Historia de la literatura y del arte dramático en España, tomo I - 10

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sucedieron. Juan del Encina nació hacia el año de 1469 en Salamanca ó
sus cercanías, y acabó sus primeros estudios en dicha ciudad. Pronto se
encaminó á la corte, y pudo regocijarse de haber conseguido la
protección de D. Fadrique de Toledo, primer duque de Alba. Temprano
debió desarrollarse su talento poético, pues ya en 1492, como á la edad
de veinticuatro años, publicó una colección de sus obras. Aparecieron en
Salamanca en 1496 y en Sevilla en 1501, considerablemente
aumentadas[210]. Sus tres primeras partes contienen poesías españolas
nacionales y una imitación muy bella de las églogas de Virgilio, y la
cuarta una serie de ensayos dramáticos[211]. Encina había escrito estas
pequeñas piezas desde 1492 á 1498 para que se representasen en los
aniversarios y otras ocasiones solemnes en presencia de sus protectores
el duque y la duquesa de Alba, D. Fadrique Enríquez, almirante de
Castilla, D. Iñigo López de Mendoza, duque del Infantado, y príncipe D.
Juan.
De los sucesos posteriores de su vida sólo se sabe que vivió en Roma
largo tiempo, y que imprimió en ella en el año de 1514 una farsa
titulada _Plácida y Vitoriano_, que fué luego prohibida por la
Inquisición, y parece haber desaparecido sin dejar vestigio alguno.
Encina debió poseer notables conocimientos en la música, pues fué
nombrado director de la capilla papal por León X. En el año de 1519
acompañó al marqués de Tarifa á un viaje á la tierra santa, y celebró
después esta peregrinación en una poesía, que publicó en Roma en el año
de 1521, con el título de _Tribagia_. Se había hecho mientras tanto
sacerdote, y obtenido gradualmente, sin duda, los más altos cargos
clericales, puesto que en atención á sus servicios fué premiado con el
priorato de León, lo cual le obligó á volver á España. Murió en
Salamanca el año de 1534, y yace sepultado en su catedral.
Las pequeñas piezas dialogadas del _Cancionero_ de Encina no están
ordenadas cronológicamente; pero teniendo en cuenta las alusiones que
hace á sucesos contemporáneos, es á veces fácil conocer el tiempo en
que se escribieron, así como se distinguen unas de otras por su índole y
diverso carácter. Las más antiguas se diferencian por su diálogo
sencillo, y las últimas por su semejanza con el drama, tanto porque
exponen una acción sucesiva, cuanto porque ofrecen ciertas gradaciones
de carácter.
Partiendo, pues, de estas señales, parecen las más antiguas las églogas
sobre el nacimiento del Salvador. Fueron representadas en la noche de
Navidad en los palacios de los grandes, mencionados antes, y no hay
razón que autorice á dudar de la noticia, que encontramos en el
_Catálogo Real_ acerca de su representación pública en el año de
1492[212].
No debe denominarse casual la forma de églogas, que reviste en ellas el
drama. Tampoco provino, como han sostenido algunos, de las coplas de
Mingo Revulgo, ni de las églogas de Virgilio que Encina tradujo, sino de
una serie de representaciones, más imperfectas en verdad, aunque
parecidas, con que se solemnizaba en las iglesias la noche de Navidad.
Recuérdese que, ya en los tiempos primitivos de la Iglesia, se cantaba
por medio de antífonas el himno _Gloria in excelsis Deo_, y que según el
testimonio auténtico de las _Siete Partidas_, ya en el siglo XIII se
observaba en España la costumbre de representar dramáticamente la
salutación del ángel á los pastores.
La égloga primera de Encina, representada, según dice su título, en la
noche de Navidad, es un diálogo sencillo entre dos pastores, sin
relación inmediata con el objeto de la fiesta, aunque uno de ellos
dirija á la duquesa de Alba algunas estrofas en nombre del poeta acerca
del nacimiento de Cristo. Más vida ofrece ya la segunda. Cuatro pastores
(que llevan los nombres de los cuatro evangelistas) se comunican
recíprocamente su alegría á causa de la noticia del nacimiento del
Salvador, y se encaminan á adorar el pesebre, cantando de paso un
_villancico_. Esta poesía ligera, con que concluyen las composiciones de
Encina y las de casi todos los poetas posteriores, patentiza
especialmente la influencia que los usos religiosos tuvieron en el
desarrollo del drama, puesto que hacía largo tiempo que era costumbre de
sacristanes y acólitos cantarlas en diversas fiestas de la Iglesia.
