Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - 01

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OBRAS COMPLETAS
DE
EMILIA PARDO-BAZÁN
CONDESA DE PARDO-BAZÁN
TOMO VII
INSOLACIÓN--MORRIÑA


EMILIA PARDO-BAZÁN
CONDESA DE PARDO-BAZÁN
OBRAS COMPLETAS.--TOMO VII

INSOLACIÓN
Y
MORRIÑA
(DOS HISTORIAS AMOROSAS)
[Illustration: colofón]
MADRID
V. PRIETO Y COMPAÑÍA, EDITORES
Pontejos, número 8.
1911


Es propiedad.
Queda hecho el depósito
que marca la ley.

Establecimiento tipográfico, Campomanes, 4.


_A José Lázaro Galdiano_
_en prenda de amistad_
La Autora.


INSOLACIÓN


I

La primer señal por donde Asís Taboada se hizo cargo de que había salido
de los limbos del sueño, fué un dolor como si la barrenasen las sienes
de parte á parte con un barreno finísimo; luego le pareció que las
raíces del pelo se convertían en millares de puntas de aguja y se le
clavaban en el cráneo. También notó que la boca estaba pegajosita,
amarga y seca; la lengua, hecha un pedazo de esparto; las mejillas
ardían; latían desaforadamente las arterias, y el cuerpo declaraba á
gritos que, si era ya hora muy razonable de saltar de la cama, no estaba
él para valentías tales.
Suspiró la señora; dió una vuelta, convenciéndose de que tenía
molidísimos los huesos; alcanzó el cordón de la campanilla, y tiró con
garbo. Entró la doncella, pisando quedo, y entreabrió las maderas del
cuarto-tocador. Una flecha de luz se coló en la alcoba, y Asís exclamó
con voz ronca y debilitada:
--Menos abierto... Muy poco... Así.
--¿Cómo le va, señorita?--preguntó muy solícita la Angela (por mal
nombre _Diabla_).--¿Se encuentra algo más aliviada ahora?
--Sí, hija..., pero se me abre la cabeza en dos.
--¡Ay! ¿Tenemos la maldita de la jaquecona?
--Clavada... A ver si me traes una taza de tila...
--¿Muy cargada, señorita?
--Regular...
--Voy volando.
Un cuarto de hora duró el vuelo de la Diabla. Su ama, vuelta de cara á
la pared, subía las sábanas hasta cubrirse la cara con ellas, sin más
objeto que sentir el fresco de la batista en aquellas mejillas y frente
que estaban echando lumbre.
De tiempo en tiempo exhalaba un gemido sordo.
En la mollera suya funcionaba, de seguro, toda la maquinaria de la Casa
de la Moneda, pues no recordaba aturdimiento como el presente, sino el
que había experimentado al visitar la fábrica de dinero y salir medio
loca de las salas de acuñación.
Entonces, lo mismo que ahora, se le figuraba que una legión de enemigos
se divertía en pegarla tenazazos en los sesos y devanarla con argadillos
candentes la masa encefálica.
Además, notaba cierta trepidación allá dentro, igual que si la cama
fuese una hamaca, y á cada balance se le amontonase el estómago y le
metiesen en prensa el corazón.
La tila. Calentita, muy bien hecha. Asís se incorporó, sujetando la
cabeza y apretándose las sienes con los dedos. Al acercar la cucharilla
á los labios, náuseas reales y efectivas.
--Hija... está hirviendo... Abrasa. ¡Ay! Sosténme un poco, por los
hombros. ¡Así!
Era la Diabla una chica despabilada, lista como una pimienta: una
luguesa que no le cedía el paso á la andaluza más ladina. Miró á su ama
guiñando un poco los ojos, y dijo compungidísima al parecer:
--Señorita... Vaya por Dios. ¿Se encuentra peor? Lo que tiene no es sino
eso que le dicen allá en nuestra tierra un _soleado_... Ayer se caían
los pájaros de calor, y V. fuera todo el santo día...
--Eso será...,--afirmó la dama.
--¿Quiere que vaya enseguidita á avisar al señor de Sánchez del Abrojo?
--No seas tonta... No es cosa para andar fastidiando al médico. Un meneo
á la taza. Múdala á ese vaso...
