Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - 02

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ordinariez, Duquesa.
--Hasta la presente--declaró con gentil confusión la dama--no hemos
salido ni la marquesa de Andrade ni yo á trastear ningún novillo.
--Pues todo se andará, señoras mías, si les dan paño--respondió el
comandante.
--A este señor le arañamos nosotras--afirmó la Duquesa fingiendo con
chiste un enfado descomunal.
--¿Y el Sr. Pacheco, que no nos ayuda?--murmuré volviéndome hacia el
silencioso gaditano. Este tenía los ojos fijos en mí, y sin apartarlos,
disculpó su neutralidad declarando que ya nos defendíamos muy bien y
maldita la falta que nos hacían auxilios ajenos: al poco rato miró el
reloj, se levantó, despidióse con igual laconismo, y fuése. Su marcha
varió por completo el giro de la conversación. Se habló de él, claro
está: la Sahagún refirió que lo había tenido á su mesa, por ser hijo de
persona á quien estimaba mucho, y añadió que ahí donde lo veíamos, hecho
un moro por la indolencia y un inglés por la sosería, no era sino un
calaverón de tomo y lomo, decente y caballero, sí, pero aventurero y
gracioso como nadie, muy gastador y muy tronera, de quien su padre no
podía hacer bueno, ni traerle al camino de la formalidad y del sentido
práctico, pues lo único para que hasta la fecha servía era para
trastornar la cabeza á las mujeres. Y entonces el comandante (he notado
que á todos los hombres les molesta un poquillo que delante de ellos se
diga de otros que nos trastornan la cabeza) murmuró como hablando
consigo mismo:
--Buen ejemplar de raza española.


III

Bien sabe Dios que cuando al siguiente día, de mañana, salí á oir misa á
San Pascual, por ser la festividad del Patrón de Madrid, iba yo con mi
eucologio y mi mantillita hecha una santa, sin pensar en nada inesperado
y novelesco, y á quien me profetizase lo que sucedió después, creo que
le llevo á los tribunales por embustero é insolente. Antes de entrar en
la iglesia, como era temprano, me deslicé á dar un borde por la calle de
Alcalá, y recuerdo que, pasando frente al Suizo, dos ó tres de esos
chulos de pantalón estrecho y chaquetilla corta que se están siempre
plantados allí en la acera, me echaron una sarta de requiebros de lo más
desatinado; verbigracia:--Ole, ¡viva la purificación de la canela!
Uyuyuy, ¡vaya unos ojos que se trae V., hermosa! Soniche, ¡viva hasta el
cura que bautiza á estas hembras con mansanilla é lo fino!--Trabajo me
costó contener la risa al entreoir estos disparates; pero logré
mantenerme seria y apreté el paso á fin de perder de vista á los
ociosos.
Cerca de la Cibeles me fijé en la hermosura del día. Nunca he visto aire
más ligero, ni cielo más claro; la flor de las acacias del paseo de
Recoletos olía á gloria, y los árboles parecía que estrenaban vestido
nuevo de tafetán verde. Ganas me entraron de correr y brincar como á los
quince, y hasta se me figuraba que en mis tiempos de chiquilla no había
sentido nunca tal exceso de vitalidad, tales impulsos de hacer
extravagancias, de arrancar ramas de árbol y de chapuzarme en el pilón
presidido por aquella buena señora de los leones... Nada menos que estas
tonterías me estaba pidiendo el cuerpo á mí.
Seguí bajando hacia las Pascualas, con la devoción de la misa medio
evaporada y distraído el espíritu. Poco distaba ya de la iglesia, cuando
distinguí á un caballero, que parado al pié de corpulento plátano,
arrojaba á los jardines un puro enterito, y se dirigía luego á
saludarme. Y oí una voz simpática y ceceosa, que me decía:
--A los piés... ¿A dónde bueno tan de mañana y tan sola?
