Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - 11

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y la tertulia adquirían aspecto de cariñosa intimidad: la atmósfera
moral y material era templada: el mundo era mullido y acolchado como el
almohadón donde reclinaba su cuerpo. Cada tertuliano era para él, si no
un padre, por lo menos un tío carnal. En derredor suyo reinaba la más
dulce seguridad; y así como en ciertas moradas lujosas se traslucen el
ahogo y la escasez, en aquel comedor modestísimo se transparentaba el
bienestar casero, la más dorada mediocridad que pudo soñar ningún poeta
ni apetecer ningún filósofo. La armonía y la moderación son siempre
hermosas, y Rogelio, sin definir esta belleza que le rodeaba, la sentía
y se envolvía en ella como el pájaro en el plumón de su nido. Y mientras
en la chimenea chisporroteaba la leña ardiendo, y de la cocina venía
amortiguado el repique del almirez, y discutían los viejos y la madre
activaba las agujas de su media, el muchacho, sumido en vaga
contemplación, fantaseaba cómo sería aquel país bonito, aquella Galicia
verde, llena de agua, de flores y de muchachas mimosas.


IV

La calle enterita, tiendas, puestos ambulantes, criadas y vecindad,
conocía á Rogelio: como suele decirse, todo el mundo le debía un cuarto.
Eranle familiares los establecimientos, ó, mejor dicho, humildes
tenduchos de loza, ultramarinos, novedades, cordelería y periódicos, que
se incrustan entre las viejas é imponentes casas solariegas de la calle
Ancha, animada por la concurrencia de los estudiantes y por el ascenso y
descenso de los tranvías.
Pero con quien la emprendía Rogelio más á menudo, era con los cocheros
simones, de los cuales existe un puesto en la plazuela de Santo Domingo.
Rara vez salía de casa doña Aurora que el reuma ó el frío ó el calor no
la determinasen á enviar por uno de aquellos vehículos tan destartalados
y feos, pero tan cómodos y accesibles; ella les llamaba enfáticamente
«sus trenes», y aseguraba riendo que siempre tenía el coche enganchado
y á la puerta, con un cochero tan puntual, que no se hacía esperar una
vez sola. Rogelio, á fuer de hijo único y rico, se permitía otros lujos,
y su madre le pagaba la pensión de dos caballitos moscas y el alquiler
de un milor flamante en casa del alquilador Agustín Cuero, para que los
días festivos bajase al Retiro ó adonde le diese la gana (no
consintiéndole caballo de silla por temor á un lance peligroso). Pero á
la señora primero la matarían que usar de aquel tronco juguete: que la
dejasen con sus pacíficos simones; á no ser algún día, por decoro y para
hacer visitas, maldito lo que le importaba la farsa de que el coche
estuviese más barnizado y el cochero llevase guantes y unas zaleas de
carnero por los hombros. Con el uso frecuente y las razonables propinas,
todo el personal cocheril de la plaza estaba á devoción de doña Aurora,
y muy prendado de la buena sombra del señorito. Este no les dejaba
vivir, máxime á sus paisanos, los gallegos, con quienes la tenía siempre
armada. Decíales mil disparates acerca de su tierra; les tarareaba la
muiñeira; les hablaba con la _u_, á guisa de sirviente de comedia de
Ayala; y si por milagro llegaban á amoscarse, les decía:
--Auriga veloz, yo también soy galleguiño, maruso, de pralá.
A lo cual solían ellos responder:
--¡Qué señorito tan _pavero_!
Cuando venía á comprometer á alguno porque lo necesitaba su madre, desde
una legua que le viesen ya estaban riéndose y bajando la alquila. Y él
solía entrar en escena dirigiéndoles retahilas semejantes:
--Automedonte alígero, vapulea á tu fogoso corcel para que se beba la
distancia hasta mi encantado palacio. Ya el generoso bridón tasca
impaciente el dorado freno. ¿No ves cual le rocía de cándida espuma?