Con un par de trasegaduras de vaso á taza y viceversa, quedó potable la
tila. Asís se la embocó, y al punto se volvió hacia la pared.
--Quiero dormir... No almuerzo... Almorzad vosotros... Si vienen
visitas, que he salido... Atenderás por si llamo.
Hablaba la dama sorda y opacamente, de mal talante, como aquel que no
está para bromas y tiene igualmente desazonados el cuerpo y el espíritu.
Se retiró por fin la doncella, y al verse sola, Asís suspiró más
profundo y alzó otra vez las sábanas, quedándose acurrucada en una
concha de tela. Se arregló los pliegues del camisón, procurando que la
cubriese hasta los piés; echó atrás la madeja del pelo revuelto,
empapado en sudor y áspero de polvo, y luego permaneció quietecita, con
síntomas de alivio y aun de bienestar físico producido por la infusión
calmante.
La jaqueca, que ya se sabe cómo es de caprichosa y maniática, se había
marchado por la posta desde que llegara al estómago la taza de tila; la
calentura cedía, y las bascas iban aplacándose... Sí, lo que es el
cuerpo se encontraba mejor, infinitamente mejor; pero, ¿y el alma? ¿Qué
procesión le andaba por dentro á la señora?
No cabe duda: si hay una hora del día en que la conciencia goza todos
sus fueros, es la del despertar. Se distingue muy bien de colores
después del descanso nocturno y el paréntesis del sueño. Ambiciones y
deseos, afectos y rencores se han desvanecido entre una especie de
niebla; faltan las excitaciones de la vida exterior; y así como después
de un largo viaje parece que la ciudad de donde salimos hace tiempo no
existe realmente, al despertar suele figurársenos que las fiebres y
cuidados de la víspera se han ido en humo y ya no volverán á acosarnos
nunca. Es la cama una especie de celda donde se medita y hace examen de
conciencia, tanto mejor cuanto que se está muy á gusto, y ni la luz ni
el ruido distraen. Grandes dolores de corazón y propósitos de la
enmienda suelen quedarse entre las mantas.
Unas miajas de todo esto sentía la señora; sólo que á sus demás
impresiones sobrepujaba la del asombro.--«¿Pero es de veras? ¿Pero me ha
pasado _eso_? Señor Dios de los ejércitos, ¿lo he soñado ó no? Sácame de
esta duda.»--Y aunque Dios no se tomaba el trabajo de responder negando
ó afirmando, _aquello_ que reside en algún rincón de nuestro ser moral y
nos habla tan categóricamente como pudiera hacerlo una voz divina,
contestaba:--«Grandísima hipócrita, bien sabes tú como fué: no me
preguntes, que te diré algo que te escueza.»
--Tiene razón la Diabla: ayer atrapé un _soleado_ y para mí, el sol...
matarme. ¡Este chicharrero de Madrid! ¡El veranito y su alma! Bien
empleado, por meterme en avisperos. A estas horas debía yo andar por mi
tierra...
Doña Francisca Taboada se quedó un poquitín más tranquila desde que pudo
echarle la culpa al sol. A buen seguro que el astro-rey dijese esta boca
es mía protestando, pues aunque está menos acostumbrado á las
acusaciones de galeotismo que la luna, es de presumir que las acoja con
igual impasibilidad é indiferencia.
--De todos modos--arguyó la voz inflexible,--confiesa, Asís, que si no
hubieses tomado más que sol... Vamos, á mí no me vengas tú con
historias, que ya sabes que nos conocemos... ¡como que andamos juntos
hace la friolera de treinta y dos abriles! Nada, aquí no valen
subterfugios... Y tampoco sirve alegar que si fué inesperado, que si
parece mentira, que si patatín, que si patatán... Hija de mi corazón, lo
que no sucede en un año sucede en un día. No hay que darle vueltas. Tú
has sido hasta la presente una señora intachable; bien; una perfecta
viuda; conformes; te has llevado en peso tus dos añitos de luto (cosa
tanto más meritoria cuanto que, seamos francos, últimamente ya
necesitabas alguna virtud para querer á tu tío, esposo y señor natural,
el insigne marqués de Andrade, con sus bigotes pintados y sus achaques,
fístulas ó lo que fuesen); á pesar de tu genio animado y tu afición á
las diversiones, en veinticuatro meses no se te ha visto el pelo sino en
la iglesia ó en casa de tus amigas íntimas; convenido; has consagrado
largas horas al cuidado de tu niña y eres madre cariñosa; nadie lo
niega; te has propuesto siempre portarte como una señora, disfrutar de
tu posición y tu independencia, no meterte en líos ni hacer contrabando;
lo reconozco; pero... ¿qué quieres, mujer? te descuidaste un minuto,
incurriste en una chiquillada (porque fué una chiquillada, pero
chiquillada del género atroz, convéncete de ello) y por cuanto viene el
demonio y la enreda y te encuentras de patitas en la gran trapisonda...
