Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - 15

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Esclavitud las malas tentaciones de otras veces, pensaba que su cariño
se había depurado, y que aquel juego anómalo era lo más inocente del
mundo. O para decir toda verdad: estaba en una crisis de sentimiento, y
ni pesaba ni medía sus promesas y sus afirmaciones. Era para él uno de
esos minutos de la vida en que se obedece á la naturaleza íntima, al
egoismo secreto, y se cede al gusto de sentirse querido y de hacerse
querer más aún: quien está triste busca el consuelo, y el hambriento la
comida.
--Mamá te quiere mucho--repitió.--¿Parece que no lo crees? ¡Boba! Pues
si ella misma fué quien me riñó porque te trataba así, un poco
fríamente... al principio. Ella me dijo que estabas disgustada por eso.
Esclavitud bajó los ojos, sin duda para que delatasen sus pensamientos é
intuiciones adivinatorias del porvenir.
--Mira--murmuró Rogelio--si vieses qué bien me encuentro así contigo.
Hasta parece que me vuelven á entrar ganas de dormir, y ahora no habrá
malos sueños ni boberías. Se me figura que dormiré lo mismo que un
patriarca; pero hace falta que tú tengas la cachacita de estarte ahí al
pié mío. Si te vas, me despavilo otra vez.
--No me muevo--respondió con firmeza la muchacha.--Así me quisiesen
arrancar con tenazas, aquí me estoy.
--Bien, pues... me quedo dormidito. ¡Ay qué bueno!
Paladeando la primera y dulce cucharada de beleño que nos da el reposo
cuando sigue á un gran sacudimiento moral ó físico, Rogelio preguntó
todavía:
--¿Suriña?
--¿Qué?
--¿Me quieres mucho?
La respuesta la entreoyó nada más: por eso nunca estuvo bien seguro de
que hubiese sido ésta, tan romántica é impropia de una aldeanita:
--Hasta la hora de morir.


XV

No obstante la explícita promesa, cuando Rogelio abrió los párpados
después de un sueño tranquilo y bienhechor, vió á Esclavitud á la
cabecera de su madre, sirviéndola una tacita de caldo. La señora,
aliviada de la jaqueca, se quejaba mucho de la contusión en la
espinilla. Poco después vino Sánchez del Abrojo, y le dió la razón
asegurando que, según las trazas, aquella magulladura iba á presentar
una degeneración erisipelatosa, por lo cual, para evitar los
perniciosos efectos del frío sobre los tejidos, convenía la
cama.--«Tampoco estaba yo capaz de levantarme aunque me diesen permiso»,
advirtió la señora. «Me encuentro como si me hubiesen manteado y pegado
después una tunda con sacos de arena. No tengo hueso que bien me quiera.
Ahora es cuando noto yo las resultas del batacazo.»
Rogelio tomó chocolate al pié de la cama de su madre, y manifestaba
pocas ganas de moverse de allí; pero doña Aurora cayó en la cuenta en
seguida. «¡Ay, ay, rapaz! A clase volando. Ya sabes que esos señores, y
en particular Ruiz del Monte, no tragan las faltas de asistencia.
Después llega el tiempo de los exámenes, y tenemos aquello de quién lo
diría.»