--Calle... Pacheco... ¿Y V.? V. sí que de fijo no viene á misa.
--¿Y V. qué sabe? ¿Por qué no he de venir á misa yo?
Trocamos estas palabras con las manos cogidas y una familiaridad muy
extraña, dado lo ceremonioso y somero de nuestro conocimiento la
víspera. Era sin duda que influía en ambos la transparencia y alegría de
la atmósfera, haciendo comunicativa nuestra satisfacción y dando
carácter expansivo á nuestra voz y actitudes. Ya que estoy dialogando
con mi alma y nada ha de ocultarse, la verdad es que en lo cordial de mi
saludo entró por mucho la favorable impresión que me causaron las
prendas personales del andaluz. Señor, ¿por qué no han de tener las
mujeres derecho para encontrar guapos á los hombres que lo sean, y por
qué ha de mirarse mal que lo manifiesten (aunque para manifestarlo
dijesen tantas majaderías como los chulos del café Suizo)? Si no lo
decimos lo pensamos, y no hay nada más peligroso que lo reprimido y
oculto, lo que se queda dentro. En suma. Pacheco, que vestía un elegante
terno gris claro, me pareció galán de veras; pero con igual sinceridad
añadiré que esta idea no me preocupó arriba de dos segundos, pues yo no
me pago solamente del exterior. Buena prueba di de ello casándome á los
veinte con mi tío, que tenía lo menos cincuenta, y lo que es de
gallardo...
Adelante. El señor de Pacheco, sin reparar que ya tocaban á misa, pegó
la hebra, y seguimos de palique, guareciéndonos á la sombra del plátano,
porque el sol nos hacía guiñar los ojos más de lo justo.
--¡Pero qué madrugadora!
--¿Madrugadora porque oigo misa á las diez?
--Sí señor: todo lo que no sea levantarse para almorsá...
--Pues V. hoy madrugó otro tanto.
--Tuve corasonada. Esta tarde estarán buenos los toros: ¿No va V.?
--No: hoy no irá la Sahagún, y yo generalmente voy con ella.
--¿Y á las carreras de caballos?
--Menos; me cansan mucho: una revista de trapos y moños: una insulsez.
Ni entiendo aquel tejemaneje de apuestas. Lo único divertido e el
desfile.
--Y entonces, ¿porqué no va á San Isidro?
--¡A San Isidro! ¡Después de lo que nos predicó ayer mi paisano!
--Buen caso hase V. de su paisano.
--Y ¿creerá V. que con tantos años como llevo de vivir en Madrid, ni
siquiera he visto la ermita?
--¿Que no? Pues hay que verla; se distraerá V. muchísimo; ya sabe lo que
opina la Duquesa, que esa fiesta merece el viaje. Yo no la conozco
tampoco; verdá que soy forastero.
--Y... ¿y los borrachos, y los navajazos y todo aquello de que habló D.
Gabriel? ¿Será exageración suya?
--¡Yo qué sé! ¡Qué más da!
--Me hace gracia... ¿Dice V. que no importa? ¿Y si luego paso un susto?
--¡Un susto yendo conmigo!
--¿Con V.?--y solté la risa.
--¡Conmigo, ya se sabe! No tiene V. por qué reirse, que soy mu buen
compañero.
Me reí con más ganas, no sólo de la suposición de que Pacheco me
acompañase, sino de su acento andaluz, que era cerrado y sandunguero,
sin tocar en ordinario, como el de ciertos señoritos que parecen
asistentes.
