Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - 03

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--¿Ve aquella berlina con ruedas encarnadas..., cochero mozo, con
patillas, librea verde? Allá abajo... Es la octava en la fila.
--Bien veo, bien.
--Pues va V.--ordenó Pacheco--y le dice que se largue á Madrí con viento
fresco, y que por la tardesita vuerva y se plantifique en el mismo
lugar. ¿Estamos, compadre?
Noté que mi acompañante extendía la mano y estrechaba con gran efusión
la del guindilla; pero no sería esta distinción lo que tanto le alegró
la cara á mi conterráneo, pues le vi cerrar la diestra deslizándola en
el bolsillo del pantalón, y entreoí la fórmula gallega clásica:
--De hoy en cien años.
Libre ya del apéndice del carruaje, por instinto me apoyé más fuerte en
el brazo de Don Diego, y él á su vez estrechó el mío como ratificando
un contrato.
--Vamos poquito á poco subiendo al cerro... Animo y cogerse bien.
El sol campeaba en mitad del cielo, y vertía llamas y echaba chiribitas.
El aire faltaba por completo; no se respiraba sino polvo arcilloso. Yo
registraba el horizonte tratando de descubrir la prometida fonda, que
siempre sería un techo, preservativo contra aquel calor del Senegal. Mas
no se veía rastro de edificio grande en toda la extensión del cerro, ni
antes ni después. Las únicas murallas blancas que distinguí á mi derecha
eran las tapias de la Sacramental, á cuyo amparo descansaban los muertos
sin enterarse de las locuras que del otro lado cometíamos los vivos.
Amenacé á Pacheco con el palo de la sombrilla:
--¿Y esa fonda? ¿Se puede saber hasta qué hora vamos á andar buscándola?
--¿Fonda?--saltó Pacheco como si le sorprendiese mucho mi
pregunta.--¿Dijo V. fonda? El caso es... Mardito si sé á qué lado cae.
--¡Hombre..., pues de veras que tiene gracia! ¿No aseguraba V. que había
fondas preciosas, magníficas? ¡Y me trae V. con tanta flema á asarme por
estos vericuetos! Al menos entérese... Pregunte á cualquiera, ¡al
primero que pase!
--¡Oigasté... cristiano!
Volvióse un chulo de pelo alisado en peteneras, manos en los bolsillos
de la chaquetilla, hocico puntiagudo, gorra alta de seda, estrecho
pantalón y viciosa y pálida faz; el tipo perfecto del rata, de esos
mocitos que se echa uno á temblar al verlos, recelando que hasta el modo
de andar le timen.
--¿Hay por aquí alguna fonda, compañero?--interrogó Pacheco alargándole
un buen puro.
--Se estima... Como haber fondas, hay fondas: misté por ahí too alredor,
que fondas son; pero tocante á fonda, vamos, según se ice, de comías
finas, pala gente é aquel, me pienso que no hallarán ustés conveniencia;
digo, esto me lo pienso yo; ustés verán.
--No hay más que merenderos, está visto--pronunció Pacheco bajo y con
acento pesaroso.
Al ver que él se mostraba disgustado, yo, por ese instinto de
contradicción humorística que en situaciones tales se nos desarrolla á
las mujeres, me manifesté satisfecha. Además, en el fondo, no me
desagradaba comer en un merendero. Tenía más _carácter_. Era más nuevo é
imprevisto, y hasta menos clandestino y peligroso. ¿Qué riesgo hay en
comer en un barracón abierto por todos lados donde está entrando y
saliendo la gente? Es tan inocente como tomar un vaso de cerveza en un
café al aire libre.


V

Convencidos ya de que no existía fonda ni sombra de ella, ó de que
nosotros no acertábamos á descubrirla, miramos á nuestro alrededor,
eligiendo el merendero menos indecente y de mejor trapío. Casi en lo
alto del cerro campeaba uno bastante grande y aseado; no ostentaba
ningún rótulo extravagante, como los que se leían en otros merenderos
próximos, verbigracia:--«Refrescos de los que usava el Santo.»--«La mar
en vevidas y comidas.»--«La Brillantez: callos y caracoles.»--A la
entrada (que puerta no la tenía) hallábase de pié una chica joven, de
fisonomía afable, con un puñal de níquel atravesado en el moño: y no
había otra alma viviente en el merendero, cuyas seis mesas vacías me
parecieron muy limpias y fregoteadas. Pudiera compararse el barracón á
una inmensa tienda de campaña: las paredes de lona: el techo de unas
esteras tendidas sobre palos: dividíase en tres partes desiguales, la
menor ocultando la hornilla y el fogón donde guisaban, la grande que
formaba el comedor, la mediana que venía á ser una trastienda donde se
lavaban platos y cubiertos; pero estos misterios convinimos en que sería
mejor no profundizarlos mucho, si habíamos de almorzar. El piso del
merendero era de greda amarilla, la misma greda de todo el árido cerro:
y una vieja, sucia y horrible, que frotaba con un estropajo las mesas,
no necesitaba sino bajarse para encontrar la materia primera de aquel
limpión inverosímil.