Fué necesario, pues, sacudir la pereza, ir al cuarto, chapuzarse con
agua glacial, embozarse bien y salir á la condenada _fábrica de
chocolate_, como llamaba Rogelio á la Universidad, fundándose en que en
ningún sitio muelen tanto. Al dejar la atmósfera templada de su casa,
despejado por las abluciones matutinas, y sentir el frío de la mañanita
en los ojos y en los labios, notó Rogelio como si se rasgase un velo de
niebla, y los recuerdos del día anterior se definieron y se aclararon
del todo. A tales horas, su novia, la chiquilla del sobrediente, estaría
colgándose del balcón para ver pasar primero á la batería montada y
luego á él. Una oleada de risa estremeció el pecho de Rogelio al
acordarse de tal episodio. «¡Qué pava, como dicen los simones! ¡Vaya un
modo que tuve de echarme novia!» Después acudieron las reminiscencias
nocturnas. «Yo no sé cómo estaba: la caída de mamá me puso turulato. Le
dije á Esclava unas cosas estupendas. Aquello sí que parecía verdadera
declaración amorosa, por todo lo alto. Aquello sí. Y que me puse
conmovido, y que si me descuido, me echo á llorar. No, pues ella también
estaba en punto de caramelo. Pero, bien mirado..., nada de lo que nos
dijimos compromete á ninguno de los dos. Son cosas que las suelta uno...
así... porque hay momentos... Si me pusiesen ahora en el apuro de
explicar cómo se las dije, no podría. Me salían de dentro. Quizá esto
sea _querer_; lo que es lo otro... es pura guasa. Bien; al menos _esto_
de ahora, caso que mamá lo averiguase, no le daría tanto disgusto como
_aquello_ que se me ocurría al principio. En lo de anoche no veo ningún
mal». Y al cruzar un saludo á la puerta de la Universidad con el
soñoliento bedel, sus pensamientos mudaron de dirección, y se le
ocurrió: «Me luzco si hoy me preguntan la conferencia.»
Por la tarde se llenó la casa de amigos, que habían sabido el percance y
venían «á ofrecerse». Hubo hasta dos ó tres señoras, á las cuales se
permitió entrar en la alcoba y dar conversación á la paciente, porque en
la cabeza no tenía nada ya, y en consecuencia no la molestaba el ruido.
Ni faltaron los tertulianos de costumbre, que se quedaron en el
gabinete, haciendo compañía al _hijo de la víctima_, como se llamaba á
sí mismo Rogelio bromeando. Se habló de las consecuencias que pudo
tener el golpe: se dedicó media hora larga á inquirir lo que sucedería
si la señora, en vez de poner el tacón así, lo pone asado. Sólo Laín
Calvo, representante, al par que de la malignidad, del buen sentido en
aquella reunión senil, hacíase más que nunca el sordo, limitándose á
atizar la lumbre y á mirar las láminas y caricaturas de los periódicos
ilustrados. Dos ó tres veces sacó su trompetilla del bolsillo, é hizo
ademán de limpiarla é introducirla en el conducto; y otras tantas la
volvió á guardar, sin más consecuencias. Pero la prueba evidente de que
oía á las mil maravillas, fué que á pretexto de enseñarle no sé qué
dibujos de _La Ilustración Ibérica_, se inclinó hacia el estudiante y le
dijo con una mueca más de granuja que de sesentón:
--Niñín, no sé cuándo acaban estos estafermos de darte la lata. Cuidado
que están hoy más memos que de costumbre. ¿A qué vendrá andar
discurriendo lo que pudo suceder si pasase lo que no pasó? Ahora cuadra
bien aquello de «Si como le dió en el pié le da en la pata... la mata.»
Después se suscitó otra conversación, siempre relacionada con el magno
suceso de la caída: y fué discutir si haría falta que alguna amiga se
quedase á asistir á la enferma, porque para Rogelio no servían ciertos
trajines; al fin no tenía experiencia, y era hombre. Pero aquí saltó Don
Gaspar Febrero, llegando hasta robustecer sus aseveraciones con
golpecitos del regatón de la muleta sobre el guardafuego de la
chimenea.
--¡Pues si tiene la mejor enfermera que se habrá visto! ¡Señores! ¡Que
no estará la amiguita doña Aurora bien cuidada con la simpática
Esclavitud! De fijo que parecerá una Hermana de la Caridad. No se
compadezcan de Aurora: compadézcanse de los pobres que no tendremos una
Esclavitud á la cabecera si nos llega la de cerrar el ojo...