Pacheco me dejó acabar de reir, y sin perder su seriedad, con mucha
calma, me explicó lo fácil y divertido que sería darse una vueltecita
por la feria á primera hora, regresando á Madrid sobre las doce ó la
una. ¡Si me hubiese tapado con cera los oídos entonces, cuántos males me
evitaría! La proposición, de repente, empezó á tentarme, recordando el
dicho de la Sahagún:--«Vaya V. al Santo, que aquello es muy original y
muy famoso.»--Y realmente, ¿qué mal había en satisfacer mi curiosidad?,
pensaba yo. Lo mismo se oía misa en la ermita del Santo que en las
Pascualas; nada desagradable podía ocurrirme llevando conmigo á Pacheco;
y si alguien me veía con él, tampoco sospecharía cosa mala de mí á tales
horas y en sitio tan público. Ni era probable que anduviese por allí la
sombra de una persona decente ¡en día de carreras y toros!, ¡á las diez
de la mañana! La escapatoria no ofrecía riesgo... ¡y el tiempo convidaba
tanto! En fin, que si Pacheco porfiaba algo más, lo que es yo...
Porfió sin impertinencia, y tácitamente, sonriendo, me declaré vencida.
¡Solemne ligereza! Aún no había articulado el _sí_, y ya discutíamos los
medios de locomoción. Pacheco propuso, como más popular y típico, el
tranvía; pero yo, á fin de que la cosa no tuviese el menor aspecto de
informalidad, preferí mi coche. La cochera no estaba lejos: calle del
Caballero de Gracia. Pacheco avisaría, mandaría que enganchasen é iría á
recogerme á mi casa, por donde yo necesitaba pasar antes de la
excursión. Tenía que tomar el abanico, dejar el devocionario, cambiar
mantilla por sombrero... En casa le esperaría. Al punto que concertamos
estos detalles, Pacheco me apretó la mano y se apartó corriendo de mí. A
la distancia de diez pasos se paró y preguntó otra vez.
--¿Dice V. que el coche cierra en el Caballero de Gracia?
--Sí, á la izquierda... un gran portalón...
Y tomé aprisita el camino de mi vivienda, porque la verdad es que
necesitaba hacer muchas más cosas de las que le había confesado á
Pacheco; pero, ¡vaya V. á enterar á un hombre!... Arreglarme el pelo,
darme velutina, buscar un pañolito fino, escoger unas botas nuevas que
me calzan muy bien, ponerme guantes frescos y echarme en el bolsillo un
_sachet_ de raso que huele á _iris_ (el único perfume que no me levanta
dolor de cabeza). Porque al fin, aparte de todo, Pacheco era para mí
persona de cumplido; íbamos á pasar algunas horas juntos y observándonos
muy de cerca, y no me gustaría que algún rasgo de mi ropa ó mi persona
le produjese efecto desagradable. A cualquier señora, en mi caso, le
sucedería lo propio.
Llegué al portal sofocada y anhelosa, subí á escape, llamé con furia y
me arrojé en el tocador, desprendiéndome la mantilla antes de situarme
frente al espejo.--«Angela, el sombrero negro de paja con cinta
escocesa... Angela, el antuca á cuadritos... las botas bronceadas...»
Vi que la Diabla se moría de curiosidad... «¿Sí? Pues con las ganas de
saber te quedas, hija... La curiosidad es muy buena para la ropa
blanca.» Pero no se le coció á la chica el pan en el cuerpo, y me soltó
la píldora.
--¿La señorita almuerza en casa?
Para desorientarla respondí:
--Hija, no sé... Por si acaso, tenerme el almuerzo listo de doce y media
á una... Si á la una no vengo, almorzad vosotros... pero reservándome
siempre una chuleta y una taza de caldo... y mi té con leche, y mis
tostadas.
Cuando estaba arreglando los rizos de la frente bajo el ala del
sombrero, reparé en un precioso cacharro azul, lleno de heliotropos,
gardenias y claveles, que estaba sobre la chimenea.
--¿Quién ha mandado eso?
--El señor comandante Pardo... el señorito Gabriel.
--¿Por qué no me lo enseñabas?
--Vino la señorita tan aprisa... Ni me dió tiempo.
