Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - 17

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amor maternal, que tratándose de un hombre de veinte años, y menor aún
que su misma edad, no hay rival mejor contra una hembra que un caballo
bonito. El caballo no es solamente distracción de un par de horas al
día, sino ocu pación y preocupación constante, desde que amanece hasta
que anochece. Enterarse de lo que come, y de si le roban ó no la cebada;
ver si está limpio y se han practicado con él todas las operaciones de
tocador--y el tocador de un caballo fino lleva casi tanto tiempo como el
de una mujer primorosa; luego, esa comunicación afectiva que se
establece entre el jinete que por vez primera disfruta el goce de un
caballo, y el animal; esa ternura que nace de la posesión; ese trueque
de monerías, el azúcar robado al almuerzo para ir á dárselo, el pan
fresco escondido en el bolsillo del chaleco, la dicha que produce el
relincho de júbilo del animal cuando su penetrante olfato y su delicada
percepción le dicen que el amo se acerca con la golosina... Después, las
inquietudes por la salud--un caballo ocasiona tantas como un niño
chico.--«Señorito, esta jaca no sé qué tiene... hoy no ha comido el
pienso. Le noto los ojos tristes.--Señorito, hoy la jaca no ha...»
¡Quién lleva lista de los innumerables achaquillos que puede padecer una
jaca! Después de tan múltiples cuidados, aun queda otro orden de ellos,
relacionados con lo que podemos llamar las galas de boda de la
equitación: el galápago de la mejor piel de cerdo, crujiente, diminuto,
mono; el sudadero de rico fieltro con cifras inglesas; los acerados
estribos; la sutil cabezada, que deja lucir toda la gracia de la gentil
cabeza; y para el jinete, el látigo de puño de plata cincelado; los
guantes del Tirol; el ajustado calzón de punto; las botas muelles; la
corbata con herraduras blancas sobre fondo gris... Todo distracción,
todo embeleso en la encantadora luna de miel del muchacho con su jaca.
¡Y qué emoción al sacarla! ¡Qué vanidad al lucirla con los amigos! ¡Qué
inexplicable deleite al pasearla en las frondosas arboledas de la
Moncloa, al ver acercarse un carruaje en cuyo fondo se reclina una bella
enlutada, y bajo la fascinación del mirar de la gentil desconocida,
ostentar la montura, hacer piernas, caracolear y lucir su gallardía
cubriéndola de espuma y sudor! ¡Qué placer ir variando de aires, ya el
rítmico paso, ya el animado trote, ya el ardiente galope; y al halagar
con cariñosa palmada el cuello del obediente bruto, sentirle resoplar de
placer, estremeciéndose todos sus sensibles nervios y su vigorosa y
enjuta musculatura, como talle de jovencilla al rodearlo el brazo de
ágil pareja y disponerse al vals!
Indudablemente, lo de la jaca sí que había sido gran recurso é idea
feliz, hija al fin de la experiencia, y muy superior á aquel ardid
vulgar de echarse novia, que se ofreciera al candor de Rogelio como
arbitrio soberano para curar su incipiente enfermedad amorosa. Ahora no
necesitaba su madre pedirle que saliese, ni inventar pretextos con que
echarle á la calle. Espontáneamente no hacía el chico más que ir y venir
de su casa á la cuadra de la favorita. El invierno cejaba ya; los
últimos días de Marzo eran, á pesar de la mala fama de este mes
versátil, claros, templados y hermosos; y todas las tardes, desde las
tres, salía Rogelio á gozar de los primeros soplos primaverales, ya
solo, ya con amigos, ya con el picador, volviendo al anochecer dominado
por una sana fatiga física, embriagado de aire puro, libre de molicies y
malas sugestiones, penetrado de la alegría del paseo. Entre esta veta de
actividad que su madre había descubierto, y el estudio, indispensable
porque la época de los exámenes se acercaba amenazadora, ¿cuándo ni cómo
había de encontrar tiempo de atender á la Esclava?
No por eso se dormía la madre, ni abandonaba el bien concebido plan de
defensa. Un día, Don Gaspar Febrero, habiendo madrugado algo más que los
otros tertulios, vino á quedarse á solas con la señora de Pardiñas, y
según costumbre, trajo la conversación hacia Esclavitud, elogiándola de
tan desatinada manera, que la señora sintió cierta desazón en los
nervios.