La tertulia en masa protestó, excepto Laín Calvo, el cual parecía muy
entretenido en ajustarse la trompetilla.
--V., don Gaspar... ¡Pues si V. nos enterrará á todos! ¡Digo: apenas si
está fuerte el hombre! Igual que un muchacho.
Meneó la cabeza Don Gaspar, pero con aire tan sereno y olímpico, con
tanta vida en las correctas facciones, que más parecía un semidiós de la
Grecia afirmando su inmortalidad, que un viejo de nuestra angustiada
época anunciando la caducidad de la vida.
--La verdad es--intervino Laín Calvo--que todos estamos hechos unos
pellejos podres, y que ya, si nos tocan, nos reducimos á polvillo como
las momias del Perú. ¿No decía eso, Don Gaspar?
--Decía--le gritó Rojas--que para cuidar de sus males quiere á
Esclavitud, la doncella de doña Aurora.
--¡Aire!--exclamó el sordo.--No, pues con los cuidados de una rapacina
así, pronto se va un viejo á la sepultura, aunque esté hecho un roble,
caray. A no ser que sea como el rey David...--Y añadió encarándose con
Rogelio.--¿Qué dice á esto el rapacín de la casa? ¿Quiere cederles la
niña guapa á los vejetes? ¿No protesta?
Ya por el modo como lo dijo, ó ya porque la conciencia de Rogelio tenía
alguna razón para sobresaltarse, ó porque su inexperiencia y poca edad
no le permitían aún el aplomo que se requiere en tales casos, Rogelio se
puso como la grana (lo cual se notaba más en él por su morena palidez
habitual), y contestó tartamudeando:
--No, yo... Yo... al señor de Febrero...--Y para su coleto
decía:--«¡Sordo del diablo! Oyes tú más... Hasta oyes crecer la hierba.»
Los preparativos para la noche no se diferenciaron de los de la
precedente, sin otra variación sino que, á fin de no viciar el aire, la
cama de Rogelio se colocó en el gabinete, pero comunicada con la alcoba
por medio de la puerta abierta. La enferma tardaba en coger el sueño,
quejándose de dolores, de inflamación en la pierna dichosa, y de un
molimiento inexplicable: Rogelio, al apoyarle la mano sobre la frente,
notó algún calorcillo, observación que tuvo desvelado al estudiante, sin
que dejase de alterarle también la idea de si Esclavitud iría ó no á
darle un rato de palique, lo cual temía y deseaba. En esta zozobra se
adormeció por fin; y medio entre sueños, hacia eso del amanecer, vió
acercarse á la muchacha, que se inclinó y le dijo rápidamente: «No
puedo apartarme de allí. Pide mucho de beber. Se queja que le duele
aquí y que le duele acullá: es el mismo retumbo del golpe.» Y Rogelio,
desalentado, murmuró: «Bien, Suriña.» Pero con aquellas malas nuevas ya
no pudo volver á prender en un sueño seguido. ¿Habría peligro? ¿Sería
principio de una fiebre? El médico, que vino temprano, le quitó la
aprensión. «Todo esto es la repercusión de la caída. La calentura,
insignificante. La inflamación la vamos á combatir... Deme V. papel.
Esta tarde ya se notará la mejoría.» Por la tarde, en vez de la mejoría
anunciada, se advirtió algún recargo, pero al anochecer se indicó el
alivio, y á las diez la señora cenó con mucho apetito un ala de gallina.
«¡Ay... alabado sea Dios!--decía.--Parece que se me han sosegado mis
huesos. Sentía allá dentro una opresión... Rapaz, me parece que ya
tenemos mujer.» A este alegre vaticinio siguió una calma profunda, y á
cosa de la media noche doña Aurora gozaba de un descanso de
convaleciente, tan profundo y apacible, que casi no se le notaba la
respiración.
