Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - 13

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Esclavitud, llevando en una batea de mimbres hasta media docena de
camisas planchadas. Por efecto de la carga, que la obligaba á levantar
los brazos, la muchacha lucía su fino talle y su andar compasado y
armonioso. Iba á dejar sobre la cama las camisas y retirarse
silenciosamente, á tiempo que Rogelio, llegándose á ella y amenazándola
con la mano, exclamó:
--Vamos á ver como están de planchaditos esos puños. ¡Si les encuentro
un solo candil!
Al oir la voz del señorito, Esclavitud se había sobresaltado,
figurándose en el primer instante que la regañaban de veras; pero al
levantar los ojos y fijarlos en la cara de Rogelio, comprendió que se
trataba de una broma. Radió en su mirada tan sincera alegría; se dilató
tan visiblemente su pecho; se esponjó de tal modo, en fin, que las
excelentes entrañas del estudiante se conmovieron otra vez gratamente,
y para disimular aquella emoción recargó la broma.
--¿Es justo que ande yo hecho un cesante, y que mis camisas parezcan la
cara del apreciable señor Don Prudencio Rojas, alias _Fantoche del
Derecho_? A ver: alce V. ese níveo cendal y enséñeme esas íntimas
prendas de vestir. Si mis togas pretextas descubren las rayas de la
senectud..., huya V. adonde no la alcance mi cólera vengadora.
En el rostro de Esclavitud, cada vez más regocijado, brillaba, al
levantar el paño, cierta cariñosa malicia.
--A ver, señorito, á ver qué chata tiene que ponerles á estas pecheras.
Ni el Rey las gasta más ricas.
--El Rey lo que gasta son baberos: no confundamos. ¡Enséñeme ese
prodigio!
En efecto, estaban primorosamente planchadas, tan bruñidas y tersas, que
fuera gollería pedir más.
--Bien; por esta vez le perdono á V. la vida. ¡Pero guay si acierta V. á
descuidarse en el cumplimiento de tan sagrado deber!
--No señor, no señor. Vendrán cada día más blancas. Lo mismo que
palomas.
--Dígnese V. decírmelo en gallego. Voy á dedicarme al estudio de ese
idioma, porque en el griego y en el sanscrito ya estoy tan fuerte que
les echo la pata á los profesores. ¿Cómo se dice _paloma_ en gallego?
--¿Y es de allá y no lo sabe? ¡Vaya qué ser! Se dice _pomba_ y también
se dice _suriña_.
--¡Ay! ¡Eso de _suriña_, qué bonito es! Desde mañana lección de idiomas
clásicos: V. será mi maestra. «Mademoiselle Suriña, profesora á
domicilio». Pondremos un cartelito en el balcón y un anuncio en _El
Imparcial_. Suriña, quite V. de ahí las camisas, que estorban. Guárdelas
V. en el armario. ¡Eso!
--¡Ay, señorito, qué revuelto tiene el armario!--exclamó la muchacha
apenas lo abrió.
--Pues á arreglarlo, Suriña. El arreglo de armarios forma parte de la
lección de idiomas.


X

Ello sería... ó no sería; pero no se puede negar que, después de
firmadas las paces con Rogelio, el aspecto exterior de Esclavitud empezó
á modificarse completamente. Sus ojos se reanimaron, sus mejillas
florecieron, su voz perdió aquel tono dolorido, su conversación fué más
expansiva; y sin alterar en nada sus ocupaciones, varió tanto su manera
de desempeñarlas, que si antes parecía víctima resignada del deber, y su
silueta tenía algo de aflictivo al proyectarse sobre las paredes de la
casa, ahora su ir y venir, su resuelta actividad, la llenaban y
regocijaban toda.
Doña Aurora no cesaba de felicitarse por este cambio. «¡Alabado sea
Dios! Así me gustan á mí las caras, así. No puedo tragar á la gente que
anda tristota y rostrituerta sin por qué ni para qué. ¿Lo ves, rapaz?