No andemos con sol por aquí y calor por allá. Disculpas de mal pagador.
Te falta hasta la excusa vulgar, la del cariñito y la pasioncilla...
Nada, chica, nada. Un pecado gordo en frío, sin circunstancias
atenuantes y con ribetes de desliz chabacano. ¡Te luciste!
Ante estos argumentos irrefutables cedía la acción bienhechora de la
tila, y Asís iba experimentando otra vez terrible desasosiego y sofoco.
El barreno que antes le taladraba la sien, se había vuelto sacacorchos,
y haciendo hincapié en el occipucio, parecía que enganchaba los sesos á
fin de arrancarlos igual que el tapón de una botella. Ardía la cama y
también el cuerpo de la culpable, que, como un San Lorenzo en sus
parrillas, daba vueltas y más vueltas en busca de rincones frescos, al
borde del colchón. Convencida de que todo abrasaba igualmente, Asís
brincó de la cama abajo, y blanca y silenciosa como un fantasma entre la
penumbra de la alcoba, se dirigió al lavabo, torció el grifo del
depósito, y con las yemas de los dedos empapadas en agua, se humedeció
frente, mejillas y nariz; luego se refrescó la boca, y por último se
bañó los párpados largamente, con fruición; hecho lo cual, creyó sentir
que se le despejaban las ideas y que la punta del barreno se retiraba
poquito á poco de los sesos. ¡Ay, qué alivio tan rico! A la cama, á la
cama otra vez, á cerrar los ojos, estarse quietecita y callada y sin
pensar en cosa ninguna...
Sí, á buena parte. ¿No pensar dijiste? Cuanto más se aquietaban los
zumbidos y los latidos, y la jaqueca y la calentura, más nítidos y
agudos eran los recuerdos, más activas y endiabladas las cavilaciones.
--Si yo pudiese rezar--discurrió Asís.--No hay para esto de conciliar el
sueño como repetir una misma oración de carretilla.
Intentólo en efecto; mas si por un lado era soporífera la operación, por
otro agravaba las inquietudes y resquemores íntimos de la señora. Bonito
se pondría el Padre Urdax cuando tocasen á confesarse de aquella cosa
inaudita y estupenda. ¡Él, que tanto se atufaba por menudencias de
escotes, infracciones de ayuno, asistencia á saraos en cuaresma, mermas
de misa y otros pecadillos que trae consigo la vida mundana en la corte!
¿Qué circunloquios serían más adecuados para atenuar la primer impresión
de espanto y la primer filípica? Sí, sí ¡circunloquios al Padre Urdax!
¡Él, que lo preguntaba todo derecho y claro, sin pararse en vergüenzas
ni en reticencias! ¡Con aquel geniazo de pólvora y aquella manga
estrechita que gastaba! Si al menos permitiese explicar la cosa desde un
principio, bien explicada, con todas las aclaraciones y notas precisas
para que se viese la fatalidad, la serie de circunstancias que... Pero,
¿quién se atreve á hacer mérito de ciertas disculpas ante un jesuíta tan
duro de pelar y tan largo de entendederas? Esos señores quieren que todo
sea virtud á raja tabla, y no entienden de componendas ni de excusas.
Antes parece que se les tachaba de tolerantísimos: no, pues lo que es
ahora...
No obstante el triste convencimiento de que con el Padre Urdax sería
perder tiempo y derrochar saliva todo lo que no fuese decir _acúsome_,
_acúsome_, Asís, en la penumbra del dormitorio, entre el silencio,
componía mentalmente el relato que sigue, donde claro está que no había
de colocarse en el peor lugar, sino paliar el caso: aunque, señores,
ello admitía bien pocos paliativos.