--Hoy sí que viene volando--pensó Rogelio, decidido á no adormecerse y
sintiendo, á pesar de sus sofismas para no dar á _aquello_ importancia
ninguna, un rebullicio en el sistema nervioso, y en el corazón un
desordenado latir.


XVI

Vino en puntillas, mostrando viveza y júbilo que contrastaban con su
acostumbrada reserva, y se acurrucó en el piso como gata favorita al pié
de la cama de su dueño. Este, sin embargo, no le dedicó sus primeras
palabras, sino que instintivamente las consagró al verdadero amor de su
vida, á la mujer que le había llevado en su seno y que reposaba allí á
dos pasos.
--¡Pero ves qué gusto, Esclava! Mamá se ha puesto casi bien del todo.
Parece mentira. Me ha dado un susto de órdago. Esta mañana, cuando me
dijiste que estaba así... no pude dormir ya más.
Esclavitud, antes de contestar, miró al estudiante de un modo raro por
lo penetrante y profundo.
--Bien que le recé á mi patrona la Virgen de la Esclavitud para que la
señora se aliviase. Le ofrecí también una misa. Ya ve cómo la Virgen me
ha hecho caso, señorito.
--¡Ya se ve! Tú debes de tener vara alta en el cielo.
--Sí, señor...--murmuró la muchacha.--La tengo. Para conseguir todo lo
que es contra mí.
--¡Contra ti!--articuló Rogelio asombrado y un tanto receloso.--¿Y es
contra ti el que mi madre sane?
--Como sanar...--balbuceó Esclavitud--como sanar... no, señor, y quiera
Dios llevarme á mí antes que á ella. Pero en acabándose el mal, se acaba
la vela, y en acabándose la vela... se acaban estos ratos.
La explicación halagó la vanidad de Rogelio, afirmándole una vez más que
era querido, y no á la manera de los niños, sino del modo que quiere al
hombre la mujer, punto en que consistía toda la gracia de tan singular
comercio, que no se atrevía á llamar, ni aun en sus adentros, amoroso.
Aquellas palabras, dulces por el mismo acento hosco y dolorido con que
la muchacha las pronunció, impulsaron á Rogelio á alargar el brazo, y
cogiendo la bonita cabeza de su amiga, la arrimó á su pecho y la
estrechó con ternura. Esclavitud respiraba tan anhelosamente, que
Rogelio la dijo en tono afectuoso:
--Ya te suelto... No quiero hacerte daño, ni sofocarte.
--Daño, no--murmuró la muchacha.--Daño, no.
Rogelio no volvió á estrecharla. Ninguna violencia tenía que imponerse
para respetar á Esclavitud, allí, al borde de la cama de su madre, y en
aquellas efusiones de carácter más fraternal que apasionado, cuyo
verdadero sentido y objeto ni él mismo acertaba á definir. Sólo se
deslizó á pasar la mano repetidas veces por el pelo rubio, revuelto y
abundante. A la vista parecía más sedoso el pelo de Esclavitud; pero de
todos modos, era muy agradable acariciar la madeja ondeada y tibia.
--¿No quieres dormir un poquito?--le propuso.--Llevas dos noches en
vela y debes de estar molida. Si mamá rebulle te despierto. Yo al fin he
de estar despabilado...
Negóse Esclavitud. ¡Velar tres noches! Gran cosa. Cuarenta días sin
desnudarse había pasado á la cabecera del cura, en su última enfermedad,
sin tomar otro descanso sino recostarse á ratos, en una silla vieja, á
descabezar una siesta de cinco minutos... ¡Velar tres noches! Velaría
ella un trimestre.
--Pues si no has de dormir, entretenme. Cuéntame algo.
--¡Ay, señorito... pues buena persona ha ido á buscar para contarle!...
Quien no sabe nada...
--¡No has de saber, boba!... Háblame de allá, de la tierra nuestra.
Tengo unas ganas atroces de que me cuenten de allí. Cuando salí era un
tapón. Casi no me acuerdo.