Pues era por causa tuya, ni más ni menos. Ahora que la tratas
campechanamente, mira cómo es otra.»
Y tanto como era otra. Hasta su físico había sufrido halagüeña
metamorfosis. En señal de contento ó por otra causa que ignoramos,
habíase quitado el pañuelo negro de la cabeza, dejándolo caer
negligentemente sobre el cuello, cuya blancura extraordinaria realzaba
el contraste con la negra seda. Su cutis era ahora el cutis de las
gallegas jóvenes, una tez fresca que parece conservar el brillo de la
humedad del suelo nativo, y afrenta, con las nacaradas tintas de las
mejillas, la enfermiza palidez de las hijas de Madrid. Sus interesantes
ojos verdes, con reflejos amarillentos, acentuaban el carácter
primaveral y tierno de la hermosura de Esclavitud, asemejando su faz á
un valle regado por dos cristalinos arroyos. Pero el adorno que
verdaderamente agraciaba á la muchacha era su cabellera rubia, de un
rubio algo tostado, con reflejos de oro que rielaban en lo más saliente
de las simétricas ondulaciones ó conchas que fluían á uno y otro lado de
la raya, como orla magnífica de la estrecha frente y la delicada sien.
La rica mata colgaba partida en dos trenzas, ó se retorcía en rodete
copioso; y si por la mañana aparecía lisa y hasta charolada por la mucha
agua, único afeite de tocador que usaba Esclavitud, al ir corriendo el
día y el trajín doméstico, se rebelaba, y fosca y suave á la vez,
formaba al rostro un nimbo, parecido al de las santas de los retablos
viejos. Y es que el tipo de Esclavitud, con aquel peinado sencillo y
aldeano, recordaba las creaciones de la iconografía mística, ya en las
tablas flamencas, ya en las primitivas pinturas italianas, á lo cual
contribuía su aire modesto, sus ojos bajos, aquel olor á incienso y á
sacristía que notaba Rita Pardo en ella. Cuando miraba de frente,
sonriendo, se notaba la fisonomía de la campesina bajo el anguloso
diseño de la virgen.
Todas estas perfecciones y gracias, con otras más cuyo inventario
suprimo, las avizoró al través de sus espejuelos, y las reconoció y
comentó y puso en las nubes el discreto ochentón á quien Rogelio llamaba
_Nuño Rasura_, y nosotros con más respeto nombramos Don Gaspar. Ni
aguardó para entonar el panegírico á que se verificase la transformación
de la muchacha, sino que desde el primer día que ésta le abrió la
puerta, empezó el gallardo viejo á babarse y amartelarse, dando jaqueca
á los contertulios con sus elogios inmoderados, sus involuntarios
madrigales, sus niñerías, y, para decirlo en frase del Fiscal, «sus
golpes de archimemo».
--Vea V., vea V.--repetía el señor de Febrero levantando la hermosa
testa orleánica, atusándose delicadamente los rizos de la peluca ó
sobando el cojín de terciopelo de su muleta,--qué buen tino ha
demostrado mi excelente amiguita doña Aurora, al elegir esta sirviente
única dentro de su clase. En primer lugar, tan útil, tan precavida, tan
laboriosa como parece. En segundo, con ese aire de honestidad y de
recato. ¡Ah! Para mí, mérito grandísimo, ahora que se han perdido los
buenos modales, y en la sociedad pululan las sargentonas y los
marimachos. Allá en otros tiempos ¿se acuerda el amigo Candás? eran
todas así: nada de estos descaros de hoy día.
--Sí, sí; por fuera mucho compás...--respondía el empecatado Don
Nicanor, requiriendo la trompetilla.--Unas santinas de alfeñique. Y por
dentro..., vamos, que ya se desquitaban. ¡Carapuche si se desquitaban!
Como ya se me cayeron los segundos dientes..., no me fío de carinas de
Virgen.