Tomamos posesión de la mesa del fondo, sentándonos en un banco de madera
que tenía por respaldo la pared de lona del barracón. La muchacha, con
su perrera pegada á la frente por grandes churretazos de goma y su puñal
de níquel en el moño, acudió solícita á ver qué mandábamos: olfateaba
parroquianos gordos, y acaso adivinaba ó presentía otra cosa, pues nos
dirigió unas sonrisitas de inteligencia que me pusieron colorada. Decía
á gritos la cara de la chica:--«Buen par están estos dos... ¿Qué manía
les habrá dado de venir á arrullarse en el Santo? Para eso más les valía
quedarse en su nido... que no les faltará, de seguro».--Yo, que leía
semejantes pensamientos en los ojos de la muy entremetida, adopté una
actitud reservada y digna, hablando á Pacheco como se habla á un amigo
íntimo, pero _amigo_ á secas; precaución que lejos de desorientar á la
maliciosa muchacha, creo que sólo sirvió para abrirle más los ojos. Nos
dirigió la consabida pregunta:
--¿Qué van á tomar?
--¿Qué nos puede V. dar?--contestó Pacheco.--Diga V. lo que hay,
resalada..., y la señora irá escogiendo.
--Como haber..., hay de todo. ¿Quieren almorzar formalmente?
--Con toa formaliá.
--Pues de primer plato... una tortillita... ó huevos revueltos.
--Vaya por los huevos revueltos. ¿Y hay magras?
--¿Unas magritas de jamón? Sí.
--¿Y chuletas?
--De ternera, muy ricas.
--¿Pescado?
--Pescado no... Si quieren latas... tenemos escabeche de besugo,
sardinas...
--¿Ostras no?
--Como ostras..., no señora. Aquí pocas cosas finas se pueden despachar.
Lo general que piden... callos y caracoles, Valdepeñas, chuletas...
--V. resolverá--indiqué volviéndome á Pacheco.
--¿He de ser yo? Pues tráiganos de too eso que hemos dicho, niña
bonita..., huevos, magras, ternera, lata de sardinas... ¡Ay! y lo
primero de too se va V. á traer por los aires una boteya e mansaniya y
unas cañitas... Y aseitunas.
--Y después... ¿qué es lo que les he de servir? ¿Las chuletas antes de
nada?
--No: misté, azucena: nos sirve V. los huevos, luego el jamón, las
sardinas, las chuletitas... De postre, si hay algún queso...
--¡Ya lo creo que sí! De Flandes y de Villalón... Y pasas, y almendras,
y rosquillas, y avellanas tostás...
--Pues vamos á armorsá mejor que el Nuncio.
Esto mismo que exclamó Pacheco frotándose las manos, lo pensaba yo.
Aquellas ordinarieces, como diría mi paisano el filósofo, me abrían el
apetito de par en par. Y aumentaba mi buena disposición de ánimo el
encontrarme á cubierto del terrible sol.
Verdad que estaba á cubierto lo mismo que el que sale al campo á las
doce del día bajo un paraguas. El sol, si no podía ensañarse con
nuestros cráneos, se filtraba por todas partes y nos envolvía en un baño
abrasador. Por entre las esteras mal juntas del techo, al través de la
lona, y sobre todo, por el abierto frente de la tienda, entraban á
oleadas, á torrentes, no sólo la luz y el calor del astro, sino el
ruido, el oleaje del humano mar, los gritos, las disputas, las
canciones, las risotadas, los rasgueos y punteos de guitarra y vihuela,
el infernal paso doble, el _¡Viva España!_ de los duros pianos
mecánicos.