No era la primera vez que mi paisano me obsequiaba con flores. Escogí
una gardenia y un clavel rojo, y prendí el grupo en el pecho. Sujeté el
velo con un alfiler, tomé un casaquín ligero de paño, mandé á Angela que
me estirase la enagua y volante, y me asomé á ver si por milagro había
llegado el coche. Aún no, porque era imposible; pero á los diez minutos
desembocaba á la entrada de la calle. Entonces salí á la antesala,
andando despacio, para que la Diabla no acabase de escamarse; me contuve
hasta cruzar la puerta; y ya en la escalera, me precipité, llegando al
portal cuando se paraba la berlina y saltaba en la acera Pacheco.
--¡Qué listo anduvo el cochero!--le dije.
--El cochero y un servidor de V., señora--contestó el gaditano, teniendo
la portezuela para que yo subiese.--Con estas manos he ayudao á echar
las guarniciones, y hasta se me figura que á lavar las ruedas.
Salté en la berlina, quedándome á la derecha, y Pacheco entró por la
portezuela contraria, á fin de no molestarme y con ademán de profundo
respeto... ¡Valiente hipócrita está él! Nos miramos indecisos por
espacio de una fracción de segundo, y mi acompañante me preguntó en voz
sumisa:
--¿Doy orden de ir camino de la pradera?
--Sí, sí... Dígaselo V. por el vidrio.
Sacó fuera la cabeza y gritó:--«¡Al Santo!»--La berlina arrancó
inmediatamente, y entre el primer retemblido de los cristales exclamó
Pacheco:

--Veo que se ha prevenío V. contra el calor y el sol... Todo hace falta.
Sonreí sin responder, porque me encontraba (y no tiene nada de
sorprendente) algo cohibida por la novedad de la situación. No se
desalentó el gaditano.
--Lleva V. ahí unas flores preciosas... ¿No sobraba para mí ninguna?
¿Ni siquiera una rosita de á ochavo? ¿Ni un palito de albahaca?
--Vamos--murmuré--que no es V. poco pedigüeño... Tome V., para que se
calle.
Desprendí la gardenia y se la ofrecí. Entonces hizo mil remilgos y
zalemas.
--Si yo no pretendía tanto... Con el rabillo me contentaba, ó con media
hoja que V. le arrancase... ¡Una gardenia para mí solo! No sé cómo
lucirla... No se me va á sujetar en el ojal... A ver si V. consigue, con
esos deditos...
--Vamos, que V. no pedía tanto, pero quiere que se la prenda ¿eh?
Vuélvase V. un poco, voy á afianzársela.
Introduje el rabo postizo de la flor en el ojal de Pacheco, y tomando de
mi corpiño un alfiler sujeté la gardenia, cuyo olor á pomada me subía al
cerebro, mezclado con otro perfume fino, procedente, sin duda, del pelo
de mi acompañante. Sentí un calor extraordinario en el rostro, y al
levantarlo, mis ojos se tropezaron con los del meridional, que en vez de
darme las gracias, me contempló de un modo expresivo é interrogador. En
aquel momento casi me arrepentí de la humorada de ir á la feria; pero
ya...
Torcí el cuello y miré por la ventanilla. Bajábamos de la plazuela de la
Cebada á la calle de Toledo. Una marea de gente, que también descendía
hacia la pradera, rodeaba el coche y le impedía á veces rodar. Entre la
multitud dominguera se destacaban los vistosos colorines de algún
bordado pañolón de Manila, con su fleco de una tercia de ancho. Las
chulas se volvían y registraban con franca curiosidad el interior de la
berlina. Pacheco sacó la cabeza y le dijo á una no sé qué.
--Nos toman por novios--advirtió dirigiéndose á mí.--No se ponga V. más
colorada: es lo que le faltaba para acabar de estar linda--añadió medio
entre dientes.