Al oir nombrar la tierra, los ojos verdes de Esclava fulguraron en la
obscuridad, como los de los gatos.
--¿No se acuerda nada, señorito?
--Te diré... Apurando la memoria, me parece que veo, así..., muchos
campos verdes, y el mar muy alborotado y muy verde también... Ello es
que si me acuerdo, es de un modo confuso. ¿Sabes lo que tengo más
presente? Un marinero que me cogía en brazos para bañarme; á ese parece
que le estoy viendo ahora mismo, más negro que la brea, y apestando á
sardina.
--¿Y por qué no va allá á ver otra vez todo aquello?
--Este año, ó poco he de poder, ó he de convencer á mamá de que vaya.
Pasaremos por Marineda y Compostela. Veremos la provincia de Pontevedra
y la de Orense. Nos atracaremos de ostras y de langosta fresca. ¡Allí sí
que sabrá á gloria! Te llevaremos. Ya verás.
--¿A mí?--articuló la muchacha meneando la cabeza.--A mí, ya verá como
no.
--¿Por qué, tonta?
--Cuando se me pone una cosa en el corazón, acierto siempre; y se me ha
puesto que ver no veo más la tierra.
--¡Anda, pájaro de mal agüero! Déjame salir del aprieto de los
exámenes... y después... ¿Conque la tierra es muy bonita? Cuenta,
cuenta. ¿Cómo es? Aseguran que es la más linda de todas las de España.
--Y de las del mundo todo, ya se lo dije--contestó con gran persuasión
Esclavitud.--Si viese las rías de Pontevedra... quedaba lelo. ¡Si viese
echar el cedazo de la sardina!
--Será precioso. Ya me estás abriendo el apetito. ¿Y las romerías, con
su tamboril y su gaita?
--Vale más una fiesta de aquellas--aseguró muy formal la chica--que
todas las diversiones de Madrid. Yo allá era bien alegre, y todos los
domingos bailaba: aquí parece que se me ha caído la paletilla.
--¿Y qué es eso de la paletilla? Sepamos.
--Un hueso que tenemos en semejante parte--respondió señalando al
pecho--que cuando se cae es como si le cayese á uno el alma: se va uno
quedando mustio, mustio... vamos, así, muy triste, y amarillo, y sin
voluntad de comer, hasta que después de algún tiempo, si no se la
levantan á uno, se muere.
--¿Tú crees en eso, chica?
--Si es la verdad. Algunas personas dicen que todo lo de la paletilla es
una brujería; pero yo he visto ya dos ó tres que se fueron al otro
mundo, por no querer que se la levantasen.
--Pues Suriña, á veces parece que también se me ha caído á mí la
paletilla dichosa, porque paso esplines y se me quitan las ganas de
probar bocado. Tengo metido en la cabeza que así que vaya á la terriña
me pondré magnífico, hecho un animal de gordo..., así.--Al decirlo
inflaba los carrillos, para demostrar cómo pensaba ponerse.--Aquí
siempre seré un fideo. Esta vida no es para echar buen pelo, no. Cuenta,
anda, cuéntame de allá.
Esclavitud obedeció y empezó á contar sin orden ni genio descriptivo
alguno, pormenores que, mejor que á la tierra, se referían á su
biografía propia. «Siendo yo chiquilla, ocurrió esto y aquello... Una
tarde que salí yo en Marín á la pesca de las xardas... Cuando yo
aprendía á hacer encajes con los palillos... Un día que cocíamos la
hornada en nuestro horno...» Esta misma personalidad de la narración le
prestaba singular encanto para Rogelio. Al hablar la muchacha, parecióle
que sus desvanecidos recuerdos infantiles tomaban cuerpo, se destacaban,
y se le aparecían claros y distintos. El cuarto se llenaba de olores de
campo, á menta, á anís, á hierba recién segada. La ilusión fué tan
fuerte que arrimó á sí la cabeza de Esclava y la olió.--«Hueles no sé á
qué... así como á flores, á aldea». Mientras la chica hablaba, se le
ponía á él entre ceja y ceja, más fuerte que nunca, el capricho de ir
_allá_. «Si no voy allá, no soy nunca hombre. Es lo primerito que he de
pedirle á mamá cuando se levante. Es una rareza no haber ido ya á
veranear allí, en vez de aquel San Sebastián, tan apestoso y con tanto
gentío. En sentando los piés en la terriña, doblo y me pongo lo mismo
que un becerro bravo.»