II

Hay que tomarlo desde algo atrás y contar lo que pasó, ó por mejor
decir, lo que se charló anteayer en la tertulia semanal de la duquesa de
Sahagún, á la cual soy asidua concurrente. También la frecuenta mi
paisano el comandante de artillería Don Gabriel Pardo de la Lage,
cumplido caballero, aunque un poquillo inocentón, y sobre todo muy
estrafalario y bastante pernicioso en sus ideas, que á veces sostiene
con gran calor y terquedad, si bien las más noches le da por acoquinarse
y callar ó jugar al tresillo, sin importársele de lo que pasa en nuestro
corro. No obstante, desde que yo soy obligada todos los miércoles, notan
que Don Gabriel se acerca más al círculo de las señoras y gusta de armar
pendencia conmigo y con la dueña de la casa; por lo cual hay quien
asegura que no le parezco saco de paja á mi paisano, aun cuando otros
afirman que está enamorado de una prima ó sobrina suya, acerca de quien
se refieren no sé que historias raras. En fin, el caso es que disputando
y peleándonos siempre, no hacemos malas migas el comandante y yo. ¡Qué
malas migas! A cada polémica que armamos, parece aumentar nuestra
simpatía, como si sus mismas genialidades morales (no sé darles otro
nombre) me fuesen cayendo en gracia y pareciéndome indicio de cierta
bondad interior... Ello va mal expresado..., pero yo me entiendo.
Pues anteayer (para venir al asunto) estuvo el comandante desde los
primeros momentos muy decidor y muy alborotado, haciéndonos reir con sus
manías. Le sopló la ventolera de sostener una vulgaridad: que España es
un país tan salvaje como el Africa central, que todos tenemos sangre
africana, beduina, árabe ó qué sé yo, y que todas esas músicas de
ferrocarriles, telégrafos, fábricas, escuelas, ateneos, libertad
política y periódicos, son en nosotros postizas y como pegadas con goma,
por lo cual están siempre despegándose, mientras lo verdaderamente
nacional y genuino, la barbarie subsiste, prometiendo durar por los
siglos de los siglos. Sobre esto se levantó el caramillo que es de
suponer. Lo primero que le repliqué fué compararlo á los franceses, que
creen que sólo servimos para bailar el bolero y repicar las castañuelas;
y añadí que la gente bien educada era igual, idéntica, en todos los
países del mundo.
--Pues mire V., eso empiezo por negarlo--saltó Pardo con grandísima
fogosidad.--De los Pirineos acá, todos, sin excepción, somos salvajes,
lo mismo las personas finas que los tíos; lo que pasa es que nosotros lo
disimulamos un poquillo más, por vergüenza, por convención social, por
conveniencia propia; pero que nos pongan el plano inclinado, y ya
resbalaremos. El primer rayito de sol de España--este sol con que tanto
nos muelen los extranjeros y que casi nunca está en casa, porque aquí
llueve lo propio que en París, que ese es el chiste...
Le interrumpí:
--Hombre, sólo falta que también niegue V. el sol.
--No lo niego, ¡qué he de negarlo! Por lo mismo que suele embozarse bien
en invierno, de miedo á las pulmonías, en verano lo tienen Vds.
convirtiendo á Madrid en sartén ó caldera infernal, donde nos
achicharramos todos... Y claro, no bien asoma, produce una fiebre y una
excitación endiabladas... Se nos sube á la cabeza, y entonces es cuando
se nivelan las clases ante la ordinariez y la ferocidad general.
--Vamos, ya pareció aquello. V. lo dice por las corridas de toros.