Hice como si no oyese el piropo y desvié la conversación, hablando del
pintoresco aspecto de la calle de Toledo, con sus mil tabernillas, sus
puestos ambulantes de quincalla, sus anticuadas tiendas y sus paradores
que se conservan lo mismito que en tiempo de Carlos IV. Noté que Pacheco
se fijaba poco en tales menudencias, y en vez de observar las
curiosidades de la calle más típica que tiene Madrid, llevaba los ojos
puestos en mí con disimulo, pero con pertinacia, como el que estudia una
fisonomía desconocida para leer en ella los pensamientos de la dueña. Yo
también, á hurtadillas, procuraba enterarme de los más mínimos ápices de
la cara de Pacheco. No dejaba de llamarme la atención la mezcla de razas
que creía ver en ella. Con un pelo negrísimo y una tez quemada del sol,
casaban mal aquel bigote dorado y aquellos ojos azules.
--¿Es V. hijo de inglesa?--le pregunté al fin.--Me han contado que en la
costa del Mediterráneo hay muchas bodas entre ingleses y españolas, y al
revés.
--Es cierto que hay muchísimas, en Málaga sobre todo; pero yo soy
español de pura sangre.
Le volví á mirar y comprendí lo tonto de mi pregunta. Ya recordaba
haber oído á algún sabio de los que suele convidar á comer la Sahagún
cuando no tiene otra cosa en que entretenerse, que es una vulgaridad
figurarse que los españoles no pueden ser rubios, y que al contrario el
tipo rubio abunda en España, sólo que no se confunde con el rubio sajón,
porque es mucho más fino, más enjuto, así al modo de los caballos
árabes. En efecto, los ingleses que yo conozco son por lo regular unos
montones de carne sanguínea, que al parecer se escapa sola á la parrilla
del rosbif; tienen cada cogote y cada pescuezo como ruedas de remolacha;
las bocas de ellos dan asco de puro coloradotas, y las frentes, de tan
blancas, fastidian ya, porque eso de la _frente pura_ está bueno para
las señoritas, no para los hombres. ¿Cuándo se verá en ningún inglés un
corte de labios sutil, y una sien hundida, y un cuello delgado y airoso
como el de Pacheco? Pero al grano: ¿pues no me entretengo recreándome en
las perfecciones de ese pillo?
¡Qué hermoso y alegre estaba el puente de Toledo! Lo recuerdo como se
recuerda una decoración del teatro Real. Hervía la gente, y mirando
hacia abajo, por la pradera y por todas las orillas de Manzanares no se
veían más que grupos, procesiones, corrillos, escenas animadísimas de
esas que se pintan en las panderetas. A mí ciertos monumentos, por
ejemplo las catedrales, casi me parecen más bonitas solitarias; pero el
puente de Toledo, con sus retablazos, ó nichos, ó lo que sean aquellos
fantasmones barrocos que le guarnecen á ambos lados, no está bien sin
el rebullicio y la algazara de la gentuza, los chulapos y los tíos, los
carniceros y los carreteros, que parece que acaban de bajarse de un
lienzo de Goya. Ahora que se han puesto tan de moda los casacones, el
puente tiene un encanto especial. Nuestro coche dió vuelta para tomar el
camino de la pradera, y allí, en el mismo recodo, vi una tienda rara,
una botería, en cuya fachada se ostentaban botas de todos los tamaños,
desde la que mide treinta azumbres de vino, hasta la que cabe en el
bolsillo del pantalón. Pacheco me propuso que, para adoptar el tono de
la fiesta, comprásemos una botita muy cuca que colgaba sobre el
escaparate y la llenásemos de Valdepeñas: proposición que rechacé
horrorizada.