--¡Ay, que el amigo Candás se nos va por los cerros de la malicia! Eso
sera allá en Asturias, en su tierra de V. Por la nuestra, no: ¿verdad,
doña Aurora? Y confesémoslo, señores: en la mujer, así como el descoco y
la tunantería repelen, este modo tan decente de presentarse, este aire
tan modesto, abren más el apetito.
Aquí la señora de Pardiñas estuvo á punto de soltar el trapo á reir,
porque Rogelio, desde su rincón, oyendo hablar de apetito, hizo una
morisqueta y un guiño de pilluelo para subrayar aquellas lozanías del
decano.
A los pocos días, la benévola admiración del señor de Febrero se
convirtió en desatada curiosidad, comezón invencible de saber todo lo
concerniente á «nuestra paisanita».
--¿De dónde la ha sacado V., vamos á ver?--preguntaba á la señora de
Pardiñas, más con el centellear de los entornados y expresivos ojos
tras los vidrios de los espejuelos, que con la voz.
--Me la recomendaron las de Romera, á quien V. debe de conocer.
--¡Aaaaah! ¡Mucho, mucho! ¡Romera, Romera! Sí, Romera.--Y ajustó los
vidrios sobre la correctísima nariz.--Pero las amiguitas
Romera--prosiguió con la insistencia del juez que abre una información y
la machaquería del viejo que quiere enterarse--¿la han traído de
Galicia? Porque, si no me engaño, no estuvieron allá nunca. ¿La familia
de esta chica es gallega?
--Gallega, sí, señor--afirmó evasivamente doña Aurora.
--Será una familia decentita, ¿eh?--prosiguió el impertérrito _Nuño
Rasura_.--Porque á eso me huele..., y yo tengo de aquí--añadió señalando
á aquella escultural facción de su cara.--Ella, hablar, habla bien: sólo
algún modismo... El aire es fino, adamado. ¿Conque familia decente?
--Decente, sí tal--tuvo que responder la señora, de dientes afuera.
--¿Pero artesanos? ¿Propietarios? ¿Empleaditos?
--No señor... Sobrina... (la voz de doña Aurora se atascó unas miajas)
de un cura de aldea.
--¡Toma, toma, toma!...--articuló el decano enfáticamente.--¡Ya decía
yo! ¡Sobrinita de un sacerdote! _Boccato di cardinale_: son unas
muchachas muy religiosas, divinamente criadas... y de un orden á toda
prueba. ¡Toma, toma!
La señora intentó echar la conversación por otro lado; pero nada es
comparable al antojo de un niño, sino el capricho de un viejo. Don
Gaspar acariciaba su muleta dándole vueltas, y al fin, sin poder
reprimirse, indicó:
--¿Sabe V., amiguita Aurora, que, si así puede decirse, no le he visto
bien la cara á esa muchacha? La antesala está un poco obscura. Y tengo
curiosidad de convencerme de si en efecto se parece á una señorita de
Vivero, preciosa por más señas, á quien le llamábamos los muchachos la
Magdalenita..., allá el año de 34 ó 35. Si V. la mandase traer un vaso
de agua... ó cosa así... con disimulo.
El guiño malicioso que trocaban madre é hijo fué interceptado al vuelo
por Laín Calvo, quien exclamó haciendo cómicos aspavientos y renunciando
momentáneamente al ejercicio de la sordera:
--¡Caray, doña Aurorina del alma! No llame á esa ninfa, no, que será V.
responsable de la pérdida del amigo señor Febrero. En la edad de Don
Gaspar, las pasiones hacen estragos, Prudencia, Don Gasparín, mire que
hay cielo. ¿Refregarles por los hocicos las niñas bonitas á los
calaveras? Es un pecado, home.