--Pecisamente--dijo doña Aurora cuando el anciano la permitió meter
baza:--tenía que indicarle á V., á propósito de esa chica... Pero
prométame que me responderá con franqueza absoluta, como amigos viejos
que somos ya.
--¡Pues no faltaba más! Mi simpática Aurora, ¿cuándo no?... ¿En qué
puedo servirla?
--Verá V.... Una cosa que se me ha ocurrido aquí por la mañanas cuando
estoy sin gente y el rapaz en clase... Como V. se va á quedar muy mal,
creo yo... así que Felisa emprenda su gran viajata á Filipinas...,
yo..., en mi deseo de que no eche V. tan de menos esos cuidados á que
está acostumbrado ya... ¿no le parece á V.?
--Veamos, veamos. Siendo de V. la idea... V. discurre siempre muy
juiciosamente, amiguita...
--Como me ha dicho V. tantas veces que le agrada el modo de servir de
Esclavitud...
El gallardo anciano hizo un brioso movimiento de halagüeña sorpresa,
afianzó sus espejuelos, se apoyó en la muleta, inclinándose hacia
adelante; y desatentado, trémulo, sin acertar á formar los períodos,
exclamó:
--Amiga, amiga, amiga... ¿Qué me dice V., qué me dice V....? ¿Ha
reflexionado antes de hablar? ¡Desprenderse V. de ese tesoro! ¡de ese
tesoro! Me llena V. de agradecimiento, sí, señor... pero en
conciencia... no, no puedo consentir... ¡A dónde llega la amistad! Ahora
lo veo, Aurora... No, pero yo no soy un egoista... No, V. no habrá
meditado... ¿lo dice V. formal, formal?
Sintió la señora el aguijón del remordimiento ante esta gratitud
extemporánea, y se dió prisa á añadir:
--Mire V., si sería conveniente para mí también; hasta para mí. Hay su
parte de egoismo, Don Gaspar; no es todo virtud. Como este año proyecto
llevar á Rogelio á que conozca nuestra tierra...
--Razón de más, amiguita, razón de más. No puede V. prescindir de una
servidora semejante viajando. Están muy malos los tiempos... Ahora, con
las Higinias que corren, ¿quién suelta una Esclavitud.... ¡ah! una
Esclavita de esa marca! ¿V., V. lo ha pensado, lo que se dice pensar?
Al hablar así, Nuño Rasura pegaba saltos en su butaca, y hacía con la
muleta el molinete. Sus ojos brillaban; su cuerpo se erguía como de un
muchacho, y afanoso sobrealiento agitaba su esternón. «Dios nos asista»
pensó doña Aurora: «á este señor le voy á tener que recoger del suelo
con cucharilla.» Y como guardaba silencio aparentando hallarse conmovida
por los argumentos del buen señor, éste añadió de pronto, con energía, á
manera de niño que se deja convencer para tomar un juguete:
--Pero es decir... ya comprendo que la amiguita lo ha meditado bien, en
el mero hecho de proponérmelo á mí. Conozco que tiene fundamento lo que
V. alega: mucho, mucho, Aurora... viajando, se va mejor solo: el hijo
con la mamá... claro, perfectamente. Pues por mí... basta que sea
indicación de V.: acepto, acepto... ¿oye la amiguita? acepto.
Doña Aurora discurría: «Cierto que á veces irrita un trucha como Don
Nicanor, que tiene la malicia por arrobas y es capaz de pensar mal de su
propia madre; pero también estos inocentones, que nunca se enteran...
vamos, hay días en que le ponen á uno los nervios como cuerdas de
guitarra».
Vencidos ya los escrúpulos de Don Gaspar, él mismo combinó y desarrolló
el plan de campaña: al ausentarse la hija, Esclavitud entraría á servir
al padre en concepto de ama de llaves. El ochentón añadió, estregándose
repetidas veces las manos:
--Que no se entere Candás... No quiero bromas inconvenientes.