Buloniu, ¿en qué estabas pensando que no me veías de venir?
--Señorito... estaba á leer _La Correspondencia_.
--_¡La Correspondencia!_ ¿Qué profieren tus sacrílegos labios? _¡La
Correspondencia!_ ¡Rabo de Satanás! ¡Una hoja revolucionaria, anárquica
y nihilista! Arroja pronto ese veneno, antes de apropincuarte á la
mansión honrada de los pacíficos ciudadanos. ¡Acude, corre, vuela,
simón! ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Anda, burrachu, demagogo!
Cuanto mayores extravagancias ensartase, más se reían los cocheros.
Una mañana salió Rogelio, ya embozado en su capita hasta los ojos, pues
las postrimerías de Octubre tenían la atmósfera en punto de sorbete,
aunque el alegre sol madrileño brillase en todo su esplendor. Tratábase
como siempre de buscar un cochecillo para doña Aurora. Al llegar á la
esquina de la plazuela, divisó á uno de sus trenes predilectos: una
berlina algo menos indecente, con forro de sagrén avellana no tan
mugriento y sobado como el de la mayor parte de estos vehículos. El
cochero, rubio, gordo, coloradote, atendía por Martín y era gallego.
Rogelio venía llamándole con señas y gritos:
--¡Martín, el de la capa! ¡Ah de la imperial carroza!
Hablaba el simón con una mujer cuyo rostro no podía ver el estudiante;
pero á la voz de éste se volvió, y Rogelio hubo de notar que era moza,
no mal parecida, de aspecto humilde y vestida de luto.
--¡Señorito, qué cuaselidá!--exclamó Martín al conocer á Rogelio.--Esta
joven (el cochero pronunciaba _joven_ con _g_) viene en busca de la casa
del señorito, y me preguntaba el camino ahora. Es paisana nuestra. Trae
una carta...
--¿Quiere V. dejarme ver el sobre?--indicó el estudiante, que al
dirigirse á la muchacha varió enteramente de modales y de tono.
La muchacha alargó el billete, que lo era, y bien chico.
--¡Calle! Es para mamá. Véngase V. conmigo; yo le enseñaré la casa. Tú,
simón, sigue nuestra resplandeciente estela con tu carroza imperial,
tirada por ese lánguido cisne.
--Dios se lo pague, señorito--dijo la muchacha con voz bien timbrada y
dulce, y acento cantarín, como suelen tenerlo las gallegas
ribereñas.--No necesita molestarse. Ya veo desde aquí el portal de la
casa, que el cochero me lo señaló.
--Si yo también llevo ese camino. Ningún trabajo me cuesta.
Sin otra discusión, la muchacha rompió á andar, y Rogelio, por instinto,
se colocó á su izquierda, como haría con una dama. A los diez pasos le
pesaba ya de su galantería. En primer lugar, menuda chacota le
arrimarían sus compañeros si acertaban á encontrarle acompañando tan
cortés á una individua de pañuelo á la cabeza y saya lisa de merino. En
segundo, Rogelio atravesaba esa edad en que un chico criado algo
falderamente, en la casta atmósfera maternal, no puede evitar una
impresión de cortedad penosa cuando trata con mujeres desconocidas aún.
Cierto que las de condición inferior no le atarugaban tanto: las
señoritas eran su muerte: siempre creía que se burlaban de él, que
cuanto le decían era pura matraca, que no hacían sino tomarle el pelo,
gozarse en su confusión y comentarla luego á solas, con maliciosa y
despiadada ironía; pero ahora, al lado de la muchacha vestida de luto,
experimentaba la misma turbación, porque, á pesar de su pobre traje, no
tenía pinta de lo que se entiende por mujer ordinaria. «¿La diré algo?