Cuando entró Esclavitud llamada con un pretexto cualquiera, nadie podía
contener la risa, lo cual azoró un tanto á la muchacha, que no sabiendo
de qué se trataba allí, se puso muy sofocada y por consiguiente más
linda, con aquel encanto especial suyo, que procedía de un aire casto y
humilde, bajo el cual se traslucía una firmeza rayando en apasionada
obstinación. El señor de Febrero se la comía con los ojos. ¡Viejecito
más chiflado! Tan pronto como Esclavitud pudo escurrirse, Laín Calvo
secreteó á la señora de Pardiñas:
--Ay, ay...: la niñina será un tesoro..., pero á mí...--y se tocaba la
nuez--aquí se me pone y de aquí no me pasa. Estas que todas se arrebatan
cuando las mira uno, me escaman muchísimo. ¡Doña Aurora, ojo...,
cuidado!
--No sé de dónde saca V. eso, señor de Candás--protestó la señora con
enojo, herida en su gran simpatía por la muchacha.
--Estas así, que parece que no rompen un plato, son de la misma
rabadilla de Lucifer--alegó el maligno asturiano.--Venden modestia, y
dan terquedad; venden inocencia, y dan más truchimanería que el que la
inventó. No se fíe, amiguina. Estas son de aquellas que dicen: «¡Ay
Jesús! No me pidas el brazo que me escandalizo. Pero si te lo tomas...
¿cómo ha de ser? tendremos paciencia.»
--Señor Candás, hay ciertas indicaciones que se pueden calificar de
viperinas--protestó frenético Nuño Rasura, pegando con la muleta en el
suelo.--Cuando está en juego la honra del sexo hermoso, toda cautela es
poca, y conviene ver por dónde se anda y lo que se dice y á quién se
toma en boca, señores.
--Ya, ya--replicó el Fiscal, agarrándose á la sordera.--Ya entiendo que
á V. también le dan en qué pensar estos tipos así. No en balde hemos
vivido añitos, y se nos ha caído la segunda dentición y los pelos de la
cabeza. Doña Aurora: diga, y ¿por qué vino á dar aquí esta princesa
errante? ¿Algún Eneas de allá que la plantó? Huéleme á historia.
--No señor--declaró la señora de Pardiñas.--No se eche V. á pensar mal,
que no acertará. Por muerte de... de su tío, tuvo que ponerse á
servir...
--¿Desde cuándo?
--Pues hará medio año... poco más ó menos.
--¿Y ya ha corrido dos casas? ¡Malorum... malorum!
--¡Qué malorum! Nada de eso. La yerra V., Don Nicanor. Le entró á la
infeliz una especie de nostalgia, de esa que suele atacarnos á los
gallegos cuando salimos por primera vez de nuestra tierra..., y, al
menos, quiso servir con gente de allá. Como Vds. los asturianos son unos
descastados, no comprenden esto. Pregúntele V. á las de Romera si tienen
queja de la muchacha; que de allí se vino para esta casa muy de Vds.
--¡Uy, uy! ¿eh? ¡Con que nostalgia! Romanticismos y dengues, ¡carapuche!
Ahora sí que digo yo que á esta princesina la tendrá V. que llevar tila
para los nervios todas las mañanas. No se le ocurre ni al diaño. En
estando bien comida y bien tratada, no sé qué caray le importaba la
nacionalidad de los amos con quien servía, home.
--Está V. equivocado--contestó airadamente el señor de Febrero.--Esta
enfermedad, que se conoce por _morriña_ ó mal del país, es terrible en
mis paisanos, señor de Candás, y alguno conocí á quien le llevó á la
hoya. No se ría V., que esto lo saben allá hasta los gatos; y si V. no
lo sabe, apréndalo. A veces, con evocar un recuerdo del país, se cura.
¿Ignora V. lo que ocurrió con el quinto, enfermo en el Hospital de la
Habana? Pues estaba el pobre hombre á punto de liárselas, y ¿con qué
dirá V. que sanó, pero en seguidita? Pues con tocarle la muiñeira en la
gaita de su país. Así, así; con la muiñeira.