Casi al mismo punto en que la chica del puñal de níquel depositaba en la
mesa una botella rotulada _Manzanilla superior_, dos cañas del vidrio
más basto y dos conchas con rajas de salchichón y aceitunas _aliñás_, se
coló por la abertura una mujer desgreñada, cetrina, con ojos como
carbones, saya de percal con almidonados faralaes y pañuelo de crespón
de lana desteñido y viejo, que al cruzarse sobre el pecho dejaba asomar
la cabeza de una criatura. La mujer se nos plantó delante, fija la mano
izquierda en la cadera y accionando con la derecha: de qué modo se
sostenía el chiquillo, es lo que no entiendo.
--En er nombre e Dios, Pare, Jijo y Epíritu Zanto, que donde va er
nombre e Dios no va cosa mala. Una palabrita les voy á icir que lase á
ostés mucha farta saberla...
--¡Calle!--grité yo contentísima. ¡Una gitana que nos va á decir la
buenaventura!
--¿La mando que se largue? ¿La incomoda á V.?
--¡Al contrario! Si me divierte lo que no es imaginable. Verá V. cuántos
enredos va á echar por esa boca. Ea, la buenaventura pronto, que tengo
una curiosidad inmensa de oirla.
--Pué diñe osté la mano erecha, jermosa, y una moneíta de plata pa jaser
la crú.
Pacheco le alargó una peseta, y al mismo tiempo, habiendo descorchado la
manzanilla y pedido otra caña, se la tendió llena de vino á la egipcia.
Con este motivo armaron los dos un tiroteo de agudezas y bromas; bien se
conocía que eran hijos de la misma tierra, y que ni á uno ni á otro se
les atascaban las palabras en el gaznate, ni se les agotaba la labia
aunque la derramasen á torrentes. Al fin la gitana se embocó el
contenido de la cañita, y yo la imité, porque, con la sed, tentaba aquel
vinillo claro. ¡Manzanilla superior! ¡A cualquier cosa llaman _superior_
aquí! La manzanilla dichosa sabía á esparto, á piedra alumbre y á
demonios coronados; pero como al fin era un líquido, y yo con el calor
estaba para beberme el Manzanares entero, no resistí cuando Pacheco me
escanció otra caña. Sólo que en vez de refrescarme, se me figuró que un
rayo de sol, disuelto en polvo, se me introducía en las venas y me
salía en chispas por los ojos y en arreboles por la faz. Miré á Pacheco
muy risueña, y luego me volví confusa, porque él me pagó la mirada con
otra más larga de lo debido.
--¡Qué bonitos ojos azules tiene este perdis!--pensaba yo para mí.
El gaditano estaba sin sombrero; vestía un traje ceniza, elegante, de
paño rico y flexible; de vez en cuando se enjugaba la frente sudorosa
con un pañuelo fino, y á cada movimiento se le descomponía el pelo,
bastante crecido, negro y sedoso; al reir, le iluminaba la cara la
blancura de sus dientes, que son de los mejor puestos y más sanos que he
visto nunca, y aun parecía doblemente morena su tez, ó mejor dicho,
doblemente tostada, porque hacia la parte que ya cubre el cuello de la
camisa se entreveía un cutis claro.
--La mano, jermosa,--repitió la gitana.
Se la alargué, y ella la agarró haciéndomela tener abierta. Pacheco
contemplaba las dos manos unidas.
--¡Qué contraste!--murmuró en voz baja, no como el que dice una
galantería á una señora, sino como el que hace una reflexión entre sí.
En efecto, sin vanidad, tengo que reconocer que la mano de la gitana, al
lado de la mía, parecía un pedazo de cecina feísimo: la tumbaga de
plata, donde resplandecía una esmeralda falsa espantosa, contribuía á
que resaltase el color cobrizo de la garra aquella, y claro está que mi
diestra, que es algo chica, pulida y blanca, con anillos de perlas,
zafiros y brillantes, contrastaba extrañamente. La buena de la bohemia
empezó á hacer sus rayas y ensalmos, endilgándonos una retahila de esas
que no comprometen, pues son de doble sentido y se aplican á cualquier
circunstancia, como las respuestas de los oráculos. Todo muy recalcado
con los ojos y el ademán.