¿Se reirá de mí? Más se reirá si me quedo mudo. No, la palabra hay que
dirigírsela». Entonces se le ocurrió preguntar con suma formalidad:
--¿Quién le envía á mamá esa carta? ¿Lo sabe V.?
--Sé; sí, señor. ¿No he de saber? Las señoritas del general Romera. ¿No
las conoce?
--¡Vaya si las conozco! El general Romera fué amigo de papá. Hace tiempo
que no las vemos.
--Estuvo malita doña Pascuala, la mayor. Tuvo una cosa que le dicen
_enginas inflamadas_. ¡Ay! Muy mala estuvo.
--Y ahora, ¿sigue mejor?--interrogó Rogelio por seguir hablando, aunque
las anginas de doña Pascuala no le quitaban el sueño.
--Ya sanó de todo. Pues si no sanase, tampoco me marchaba yo de _junta_
ella.
--¿Estaba V.... allí?--(Rogelio no se atrevió á decir _sirviendo_.)
--Sí, señor, desde que vine de _allá_.
--¿Conque galleguita?
--No tengo por qué negarlo.
--Ni yo tampoco, caramba.
--No, señor, por cierto. Es una tierra muy buena, mejor que la de Madrí
y la de todo el mundo.
Rogelio sonrió, agradado del patriotismo de la muchacha, y comenzando á
sentirse bien con ella, porque le parecía incapaz de burlarse de nadie.
Estaban próximos á la casa: Martín, que se había adelantado, paraba su
jamelgo, operación más fácil que la de obligarle á salir al trote, y,
desde el portal, doña Aurora hacía señas á su hijo.


V

--Mamá, aquí te traen una amorosa epístola.
--¿Esta chica?
--Sí, señora... De las señoritas de Romera.
--A ver, venga. Puede que sea cosa de despachar acto continuo.
Pero apenas hubo roto el sobre, la señora se echó á reir.
--¡Qué chiflada estoy! Sin mis gafas... Rapaz, lee tú.
Desplegó Rogelio la misiva, y ahuecando la voz, comenzó así:
--«Alta y poderosa y sobajada señora; si la vuestra fermosura...»
--Mira, niño, lee formal, que aquí corre un frío de los diablos y con el
reuma mis caderas no están para músicas.
En tono natural leyó Rogelio:
«Nuestra más distinguida amiga: La dadora, Esclavitud Lamas,
manifestará á V. el favor que pide. Nosotras sólo podemos
atestiguar que todo el tiempo que estuvo en esta casa, observó
ejemplar conducta, sin faltar nunca á su obligación; tanto, que su
marcha nos deja muy disgustadas, por no tener queja ninguna de
ella, al contrario.
«Quedan de V. afectísimas sus antiguas amigas,
«PASCUALA Y MERCEDES ROMERA.»

--¿No dice más, hijo?
--Trae una posdata tonta. No la leo, ea.
--¿Una posdata tonta?
--Sí; que por qué no me dejo ver, que ya estaré hecho un buen mozo...
Las bobadas de cajón.
--Te lo estoy diciendo siempre, rapaz,--exclamó la madre con
viveza.--Nunca subes diez minutos á casa de esas pobres señoras que te
quieren tantísimo. Como que te han conocido así, hecho un muñeco.
Pensarán que es culpa mía. Pues bastantes veces te hablo de ellas.
¡Pascuala y Mercedes! Si tú no vas iré yo.
--¡Pero, _mater terribilis_, si en cuanto piso aquella antesala me entra
un sueño... y no hago sino bostezar!
--Pues son unas santas.
--¡Amén; yo no les quito su santidad; sólo digo que son tan pesaditas,
tan patosas! Hablan á dúo como los alemanes de _La Diva_, «Rogelito,
¿qué tal la mamá? ¿Y los estudios?»--Al decir, así imitaba la voz
cascada y el acento malagueño de las solteronas.
--Valiente pinturero estás tú,--murmuró la señora reprimiendo la
risa.--No sé por qué te han de dar sueño Pascuala y Mercedes.