En efecto, á Pardo le da muy fuerte eso de las corridas. Es uno de sus
principales y frecuentes asuntos de sermón. En tomando la ampolleta
sobre los toros, hay que oirle poner como digan dueñas á los partidarios
de tal espectáculo, que él considera tan pecaminoso como el Padre Urdax,
los bailes de Piñata y las representaciones del _Demi-monde_ y
_Divorciémonos_. Sale á relucir aquello de las tres fieras, toro, torero
y público; la primera, que se deja matar porque no tiene más remedio; la
segunda, que cobra por matar; la tercera, que paga para que maten, de
modo que viene á resultar la más feroz de las tres; y también aquello de
la suerte de pica, y de las tripas colgando, y de las excomuniones del
Papa contra los católicos que asisten á corridas, y de los perjuicios á
la agricultura... Lo que es la cuenta de perjuicios la saca de un modo
imponente. Hasta viene á resultar que por culpa de los toros hay déficit
en la Hacienda y hemos tenido las dos guerras civiles... (Verdad que
esto lo soltó en un instante de acaloramiento, y como vió la greguería y
la chacota que armamos, medio se desdijo.) Por todo lo cual, yo pensé
que al nombrar ferocidad y barbarie vendrían los toros detrás. No era
eso. Pardo contestó:
--Dejemos á un lado los toros, aunque bien revelan el influjo
barbarizante ó barbarizador (como Vds. gusten) del sol, ya que es
axiomático que sin sol no hay corrida _buena_. Pero prescindamos de
ellos; no quiero que digan Vds. que ya es manía en mí la de sacar á
relucir la gente cornúpeta. Tomemos cualquier otra manifestación bien
genuina de la vida nacional... algo muy español y muy característico...
¿No estamos en tiempo de ferias? ¿No es mañana San Isidro Labrador? ¿No
va la gente estos días á solazarse por la pradera y el cerro?
--Bueno; ¿y qué? ¿También criticará V. las ferias y el Santo? Este señor
no perdona ni á la corte celestial.
--Bonito está el Santo, y valiente saturnal asquerosa la que sus devotos
le ofrecen. Si San Isidro la ve, él que era un honrado y pacífico
agricultor, convierte en piedras los garbanzos tostados y desde el cielo
descalabra á sus admiradores. Aquello es un aquelarre, una zahurda de
Plutón. Los instintos españoles más típicos corren allí desbocados,
luciendo su belleza. Borracheras, pendencias, navajazos, gula,
libertinaje grosero, blasfemias, robos, desacatos y bestialidades de
toda calaña... Gracioso _tableau_, señoras mías... Eso es el pueblo
español cuando le dan suelta. Lo mismito que los potros al salir á la
dehesa, que su felicidad consiste en hartarse de relinchos y coces.
--Si me habla V. de la gente ordinaria...
--No, es que insisto: todos iguales en siendo españoles; el instinto
vive allá en el fondo del alma; el problema es de ocasión y lugar, de
poder ó no sacudir ciertos miramientos que la educación impone: cosa
externa, cáscara y nada más.
--¡Qué teorías, Dios misericordioso! ¿Ni siquiera admite V. excepciones
á favor de las señoras? ¿Somos salvajes también?
--También, y acaso más que los hombres, que al fin Vds. se educan menos
y peor... No se dé V. por resentida, amiga Asís. Concederé que V. sea la
menor cantidad de salvaje posible, porque al fin nuestra tierra es la
porción más apacible y sensata de España.
Aquí la Duquesa volvió la cabeza con sobresalto. Desde el principio de
la disputa estaba entretenida dando conversación á un tertuliano nuevo,
muchacho andaluz, de buena presencia, hijo de un antiguo amigo del
Duque, el cual, según me dijeron, era un rico hacendado residente en
Cádiz. La Duquesa no admite presentados, y sólo por circunstancias así
pueden encontrarse caras desconocidas en su tertulia. En cambio, á las
relaciones ya antiguas las agasaja muchísimo, y es tan consecuente y
cariñosa en el trato, que todos se hacen lenguas alabando su
perseverancia; virtud que, según he notado, abunda en la corte más de lo
que se cree. Advertía yo que, sin dejar de atender al forastero, la
Duquesa aplicaba el oído á nuestra disputa y rabiaba por mezclarse en
ella; la proporción le vino rodada para hacerlo, metiendo en danza al
gaditano.
--Muchas gracias, señor de Pardo, por la parte que nos toca á los
andaluces. Estos galleguitos siempre arriman el ascua á su sardina. ¡Más
aprovechados son! De salvajes nos ha puesto, así como quien no quiere la
cosa.
--¡Oh Duquesa, Duquesa, Duquesa!--respondió Pardo con mucha
guasa.--¡Darse por aludida V., V. que es una señora tan inteligente,
protectora de las bellas artes! ¡Usted que entiende de pucheros
mudéjares y barreñones asirios! ¡Usted que posee colecciones
mineralógicas que dejan con la boca abierta al embajador de Alemania!
¡Usted, señora, que sabe lo que significa _fósil_! ¡Pues si hasta miedo
le han cobrado á V. ciertos pedantes que yo conozco!