--Una cosa diquelo yo en esta manica, que hae suseder mu pronto, y nadie
saspera que susea... Un viaje me vasté á jaser, y no ae ser para má, que
ae ser pa sastisfasión e toos. Una carta me vasté á resibir, y lae
alegrá lo que viene escribío en eya... Unas presonas me tiene usté que
la quieren má, y están toas perdías por jaserle daño; pero der revé les
ae salir la perra intensión... Una presoniya está chalaíta por usté--(al
llegar aquí la bruja clavó en Pacheco las ascuas encendidas de sus
ojos)--y un convite le ae dar quien bien la quiere... Amorosica de genio
me es usté; pero cuando se atufa, una leona brava de los montes se me
güerve... Que no la enriten a usté y que le yeven toiticas las cosas ar
pelo de la suavidá, que por la buena, corasón tiene usté pa tirarse en
metá e la bahía e Cadis... Con mieles y no con hieles me la han de
engatusar á usté... Un cariñiyo me vasté á tener mu guardadico en su
pechito y no lo ae sabé ni la tierra, que secretica me es usté como la
piedra e la sepultura... También una cosa le igo y es que usté mesma no
me sabe lo que en ese corasonsiyo está guardao... Un cachito e gloria le
va a caer der sielo y pasmáa se quedará usté; que á la presente me está
usté como los pajariyos, que no saben el árbol onde han de ponerse...
Si la dejamos, creo que aún sigue ahora ensartando tonterías. A mí su
parla me entretenía mucho, pues ya se sabe que en esta clase de
vaticinios tan confusos y tan latos, siempre hay algo que responde á
nuestras ideas, esperanzas y aspiraciones ocultas. Es lo mismo que
cuando, al tiempo de jugar á los naipes, vamos corriéndolos para
descubrir sólo la pinta, y adivinamos ó presentimos de un modo vago la
carta que va á salir. Pacheco me miraba atentamente, aguardando á que me
cansase de gitanerías para despedir á la profetisa. Viendo que ya la
chica del puñal en el moño acudía con la fuente de huevos revueltos,
solté la mano, y mi acompañante despachó á la gitana, que antes de poner
piés en polvorosa aún pidió no sé qué para _er churumbeliyo_.
Empezábamos á servirnos del apetitoso comistrajo y á descorchar una
botella de jerez, cuando otro cuerpo asomó en la abertura de la tienda,
se adelantó hacia la mesa y recitó la consabida jaculatoria:
--En er nombre e Dió Pare, Jijo y Epíritu Zanto, que onde va er nombre é
Dió...
--¡Estamos frescos!--gritó Pacheco.--¡Gitana nueva!
--Claro--murmuró con aristocrático desdén la chica del merendero.--Como
á la otra le han dado cuartos y vino, se ha corrido la voz... Y tendrán
aquí á todas las de la romería.
Pacheco alargó á la recién venida unas monedas y un vaso de jerez.
--Bébase usté eso á mi salú..., y andar con Dios, y najensia.
--E que les igo yo lo buenaventura e barde... por el aqué de la sal der
mundo que van ustés derramando.
--No, no...,--exclamé yo casi al oído de Pacheco.--Nos va á encajar lo
mismo que la otra; con una vez basta. Espántela V.... sin reñirla.
--Bébase usté el jerés, prenda... y najarse he dicho--ordenó el gaditano
sin enojo alguno, con campechana franqueza.
La gitana, convencida de que no sacaba más raja ya, después de echarse
al coleto el Jerez y limpiarse la boca con el dorso de la mano, se largó
con su indispensable _churumbeliyo_, que lo traía también escondido en
el mantón como gusano en queso.
--¿Tienen todas su chiquitín?--pregunté á la muchacha.
--Todas, pues ya se ve--explicó ella con tono de persona desengañada y
experta.--Valientes maulas están. Los chiquillos son tan suyos como de
una servidora de Vds. Infelices, los alquilan por ahí á otras bribonas,
y sabe Dios el trato que les dan. Y está la romería plagada de estas
tunantas, embusteronas. ¡Lástima de Abanico!
--¿Vds. duermen aquí?--la dije por tirarla de la lengua.--¿No tienen
miedo á que de noche les roben las ganancias del día ó la comida del
siguiente?
--Ya se ve que dormimos con un ojo cerrado y otro abierto... Porque no
se crea V.: nosotros tenemos un café á la salida de la Plaza Mayor y
venimos aquí no más á poner el ambigú.
Comprendí que la chica se daba importancia, deseando probarme que era,
socialmente, muy superior á aquella gentecilla de poco más ó menos que
andaba por los demás figones. A todo esto íbamos despachando la ración
de huevos revueltos y nos disponíamos á emprenderla con las magras.