--Insondables enigmas del corazón humano. Arcanos profundos. En aquella
_dimora casta è pura_ flota en la atmósfera un beleño letal.
--¡Farsante!
Mientras duraba esta escaramuza entre la madre y el hijo, la muchacha
esperaba inmóvil, sin levantar los ojos del suelo. Doña Aurora se hizo
cargo y se encaró con ella.
--Hija, dispense V. Aquí dice que V. me explicará el objeto de su
venida. ¿Quiere subir?
--No, señora... Por mí no se moleste. Aquí mismo...
--A ver, no tenga V. reparo. ¿Alguna recomendación?
--Recomendación, no, señora. Es que yo quiero entrar á servir en casa de
V.... ó de otra familia gallega,--añadió después de una pausa.
Doña Aurora miró fijamente á la postulante, y creyó advertir que se
ruborizaba un poco.
--¿Usted... no estaba contenta con las señoritas de Romera, según eso?
--Sí, señora; por contenta sí... y me parece que ellas también conmigo;
ya lo ve por la carta que me dieron. Por lo que es de las señoritas,
estaría yo en la santa gloria, que son muy buenísimas, no despreciando:
Dios las florezca. Sólo que á las veces... hay personas buenas y no se
hace uno con ellas. Esas señoritas son de allá de Málaga, en tierra de
Andalucía, y tienen unas costumbres y unas comidas que yo no las
entiendo. Hasta el habla suya es atravesada para mí. Cuando me mandan
hacer una cosa y no comprendo, me quedo como si me leyesen la sentencia
de muerte. Y luego, señora, la verdad por delante: el no estar entre
gente de su tierra, ni oir mentarla nunca, le pone á uno el corazón muy
negro. Por la metá de soldada y con doble de trabajo, quiero servir á
una persona del país.
Lo dijo con tal persuasión, que se aumentó la benevolencia de doña
Aurora, prendada ya del porte decente y honesto de la muchacha, tan
distinto del desgarro que gastan las _Menegildas_ madrileñas. Sólo que
no veía claro aún en la historia: allí debía de haber algún intríngulis.
Delante de la puerta, el simón chupaba su papelito, mientras el jamelgo
bajaba la cabeza y estiraba los belfos, soñando con pienso abundante y
prados deleitosos.
--Hija--advirtió la señora--yo voy á sentarme en el coche. Como no tengo
sus años, me pesa el cuerpo y las piernas me bailan. De no subir, el
coche sea conmigo.
La galleguita la ayudó á colocarse, y desde dentro, doña Aurora
preguntó:
--Diga... Y estando V. tan pegada á la tierra, ¿cómo se vino de allá?
¡Ah! de esta vez no cabía duda: fué rubor, y rubor encendidísimo, el que
tiñó los pómulos de la sirviente. Y al contestar--se necesitaba ser
sordo, y sordo verdadero, para no percibirlo--tartamudeaba, sobre todo
en las primeras frases.
--A las veces... tiene uno... que hacer aquello que menos le está
pidiendo el corazón, señora... Somos hijos de la suerte. A mí me criara
mi tío, el cura de Vimieiro. Dispuso el Señor de llevárselo; quedé sin
arrimo. Para comer pan hay que trabajar. Era reina en mi casa; ahora
sirvo. Alabado sea Dios, y nunca nos falten las manos y la salud.
--¿Cómo no entró V. á servir allá?--insistió la señora, que sobre una
pista era más fina que el mejor sabueso. Y que la pista existía, no pudo
dudarlo al ver que ya no era rubor, sino llamaradas de fuego, lo que
pasó por el rostro de Esclavitud.
--No... no se me proporcionó--respondió con acento ahogado.--Luego, como
allí todos me conocían, me daba vergüenza.
Doña Aurora Pardiñas recapacitó cosa de dos minutos, y endulzando el
tono para suavizar lo áspero de la idea.