XXI

Nada transpiró de esta conjuración doméstica. Guardó silencio doña
Aurora, porque las mujeres saben callar muy bien si se lo proponen y si
están en juego intereses de su corazón; y Don Gaspar se cosió los
labios, porque temía más que al cólera á las cuchufletas é insinuaciones
del Fiscal, y otro tanto--revelemos estas interioridades--á la fiereza
de su hija Felisa. La cual, suspicaz como una esposa, alarmada por los
instintos de elegancia, sociabilidad y galantería del anciano, se había
dedicado á buscarle lo más feo, zafio é intratable del ramo de
maritornes, porque siempre veía perfilarse en el horizonte la fatídica
silueta de una madrastra. Hasta que Felisa emprendiese su viaje hacia la
quinta parte del mundo, no se atrevía el viejo ni siquiera á indicar el
propósito de llevarse consigo á tan dulce y linda sirviente. Costábale
mucho trabajo reprimirse y esperar, porque su senectud era niñez
antojadiza é impaciente, y cuando tardaba en cumplírsele un deseo, á
dejarse llevar de sus impulsos, hubiera pateado. El desahogo que tomaba
era cogerle las vueltas á los tertulianos para encontrar sola á doña
Aurora, y hablarle difusamente, como hablan los viejos, de sus planes,
de lo bien que iba á estar con él Esclavitud, de todas las atenciones
que le prodigaría, de lo fácil que es servir un nombre _pelado_, con
otras cosas del mismo jaez. Y cuando por haber gente delante no podía
explayarse el buen señor, dirigía á su «amiguita respetable» miradas y
guiños de inteligencia, le sonreía sin motivo y en fin buscaba salida á
aquella plenitud de espíritu digna de otra más ardiente edad. «Dios nos
conserve el juicio», reflexionaba la señora. «No sé por qué nos pasmamos
de que se chiflen los rapaces, cuando los señores mayores se ponen así.
Aun á los rapaces mismos no les da tan fuerte. Voy á comprar unos
pañuelos tamaños como la Sábana Santa, para limpiarle las babas á este
bendito señor. El diablo me lleve si no está rabiando porque la hija
tome las de Villadiego para recoger á Esclavitud más corriendito. Si yo
no supiese que por otra parte es una persona buenísima, y que la
muchacha tampoco me parece capaz de una mala partida con él, tendría
algún reconcomio. Porque nadie es capaz de saber á dónde llegan estas
cosas, y si le da por casorio ó una barbaridad semejante...» La idea era
tan bufa, Don Gaspar casado con una muchacha de veinticinco, que la
señora de Pardiñas se rió sola, y el monólogo acabó por una rascadura de
aguja de calceta en el moño, y este corolario: «Yo no tengo culpa si
llega á suceder algún caso estupendo. Proporcionarle una buena
colocación á una buena criada, no es delito. Lo que siento es que esa
empalagosa de Felisa Febrero nunca acaba de tomar el tole para
Filipinas.»
Era verdad que se daba una calma en emprender el camino, hecha para
freir la sangre á quien tuviese genio menos pronto que doña Aurora. Lo
que la impacientaba y desesperaba era que ya iba acercándose la época de
exámenes, después de los cuales tenía determinado salir á Galicia; y ni
dejar á Esclavitud ni llevársela le parecía factible. Don Gaspar traía
noticias del éxodo de su hija, con cara más alegre cuanto más se
acercaba el plazo. «Ya está arreglando baúles... Se ha enterado de
salidas de vapores... El jueves, ó á todo tirar el sábado, andando para
Cádiz...» Por fin, un día llegó con el exterior más radiante, más
olímpico que nunca, bajo la aureola de sus hermosos rizos blancos.
«Amiguita doña Aurora, esta tarde se nos va...» Convínose en que por
respetos humanos se dejarían transcurrir dos ó tres días sin hacerle la
primera intimación á la sucia y tosca extremeña que asistía á Don
Gaspar, y en significar á Esclavitud el cambio de su destino. «La amiga
doña Aurora se encarga de eso...», indicó el ochentón. Pero aunque
dejando su espíritu encomendado en manos de la señora de Pardiñas, como
al día siguiente, en ocasión de dar el higiénico paseo cotidiano á la
pata coja, cruzase la Puerta del Sol y pasase por delante de la
confitería de _La Pajarita_, no pudo reprimirse, entró, é hizo pesar
medio kilo de caramelos y bombones. Los guardó furtivamente en el
bolsillo interior del gabán, y al llamar en casa de Pardiñas y abrirle
Esclavitud la puerta, miró alrededor, echó mano á la faltriquera, y
sacando el alcartaz, se lo pasó á la muchacha como podría pasarle un
billete amoroso. «Fresquitos», fué lo único que en su grata turbación
acertó á decir entregando la dádiva.