No sé quién fué el primero que llamó feas y áridas á las orillas del
Manzanares, ni por qué los periódicos han de estar siempre soltándole
pullitas al pobre río, ni cómo no prendieron á aquel farsante de
escritor francés (Alejandro Dumas, si no me engaño) que le ofreció de
limosna un vaso de agua. Convengo en que no es muy caudaloso, ni tan
frescachón como nuestro Miño ó nuestro Sil; pero vamos, que no falta en
sus orillas algún rinconcito ameno, verde y simpático. Hay árboles que
convidan á descansar á la sombra, y unos puentes rústicos por entre los
lavaderos, que son bonitos en cualquier parte. La verdad es que acaso
influía en esta opinión que formé entonces, el que se me iba quitando
el susto y me rebosaba el contento por haber realizado la escapatoria.
Varios motivos se reunían para completar mi satisfacción. Mi traje de
_céfiro_ gris, sembrado de anclitas rojas, era de buen gusto en una
excursión matinal como aquella; mi sombrero negro de paja me sentaba
bien, según comprobé en el vidrio delantero de la berlina; el calor aún
no molestaba mucho; mi acompañante me agradaba, y la calaverada, que
antes me ponía miedo, iba pareciéndome lo más inofensivo del mundo, pues
no se veía por allí ni rastro de persona regular que pudiese conocerme.
Nada me aguaría tanto la fiesta como tropezarme con algún tertuliano de
la Sahagún, ó vecina de butacas en el Real, que fuese luego á permitirse
comentarios absurdos. Sobran personas maldicientes y deslenguadas que
interpretan y traducen siniestramente las cosas más sencillas, y de poco
le sirve á una mujer pasarse la vida muy sobre aviso, si se descuida una
hora... (Sí, y lo que es á mí, en la actualidad, me caen muy bien estas
reflexiones. En fin, prosigamos.) El caso es que la pradera ofrecía
aspecto tranquilizador. Pueblo aquí, pueblo allí, pueblo en todas
direcciones; y si algún hombre vestía americana, en vez de chaquetón ó
chaquetilla, debía de ser criado de servicio, escribiente temporero,
hortera, estudiante pobre, lacayo sin colocación, que se tomaba un día
de asueto y holgorio. Por eso, cuando á la subida del cerro, donde ya no
pueden pasar los carruajes, Pacheco y yo nos bajamos de la berlina,
parecíamos, por el contraste, pareja de archiduques que tentados de la
curiosidad se van á recorrer una fiesta populachera, deseosos de guardar
el incógnito, y delatados por sus elegantes trazas.
En fuerza de su novedad me hacía gracia el espectáculo. Aquella romería
no tiene nada que ver con las de mi país, que suelen celebrarse en
sitios frescos, sombreados por castaños ó nogales, con una fuente ó
riachuelo cerquita y el santuario en el monte próximo... El campo de San
Isidro es una serie de cerros pelados, un desierto de polvo, invadido
por un tropel de gente entre la cual no se ve un solo campesino, sino
soldados, mujerzuelas, chisperos, ralea apicarada y soez; y en lugar de
vegetación, miles de tinglados y puestos donde se venden cachivaches
que, pasado el día del Santo, no vuelven á verse en parte alguna: pitos
adornados con hojas de papel de plata y rosas estupendas; vírgenes
pintorreadas de esmeralda, cobalto y bermellón; medallas y escapularios
igualmente rabiosos; loza y cacharros; figuritas groseras de toreros y
picadores; botijos de hechuras raras; monigotes y fantoches con la
cabeza de Martos, Sagasta ó Castelar; ministros á _dos reales_;
esculturas de los _ratas_ de _La Gran Vía_, y al lado de la efigie del
bienaventurado San Isidro, unas figuras que... ¡Válgame Dios! Hagamos
como si no las viésemos.