--Vamos á ver... Quien la recomienda á V. son las señoritas de Romera,
que... que la conocen sólo del tiempo que estuvo en su casa. ¿No es eso?
Pues sería conveniente... V. se hará cargo de ello... que tuviese aquí
otras personas de allá, del país, para responder.
La muchacha titubeó un instante, y resolviéndose al fin, contestó:
--Me conocen el señorito Gabriel Pardo de la Lage y también la hermana.
--¿Rita Pardo? ¿La casada con el ingeniero? Pues si la trato mucho. ¿Y
dice V. que la conoce?
No contestó la chica sino alzando la mano y el hombro como para
expresar: «¡Bah! Desde que nací.»
--Bien...--murmuró la señora.--Francamente, hija, siento que deje V. á
las de Romera. Mejor casa y mejores señoritas...
--No niego eso--replicó Esclavitud con mayor energía si cabe;--solamente
que ya le he contado la verdad, señora, como si estuviese hablando con
mi difunta madre ó con el confesor. Pegó conmigo la morriña, y si no
salgo creo que se me revuelve la cabeza ó me voy derecha á la sepultura.
Yo no comía. Yo me metía á cavilar por los rincones. Yo me fuí quedando
morena, morena, y tan flaca, que la ropa se me cae. Yo de noche tenía
unos aflictos como si me atasen una soga al pescuezo tirando mucho. Con
esto y con todo me daba empacho descubrirme á mis señoritas. Lo
conocieron ellas, y fueron las primeras en aconsejarme que, de no
volverme á la tierra, que me metiese en alguna casa de gente de allá.
«Hija, estás tan desmejorá que pareces otra». Mismo así me dijeron.
Al hacer esta narración, la barbilla de Esclavitud temblaba como la de
los niños cuando reprimen la emoción que precede al llanto. Los ojos no
se veían, porque los bajaba, según costumbre.
--Serénese--ordenó afectuosamente la señora. Iba entrándole una simpatía
irresistible por aquella muchacha, de porte tan modesto y de corazón al
parecer tan sensible. ¡Qué poco se parecía á las descocadas de Madrid, á
las charranas de los barrios, chulapas sin pudor que no pueden estar en
una casa decente! Justamente no hacía hora y media que la Pepa, la
doncella, por un quítame allá ese polvo, se había desvergonzado
poniéndose como una verdulera. Esta galleguita podría haber tenido...
qué sé yo... cualquier desliz... porque lo de la escapatoria de su
tierra no resultaba claro; pero el tipo era tan... vamos, tan de mujer
de bien... Sabe Dios lo que le habría sucedido á la pobrecilla.
--Mire--declaró adelantando la cabeza por la portezuela--lo que es ahora
mismo no le puedo contestar fijamente si la tomo ó no. Dése V. una
vuelta mañana á estas mismas horas, y llame en el entresuelo. Me
alegraría de que... pero hay que pensarlo. Si yo no pudiese, haré por
descubrir alguna casa gallega... Dígame V. las condiciones, por si otra
persona quisiese saber...
Esclavitud arrollaba entre las yemas del pulgar y el índice un pico del
pañuelo de seda negra.
--Dios se lo pague. Por la soldada tanto me da un duro más como un duro
menos. Al trabajo no le pongo mala cara. De cocinera no voy porque no sé
estos guisos finos que se estilan ahora; sé las comidas de la tierra,
así, sencillas. En lo demás me parece que daré gusto, lo mismo en
limpiar, que en el repaso, que en la plancha. Lo que le pido es que en
la casa que me busque, no haya... vamos... hombres que...
--¡Ya, ya!...--atajó doña Aurora. Y añadió bromeando:--Pero y entonces
¿cómo pretende V. mi casa? ¿No ha visto V. que en ella hay un hombre?
Señaló á Rogelio, que repuesto de su cortedad con la presencia de su
madre, consideraba á la chica, reclinado en la portezuela del simón.