Contrariedad y esfuerzo y tragadura de saliva costó á doña Aurora
desempeñar la ingrata tarea de _soltársela_ á Esclavitud. Hubiese
preferido tener que darle la nueva de una gran desdicha, como muerte de
un ser querido ó revés de fortuna: porque al cabo, en semejantes males
no le correspondería á la señora parte de responsabilidad ni tanto de
culpa, mientras en esta mera traslación de domicilio y cambio de amos,
la señora, con su rectitud natural que sólo podría torcer la corriente
del sentimiento, adivinaba algo de crueldad y dureza que era obra suya,
aunque procediese de móviles justos, de los que no desoye ninguna madre
prudente. «Es hasta cuestión de conciencia para mí», pensaba, á fin de
cobrar ánimos. «Fuí inadvertida trayéndole á Rogelio la tentación al
alcance de la mano: Felisa Febrero, en esto, ha mostrado tener más
mundo, pues ni siquiera á los ochenta y pico de su padre les arrima la
mecha. Demasiado bueno es el niño, cuando ya no se me ha emberrenchinado
atrozmente. No, no, mejor es ponerse una vez colorado que ciento
amarillo. Hoy se la suelto. Así que Rogelio salga á clase...»
Encierra el tono de la voz humana misteriosos avisos, que en situaciones
dadas revelan todo lo que oculta el alma, antes que las palabras lo
digan. La sencilla frase «Esclavitud, ven», que tantas veces al día oye
una criada de su ama, resonó esta vez de un modo particular en el
corazón de la gallega. Toda su sangre afluyó al centro de la vida
orgánica, y cuando entró en la habitación donde la esperaba su señora,
el fondo y la esencia de lo que iba á oir le eran ya conocidos
intuitivamente.
No estaba doña Aurora en el comedor, sino en el despacho de su hijo, al
cual solía ir en ausencia de éste para escribir alguna carta ó sacar
alguna cuenta, si ocurría, y quizá por satisfacer ese instinto de
curiosidad inquieta propio de los afectos exclusivos que llegan al grado
de pasión. Hizo sentar á Esclavitud en una silla próxima, y empezó á
hablar sin mirarla á la cara, jugando con una cajita de plumas, de donde
las iba sacando para alinearlas sobre la mesa. «Todo el mundo tiene que
amoldarse á las circunstancias. Con el viaje á Galicia, no había
medio... Moverse tres personas no es como moverse dos, claro está. La
casa del señor de Febrero era la mejor colocación que una muchacha como
ella podía desear; una ganga... No sería doncella, sino ama de llaves...
Se le guardarían toda especie de consideraciones... El trabajo de servir
á una persona sola no había de matarla; complaciendo un poco al señor
aquel tan excelente, estaría como en la gloria, casi lo mismo que si
hubiese encontrado una familia. Por último, Don Gaspar también era de la
tierra: no tenía Esclavitud por qué pasar malos ratos, como en la otra
casa...»
Así que hubo alegado todas estas razones, sintió un alivio interior, y
sin dejar de prestar en apariencia gran atención á las hileras de
plumas, miró con el rabillo del ojo á la muchacha. Esclavitud permanecía
inmóvil en su asiento, con las manos cruzadas sobre el regazo, los piés
juntos y bajos los ojos: tampoco ella entregaba fácilmente aquel espejo
de los movimientos del alma á disposición de la curiosidad.
--Bien, ¿qué dices?--articuló al fin la señora que comenzaba á
impacientarse, como siempre que encontraba resistencia pasiva.
--¿Yo qué quiere que diga?--respondió Esclavitud con voz sorda, pero
tranquila al parecer.
--Sí ó no; si te gusta la casa que te ofrezco, ó si quieres tú buscar
otra á tu modo y á tu idea.
Hubo una pausa, y, por último, la muchacha respondió con acento incoloro
á fuerza de ser contenido:
--Si no corre mucha prisa, daré la contestación mañana ó pasado.
«Te veo», pensó la señora. «Tú quieres hablar antes con el niño. Bien,
aquí estamos todos para lo que pueda ocurrir. En guardia me tienes, y de
centinela. Por de pronto yo procuraré que no le cojas á tergo.