Interceptó la claridad de la abertura otra sombra. Esta era una chula de
mantón terciado, peina de bolas, brazos desnudos, que traía en un jarro
de loza un inmenso haz de rosas y claveles, murmurando con voz entre
zalamera y dolorida:--«¡Señoritico! ¡Cómpreme usté flores pa osequiar á
esa buena moza!»--Al mismo tiempo que la florera, entraron en el
merendero cuatro soldados, cuatro húsares jóvenes y muy bulliciosos, que
tomaron posesión de una mesa pidiendo cerveza y gaseosa, metiendo ruido
con los sables y regocijando la vista con su uniforme amarillo y azul.
¡Válgame Dios, y qué virtud tan rara poseen la manzanilla y el jerez,
sobre todo cuando están encabezados y compuestos! Si en otra ocasión me
veo yo almorzando así, entre soldados, creo que me da un soponcio; pero
empezaba á tener subvertidas las nociones de la corrección y de la
jerarquía social, y hasta me hizo gracia semejante compañía y la celebré
con la risa más alegre del mundo! Pacheco, al observar mi buen humor, se
levantó y fué á ofrecer á los húsares jerez y otros obsequios; de
suerte que no sólo comíamos con ellos en el mismo bodegón, sino que
fraternizábamos.
Cuando está uno de buen temple, ninguna cosa le disgusta. Alabé la
comida; de la chula de los claveles dije que parecía un boceto de Sala;
y entonces Pacheco sacó de la jarra las flores y me las echó en el
regazo, diciendo:--«Póngaselas V. todas.»--Así lo ejecuté, y quedó mi
pecho convertido en búcaro. Luego me hizo reir con toda mi alma una
desvergonzada riña que se oyó por detrás de la pared de lona, y las
ocurrencias de Pacheco que se lió con los húsares no recuerdo con qué
motivo. Volvió á nublarse el sol que entraba por la abertura y apareció
un pordiosero de lo más remendado y haraposo. No contento con aflojar
buena limosna, Pacheco le dió palique largo, y el mendigo nos contó
aventuras de su vida: una sarta de embustes, por supuesto. Oyóle el
gaditano muy atentamente, y luego empezó á exigirle que trajese un
guitarrillo y se cantase por lo más jondo. El pobre juraba y perjuraba
que no sabía sino unas coplillas, pero sin música, y al fin le soltamos,
bajo palabra de que nos traería un buen cantaor y tocaor de bandurria
para que nos echase polos y peteneras hasta morir. Por fortuna hizo la
del humo.
Yo, á todo esto, más divertida que en un sainete, y dispuesta á
entenderme con las chuletas y el champagne. Comprendía, sí, que mis
pupilas destellaban lumbre y en mis mejillas se podía encender un
fósforo; pero lejos de percibir el atolondramiento que suponía precursor
de la embriaguez, sólo experimentaba una animación agradabilísima, con
la lengua suelta, los sentidos excitados, el espíritu en volandas y
gozoso el corazón. Lo que más me probaba que _aquello_ no era cosa
alarmante, era que comprendía la necesidad de guardar en mis dichos y
modales cierta reserva de buen gusto; y en efecto, la guardaba, evitando
toda palabra ó movimiento que siendo inocente pudiese parecer equívoco,
sin dejar por eso de reir, de elogiar los guisos, de mostrarme jovial,
en armonía con la situación... Porque allí, vamos, convengan Vds. en
ello, también sería muy raro estar como si me hubiese tragado el
molinillo.