Esclavitud siguió la dirección de la mano de la señora; por primera vez
sus ojos, verdes, cambiantes, de mirada cándida, se fijaron en el
estudiante: luego pronunció risueña:
--¿Este señorito es su hijo? Por muchos años... Dios se lo conserve.
Este no es de los hombres que yo decía. Por ahora es un rapaz.
Demudóse Rogelio como si le hubiesen dirigido el más atroz insulto. Para
disimular quiso reir, y la risa se le atascó en la garganta. Preciso es
consignarlo: hasta sintió como el ardor de una lágrima en los ojos. Fué
uno de esos instantes de rabia insensata y profunda, que alguna vez ha
de sufrir el varón cuya infancia se prolonga más de lo justo; instantes
en los cuales se apetece, como el mayor bien, poseer el amargo tesoro de
la experiencia: dolores, desengaños, tribulaciones, luchas,
enfermedades, canas, arrugas en el rostro, fracasos, traiciones de la
amistad y del amor... todo, todo á trueque de oir la palabra reveladora,
de gustar el fruto del bien y del mal, la eterna manzana dorada por un
lado y sangrienta por otro. Todo por llenar el destino humano; todo por
recorrer el ciclo de la vida.


VI

Cuando arrancó á andar el simón, la señora gritó á su hijo, que iba en
el pescante: «Da las señas de Rita Pardo.» Rogelio obedeció, pero así
que llegaron á la fea calle del Pez, donde vivía la señora del
ingeniero, saltó á abrir la portezuela y dijo:
--No subo. Para esos informes que vas á tomar no me necesitas.
--¿Y á dónde te vas ahora?
--Por ahí,--respondió no sin alguna sequedad el estudiante, echando á
andar y haciendo á su madre con la mano esa señal de despedida del
hombre que se emancipa, algo semejante al nervioso aleteo del pájaro
cuando le abren la jaula. Sin dar otra explicación, y embozándose más
ceñido, desapareció en la revuelta de la primer esquina. La madre le
siguió con los ojos mientras pudo: después suspiró y sonrió á medias.
--Algún día ha de ser...,--pensaba.--Está en una edad en que no se puede
tirar de la cuerda mucho. Por supuesto que á mí no me la pega el
pobriño: esto es un puro alarde de independencia: mirará cuatro
escaparates, comprará seis ú ocho periódicos, dará unas vueltas con
algún amigo que encuentre... y á su farmacia en seguida. Yo, si le viese
fuerte, robusto, hecho un brutazo... otros á su edad tienen cada espalda
y cada barbota negra que parece un tojal... El es así, tan finito, tan
poquita cosa... Sácamele adelante, Virgen de los Remedios.
Las inquietudes maternales se apaciguaron cuando la señora, soltando el
pasamano de la escalera, agarró el cordón de la campanilla para llamar
en el tercer piso efectivo, con honores de principal, de Rita Pardo.
Salió á abrir una niña como de once ó doce años, pálida, ojinegra, mal
atusada y peor vestida, que en cuanto vió visita se escapó corriendo y
gritando:
--¡Mamá! ¡mamá! La señora de Pardiñas.
--Que pase á la sala... voy inmediatamente...--respondió desde alguna
oficina interior, cocina ó despensa, una voz de mujer. Doña Aurora, sin
esperar el permiso, se dirigía ya al salón, modelo cumplido de la
cursilería mesocrática, rebosando pretensiones y sin un solo mueble
sólido ni artístico. Había dos ó tres sillas de felpa de colores
variados, una _étagère_ con estatuitas de fundición, cacharros vulgares,
y algún objeto de plata, sin ningún mérito, que sólo por ser de plata
estaba allí; una alfombra de moqueta mal barrida; dos retratos al óleo
del señor y de la señora, en óvalo, con traje dominguero, y otras
ridiculeces semejantes. Conocíase que la sala se ventilaba y aseaba
poco, y la alfombra daba evidentes indicios de haber en la casa
criaturas menores.