--¡Ay señorito!--murmuraba la voz de Esclavitud--¡qué fea y qué seca me
pareció toda esa tierra que se pasa para venir aquí! ¡Jesús, María! Ni
un triste árbol, ni un regato, ni una mata verde... ¿Cómo viven los
labradores ahí?
--Mejor que allá, infeliz. Esta es la tierra que da el pan y el vino,
mujer.
--¡Mi madre querida! En esa secura parece increíble que contenta esté la
gente. Luego ¡faltarles la vista del mar! Cuando uno ve el mar,
mismamente parece que ve la grandeza de Dios. ¿No es cierto que sólo
Dios podía hacer aquella cosa tan grandísima? ¡Y lo que sale de él!
¡Aquellas conchitas tan monas; tantísimas clases de pescados; la
sardina, que es el mantenimiento de los pobres!
--Hablas como un libro, Esclavita. No me extraña que diga tu apasionado
Nuño Rasura...
--¿Quién?
--El señor de Febrero, mujer...
--¿El ancianito de la muleta?
--Ese... Pues dice que tú eres un tesoro. Has de saber que está muerto
por ti.
--¡Bah!... No haga burla.
--De veras. Como que quiere llevarte consigo á su casa. Se cree que
acabará por ofrecerte su blanca mano y su pata coja. Ha concebido por ti
una insensata pasión, que le arrastrará al sepulcro en la flor de sus
años, en la risueña edad de las ilusiones, á los ochenta y seis abriles
no cumplidos.
--Bueno, bueno... Malpocado de señor, ni con sus piernas puede.
--Calla, ingrata mujer, ó mejor dicho, hipócrita. Nada conseguirás con
disimular la profunda impresión que han hecho en ti sus rizados
cabellos...
--Sí, de difunto--observó humorísticamente la muchacha.
--Las perlas de su dentadura, y la esbeltez de su talle. Pero no te
compongas, infiel, que yo no te permitiré seguir á ese Tenorio. No harás
traición á tus deberes, ó morirás á mis manos. Te arrancaré el corazón
si me vendes.
Le deshizo cariñosamente las conchas del pelo, y murmuró bajito:
--Suriña no se va con el viejo. Suriña es para mí. ¿Quién se la quería
llevar? Que se limpien, que se limpien. Suriña es mía.


XVII

Doña Aurora se encontró tan aliviada el día siguiente, que ya pudo
levantarse un par de horas, y á la noche insistió y porfió en que su
hijo no se quedase en el cuarto. «No me conviene», advirtió. «Te
acuestas ni desnudo ni vestido; tardas en dormir; te entra el
aburrimiento; te pones de palique con Esclavitud, que bien os oí anoche
entre sueños, y luego amaneces desemblantado y desganado». Cuando la
señora hablaba así, andaba la muchacha por el cuarto arreglando no sé
qué cosas, y se volvió de espaldas precipitadamente, sin duda para
recoger mejor la abrazadera caída de una cortina, operación en que se
entretuvo bastante tiempo. En cuanto al estudiante, clavó en su madre
los ojos, sobrecogido; pero aquella querida fisonomía, tan poco avezada
á disimular sus impresiones y tan conocida para él en sus menores
repliegues, no expresaba nada más que lo que en voz alta habían
proferido los labios, y el estudiante, respirando mejor, accedió á
retirarse á su cuarto aquella noche. No dejaba su madre de llevar razón
asegurando que le faltaba sueño. En la edad del pleno desarrollo, no
robustecido aún después de una niñez si no precisamente enfermiza, al
menos delicada, su fina organización se resentía de cualquier cosa, y
las tres noches de media vela le traían ya algo lacio. Sin embargo, al
recogerse á su alcobita, experimentó una impresión de pena y de soledad.
