Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) - 06

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paisana. Nuestro suelo es más fresco, más bonito; pero la limpieza de
esta atmósfera... Allá hay que mirar hacia abajo, aquí hacia arriba.
Callaron un ratito.
En aquel dosel azul sembrado de flores de pedrería, Asís y el comandante
veían la misma cosa, un tarjetero de piel inglesa, y como por magnética
virtud, sentían al través de sus brazos, que se tocaban, el mutuo
pensamiento.
Hallábanse al final del Prado, enteramente desierto á tales horas, con
sus sillas recogidas y vueltas. Se escuchaba el murmurio monótono de la
Cibeles, y allá en el fondo del jardincillo, tras las irregulares masas
de las coníferas, destacaba el Museo su elegante silueta de palacio
italiano. No pasaba un alma, y la plazuela de las Cortes, á la luz de
sus faroles de gas, parecía tan solitaria como el Prado mismo.
--¿Subimos hacia la Carrera?--interrogó Pardo.
--No, paisano... ¡Ay Jesús! A los dos pasos nos encontrábamos algún
conocido, y mañana..., chi, chi, chi..., cuentecito en casa de Sahagún ó
donde se les antojase. Bajemos hacia Atocha.
--Y V. ¿por qué da á _eso_ tanta importancia? ¿Qué tiene de particular
que salga V. á tomar el fresco en compañía de un amigo formal? Cuidado
que son majaderas las fórmulas sociales. Yo puedo ir á su casa de V. y
estarme allí las horas muertas sin que nadie se entere ni se ocupe, y
luego, si salimos reunidos á la calle media hora... cataplum.
--Qué manía tiene V. de ir contra la corriente... Nosotros no vamos á
volver el mundo patas arriba. Dejarlo que ruede. Todo tiene sus por
qués, y en algo se fundan esas precauciones ó fórmulas, como V. les
llama. ¡Ay! ¡Qué fresquito tan hermoso corre!
--¿Está V. mejor?
--Un poco. Me da la vida este aire.
--¿Quiere V. sentarse un rato? El sitio convida.
Sí que convidaba el sitio, á la vez acompañado y solo: unos anchos
asientos de piedra que hay delante del Museo, á la entrada de la calle
de Trajineros, la cual si por su gran proximidad á la plazuela de las
Cortes resulta céntrica y decorosa, á semejante hora compite en lo
desierta con el despoblado más formidable de Castilla. Las acacias
prodigaban su rica esencia, y si el comandante tuviese propósito de
declarar á la señora algún atrevido pensamiento, nunca mejor. No sería
así, porque después de tomar asiento se quedaron mudos ella y él; Asís,
además de muda, estaba cabizbaja y absorta.
No es posible que esta clase de pausas se establezcan en una entrevista
á solas de hombre y mujer, en tales sitios y horas, sin producirles á
los dos un estado de ánimo singular, á la vez atractivo y embarazoso. El
comandante limpió sus quevedos, operación que verificaba muy á menudo,
volvió á calárselos, y salió por la puerta ó por la ventana, juzgando
que la señora desearía explayarse.
--A mí no me la pega V. con jaquecas, Paquita... V. tiene algo... alguna
cosa que la preocupa en gordo... No se me alarme V.: ya sabe que somos
amigos viejos.
--Pero si no tengo nada... ¡Qué ocurrencia!
--Mejor, señora, mejor, celebro que sea así,--dijo Don Gabriel
retrocediendo discretamente.--Yo, en cambio, le podría confiar á V.
penas muy grandes..., cosas raras.
--¿Lo de la sobrina?--preguntó Asís con curiosidad, pues ya dos ó tres
veces en conversación familiar habían aludido de rechazo á ese misterio
de la vida de Don Gabriel.
--Sí; al menos la parte mía..., lo que me toca..., eso puedo contárselo
á V. Sabe Dios cómo lo glosa la gente.--(Pardo se alzó el sombrero,
porque tenía las sienes húmedas de sudor.)--Creo que se dice que la
pobrecilla me detestaba y que por librarse de mi entró en un convento de
novicia... Falso. No me detestaba, y es más: me hubiese querido con toda
su alma á la vuelta de poco tiempo... Sólo que ella misma no acertó á
descifrarlo. Cuando me conoció, estaba comprometida con otro hombre...
cuya clase... no... En fin, que no podía aspirar á ser su marido. Y al
convencerse de esto, la infeliz muchacha pensó que se acababa el mundo
para ella y que no tenía más refugio que el convento, ¡Ay, Paquita! ¡Si
supiese V. qué ratos... qué tragedia! Es asombroso que después de
ciertos acontecimientos pueda uno volver á vivir como antes..., y vaya á
tertulias y se chancee, y mire otra vez á las mujeres, y le agraden,
sí..., como me agrada V., por ejemplo..., y no lo eche V. á mala parte,
que no soy pretendiente importuno, sino amigo de verdad. Ya sabe V. cómo
digo yo las cosas.