Al cabo de diez minutos, apareció la señora del ingeniero, Rita Pardo.
Venía acabando de abrocharse una bata demasiado lujosa, de raso azul
pálido con encajes crema, por encima de la ropa interior, sucia del
trajín casero: acababa de pasarse la borla de polvos, y le sonaban los
brazaletes. Aunque ajamonada y algo desbaratada de cuerpo, ni la
maternidad ni la madurez habían podido eclipsar su picante hermosura;
pero la coqueta á quien conocimos poniendo el plano inclinado á su primo
el marqués de Ulloa, se había transformado en matrona circunspecta y
barnizada de una espesa capa de decoro, bajo la cual sólo el ojo lince
del observador podía descubrir á la mujer verdadera, invariable, porque
las almas se tiñen, se disfrazan, pero no se renuevan. Saludó
cordialmente á la señora de Pardiñas, con aquello de «Tanto bueno,
Aurora... ¡Jesús! En esta vida de Madrid, se van los meses y ni sabe uno
de los amigos... Me coge V. hecha una visión... Las mañanas son
terribles: las pierde uno en atender á chinchorrerías y á recaditos...
Cuánto va á sentir Eugenio...»
Apenas dejó doña Aurora entrever el objeto de su visita, Rita Pardo
suspendió la charla, y atendió con una curiosidad evidente, pintada en
sus voluptuosos ojos negros y en su boca dura y fresca. Prolongada serie
de gestos ambiguos y de risitas sospechosas fué preludio al siguiente
comentario.
--¡Qué me dice V., qué me dice V.! ¡Esclavitud Lamas, Esclavitud Lamas!
¡La del abad de Vimieiro! ¡Ta, ta, ta, ta, ta! ¿Y cómo ha ido á batir
con V. Esclavitud Lamas? ¿No es una chica rubia?
--No sé si es rubia. Lleva pañuelo negro que le tapa la cabeza. Viste de
luto riguroso, muy aseada. La traza excelente.
--¡Vaya, vaya! ¡Conque Esclavitud Lamas, señor! ¡Mire V., mire V.! Sí,
es, como decimos allá, muy moinita, muy modosa: habla tan pacato y tan
suave que á veces no se la oye. Huele desde cien leguas á sacristía y á
incienso. ¡Una santita mocarda!
Doña Aurora iba escamándose más de lo justo con este prefacio: resolvió,
no obstante, disimular y apurar la verdad, toda la verdad, siquiera el
descubrirla doliese á su corazón, interesado por la chica.
--¿Conque V. la conoce mucho?
--¡Jesús! Como á los dedos de las manos. ¡Si la conozco! Ese cura Lamas
Tarrío era muy amigote de casa, ya antes de que papá le presentase para
Vimieiro, cuando servía el otro curato en la montaña. Siempre le
teníamos de huésped, y muy aficionado á hacer regalos: que manteca, que
quesos, que huevos en Pascua, que en Navidad capones... Papá le
apreciaba, porque en la montaña corrió bastante tiempo con la cobranza
de las rentas. En fin, él era todo nuestro. A papá le debió también
favores... favores gordos, doña Aurora.
--Bien: lo que yo deseo saber es lo referente á la muchacha. Si no tiene
ningún mal antecedente, si puedo admitirla en mi casa... para mí será
una satisfacción. No estoy contenta con la Pepa, y esta chica me ha
entrado.
Rita Pardo sonreía con malignidad, al paso que estiraba los encajes de
su manga izquierda, un poco abarquillados por el uso. Enarcó las cejas é
hizo un mohín de difícil interpretación.
--¡Pst! Buenos antecedentes, es un término muy elástico, como V.
comprenderá. Los buenos para unos son... medianitos para otros. En eso,
hay quien hila más ó menos delgado. Si á V. le gusta tanto la chica...