Aparte del sol que le derrite á uno la sesera y del polvo que se masca,
bastan para marear tantos colorines vivos y metálicos. Si sigo mirando
van á dolerme los ojos. Las naranjas apiñadas parecen de fuego; los
dátiles relucen como granates obscuros; como pepitas de oro los
garbanzos tostados y los cacahuetes; en los puestos de flores no se ven
sino claveles amarillos, sangre de toro, ó de un rosa tan encendido como
las nubes á la puesta del sol: las emanaciones de toda esta clavelería
no consiguen vencer el olor á aceite frito de los buñuelos, que se pega
á la garganta y produce un cosquilleo inaguantable. Lo dicho, aquí no
hay color que no sea desesperado: el uniforme de los militares, los
mantones de las chulas, el azul del cielo, el amarillento de la tierra,
los tíos vivos con listas coloradas y los columpios dados de almagre con
rayas de añil... Y luego la música, el rasgueo de las guitarras, el
tecleo insufrible de los pianos mecánicos que nos aporrean los oídos con
el paso doble de _Cádiz_, repitiendo desde treinta sitios de la
romería:--_¡Vi-va España!_
Nadie imagine maliciosamente que se me había pasado lo de oir misa.
Tratamos de romper por entre el gentío y de deslizarnos en la ermita,
abierta de par en par á los devotos; pero éstos eran tantos, y tan
apiñados, y tan groseros, y tan mal olientes, que si porfío en llegar á
la nave, me sacan de allí desmayada ó difunta. Pacheco jugaba los brazos
y los puños, según podía, para defenderme; sólo lograba que nos
apretasen más y que oyésemos juramentos y blasfemias atroces. Le tiré de
la manga.
--Vámonos, vámonos de aquí... Renuncio... No se puede.
Cuando ya salimos á atmósfera respirable, suspiré muy compungida.
--¡Ay, Dios mío!... Sin misa hoy...
--No se apure--me contestó mi acompañante--que yo oiré por V. aunque sea
todas las gregorianas... Ya ajustaremos esa cuenta.
--A mí sí que me la ajustará el Padre Urdax tan pronto me eche la vista
encima--pensaba para mis adentros mientras me tentaba el hombro, donde
había recibido un codazo feroz de uno de aquellos cafres.


IV

Don Diego, que en el coche se me figuraba reservado y tristón, se volvió
muy dicharachero desde que andábamos por San Isidro, justificando su
fama de buena sombra. Sujetando bien mi brazo para que las mareas de
gente no nos separasen, él no perdía ripio, y cada pormenor de los
tinglados famosos le daba pretexto para un chiste, que muchas veces no
era tal sino en virtud del tono y acento con que lo decía, porque es
indudable que si se escribiesen las ocurrencias de los andaluces, no
resultarían tan graciosas, ni la mitad, de lo que parecen en sus labios;
al sonsonete, al ceceíllo y á la prontitud en responder, se debe la
mayor parte del salero.
Lo peor fué que como allí no había más personas regulares que nosotros,
y Pacheco se metía con todo el mundo y á todo el mundo daba cuerda, nos
rodeó la canalla de mendigos, fenómenos, chiquillos harapientos,
gitanas, buñoleras y vendedoras. El impulso de mi acompañante era
comprar cuanto veía, desde los escapularios hasta los botijos, pero me
cuadré.
--Si compra V. más, me enfado.
--¡Soniche! San acabao las compras. ¡Que san acabao digo! Al que no me
deje en paz, le doy en igual de dinero, cañaso. ¿Tiene V. más que
mandar?
--Mire V., pagaría por estar á la sombra un ratito.
--¿En la cárcel por comprometeora? Llamaremos á la pareja y verasté que
pronto.
Ahora que reflexiono á sangre fría, caigo en la cuenta de que era
bastante raro y muy inconveniente que á los tres cuartos de hora de
pasearnos juntos por San Isidro, nos hablásemos don Diego y yo con tanta
broma y llaneza. Es posible, bien mirado, que mi paisano tenga razón;
que aquel sol, aquel barullo y aquella atmósfera popular obren sobre el
cuerpo y el alma como un licor ó vino de los que más se suben á la
cabeza, y rompan desde el primer momento la valla de reserva que
trabajosamente levantamos las señoras un día y otro contra peligrosas
osadías. De cualquier índole que fuese, yo sentía ya un principio de
mareo cuando exclamé:
--En la cárcel estaría á gusto con tal que no hiciese sol... Me
encuentro así... no sé cómo... parece que me desvanezco.