Oía la dama la voz del artillero y al par otra interior que zumbaba
confusamente:
--Confíale algo..., al menos indícale tu situación... Ideas
estrafalarias las tiene, y á veces es poco práctico, pero es leal... No
corres peligro, no... Así te desahogarás... Tal vez te aconseje bien.
Anda, boba... ¿No hace él confianza de ti? Además... no creas que
callando le engañas... ¡Quítale ya la escama del tarjetero!
A pesar de las excitaciones de la voz indiscreta, la señora, en alto,
decía tan sólo:
--¿Con que la chica le quería á V. algo? ¿Sin saberlo? ¡Eso es muy
particular! ¿Y cómo lo explica V.?
--¡Ay, Paquita! He renunciado á explicar cosa alguna... No hay
explicación que valga para los fenómenos del corazón. Cuanto más se
quieren entender, más se obscurecen. Hay en nosotros anomalías tan
raras, contradicciones tan absurdas... Y á la vez cierta lógica fatal.
En esto de la simpatía sexual, ó del amor, ó como V. guste llamarle, es
en lo que se ven mayores extravagancias. Luego, á los caprichos y las
desviaciones y los brincos de esta víscera que tenemos aquí, sume V. la
maraña de ideas con que la sociedad complica los problemitas
psicológicos. La sociedad...
--Contigo tengo la tema, morena...--interrumpió Asís festivamente.--V.
le echa á la sociedad todas las culpas. Ahí que no duele. Ya no sé como
tiene espaldas la infeliz.
--Pues, figúrese V., paisana. Como que de mi tragedia únicamente es
responsable la sociedad. Por atribuir exagerada importancia á lo que
tiene mucha menos ante las leyes naturales. Por hacer lo principal de lo
accesorio. En fin, punto en boca. No quiero escandalizarla á V.
--Paisano... Pero si me da mucha curiosidad eso que iba Vd. diciendo...
No me deje á media miel... Todas las cosas pueden decirse, según como se
digan. No me escandalizaré, vamos.
--Bien, siendo así... Pero ya no sé en que estábamos... ¿V. se acuerda?
--Decía V. que lo principal y lo accesorio... Eso será alguna herejía
tremenda, cuando no quiso V. pasar de ahí.
--Sí, señora... Verá V. la herejía... Yo llamo accesorio á lo que en
estas cuestiones suele llamarse principal... ¿Se hace V. cargo?
Asís no respondió, porque pasaba un mozalbete silbando un aire de
zarzuela y mirando de reojo y con malicia al sospechoso grupo. Cuando se
perdió de vista, pronunció la dama:
--¿Y si me equivoco?
--¿No se asusta V. si lo expreso claramente?
La verdad, desde cierta distancia aquello parecía un diálogo amoroso.
Acaso la valla que existía para que ni pudiese serlo ni llegase á serlo
jamás, era un delgado y breve trozo de piel inglesa--la cubierta de un
tarjetero.
--No, no me asusto... Vamos á hablar como dos amigos... francamente.
--¿Quedamos en eso? ¡Magnífico! Pues conste que ya no tiene V. derecho
para reñirme si se me va la lengua... Procuraré, sin embargo... En fin,
entiendo por accesorio... aquello que Vds. juzgan irreparable. ¿Lo pongo
más claro aún?
--No, ¡basta!--gritó la señora.--Pero entonces, ¿qué es lo principal
según V.?
--Una cosa que abunda menos..., y en cambio vale más... La realidad de
un cariño muy grande entre dos... ¿Qué le parece á V.?
--¡Caramba!--exclamó la señora, meditabunda.