--¡No, poco á poco!--exclamó alarmada ya la señora.--Para mí los buenos
antecedentes son... los antecedentes buenos, sin más acá ni más allá.
Sea V. franca y dígame todo lo que sepa, que á eso he venido; y ya con
la espina que V. me clava, no tomo yo la chica, ni coronada de gloria,
sin que V. me explique...
Volvió Rita á dar tormento á los encajes, y suspiró como quien se ve en
aprieto.
--Aurora... hay cosas de esas que... que por muy públicas que sean, no
puede uno tomar sobre su conciencia el descubrirlas. ¿V. no está en
autos, eh? pues sería muy feo que yo la pusiese. ¿Que no llegó á oídos
de V.? Mejor; ventaja para Esclavitud. Y puede V. tomarla, que á mí se
me figura que resultará una excelente doncella.
--V. se guasea, Rita,--dijo la señora dando vado á su impaciencia
creciente.--Me envuelve V. el asunto en el misterio, me hace V. de él
una montaña, y luego me sale con que puedo recibir á Esclavitud. No,
hija; en mi casa no se recibe á la gente así, sin más ni más. Aclare V.
el enigma, y entonces...
Al llegar la entrevista á este terreno, adoptó Rita una actitud que
hasta rayaba en desatenta. Se hinchó de nariz y de pecho, se hizo atrás
y empezó á negarse, con el acento de la dignidad ofendida y del pudor
lastimado.
Cuando después de agotar los razonamientos, doña Aurora obtuvo por seca
respuesta un «Lo siento mucho, pero es imposible», la señora hubo de
levantarse, no cuidándose de reprimir el mal humor que le producían
aquellos impertinentes tapujos. Ya murmuraba con cólera: «V. perdonará
que haya venido á molestar», cuando, después de un fuerte repique de
campanilla y algunos gritos infantiles en el recibimiento, entró en la
sala la niña mayor,--la zangolotina de doce años,--saltando de júbilo y
exclamando:
--Mamá, mamá, tío Gabriel.
Entonces la viuda de Pardiñas, con repentina inspiración, se afirmó en
el suelo calculando:
--Esta es la mía. Ahora verás, gata hipócrita, maulona, farsanta.


VII

Entró el comandante, vestido de paisano, metiendo bulla con la
sobrinita, que era su ojo derecho, y trayéndola cogida de la cintura,
como si fuesen á bailar un vals. En cambio, en el saludo que hizo á su
hermana pudo notar doña Aurora esa sequedad muy parecida al desvío, que
á veces consigue disimularse respecto de los indiferentes, pero nunca en
familia. Después de las fórmulas y cumplimientos de rigor, la señora de
Pardiñas, que no desmentía su raza en punto á diplomacia y tenacidad,
insinuó como aquel que no quiere la cosa:
--Vaya, les dejo á Vds. Al fin no consigo saber lo que deseaba, y para
eso... Su hermana de V. es reservadísima, señor de Pardo.
--A fe que no lo creí,--contestó redonda y duramente el artillero.
--Pues mire V., cada uno habla de la feria según le va en ella. Conmigo
ha mostrado una prudencia... atroz.--Y, sin atender al gesto y la mirada
de Rita, continuó impávida:--Un cuarto de hora hace que le pido informes
de una chica paisana nuestra, Esclavitud Lamas, la sobrina del abad de
Vimieiro...
Pardo prestó oído, como el que escucha algo que le despierta memorias
confusas.
--Aguarde V., aguarde V... Vimieiro... Lamas... Lamas Tarrío... Ese cura
era íntimo de papá. Rita sabrá cuanto á él se refiere; lo sabrá al
dedillo. ¿Qué reparo has tenido en decirle á doña Aurora?...
Un caricaturista que quisiese representar la dignidad burguesa en su más
enfática expresión, debiera copiar el rostro y la flexión de cejas de
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