VI

Pacheco, por su parte, me llevaba la corriente; cuidaba de que nunca
estuviesen vacíos mi vaso ni mi plato, y ajustaba su humor al mío con
tal esmero, cual si fuese un director de escena encargado de entretener
y hacer pasar el mejor rato posible á un príncipe. ¡Ay! Porque eso sí:
tengo que rendirle justicia al grandísimo socarrón, y una vez que me
encuentro á solas con mi conciencia, reconocer que, animado, oportuno,
bromista y (admitamos la terrible palabra) en _juerga_ redonda conmigo,
como se encontraba al fin y al cabo Pacheco, ni un dicho libre, ni una
acción descompuesta ó siquiera familiar llegó á permitirse. En ocasión
tan singular y crítica, hubiera sido descortesía y atrevimiento lo que
en otra mero galanteo ó _flirtación_ (como dicen los ingleses). Esto lo
entendía yo muy bien, aun entonces, y á la verdad, temía cualquiera de
esas insinuaciones impertinentes que dejan á una mujer volada y le
estropean el mejor rato. Sin la caballerosa delicadeza de Pacheco,
aquella situación en que impremeditadamente me había colocado pudo ser
muy ridícula para mí. Pero la verdad por delante: su miramiento fué tal,
que no me echó ni una flor, mientras hartaba de lindas, simpáticas y
retrecheras á las gitanas, á la chica del puñal de níquel y hasta á la
fregona del estropajo. Cierto que á veces sorprendí sus ojos azules que
me devoraban á hurtadillas; sólo que apenas notaba que yo había caído en
la cuenta, los desviaba á escape. Su acento era respetuoso, sus frases
serias y sencillas al dirigirse sólo á mi. Ahora se me figura que tantas
exquisiteces fueron calculadas, para inspirarme confianza é interés: ¡ah
malvado! Y bien que me iba comprando con aquel porte fino.
Surgió de repente ante nosotros, sin que supiésemos por donde había
entrado, una figurilla color de yesca, una gitanuela de algunos trece
años, típica, de encargo para modelo de un pintor: el pelo azulado de
puro negro, muy aceitoso, recogido en castaña, con su peina de cuerno y
su clavel sangre de toro; los dientes y los ojos brillantes, por
contraste con lo atezado de la cara; la frente chata como la de una
víbora, y los brazos desnudos, verdosos y flacos lo mismo que dos
reptiles. Y con el propio tonillo desgarrado de las demás, empezó la
retahila consabida:
--En er nombre de Dió Pare, Jijo...
De esta vez, la chica del merendero montó en cólera, y dando al diablo
sus pujos de señorita, se convirtió en chula de las más boquifrescas.
--¿Hase visto hato de pindongas? ¿No dejarán comer en paz á las personas
decentes? ¿Conque las barre uno por un lado y se cuelan por otro? ¿Y
cómo habrá entrado aquí semejante calamidá, digo yo? Pues si no te
largas más pronto que la luz, bofetá como la que te arrimo no la has
visto tú en tu vía. Te doy un recorrío al cuerpo, que no te queda lengua
pa contarlo.
La chiquilla huyó más lista que un cohete; pero no habrían transcurrido
dos segundos, cuando vimos entreabrirse la lona que nos protegía las
espaldas, y por la rendija del lienzo asomó una geta que parecía la del
mismo enemigo, unos dientes que rechinaban, un puño cerrado, negro como
una bola de bronce, y la gitanilla becerreó:
--Arrastrá, condená, tía cochina, que malos retortijones te arranquen
las tripas, y malos mengues te jagan picaíllo e los jígados, y malas
culebras te piquen, y remardita tiña te pegue con er moño pa que te
quedes pelá como tu ifunta agüela...
Llegaba aquí de su rosario de maldiciones, cuando la del puñal, que así
se vió tratada, empuñó el rabo de una cacerola y se arrojó como una
fiera á descalabrar á la egipcia: al hacerlo, dió con el codo a una
botella de jerez, que se derramó entera por el mantel. Este incidente
hizo que la chica, olvidando el enojo, se echase á reir
exclamando:--¡Alegría, alegría! Vino en el mantel... ¡boda segura!--y,
por supuesto, la gitana tuvo tiempo de afufarse más pronta que un
pájaro.
No ocurrió durante el almuerzo ninguna otra cosa que recordarse merezca,
y lo bien que hago memoria de todo cuanto pasó en él, me prueba que
estaba muy despejada y muy sobre mí. Apuramos el último sorbo de
champagne y un empecatado café; saldó Pacheco la cuenta, gratificando
como Dios manda, y nos levantamos con ánimo de recorrer la romería.
Notaba yo cierta ligereza insólita en piernas y piés; me figuraba que se
había suprimido el peso de mi cuerpo, y, en vez de andar, creía
deslizarme sobre la tierra.
Al salir, me deslumbró el sol: ya no estaba en el cenit ni mucho menos;
pero era la hora en que sus rayos, aunque oblicuos, queman más: debían
de ser las tres y media ó cuatro de la tarde, y el suelo se rajaba de
calor. Gente, triple que por la mañana, y veinte veces más bullanguera y
estrepitosa. Al punto que nos metimos entre aquel bureo, se me puso
cabeza que me había caído en el mar: mar caliente, que hervía á
borbotones, y en el cual flotaba yo dentro de un botecillo chico como
una cáscara de nuez: golpe va y golpe viene, ola arriba y ola abajo.
