómo va á mirarte
Dios con malos ojos?
La muchacha medio se incorporó de un salto, con los suyos muy abiertos,
espantada de ver que ya sabían lo mismo que ella se disponía á confesar.
--No seas boba--murmuró generosamente Rogelio.--Tú qué culpa tienes,
mujer. Eso me puede suceder á mí, á cualquiera. El nacimiento no lo
escogemos. ¡Simple!
--¡Si viese cómo me trabaja _eso_ allá dentro!...--articuló con
vehemencia la muchacha, abriendo el corazón como si, próxima á
desmayarse, desabrochase el corpiño para respirar.--Siempre estoy
imaginando: «Esclava, á ti Dios no te puede querer bien. Nunca buena
suerte has de tener, nunca. Ya desde que naciste estás en poder del
enemigo, y buena gana tiene el enemigo de soltar lo que agarra. Por
mucho que te empeñes en ser un ángel, estarás eternamente en pecado
mortal. Ya lo tienes de obligación. Para ti no hay padre, ni madre, ni
nada más que vergüenza cuando te pregunten por ellos. Y así, todo lo que
hagas te tiene que salir del revés, y si te encariñas con una persona,
peor, que Dios te ha de quitar aquel cariño.»
--Pues conmigo no te pasará nada de eso, Suriña blanca. Yo te quiero
como si fueses hija del rey... Mamá también te quiere mucho; le entraste
desde el primer día, ¿no sabes?
Esclavitud, al oir este aserto, levantó la cabeza, clavando la vista en
el lecho de la señora. Su mirada y su sonrisa querían decir varias cosas
importantes; pero Rogelio no estaba en disposición de prestarse á
entenderlas. El estado de su ánimo no era á propósito para
razonamientos, sino para dejarse mecer dulcemente por el afecto que
necesitaba como sedación y medicina. Viendo que no le producía
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