--Le voy á proponer á V. una demostración de mi teoría... Ejemplo; como
dicen los predicadores. Imagínese que en vez de estar en el Prado,
estamos en Tierra de Campos, á dos leguas de un poblachón; que yo soy un
bárbaro; que me prevalgo de la ocasión, y abuso de la fuerza, y la falto
á V. al respeto debido... ¿Hay entre nosotros, dos minutos después,
algún vínculo que no existía dos minutos antes? No señora. Lo mismo que
si ahora se trompica V. con una esquina..., se hace daño..., procura
apartarse y andar con más cuidado otra vez... y acabóse.
--Pintado el lance así..., lo que habría, que V. me parecería atroz de
antipático y de bruto.
--Eso sí... pero vamos á perfeccionar el ejemplo, y pido á V. perdón de
antemano por una conversación tan _shocking_. Pues no señora: suponga V.
que yo no abuso de la fuerza ni ese es el camino. Lo que hago es
explotar con maña la situación y despertar en V. ese germen que existe
en todo ser humano... Nada de violencia: si acaso, en el terreno
puramente moral... Yo soy hábil y provoco en V. un momento de
flaqueza...
Fortuna que era de noche y estaba lejos el farol, que si no, el sofoco y
el azoramiento de la dama se le meterían por los ojos al comandante.--Lo
sabe, lo sabe--calculaba para sí, toda trémula, y en voz alterada y
suplicante, exclamó interrumpiendo:
--¡Qué horror! ¡Don Gabriel!
--¿Qué horror? ¡Mire V. lo que va de Vds. á nosotros! Ese horror,
Paquita del alma, no les parece horrible á los caballeros que V. trata y
estima: al marqués de Huelva, con su severidad de principios y su
encomienda de Calatrava, que no se quita ni para bañarse... al papá de
V., tan amable y francote... á mí... al otro... á toditos. Es valor
entendido, y á nadie le extraña ni le importa un bledo. Tratándose de
Vds., es cuando por lo más insignificante se arma una batahola de mil
diablos, que no parece sino que arde por los cuatro costados Madrid. La
infeliz de Vds. que resbala, si olfateamos el resbalón, nos arrojamos á
ella como sabuesos, y, ó se salva casándose con el _seductor_, ó la
matriculamos en el gremio de las mujeres galantes hasta la hora de la
muerte. Ya puede, después de su falta, llevar vida más ejemplar que la
de una monja: la hemos fallado... no nos la pega más. O bodas, ó es V.
una corrida, una perdida de profesión... ¡Bonita lógica! V., niña
inocente, que cae víctima de la poca edad, la inexperiencia y la tiranía
de los afectos y las inclinaciones naturales, púdrase en un convento,
que ya no tiene V. más camino... Amiga Asís... ¡Tonterías!
Mientras hablaba el comandante, su fantasía, en vez de los plátanos del
jardincillo, le representaba otras masas sombrías de follaje, robles y
castaños; y el olor fragante de las flores de acacia le parecía el de
las silvestres mentas que crecen al borde de los linderos en el valle de
Ulloa. La dama que tenía á su lado, por el mismo fenómeno de óptica
interior, veía el rebullicio de una feria, una casita al borde del
Manzanares, un cuartuco estrecho, un camastro, una taza de té volcada...
--Tonterías--prosiguió Don Gabriel, sin fijarse en la gran emoción de
Asís--pero que se pagan caras á veces... Sucede que se nos imponen, y
que por obedecerlas, una mujer de instintos nobles se juzga manchada,
vilipendiada, infamada por toda su vida á consecuencia de un minuto de
extravío, y, de no poder casarse con aquel á quien se cree ligada para
siempre jamás, se anula, se entierra, se despide de la felicidad por los
siglos de los siglos amén... Es monja sin vocación, ó es esposa sin
cariño... Ahí tiene V. dónde paran ciertas cosas.
Al murmurar con amargura estas palabras, el comandante, en lugar de la
silueta gentil del Museo, veía las verdosas tapias del convento
santiagués, las negras rejas de trágicos recuerdos, y tras de aquellas
rejas, comidas de orín, una cara pálida, con obscuros ojos, muy
semejante á la de cierta hermana suya, que había sido el cariño más
profundo de su vida.


XIV

Vaya, Pardo... Es V. terrible. ¿Me quiere V. igualar la moral de los
hombres con la de las mujeres?
--Paquita... dejémonos de _clichés_.--(Pardo usaba muy á menudo esta
palabrilla para condenar las frases ó ideas vulgares.)--Tanto jabón
llevan Vds. en las suelas del calzado como nosotros. Es una hipocresía
detestable eso de acusarlas é infamarlas á Vds. con tal rigor por lo que
en nosotros nada significa.