--Home..., no fastidie, por el Santísimo Cristo se lo imploro. Estaría
ese quinto más borracho que un templo. Jumera pura. Ya le curaría yo con
solfa de varas de avellano.
--Mi Don Nicanor, con V. no se puede. Niega V. lo que los demás hemos
visto... Más vale hacerse como V., el sordo. Doña Aurora, si la
paisanita esa no le conviene á V..., yo, por una servidora así...
--¡Aquí de Dios! Que este home quiere robar á la bella Elena que V. ha
descubierto. Atentado contra la moral pública. Diga que no, doña Aurora;
mire que es cosa grave.
--Ya se ve que diré que no. Por la cuenta que me tiene. Estoy muy bien
servida con Esclavitud para deshacerme de ella.
Rogelio había oído en silencio la discusión de Nuño Rasura y Laín Calvo.
El se inclinaba hacia las indulgentes apreciaciones de su madre y del
ex-presidente de sala: con todo, á veces le entraban impulsos de creer
que el maldito asturiano calaba más y conocía mejor la vida. Por una
ilusión frecuente en los que carecen de experiencia, la malignidad y el
pesimismo le parecían la última palabra del saber humano. Aquella
disposición suya á pensar bien, debía, en su concepto, originarse de lo
poco que había vivido. «A mí cualquiera me mete el dedo en la
boca»--deducía.--«Soy un chiquillo, y no me da la gana de seguir
siéndolo.»


XI

Cruzaba Esclavitud el pasillo, y oyó la voz de su señorito llamándola.
--¡Esclavita!
--Voy.
--Acude pronto... Tu intervención habrá de resolver un pavoroso
conflicto.
La muchacha entró, y vió al estudiante de pié, en mangas de camisa, con
el chaleco en una mano, y la otra muy apretada, lo mismo que si
encerrase en ella algún tesoro.
--Ahora mismo, con la velocidad del rayo, acaba de saltarse de mi cuello
este botón de precioso nácar... ¿Puedes adherirlo otra vez á su base sin
atravesar mi garganta con el frío acero?
Sonrió Esclavitud, y registrándose el bolsillo, sacó alfiletero,
carrete, dedal: este último era perforado por arriba y abajo, como los
de las aldeanas. Se lo calzó rápidamente, y con igual presteza enhebró
la aguja, dió el nudo, y cogió entre el pulgar y el índice la rodajilla
de nácar. Arrancó el hilo que colgaba señalando el lugar del
desperfecto; aplicó el botón, é introdujo la aguja... Aquí dieron
principio las dificultades de la empresa. No era posible sacar la aguja
airosamente, sin pincharle al señorito la barba, todavía rasa y monda
cual la de una mujer. El fingía ayudar, y torcía la geta con mil
festivos remangos y mucho de «¡ay! ¡socorro..., que me parten la
carótida..., que me atraviesan la yugular..., que me practican la
arriesgada operación de la traqueotomía sin tener garrotillo!» y la
muchacha, risueña, pero sin perder el aplomo, sólo decía:--«Aparte un
poco..., cuidadito ahora..., vuélvase..., pronto acabo...» Por fin, con
ademán triunfante, dió alrededor del botón un sinnúmero de vueltas con
el hilo, formando el pié; remató...
--¡Hurra! Victoria. Abróchamelo.
Los deditos menudos, picados de la aguja, recorrieron la garganta del
estudiante, el cual despidió nuevos chillidos.
--¡Ay, ay, ay... Que me pelliiizcan!
Pero apenas estuvo abrochado el botón, murmuró como el que ruega para
obtener una cosa muy importante y ardua:
--Esclava... Dígnate ceñir á mi cuello este dogal.