Andaremos, como quien dice, barba sobre el hombro.» Sin embargo, aquella
tarde no tuvo más recurso que salir,--contra su costumbre,--á despedir
en la estación del Mediodía á Felisa Febrero, de esas pejigueras de
sociedad que no se pueden rehuir y siempre caen en el momento más
inoportuno. Rogelio también había salido á caballo; pero quizá por la
necesidad de repasar las lecciones, más apremiante á medida que los
exámenes se venían encima, hizo corto el paseo; y al entrar en su casa,
aun animado de la correría, abanicándose con el hongo gris, y girando el
látigo, fué cuando Esclavitud le agarró de la manga y le empujó casi
hasta su despacho, acorralándole contra la mesa misma en que doña Aurora
había ordenado por la mañana los ejércitos de plumas.
--¿Qué pasa, Suriña? ¿Qué tienes?
--¿No le decía yo que no iba á Galicia este año, ni en jamás? Su mamá me
despide... Me deja en casa del señor de Febrero.
--Pero, ¿qué estás diciendo? A ver, á ver, cuenta...
La muchacha refirió lo que sabía. Sus ojos estaban secos, y sólo algo
temblorosas su boca y barba. Su seno anhelaba precipitadamente, y en su
modo de narrar y de explicarse, en aquella desesperada demanda de
auxilio que hacía como náufrago que saca la cabeza por encima de las
olas, había una vehemencia y un desorden que contrastaban con su
habitual compostura, y que trastornarían á cualquiera aunque no tuviese
los pocos años y la inexperiencia de Rogelio. Mientras balbucía «no, no
puede ser, tú no te irás, qué tontería...», sus brazos ceñían
involuntariamente el talle gentil de la muchacha, y el estremecimiento
interior de deseo de hacía cuatro ó cinco meses renacía más brioso,
infundiendo á su alma vigor para rebelarse, protestar y defender á la
Esclavita como se defiende lo que nos pertenece y forma la substancia de
nuestro vivir. «Pero vamos á ver, no entiendo cómo le ha entrado ese
arrechucho á mamá... Por fuerza le han ido con algún chisme... ¿Y por
qué, y de qué...? Nosotros ¿qué motivo hemos dado, Suriña? Si desde la
enfermedad de mamá no nos hablamos casi: si tú ni pones aquí los piés...
Es una cosa rarísima, y no ha de quedar así... Yo lo arreglaré; ¡qué
habías de irte! No, hermosa...» Alentada y resucitada por estas
promesas, Esclavitud se apretaba contra el corazón de su amigo,
queriendo incrustarse en aquel refugio para que nadie la arrancase de
allí; y Rogelio, con transporte juvenil é irresistible, la cubría de
caricias, tratando de alzarle la cabeza para buscar sus labios. Tocaron
á la campanilla, y la primera vez no oyó el repique ninguno de los dos.
Al segundo, enérgico y airado, Esclavitud se estremeció, y, con
movimiento simultáneo y brusco, se desunió la pareja. La muchacha se
arregló el pelo, se ajustó temblando el pañuelo de seda que le rodeaba
la garganta.
--Voy á abrir, que es la señora.


XXII

Viendo á su hijo aquella noche, á la hora de comer, distraído, pálido y
hasta un poco seco al hablar, la señora pensó al punto: «La tenemos
armada. Ya se lo ha encajado aquella buena alhajita». También pescó al
vuelo miradillas furtivas, azoradas y elocuentes; pero se aguantó,
discurriendo para sí: «Según Don Nicanor, en este mundo hay que hacerse
el tonto un cuarto de hora todos los días; ahora á mí me han doblado la
ración, y tendré que hacerme la tonta algunos meses.» Hízose, pues, la
tonta, como si no advirtiese el estado de su hijo, á quien preguntó con
muchísimo interés noticias de la jaca y de la cochera, y de los
habituales compañeros de _sport_. Así que se alzaron los manteles, sacó
otra conversación muy socorrida y de palpitante actualidad, á saber: los
exámenes. «Rapaz, allá para el miércoles ó jueves, me parece que te
tocará el turno, de manera que esta semana me espera á mí un ajetreo
regular... Porque la verdad es que con esos señores no sabe uno á qué
carta quedarse. ¡Si todos fuesen como Contreras! Ese sabe ponerse en la
razón. Sólo que este año todavía no te cae por banda Contreras. Con los
demás es un lío; si se oye á unos y á otros, hay para marearse. Lastra
quiere que le bajen la cabeza, que le rindan el tributo de la
recomendación, y que todo el mundo tenga que agradecerle. Ruiz del Monte
parece que es al contrario: si le hablan por un chico, le toma tirria, y
le aprieta hasta reventarlo. Tú sabrás si es cierto; á mí me lo contó tu
amigachillo Díaz, el que escribe romances... De Albirán se susurra otra
cosa: que no desatiende recomendaciones, pero con su cuenta y razón,
según de quien procedan... Lo más seguro será que repases, niño.»