--¿Y la conciencia, señor mío? ¿Y Dios?
La dama argüía con cierta afectada solemnidad y severidad, bajo la cual
velaba una satisfacción inmensa. Iban pareciéndole muy bonitos y
sensatos los detestables sofismas del comandante, que así pervierte la
pasión el entendimiento.
--¡La conciencia! ¡Dios!--exclamó él, remedando el tono enfático de la
señora.--Otro registro. Bueno: toquémoslo también. ¿Se trata de
pecadores creyentes? ¿Católicos, apostólicos, romanos?
--Por supuesto. ¿Ha de ser todo el mundo hereje como V.?
--Pues si tratamos de creyentes, la cuestión de conciencia es
independiente de la de sexo. Aunque me llama V. hereje, todavía no he
olvidado la doctrina; puedo decirle á V. de corrido los diez
mandamientos... y se me figura que rezan igual con nosotros que con Vds.
Y también sé que el confesor las absuelve y perdona á Vds. igualito que
á nosotros. Lo que pide á la penitente el ministro de Dios es
arrepentimiento, propósito de la enmienda. El mundo, más severo que
Dios, pide la perfección absoluta, y si no... O todo ó nada.
--No, no; mire V. que también el confesor nos aprieta más las clavijas.
Para Vds. la manga se ensancha un poquito...--repuso Asís, paladeando el
deleite de aducir malas razones para saborear el gusto de verlas
refutadas.
--Hija, si eso hacen, es por prudencia, para que no desertemos del
confesonario si nos da por frecuentarlo... En el fondo, ningún confesor
le dirá á V, que hay un pecado más para las hembras. Es decir, que la
cosa queda reducida á las consecuencias positivas, exteriores..., al
criterio social. En salvando éste, en no sabiéndose nada, el asunto no
tiene más trascendencia en Vds. que en nosotros... Y en nosotros...
¡ayúdeme V. á sentir! (Al argüir así, el comandante castañeteaba los
dedos.) Ahora, si V. me ataca por otro lado...
--Yo...--balbució la señora, sin pizca de ganas de atacar.
--Si me sale V. con el respeto y la estimación propia... con lo que cada
cual se debe á sí mismo...
--Eso... lo que cada cual se debe á sí mismo--articuló Asís hecha una
amapola.
--Convendré en que eso siempre realza á una mujer; pero, en gran parte,
depende del criterio social. La mujer se cree infamada, después de una
de esas caídas, ante su propia conciencia, porque le han hecho concebir
desde niña que lo más malo, lo más infamante, lo irreparable, es eso;
que es como el infierno, donde no sale el que entra. A nosotros nos
enseñan lo contrario; que es vergonzoso para el hombre no tener
aventuras, y que hasta queda humillado si las rehuye... De modo, que lo
mismo que á nosotros nos pone muy huecos, á Vds. las envilece.
Preocupaciones hereditarias emocionales, como diría Spencer. Y vaya unos
terminachos que la suelto á V.
--No, si yo con su trato ya me voy haciendo una sabia. Todos los días me
aporrea V. los oídos con cada palabrota...
--¿Y si yo le dijese á V.--prosiguió Pardo echándose á disertar--que
_eso_ que llamé accesorio en las aventurillas, me parece á mí que en el
cariño verdadero, cuando están unidas así, así, como si las pegasen con
argamasa, las voluntades, llega á ser más accesorio aún? Es el
complemento de otra cosa mucho más grande, que dura siempre, y que
comprende eso y todo lo demás... Lo estoy embrollando, paisana. V. se
ríe de mí: á callar.
Asís oía, oía con toda su alma, pareciéndole que nunca había tenido su
paisano momentos tan felices como aquella noche, ni hablado tan discreta
y profundamente. Los dichos del comandante, que al pronto lastimaban sus
convicciones adquiridas, entraban, sin embargo, como bien disparadas
saetas hasta el fondo de su entendimiento y encendían en él una especie
de hoguera incendiaria, á cuya destructora luz veía tambalearse
infinitas ideas de las que había creído más sólidas y firmes hasta
entonces. Era como si le arrancasen del espíritu una muela dañada: dolor
y susto al sentir el frío del instrumento y el tirón; pero después, un
alivio, una sensación tan grata viéndose libre de aquel cuerpo muerto...