La muchacha tomó la chalina de seda, y al rodearla al cuello del
señorito, se tropezaron las miradas de los dos. Mientras duraban las
otras operaciones no había sucedido semejante cosa, porque Rogelio
volvía la cabeza todo cuanto se lo permitían los accesos de risa que le
entraban: ahora sí tenía que suceder, pues Esclavitud levantaba el
rostro, y Rogelio, más alto, veía por fuerza, tan cerca que le mareaban,
las dos pupilas verdes sembradas de puntitos de oro, y la raya del pelo,
derecha, angosta y limpia, como surco que parte un campo de madura mies,
y la cóncava frente, tersa y suave, y las venitas azules de las sienes y
párpados. El aliento puro de la muchacha subía hasta la boca del
estudiante, causándole un principio de embriaguez, como si hubiesen
destapado una botella de oxígeno.
Fué asunto de un instante, pero instante en que por la intensidad de la
sensación, Rogelio creyó vivir un año. La infancia, con su ligereza de
mariposa, sus vagos horizontes de plata y azul, se quedó atrás; y la
golosa juventud, la de insaciables labios, surgió tendiéndolos con afán
á la copa eterna. La sangre de Rogelio, hasta entonces lenta, enfriada
por la clorosis, saltó en las venas con impetuoso hervor, y refluyendo
al corazón de golpe, volvió á derramarse encendida por el organismo. Un
velo rojo, el que nubla las pupilas del criminal en el momento decisivo,
cubrió también los ojos del estudiante, mientras le asaltaba la
tentación brutal y furiosa de cerrar los brazos, comerse á besos la
linda cabeza y deshacer á achuchones el cuerpo... La misma violencia
del deseo paralizó su acción, y como Esclavitud había terminado el
arreglo de la corbata, cuando Rogelio iba á ceder á la sugestión
culpable, la muchacha se desviaba ya, colocándose á distancia
conveniente para juzgar del efecto del lazo.
Fué como si se interrumpiese la comunicación del alambre con la pila.
Rogelio volvió en sí, tan sobrecogido de terror considerando lo que
había estado á punto de hacer, que sintió enfriársele las manos. «¡Qué
atrocidad, Dios mío!... ¡qué disgustazo para mi madre!»
La noción moral, que á otros se les inculca como necesidad racional y
deber ineludible, ó como religioso precepto, habíala recibido Rogelio
por el conducto del sentimiento, en su educación faldera y mimosa de
hijo único. Todas las ideas de decoro, de bondad, de rectitud, le
llegaban por ese camino indirecto, pero dulce. «¡Ay, qué pena tendría
yo, rapaz, si tú hicieses tal ó cual cosa! ¡Jesús, qué bochorno para mí
si cayeses en esta ó en aquella falta!» Así es que, sin darse cuenta de
ello, lo primero que Rogelio veía en sus actos era el efecto que podían
producir en el corazón de su madre; y ésta fué también su primer idea,
al disiparse el vértigo que le obscureciera la razón mientras tuvo tan
cerca á la muchacha. Cuando Esclavitud hubo salido del aposento, el
mismo recelo fué base de una honradísima resolución, la de evitar nuevas
ocasiones y peligros más inminentes todavía. Tales propósitos son
difíciles de sostener cuando se tiene el peligro en casa. A cada
momento Rogelio sentía renacer su antojo primerizo, y como bocanadas de
aire caliente, subírsele al cerebro los mismos vapores. En la mesa; al
encontrar á Esclavitud en el pasillo; cuando le traía á su cuarto luz,
recados ó ropa, no podía menos de devorarla con los ojos, detallando la
perfección de su talle gentil, el misterio de su cerrado y honesto
corpiño, la gracia de su ligero andar. Cuanto mayor y más vivo era su
anhelo, más atado se sentía en presencia de la muchacha. Delante de ella
le parecía imposible resolverse nunca á decirle nada que tuviese color
de requiebro formal; y en cambio, de noche, á solas, desvelado, dando
vueltas en la estrecha camita, juzgaba fáciles todas las empresas y