Acostumbrado á una atmósfera de ternura y de mimos, á andar envuelto en
algodón en rama, era codicioso de cariño, y bastáranle dos días para
contraer el hábito de aquellos tiernos y extraños coloquios, á deshora,
con una mujer que le ofrecía tal cantidad de afecto y de adhesión, que
ni su propia madre, al parecer, derramaba más profusamente el amor sobre
su cabeza. Si Rogelio pudiese analizar al microscopio sus sentimientos,
vería que buena parte del encanto de Esclavitud consistía en que allí él
era quien mandaba, y que la mujer de veinticinco años que al pronto le
tuvo por un chiquilicuatro, un _rapaz_, ahora estaba á sus órdenes,
sumisa, como _esclava_ verdadera. Con la madre, por más amante y tierna
que fuese, Rogelio siempre se reconocía súbdito: la costumbre de
respetar y obedecer se le imponía, manteniéndole en perpetua infancia.
Con la doncella, podía en cambio satisfacer su pueril vanidad y á la vez
su oculto y mal definido anhelo de vestir la toga viril, atributo de la
dignidad humana.
Por eso le causó gran disgusto la interrupción de veladas tan sabrosas.
A punto estuvo de escurrirse de puntillas á eso de la una, y sorprender
á _Suriña_, para alegrarle aquella cara que se le había puesto de una
legua. Pero ¿y si los cogía su madre? Creería todas las cosas malas;
tendría una desazón horrible; recaería; acaso despacharía á
Esclavitud... El instinto de cautela, que en los movimientos pasionales
se despierta como contrapeso á la fiebre de las determinaciones
radicales y de los insensatos extremos, le aconsejó cierto tino; y al
otro día, como viese á Esclavitud descolorida y con las facciones
afiladas, la acorraló en un rincón del pasillo, y la dijo entre bromas y
veras: «Suriña, no me pongas esa cara de viernes. Esta noche me acordé
mucho de ti, y de nuestra charla. Se me pasaban ganas de ir, pero no me
atreví. Cuidadito, por causa de la pobre mamá. Anda, Esclava, sonríe á
tu señor.»
Bastó esta pequeña satisfacción para que la muchacha apareciese con
mejor semblante, y aun se manifestase en apariencia contenta y segura.
Rogelio había hecho su composición de lugar, mitad por instinto de
prudencia, mitad por filial respeto: «Ahora, que sane mamá del todo: que
se reponga: á eso estamos. Mientras no se consiga verla fuerte y buena,
que Esclavitud la cuide, y se acabó. Pero mamá se encuentra muy
aliviada, y va á entrar en convalecencia: dentro de ocho ó diez días no
quedará rastro del percance. Entonces tenemos tiempo de echar todos los
paliques que se nos antoje. Porque mamá sale á la calle, ó se entretiene
con su tertulia, y... perfectamente. Se lo he de decir á Sura para que
se ponga más alegre todavía.»
Atisbó la ocasión propicia de comunicarle este agradable proyecto.