Anestesia de la conciencia, con cloroformo de malas doctrinas, podría
llamarse aquella operación quirúrgico-moral.
--Es un extravagante este hombre--pensaba la operada.--Decir, me está
diciendo cosas estupendas... Pero se me figura que le sobra la razón por
encima de los pelos. Habla por su boca la justicia. ¿Va una á creerse
criminal por unos instantes de error? Siempre estoy á tiempo de pararme
y no reincidir... ¡Claro que si por sistema!... Ni él tampoco dice eso,
no... Su teoría es que ciertas cosas que suceden así... qué sé yo cómo,
sin iniciativa ni premeditación por parte de uno, no han de mirarse como
manchas de esas que ya nunca se limpian... El mismo Padre Urdax de fijo
que no es tan severo en eso como la sociedad hipocritona... ¡Ay Dios
mío! Ya estoy como mi paisano, echándole á la sociedad la culpa de todo.
Al llegar aquí de sus reflexiones la dama, la molestó un cosquilleo,
primero entre las cejas, luego en la membrana de la nariz... ¡Aaach!
Estornudó con ruido, estremeciéndose.
--¡Adiós! Ya se me ha resfriado V.--exclamó su amigo.--No está V.
acostumbrada á estas vagancias al sereno... Levántese V. y paseemos.
--No, si no es el rocío lo que me acatarra á mí... He tomado sol.
--¿Sol? ¿Cuándo?
--Ayer..., digo, anteayer..., yendo..., sí, yendo á misa á las
Pascualas. No crea V.: desde entonces ando yo regular, nada más que
regularcita. Cuándo jaquecas, cuándo mareos...
--De todos modos... guíese V. por mí: caminemos, ¿eh? Si sobre la
insolación le viene á V. un pasmo... ó coge V. unas intermitentes de
estas de primavera en Madrid...
--No me asuste V.... Tengo poco de aprensiva--contestó la dama
levantándose y envolviéndose mejor en el abrigo.
--¿A su casa de V.?
--Bien..., sí, vamos hacia allá despacio.
No siguió el comandante explanando sus disolventes opiniones hasta la
misma puerta de la señora. Al abrirla Imperfecto, Asís convidó á su
amigo á que descansase un rato; él se negó; necesitaba darse una vuelta
por el Círculo Militar, leer los periódicos extranjeros y hablar con un
par de amigos, á última hora, en Fornos. Deseó respetuosamente las
buenas noches á la señora y bajó las escaleras á paso redoblado. Con el
mismo echó calle abajo aquel gran despreocupado, nihilista de la moral:
y nos consta que iba haciendo éste ó parecido soliloquio, idéntico al
que, en igualdad de circunstancias, haría otra persona que pensase según
todos los _clichés_ admitidos:
--Me ha engañado la viuda... Yo que la creía una señora impecable. Un
apabullo como otro cualquiera. No he mirado las iniciales del tarjetero:
serían... ¡vaya V. á saber! Porque en realidad, ni nadie murmura de
ella, ni veo á su alrededor persona que... En fin, cosas que suceden en
la vida; chascos que uno se lleva. Cuando pienso que á veces se me
pasaba por la cabeza decirle algo formal... No, esto no es un _caballo
muerto_, ¡qué disparate! es sólo un tropiezo del caballo... No he
llegado á caerme... ¡Así fuesen los desengaños todos!...
Siguió caminando sin ver los árboles del Retiro, que se agrupaban en
misteriosas masas á su derecha. Ni percibía el olor de las acacias. Pero
él seguía oliendo, no á los cortesanos y pulidos vegetales de los
paseos públicos, sino á otros árboles rurales, bravíos y libres: los que
producen la morena castaña que se asa en los magostos de Noviembre, en
el valle de los Pazos.