--Pero ¿se siente V. mala? ¿mala?--preguntó Pacheco seriamente, con vivo
interés.
--Lo que se dice mala, no: es una fatiga, una sofocación... Se me nubla
la vista.
Echóse Pacheco á reir y me dijo casi al oído:
--Lo que V. tiene ya lo adivino yo, sin necesidad de ser sahorí... V.
tiene ni más ni menos que... gasusa.
--¿Eh?
--Debilidad, hablando pronto... ¡Y no es V. sola!.. yo hace rato que doy
las boqueás de hambre. ¡Si debe de ser mediodía!
--Puede, puede que no se equivoque V. mucho. A estas horas suelen
pasearse los ratoncitos por el estómago... Ya hemos visto el Santo;
volvámonos á Madrid y podrá V. almorzar, si gusta acompañarme...
--No, señora... Si eso que V. discurre es un pueblo. Si lo que vamos á
haser es almorsá en una fondita de aquí. ¡Que las hay...!
Se llevó los dedos apiñados á la boca y arrojó un beso al aire, para
expresar la excelencia de las fondas de San Isidro.
Aturdida y todo como me encontraba, la idea me asustó; me pareció
indecorosa y vi de una ojeada sus dificultades y riesgos. Pero al mismo
tiempo, allá en lo íntimo del alma, aquellos escollos me la hacían
deliciosa, apetecible, como es siempre lo vedado y lo desconocido. ¿Era
Pacheco algún atrevido, capaz de faltarme si yo no le daba pié? No por
cierto; y el no darle pié quedaba de mi cuenta. ¡Qué buen rato me perdía
rehusando! ¿Qué diría Pardo de esta aventura si la supiese? Con no
contársela... Mientras discurría así, en voz alta me negaba
terminantemente... Nada, á Madrid de seguida.
Pacheco no cejó, y en vez de formalizarse, echó á broma mi negativa. Con
mil zalamerías y agudezas, ceceando más que nunca, afirmó que espicharía
de necesidad si tardase en almorzar arriba de veinte minutos.
--Que me pongo de rodillas aquí mismo...--exclamaba el muy truhán.--Ea,
un sí de esa boquita... ¡Usted verá el gran almuerso del siglo! Fuera
escrúpulos... ¿Se ha pensao V. que mañana voy yo á contárselo á la señá
duquesa de Sahagún? A este probetico..., ¡una limosna de armuerso!.
Acabó por entrarme risa y tuve la flaqueza de decir:
--Pero... ¿y el coche que está aguardando allá abajo?
--En un minuto se le avisa... Que se procure cochera aquí... Y si no,
que se vuelva á Madrid hasta la puesta del sol... Espere V., buscaré
alguno que lleve el recao... No la he de dejar aquí solita pa que se la
coma un lobo; eso sí que no.
Debió de oirlo un guindilla que andaba por allí ejerciendo sus
funciones, y en tono tan reverente y servicial como bronco lo usaba
para intimar á la gentuza que se _desapartase_, nos dijo con afable
sonrisa:
--Yo aviso, si justan... ¿Dónde está ó coche? ¿Cómo le llaman al
cochero?
--Este no es de mi tierra, ni nada. ¿De qué parte de Galicia?--pregunté
al agente.
--Desviado de Lujo tres légoas, á la banda de Sarria, para servir á
vusté--explicó él, y los ojos le brillaron de alegría al encontrarse con
una paisana.--«¿Si éste me conocerá por conducto de la Diabla?»--pensé
yo recelosa; pero mi temor sería infundado, pues el agente no añadió
nada más. Para despacharle pronto, le expliqué:
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