--Haga V. el favor de no quedarse conmigo suavemente. No parece sino que
soy alguna literata ó alguna marisabidilla... Porque le guste á uno un
cuadro ó una porcelana... Si cree V. que así vamos á correr un velo
sobre aquello del salvajismo... ¿Qué opina V. de eso, Pacheco? Según
este caballero, que ha nacido en Galicia, es salvaje toda España y más
los andaluces. Asís, el señor Don Diego Pacheco... Pacheco, la señora
Marquesa viuda de Andrade... el señor Don Gabriel Pardo...
El gaditano, sin pronunciar palabra, se levantó y vino á apretarme la
mano haciendo una cortesía; yo murmuré entre dientes eso que se murmura
en casos análogos. Llena la fórmula, nos miramos con la curiosidad fría
del primer momento, sin fijarnos en detalles. Pacheco, que llevaba con
soltura el frac, me pareció distinguido, y aunque andaluz, le encontré
más bien trazas inglesas: se me figuró serio y no muy locuaz ni
disputador. Haciéndose cargo de la indicación de la Duquesa, dijo con
acento cerrado y frase perezosa:
--A cada país le cae bien lo suyo... Nuestra tierra no ha dado pruebas
de ser nada ruda; tenemos allá de too; poetas, pintores, escritores...
Cabalmente en Andalucía la gente pobre es mu fina y mu despabilaa.
Protesto contra lo que se refiere á las señoras. Este cabayero convendrá
en que toítas son unos ángeles del cielo.
--Si me llama V. al terreno de la galantería--respondió Pardo--convendré
en lo que V. guste... Sólo que esas generalidades no prueban nada. En
las unidades nacionales no veo hombres ni mujeres; veo una raza, que se
determina históricamente en esta ó en aquella dirección...
--¡Ay, Pardo!--suplicó la Duquesa con mucha gracia.--Nada de palabras
retorcidas, ni de filosofías intrincadas. Hable V. clarito y en
cristiano. Mire V. que no hemos llegado á sabios, y que nos vamos á
quedar en ayunas.
--Bueno; pues hablando en cristiano, digo que ellos y ellas son de la
misma pasta, porque no hay más remedio, y que en España (allá va, Vds.
se empeñan en que ponga los puntos sobre las _íes_) también las señoras
pagan tributo á la barbarie--lo cual puede no advertirse á primera vista
porque su sexo las obliga á adoptar formas menos toscas, y las condena
al papel de ángeles, como las ha llamado este caballero.--Aquí está
nuestra amiga Asís, que á pesar de haber nacido en el Noroeste, donde
las mujeres son reposadas, dulces y cariñosas, sería capaz, al darle un
rayo de sol en la mollera, de las mismas atrocidades que cualquier hija
del barrio de Triana ó del Avapiés...
--¡Ay, paisano! Ya digo que está V. tocado, incurable. Con el sol tiene
la tema. ¿Qué le hizo á V. el sol, para que así lo traiga al retortero?
--Serán aprensiones, pero yo creo que lo llevamos disuelto en la sangre
y que á lo mejor nos trastorna.
--No lo dirá V. por nuestra tierra. Allá no le vemos la cara sino unos
cuantos días del año.
--Pues no lo achaquemos al sol; será el aire ibérico; el caso es que los
gallegos, en ese punto, sólo aparentemente nos distinguimos del resto
de la Península. ¿Ha visto V. qué bien nos acostumbramos á las corridas
de toros? En Marineda ya se llena la plaza y se calientan los cascos
igual que en Sevilla ó Córdoba. Los cafés flamencos hacen furor; las
cantaoras traen revuelto al sexo masculino; se han comprado cientos de
navajas, y lo peor es que se hace uso de ellas; hasta los chicos de la
calle se han aprendido de memoria el tecnicismo taurómaco; la manzanilla
corre á mares en los tabernáculos marinedinos; hay sus cañitas y todo;
una parodia ridícula, corriente; pero parodia que sería imposible donde
no hubiese materia dispuesta para semejantes aficiones. Convénzanse
Vds.: aquí en España, desde la Restauración, maldito si hacemos otra
cosa más que jalearnos á nosotros mismos. Empezó la broma por todas
aquellas demostraciones contra Don Amadeo; lo de las peinetas y
mantillas, los trajecitos á medio paso y los caireles; siguió con las
barbianerías del difunto rey, que le había dado por lo chulo, y claro,
la gente elegante le imitó, y ahora es ya una epidemia, y entre
patriotismo y flamenquería, guitarreo y cante jondo, panderetas con
madroños colorados y amarillos, y abanicos con las hazañas y los
retratos de Frascuelo y Mazzantini, hemos hecho una Españita bufa, de
tapiz de Goya ó sainete de Don Ramón de la Cruz. Nada, es moda y á
seguirla. Aquí tiene V. á nuestra amiga la Duquesa, con su cultura y su
finura, y sus mil dotes de dama; ¿pues no se pone tan contenta cuando
la dicen que es la chula más salada de Madrid?