XV

La tarde del día siguiente la dedicó Asís á pagar visitas. Tarea
maquinal y enfadosa, deber de los más irritantes que el pacto social
impone. Raro es que nadie se someta á él sin murmurar, por fuera ó por
dentro, del mundo y sus farsas. Menos mal cuando las visitas se hacen,
como las hacía la dama, en piés ajenos. Entonces lo arduo de la faena
empieza en las porterías. ¡Si todas las casas fuesen como la de Sahagún
ó la de Torres-Nobles, por ejemplo! Allí, antes de llegar, ya llevaba
Asís en la mano la tarjeta con el pico dobladito, y al sentir rodar el
coche, ya estaba asomándose al ancho vano del portón el portero
imponente, patilludo, correcto, amabilísimo, que recogía la tarjeta
preguntando:--¿A dónde desea ir la señora?--para transmitir la orden al
cochero. Los Torres-Nobles, los Sahagún, los Pinogrande y otras familias
así, de muy alto copete, no recibían sino de noche alguna vez, y el
llegarse á su casa para dejar la tarjeta representaba una fórmula de
cortesía facilísima de cumplir al bajar al paseo ó al volver de las
tiendas. Pero si entre las relaciones de Asís las había tan granadas,
otras eran de muchísimo menos fuste, y algunas, procedentes de Vigo,
rayaban en modestas. Y allí era el entrar en portales angostos, el
parlamentar con porteras gruñonas, la desconsoladora respuesta:--Sí,
señora, me paece que no ha salió en to el día de casa... Tercero con
entresuelo, primero y principal... á mano izquierda.--Y la ascensión
interminable, el sobrealiento, el tedio de subir por aquel caracol
obscuro, con olores á cocina y á todas las oficinas caseras, y la cerril
alcarreña que abre, y la acogida embarazosa, las empalagosas
preguntitas, los chiquillos sucios y desgreñados, los relatos de
enfermedades, la chismografía viguesa agigantada por la óptica de la
distancia... Vamos, que era para renegar, y Asís renegaba en su
interior, consultando, sin embargo, la lista de la cartera y diciendo
con un suspiro profundo:--¡Ay! Aún falta la viuda de Pardiñas... la
madre del médico de Celas..., y Rita, la hermana de Gabriel Pardo... Y
esa si que es urgente... Ha tenido al chiquillo con difteria...
Por lo mismo que el ajetreo de las visitas había sido tan cargante, que
á la mayor parte se las encontrara en casa y que no le sacaron sino
conversaciones capaces de aburrir á una estatua de yeso, la dama
regresaba á su vivienda con el espíritu muy sosegado. A semejanza de los
devotos que si les hurga la conciencia se imponen la obligación de
rezar tres rosarios seguidos y una serie considerable de padre nuestros,
Asís, sintiéndose reo de perturbación social, ó al menos de amago de
este delito, se consagraba á cumplir minuciosamente los ritos de
desagravio, y como le habían producido tan soberano fastidio, juzgaba
saldada más de la mitad de su cuenta. Por otra parte, encontrábase
decidida--más que nunca--á cortar las irregularidades de su conducta
presente. Tenía razón el comandante: la falta, bien mirado, no era tan
inaudita; pero si trascendía al público, ¡ah! ¡entonces! Evitar el
escándalo y la reincidencia, precaver lo venidero..., y se acabó. Cortar
de raíz, eso sí, (la dama veía entonces la virtud en forma de grandes y
afiladísimas tijeras, como las que usan los sastres). Y bien podía
hacerlo, porque la verdad ante todo, su corazón no estaba
interesado...--Vamos á ver--argüía para sí la señora.--Supongamos que
ahora viniesen á decirme: Diego Pacheco se ha largado esta mañana á su
tierra, donde parece que se casa con una muchacha preciosa... Nada: yo
tan fresca, sin echar ni una lágrima. Hasta puede que diese gracias á
Dios, viéndome libre de este grave compromiso. Pues la cosa es bien
sencilla: ¿se había de ir él? Soy yo quien se larga. Así como así, días
arriba ó abajo, ya estaba cerca el de irse á veranear... Pues adelanto
el veraneo un poquillo... y corrientes.--¡Qué descanso tomar el tren! Se
concluían aquellos recelos incesantes, aquel volver el rostro cuando la
Diabla le preguntaba alguna cosa, aquella tartamudez, aquella
vergüenza, vergüenza tonta en una viuda, que al fin y al cabo era libre
y no tenía que dar á nadie cuenta de sus actos...
Pensaba en estas cosas cuando se apeó y empezó á subir la escalera de su
casa. Aún no estaba encendida la luz, caso frecuente en las tardes
veraniegas. Al segundo tramo... ¡Dios nos asista! Un hombre que se
destaca del obscuro rincón... ¡Pacheco!
Reprimió el chillido. El meridional la cogía ambas manos con violencia.
--¿Cómo está mi niña? Tres veces he venido y siempre te negaron... Lo
que es una de ellas juro que estabas en casa... Si no quieres verme,
dímelo á mí, que no vendré... Te miraré de lejitos en el paseo ó en el
teatro... Pero no me despidas con una criada, que se ríe de mí al darme
con la puerta en las narices.