--Ya repaso, mamá--contestó lacónicamente el estudiante.
Corrió la noche sin que se le pudiese sacar otra palabra. Revolvía las
revistas ilustradas, los periódicos del día; los tomaba y los dejaba,
cambiaba de asiento pasando del sillón al sofá y del sofá al sillón;
suspiraba hondo, y, en fin, daba todas las señales de desazón posibles,
sin cuidarse de que se viese, ó más bien pareciendo que deseaba lo
advirtiese su mamá. Al fin, cuando ésta le dijo «¿no sales hoy á un
actito á Lara?» exclamó con tono duro y resuelto:
--No; voy á acostarme. Me duele un poco la cabeza.
La señora le oyó taconear en el corredor y batir la puerta de su
despacho.
--Lo dicho; la tenemos. Yo he cometido una falta grave. Debí no resolver
este cotarro hasta pasados los exámenes, un par de días antes de la
marcha... Ha sido una borricada mía. Ya se ve; el deseo de salir del
atolladero prontito... Pues no; hay cosas que vale más llevarlas por sus
pasos contados. Veremos si la puedo enmendar y dar tiempo al tiempo. Si
no, voy á tener al rapaz desquiciado cuando más necesita la cabeza
firme. Una prórroga... A ver si consigo encajárselo en la cabeza á Don
Gaspar. Es fácil que sea más arduo hacer entrar en razón al viejo que al
niño. ¡Qué complicaciones! Aquella falsona de Rita Pardo decía bien...
Conviene mirar mucho á quién mete uno en su casa.
Hubo entonces en el pequeño drama doméstico, intimo, que ya tocaba á su
desenlace, uno de esos entreactos, como treguas momentáneas, durante las
cuales los actores, aparentando dedicarse á otros intereses ó distraídos
efectivamente por ellos, no pierden de vista, sin embargo, el asunto
capital, y viven, por decirlo así, en perpetua representación, guardando
silencio acerca de lo que más ocupa su alma, sin que este silencio
engañe á nadie. La señora atendía sólo á ganar días, calmando la
impaciencia pueril de Don Gaspar Febrero con moratorias que justificaba
la proximidad de los exámenes y la imposibilidad de quedarse en aquel
momento sin doncella; Esclavitud aguardaba, ocultando en lo más profundo
del pecho una esperanza tenaz, basada en las palabras y ofrecimientos de
su amigo; y Rogelio, preocupado, agitado, acechaba inútilmente la
ocasión de decir algo, ¡algo muy formal y en tono muy firme!, á su
madre. La verdad ante todo; si la señora le facilitase esta ocasión, el
estudiante se vería perdido para aprovecharla. A medida que pasaba
tiempo, la dosis de valor atesorada en el primer instante iba
disipándose como un frasco de esencia cuando queda destapado. Es
indecible el pecho que necesita un buen hijo para ponerse frente á
frente de una buena madre, y realizar un acto que en cierto modo le
manumite, pero que le desgarra las fibras más íntimas del corazón. Tanto
se unen y confunden el deber natural, la costumbre y hasta aquel
disculpable egoísmo que nos aconseja entregarnos sin reserva en manos de
quien más que á sí mismo nos ama, que el romper ese lazo constituye un
acto de supremo vigor, uno de esos esfuerzos que quebrantan una voluntad
si no es de acero bien templado. Contra un padre severo hay siempre
energía; sus propios rigores entonan; pero una madre como la de Rogelio,
que no había tenido más pensamiento que su hijo, que le había rodeado de
tal solicitud, ahorrándole hasta el trabajo de discurrir y el esfuerzo
de desear; una madre viuda, delicada de salud, y que había ejercitado el
arte de adelantarse á los gustos de su hijo, consiguiendo así que la
voluntad de éste no adquiriese nunca el temple recio que dan las
privaciones y las luchas, era un adversario con quien Rogelio no tenía
fuerzas para medirse. «Si ella misma sacase la conversación...», pensaba
el estudiante. Pero ¡quiá! La verdad es que si ella la sacase... sería
lo mismo. Lo único á que se atrevía era á la protesta muda, á hacerse
unas veces el triste y otras el malhumorado y fosco. «Mamá, por no verme
así, es capaz de cualquier cosa...», calculaba con su lógica de niño
mimado. Sólo que mamá sabía distinguir de juguetes.