razonables todos los despropósitos, y hasta--¡extraña forma del capricho
apasionado!--creía tener una obligación, una especie de deber estricto
de realizar lo que por el día consideraba un atentado y un acto de
locura. «Después sí,--pensaba,--que nadie podrá llamarme chiquillo; y yo
mismo me convenceré plenamente de que no lo soy.» Esta disparatada idea
se desvanecía por la mañana, al traerle su madre el chocolate según
vieja y afectuosa costumbre. Al ver entrar á doña Aurora con su bata de
tartán y la bandeja en las manos; al saborear el primer bizcocho, el
chico mimado sentía todo el influjo de la ley moral imponiéndose con
fuerza apodíctica, y los principios desconocidos ó negados minutos
antes, se le presentaban claros, demostrativos, evidentes. «Darle una
pesadumbre á mamá, allá por fuera de casa, ya sería terrible, ya se me
ponen los pelos de punta con solo imaginarlo... Pero, en fin, siempre
resultaría más disculpable y más llevadero. Aquí mismo..., vaya..., es
cosa inaudita. Aunque ella no lo pescase, á mí se me figuraría que me lo
estaba leyendo en los ojos y hasta en el modo de respirar. Y lo
pescaría, lo pescaría; ¿pues quién lo duda? Es muy pilla mamá, así con
esas tracitas de bonachona. El dedo en la boca no se lo mete nadie. Me
conoce tan bien, que aún no he acabado yo de decir las cosas y ya las ha
guipado ella. Como que no le importa ni se ocupa de nada sino de mí.
Dios quiera que no tenga escama ya...»
Así, aquel culpable de pensamiento estudiaba con atención el rostro de
doña Aurora, temeroso de que alguna de sus miradas á Esclavitud le
delatase. A veces se comprometía por dar en el extremo opuesto,
afectando no mirar á la muchacha, evitando hasta el roce de su manga
cuando le servía á la mesa. Verdad que este mero roce le sacaba de
quicio, llegando á causarle una impresión dolorosa por lo intensa. Era
el suyo deseo exaltado de la primera edad, que no sabe aún ni reprimirse
ni abrirse camino hasta su objeto. Después de dos ó tres días de huir de
la Esclavitud, ideaba un pretexto para ir á sorprenderla en el cuchitril
donde planchaba y tenía las cestas del repaso; y una vez allí, no se le
ocurría más que sentarse en una silleta, y engañar su violento capricho
contemplando á la chica que, encendida y sudorosa, encorvado el brazo
derecho en arco rígido, hincaba con esfuerzo la plancha en las pecheras
ó los puños de las camisas. Cuando el ímpetu de abrazarla le acudía muy
fuerte, Rogelio se levantaba y refugiábase en su despachito. Allí
estaban, sobre el barnizado escritorio, los antipáticos libros de texto,
impresos en papel de estraza, con tipos gastados y turbios, y
despidiendo de sus mustias hojas y de su parda cubierta toda la secura
de la aridez, todo el humo del hastío. Nunca le habían caído en gracia á
Rogelio los tales librotes; pero ahora... Apenas intentaba abrirlos para
repasar una conferencia, una niebla de aburrimiento pertinaz se le subía
á la cabeza, y una especie de disolución moral se verificaba en su
espíritu, en el cual cierta voz rebelde murmuraba vagamente herejías
así: «Anda, hijo, déjate de pamplinas, reniega de esa ciencia oficial,
manida, huera, sin jugo. La realidad y la vida son otra cosa. Eso con
que pretenden alimentarte es un conjunto de vejeces, la cáscara de un
limón exprimido ya por la mano diez y nueve veces secular de la
Historia. Ha caducado cuanto estudias. Te quieren llenar el cerebro de
restos momificados, de trapos polvorientos y de antiguas telarañas. Te
quieren meter en la cabeza la vieja balumba jurídica, y que de un salto
te encuentres en la edad de tus tertulianos, Laín Calvo, Nuño Rasura y
el honrado _Fantoche_. Quieren que seas de palo como él. No, eres de
carne y hueso; eres hombre; la vida te llama, y la vida á tu edad, á
falta de un estudio que desarrolle la armonía de tus facultades, es...