--No... pero si yo...--contestaba aturdida la señora.
--¿No se había negado la nena para mí?
--No, para ti no...--afirmó rápidamente Asís con acento de sinceridad:
tan espontáneo é inevitable suele ser en ciertas ocasiones el engaño.
--Pues, entonces, vengo esta noche. ¿Sí? Esta noche á las nueve.
Hizo la dama un expresivo movimiento.
--¿No quieres? ¿Tienes compromiso de salir, de ir á alguna parte? La
verdad, chiquilla. Me largaré como aquel á quien le han dado cañaso,
pero no porfiaré. Me sabe mal porfiar. Por mí no has de tener tú media
hora de disgusto.
Asís titubeaba. Cosa rara y sin embargo explicable dentro de cierto
misterioso ilogismo que impone á la conducta femenina la difícil
situación de la mujer: lo que decidió su respuesta afirmativa fué
cabalmente la resolución de poner tierra en medio que acababa de adoptar
en el coche.
--Bueno, á las nueve... (Pacheco la apretó contra sí.) ¿Pero... te irás
á las diez?
--¿A las diez? Es tanto como no venir... Tú tienes que hacer hoy: dímelo
así, clarito.
--Que hacer no... Por los criados. No me gusta dar espectáculo á esa
gente.
--El chico no importa, es un bausán... La chica es más avispada. Mándala
con un recado fuera... Hasta pronto.
Y Pacheco ocultó la cara en el pelo de la señora, descomponiéndolo y
echándola el sombrero hacia atrás. Ella se lo arregló antes de llamar,
lo cual hizo con pulso trémulo.
Iba muy preocupada, mucho. Se desnudó distraídamente, dejando una prenda
aquí y otra acullá; la Diabla las recogía y colgaba, no sin haberlas
sacudido y examinado con un detenimiento que á Asís le pareció
importuno. ¿Por qué no rehusar firmemente la dichosa cita?... Sí, sería
mejor; pero al fin, para el tiempo que faltaba... Volvióse hacia la
doncella.
--Mira, revisarás el mundo grande...: creo que tiene descompuestas las
bisagras. Acuérdate mañana de ir á casa de Madama Armandina...; puede
que ya estén los sombreros listos... Si no están, la das prisa. Que
quiero marcharme pronto, pronto.
--¿A Vigo, señorita?--preguntó la Diabla con hipócrita suavidad.
--¿Pues á dónde? También te darás una vuelta por el zapatero... y á ver
si en la plazuela del Angel tienen compuesto el abanico.
Dictando estas órdenes se calmaba. No, el rehusar no era factible. Si le
hubiese despedido esta noche, él querría volver mañana. Disimulo,
transigir... y, como decía él..., _najencia_.
Comió poco; sentía esa constricción en el diafragma, inseparable
compañera de las ansiedades y zozobras del espíritu. Miraba
frecuentemente para la esfera del reloj, el cual no señalaba más que las
ocho al levantarse la señora de la mesa.
--Oye, Angela...
Faltábale saliva en la boca; la lengua se le pegaba al velo del paladar.
--Oye, hija... ¿Quieres... irte á pasar esta noche con tu hermana, la
casada con el guardia civil? ¿Eh?
--¡Ay señorita!... Yo, con mil amores... Pero vive tan lejos: el cuartel
lo tienen allá en las Peñuelas... Mientras se va y se viene...
--Es lo de menos... Te pago el tranvía... ó un simón. Lo que te haga
falta... Y aunque vuelvas después de... media noche, ¿eh? no dejarán de
abrirte. Come á escape... Mira, ¿no tiene tu hermana una niña de seis
años?
--De ocho, señorita, de ocho... Y un muñeco de trece meses que anda con
la dentición.
--Bien: á la niña podrá servirle, arreglándola... Le llevas aquella ropa
de Marujita que hemos apartado el otro día...
--Dios se lo pague... ¿También el sombrero de castor blanco, con el
pájaro?
--También... Anda ya.
El sombrero de castor produjo excelente efecto. Imaginaba siempre la
señora que, de algunos días á esta parte, su doncella se atrevía á
mirarla y hablarla ya con indefinible acento severo, ya con disimulada
entonación irónica; pero después de tan espléndida donación, por más que
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