¡Sí, era el mar; no cabía duda! ¡El mar, con toda la angustia y
desconsuelo del mareo que empieza!
Lejos de disiparse esta aprensión, se aumentaba mientras iba
internándome en la romería apoyada en el brazo del gaditano. Nada,
señores, que estaba en mitad del golfo. Los innumerables ruidos de
voces, disputas, coplas, pregones, juramentos, vihuelas, organillos,
pianos, se confundían en un rumor nada más: el mugido sordo con que el
Océano se estrella en los arrecifes: y allá á lo lejos, los columpios,
lanzados al aire con vuelo vertiginoso, me representaban lanchas y
falúas balanceadas por el oleaje. ¡Ay Dios mío, y qué desvanecimiento me
entró al convencerme de que en efecto me encontraba en alta mar! Me
agarré al brazo de Pacheco como me agarro en la temporada de baños al
cuello del bañero robusto, para que no me lleve el agua... Sentía un
pánico atroz y no me atrevía á confesarlo, porque tal vez mi acompañante
se reiría de mí, por fuera ó por dentro, si le dijese que me mareaba,
que me mareaba á toda prisa.
Una peripecia nos detuvo breves instantes. Fué una pelea de mujerotas.
Pelea muy rara: por lo regular, estas riñas van acompañadas de
vociferaciones, de chillidos, de injurias, y aquí no hubo nada de eso.
Eran dos mozas: una que tostaba garbanzos en una sartén puesta sobre
una hornilla: otra que pasó y con las sayas derribó el artilugio. Jamás
he visto en rostro humano expresión de ferocidad como adquirió el de la
tostadora. Más pronta que el rayo, recogió del suelo la sartén, y
echándose á manera de irritada tigre sobre la autora del desaguisado, le
dió con el filo en mitad de la cara. La agredida se volvió sin exhalar
un ay, corriéndole de la ceja á la mejilla un hilo de sangre; y
trincando á su enemiga por el moño, del primer arrechucho le arrancó un
buen mechón, mientras le clavaba en el pescuezo las uñas de la mano
izquierda: cayeron á tierra las dos amazonas, rodando entre trébedes,
hornillas y cazos; se formó alrededor corro de mirones, sin que nadie
pensase en separarlas, y ellas seguían luchando, calladas y pálidas como
muertas, una con la oreja rasgada ya, otra con la sien toda
ensangrentada y un ojo medio saltado de un puñetazo. Los soldados se
reían á carcajadas y les decían requiebros indecentes, en tanto que se
despedazaban las infelices. Advertí por un instante que se me quitaba el
mareo, á fuerza de repugnancia y lástima: me acordé de mi paisano Pardo,
y de aquello del salvajismo y la barbarie española. Pero duró poco esta
idea, porque en seguidita se me ocurrió otra muy singular: que las dos
combatientes eran dos pescados grandes, así como golfines ó tiburones, y
que á coletazos y mordiscos, sin chistar, estaban haciéndose trizas. Y
este pensamiento me renovó la fatiga del mareo de tal modo, que arrastré
á Pacheco.
--Vámonos de aquí... No me gusta ver esto... Se matan.
Preguntóme Don Diego si me sentía mal, en cuyo caso no visitaríamos los
barracones donde enseñan panoramas y fenómenos. Respondí muy picada que
me encontraba perfectamente y capaz de examinar todas las curiosidades
de la romería. Entramos en varias barracas y vimos un enano, un ternero
de dos cabezas, y por último, la mujer de cuatro piernas, muy pizpireta,
muy escotada, muy vestida de seda azul con puntillas de algodón, y que
enseñaba sonriendo--la risa del conejo--sus dobles muñones al extremo de
cada rodilla. En esta pícara barraca se apoderó de mí, con más fuerza
que nunca, la convicción de que me hallaba en alta mar, entregada á los
vaivenes del Océano. En el lado izquierdo del barracón había una serie
de agujeritos redondos por donde se veía un cosmorama: y yo empeñada en
que eran las portas del buque, sin que me sacase de mi error el que al
través de las susodichas portas se divisase, en vez del mar, la plaza
del Carrousel... el Arco de la Estrella... el Coliseo de Roma... y otros
monumentos análogos. Las perspectivas arquitectónicas me parecían
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