Sujeta incesantemente en el cuarto de la enferma, Esclavitud aquellos
días no pisaba el del estudiante: era preciso tomar por centro de
operaciones el pasillo, y Rogelio se propuso esperar á la chica en él
por la tarde, pues la mañana se le iba entre almuerzo y cátedras. Hacia
eso de las cuatro, el entrar y salir de los amigos en la tertulia
introducía en la casa cierta animación y desorden favorables al intento
de Rogelio. Y la tertulia aquellas tardes se encontraba muy concurrida,
porque el género de enfermedad de la señora, no incompatible con la
charla y la bulla, imponía á sus amigos el deber de acompañarla. No sólo
venían los «señores» sino también el personal femenino, compuesto casi
todo de modestas amas de casa, que por carecer de la desahogada fortuna
de doña Aurora, sólo de tarde en tarde podían permitirse el lujo de
hacer visitas, no sin meditarlo antes á fin de darse á luz con la
decencia conveniente en la familia de un magistrado. Aquella tarde
vinieron dos señoras que acostumbraban dejarse ver muy poco: la del
presidente de Sala D. Prudencio Rojas, y la del ex-Fiscal D. Nicanor
Candás, por mal nombre Laín Calvo. Si un pintor quisiese simbolizar la
Dignidad envuelta en los cendales de la Modestia, bastábale copiar
fielmente el porte y rasgos de la señora de Rojas. Para quien no tuviese
el alma dañada y torcida, ó embotada la sensibilidad, había algo en
aquella mujer sencilla, socialmente insignificante, que obligaba con
categórico mandato á inclinarse y descubrirse. En su abriguito de
terciopelo negro ya raído, escrupulosamente limpio, trabajosamente
puesto al aire de la moda después de ocho ó diez arreglos quizá; en su
capota cuyos encajes descubrían el brillo de la plancha casera; en sus
guantes nuevos, comprados para la circunstancia, de dos botones no más,
de color sufrido y obscuro; en sus aretes antiguos,--una roseta de
minúsculos diamantes;--en sus blancos cabellos, alisados y pegados á las
sienes con el supremo decoro de una reina viuda que ha renunciado á
agradar, se revelaba más valor, más sufrimiento, más secreto heroismo
que en los harapos de ningún pordiosero, ni en el uniforme de ningún
inválido, ni en el sayal de ninguna monja. El viviente comentario y tal
vez la mejor clave de la rígida integridad del marido, era la aureola de
paciencia doméstica y de serena aceptación del sacrificio cotidiano que
resplandecía en la esposa. Lo que tenía Rojas de duro y leñoso en su
modo de entender y rendir estrictamente la justicia, lo suavizaba la
dulzura de su mujer, á quien Roma hubiese conferido el cargo de
sacerdotisa de la piedad doméstica. Aquella matrona no había preguntado
jamás, ni aun á sí misma, la razón de que su vida conyugal fuese un
continuado acto de abnegación que duraba ya treinta y tantos años: sabía
que en su casa se adoraba el inflexible simulacro del Deber poniendo en
el mismo altar la estatua sobredorada de la Decencia, y sin una protesta
se había consagrado al culto de ambos númenes.
No cabía mayor contraste que el de la señora de Rojas y la de Candás.
Como en la magistratura se tienen muy en cuenta los antecedentes de
familia, no es posible dudar que una esposa tan cursi, que según malas
lenguas había sido posadera en Gijón, influía bastante en ciertas
sombras que un tiempo empañaron el buen nombre del Fiscal, y era motivo
para que sus compañeros, molestados por tener que seguir trato con ella,
mirasen á su esposo con una prevención que crecía al fijarse en la
incorregible mordacidad, burlón escepticismo y sordera intermitente del
asturiano. La señora de Candás, gordinflona, con una lupia al margen del
ojo izquierdo, muy empavesada, luciendo siempre vestidos llenos de
faralaes y capotas que parecían garitas ó peroles, hablando medio en
bable, llamando á su marido _este_, y contando delante de cualquiera
indisposiciones propias para sepultadas en el silencio más profundo, era
el tipo perfecto de la ordinariez incurable, enquistada, que resiste al
buen ejemplo, al aire de la corte, al cáustico de la burla y al roce de
la corriente del tiempo, que desgasta y pule, como la del mar, las
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