--Hombre, si fuese verdad, ¡ya se ve que me pondría!--exclamó la Duquesa
con la viveza donosa que la distingue.--¡A mucha honra! Más vale una
chula que treinta gringas. Lo gringo me apesta. Soy yo muy españolaza,
¿se entera V.? Se me figura que más vale ser como Dios nos hizo, que no
que andemos imitando todo lo de extranjis... Estas manías de vivir á la
inglesa, á la francesa... ¿Habrá ridiculez mayor? De Francia los
perifollos; bueno; no ha de salir uno por ahí espantando á la gente,
vestido como en el año de la nanita... De Inglaterra los asados... y se
acabó. Y diga V., muy señor mío de mi mayor aprecio, ¿cómo es eso de que
somos salvajes los españoles y no lo es el resto del género humano? En
primer lugar, ¿se puede saber á qué llama V. salvajadas? En segundo,
¿qué hace nuestro pueblo, pobre infeliz, que no hagan también los demás
de Europa? Conteste.
--¡Ay!... ¡si me aplasta V.!... ¡si ya no sé por donde ando! _Pietá_,
_Signor._ Vamos, Duquesa, insisto en el ejemplo de antes: ¿ha visto V.
la romería de San Isidro?
--Vaya si la he visto. Por cierto que es de lo más entretenido y
pintoresco. Tipos se encuentran allí, que... Tipos de oro. ¿Y los
columpios? ¿Y los tíos vivos? ¿Y aquella animación, aquel hormigueo de
la gente? Le digo á V. que, para mí, hay poco tan salado como esas
fiestas populares. ¿Que abundan borracheras y broncas? Pues eso pasa
aquí y en Flandes: ¿ó se ha creído V. que allá, por la _Ingalaterra_, la
gente no se pone nunca á medios pelos, ni se arma quimera, ni se hace
barbaridad ninguna?
--Señora...--exclamó Pardo desalentado--V. es para mi un enigma. Gustos
tan refinados en ciertas cosas, y tal indulgencia para lo brutal y lo
feroz en otras, no me lo explico sino considerando que con un corazón y
un ingenio de primera, pertenece V. á una generación bizantina y
decadente, que ha perdido los ideales... Y no digo más, porque se reirá
V. de mí.
--Es muy saludable ese temor; así no me hablará V. de cosazas
filosóficas que yo no entiendo--respondió la Duquesa soltando una de sus
carcajadas argentinas, aunque reprimidas siempre.--No haga V. caso de
este hombre, Marquesa--murmuró volviéndose á mí.--Si se guía V. por él,
la convertirá en una cuákera. Vaya V. al Santo, y verá cómo tengo razón
y aquello es muy original y muy famoso. Este señor ha descubierto que
sólo se achispan los españoles: lo que es los ingleses, ¡angelitos de mi
vida! ¡qué habían de ajumarse nunca!
--Señora--replicó el comandante riendo, pero sofocado ya--los ingleses
se achispan; conformes: pero se achispan con _sherry_, con cerveza ó con
esos alcoholes endiablados que ellos usan; no como nosotros, con el
aire, el agua, el ruido, la música y la luz del cielo; ellos se volverán
unos cepos así que trincan, pero nosotros nos volvemos fieras; nos entra
en el cuerpo un espíritu maligno de bravata y fanfarronería, y por
gusto nos ponemos á cometer las mayores ordinarieces, empeñándonos en
imitar al populacho. Y esto lo mismo las damas que los caballeros, si á
mano viene, como dicen en mi país. Transijamos con todo, excepto con la
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