El incidente de los exámenes contribuyó á enflaquecer más todavía su
resolución. Entre el repaso, los temores del mal éxito y las idas y
venidas de los amigos que le traían, por decirlo así, relación del
estado barométrico de las notas, Rogelio se encontró fuera del círculo
mágico con que nos rodea la idea fija amorosa, y á no ser por un par de
ojos verdes que de vez en cuando se fijaban en los suyos, hasta hubiese
olvidado _aquéllo_, que, por raro fenómeno de óptica, le parecía todos
los días menos inminente--siendo así que lo era más, pues la salida á
Galicia estaba irremisiblemente señalada para después de los exámenes.
Y éstos llegaron, y se encontró Rogelio con dos asignaturas aprobadas;
pero en una--la más ingrata y antipática para él--le cayó como una ducha
fría un _suspenso_. «De estas calabazas ya sé yo quién tiene la
culpa...», pensaba la madre, mirando al través de la puerta entornada á
Esclavitud, que pasaba un plumero á los cuadros del saloncito. «En esto
paran las guilladuras; pero, ¿qué le vamos á hacer? cada edad trae lo
suyo. En Septiembre ganará lo que pierde ahora; bien joven es; con tal
que esté sano... Y seamos justos; la jaca también me lo levantó de
cascos en esta temporada última. Verdad que más vale así. De la
primavera acá no me quejo. Bien se ha portado la jaquita... Merece una
libra de azúcar.»


XXIII

La última noche que la familia Pardiñas pasó en Madrid antes de marchar
á su tierra, vino mucha gente á decirles adiós, y se formó una pequeña
tertulia animada y sin etiqueta. A fines ya de Junio, el momento más
hermoso para salir y buscar sociedad era realmente entre diez y once de
la noche, cuando corre un sano aire fresco hasta por las abrasadas
callejuelas del Madrid antiguo, del que ni tiene arbolado ni casi goza
los beneficios del riego municipal. Bajaron las vecinas del segundo,
sobrinas de un brigadier de ingenieros, y acudió también la marquesa
viuda de Andrade, paisana de doña Aurora, señora guapetona y maja,
bastante conocida en los círculos aristocráticos, y acostumbrada por
consiguiente á recogerse tarde. La señora de Pardiñas, al encontrarse
rodeada de visitas, se dedicó á agasajarlas lo mejor que pudo y supo,
dejando girar libremente la conversación, que versaba sobre cosas del
país donde iba á volver después de tantos años. La Marquesa, alegre y
rozagante, habló de irse pronto á Vigo, y enseñó un brazalete nuevo, con
zafiros y brillantes, dando á entender que había en él cierto misterio.
«Esta anda otra vez con intenciones de maridar--pensó doña
Aurora.--¿Quién será el galán? Dios se la depare buena.»
Rogelio había abandonado la reunión impensadamente, sin decir oxte ni
moxte. La retirada no se le pasó por alto á su madre, pero sobre que no
podía evitarla, descubrió otros motivos de resignarse: «Pocas son las
malas fadas; al fin mañana nos vamos...» Esclavitud aún se le figuraba
un peligro y un compromiso, pero ya muy remoto. «Mañana á estas horas
estaremos cerca de Avila... ¡Cuándo oiré el silbato del tren!»
Se recogía Rogelio á su cuarto, impulsado por vagas esperanzas de ver á
la chica, explicarle su actitud de aquellos días, y la imposibilidad de
proceder de distinto modo, de evitar la marcha y de sublevarse.
Presentía que Esclavitud, no desperdiciando la ocasión, vendría pronto;
y á fin de que comprendiese que estaba allí, encendió luz con mucho
derroche de fósforos y taconeo, abrió cajones é hizo chirriar dos ó tres
veces la puerta. A llamarla no se atrevía por temor al fino oído de su
madre, pues, según su frase paradójica é hiperbólica, «oía mejor que el
sordo Candás».
No aguardó largo trecho. A los diez minutos tocaron á la puerta, y antes
que dijese «adelante» entraba Esclavitud. La claridad del quinqué puesto
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