Esclavitud».
A estas indeterminadas reflexiones aquí traducidas en lenguaje claro y
vulgar, el estudiante asentía bostezando, levantándose nerviosamente de
la silla, cogiendo del estantito una novela ó el último número del
_Madrid Cómico_, tumbándose sobre la cama, y tratando de distraer con
una lectura hambrienta sus febriles ansias.
No tenía el recurso del cigarro, porque pertenecía á esta generación
reciente que no fuma, y que llegará, si Dios no lo remedia, á desmayarse
con el olor del habano, ni más ni menos que las damas británicas.
Faltábale ese gran engañador de la impaciencia, ese gran consejero en
las horas malas, ese poderoso sedante, esa distracción la más espiritual
de cuantas puede ofrecer la materia. Un día pensó en ella mucho. «¿Qué
me sucedería si fumase? Por de pronto, marearme. Quién sabe si echar los
bofes... de fijo que sí. Luego, mamá conocería por el olor... No, peor
es el remedio que la enfermedad.»
Esta idea del cigarro, que le halagaba porque tenía algo de calaverada
varonil, trajo como de la mano otro expediente más fecundo en resultados
y hasta de realización gratísima y fácil. ¡No habérsele ocurrido antes,
cuando era tan sencillo, tan sencillo, y hasta tan natural y justo, y
sobre todo tan útil para alivio del malestar presente! «Pues si lo raro
es que yo no tenga ya una novia, señor. La tiene cada quisque: Benito
Díaz, una preciosa; Cardona otra por quien bebe los vientos... Siempre
me están diciendo que á qué aguardo para echarme la mía
correspondiente. Pues les sobra razón. Así se me quitarán estas
chifladuras y estos alborotos. Tomaremos novia, sí señor que la
tomaremos. El tener novia no es cosa mala, ni aunque mamá lo averigüe se
va por eso á disgustar. Un clavo saca otro clavo. Será la gran
distracción...»
Creada ya la plaza, faltaba saber en quién recaería la provisión del
empleo. Rogelio pasó revista con la memoria á todas las señoritas
conocidas suyas. Unas eran feas, otras tenían ya su arreglito; ésta
frisaba en los treinta; aquélla no salía de casa jamás; unas se
burlarían de él; otras le pedirían cosas muy difíciles en prueba de
cariño... Recordó que por una callejuela que desembocaba en la Ancha de
San Bernardo, vivían frente á su casa tres ó cuatro chicas, descendencia
de un empleado en el Ministerio de Ultramar. No eran malejas, en
especial la menor, una rubita pálida que, cara, pelo y ojos, todo lo
tenía de un color mismo, lo cual la favorecía, dándole cierto parecido
con la infanta Eulalia. Rogelio la miraba á veces, recibiendo pago
puntual de todas sus ojeadas sin que le quedasen debiendo ni una sola.
«La rubita me conviene....», pensó el estudiante. «Ni necesito moverme
del comedor...» En efecto: el mismo día que lo discurrió, á la hora del
almuerzo, apostóse detrás de los cristales, con las vidrieras á
cuchillo, y miró hacia los balcones del tercer piso de enfrente. Allí
estaba la rubia, vistiendo una mañanita de percal de lunares, toda
sucia y ajada; sobre la barandilla del balcón flotaban varias prendas de
ropa íntima, en más que mediano uso, puestas á secar, y encima de una
cómoda se veían frascos cubiertos de polvo, la jaula vacía de un
jilguero, trapos, una bota inservible.--Al fijarse en aquel interior
nada holandés, el plan de tomar novia que viviese allí se le frustró á
Rogelio. Permaneció apabullado diez minutos. «Buscaremos por otra parte.
Lo que es sin novia no me quedo yo; sólo faltaba...»
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