Por débiles que parezcan estos orígenes del drama, cuando se busca en
ellos lo que hoy entendemos por esta palabra, no dejan de causarnos
placer sus rasgos aislados, llenos de gracia, sencillez é ingenio, y su
versificación fácil y armoniosa, que se desenvuelve sin trabajo en sus
artísticas estrofas. Es extraño que el poeta no hubiese preferido el
verso octosílabo, tan propio del diálogo, y que imitase á los poetas
eruditos de su época, orgullosos con la facilidad con que sabían manejar
versificación más complicada y difícil.
La aprobación, que encontraron los primeros ensayos de Encina, lo alentó
á escribir pequeños dramas semejantes para otras festividades
religiosas. Así comprendemos dos que se hallan en su _Cancionero_,
destinados probablemente á representarse en la Semana Santa en el
oratorio del palacio de Alba. Escasa es, en verdad, la acción de ambos,
pero se observa en ellos algún adelanto, comparados con los anteriores.
Ya son más los interlocutores, y no sólo pastores. En uno de ellos
aparecen dos ermitaños que van de camino al santo sepulcro, y expresan
su aflicción por la muerte del Señor con sentidas palabras. Agrégase
después á ellos la Verónica, y los acompaña en sus lamentaciones. Al
llegar al sepulcro se arrodillan los tres y oran, y al fin se aparece el
ángel, que anuncia la próxima resurrección. Muy semejante es la otra
composición, en la cual San José, la Magdalena, varios apóstoles y un
ángel celebran la resurrección cerca del sepulcro vacío.
No se limitó Encina á escribir estas obras religiosas, sino que intentó
también dar el primer ejemplo de cómo debían tratarse dramáticamente
otros objetos diversos, é imprimirles perfección literaria. Tal es la
farsa de Carnaval que se halla en su _Cancionero_, muy parecida por lo
demás á los llamados después _entremeses_. Cuatro pastores celebran en
un banquete el martes de Carnestolendas, y se despiden amorosamente de
los placeres, á que han de renunciar por tanto tiempo. Otra farsa,
también de Carnaval, solemniza las paces ajustadas con Francia, ya en el
año 1493, con Carlos VIII, ya en el de 1498, con Luis XII.
Más invención dramática y más acertada elección del asunto observamos en
dos églogas, que debieron juntas componer un todo, y sin duda se
representaron sucesivamente. Ambas forman un pequeño drama lleno de vida
y de gracia. Son además interesantes, porque notamos en ellas el germen
de muchas propiedades especiales de los que después le sucedieron, como
el baile que se verifica durante la representación, el disfraz del
escudero en pastor y de éste en consejero de Estado, los chistes de
Mingo, muy semejantes á los de los graciosos posteriores, etc.
_El auto del Repelón_ es una divertida farsa, en la cual se burlan dos
estudiantes de dos pastores, y en nada se parece á las poesías que
llevaron el mismo nombre. Esta palabra entonces no significaba
probablemente otra cosa que acto, ó acción dramática en general.
Entre las demás composiciones de Encina, sólo mencionaremos la égloga
_Fileno y Zambardo_, en la cual se suicida un amante desesperado. Se
diferencia de las demás, no sólo por su desenlace trágico, sino también
por _los versos de arte mayor_, en que está escrita su mayor parte. La
última égloga del _Cancionero_, la más bella y acabada, se representó
ante el príncipe D. Juan, quizá en sus bodas en 1496. Entre sus diversos
personajes aparece ya un dios de la mitología. Tanto por el monólogo, en
que pinta el Amor su poderío, como por algunas otras particularidades,
nos recuerda la _Aminta_ del Tasso.
No conozco, al escribir esto, la farsa titulada _Plácida y Vitoriano_,
última producción dramática de Encina, y la mejor de sus obras, según
opina el autor de _El Diálogo de las lenguas_, ni puedo por tanto
decidir si se notan en ella los grandes adelantos del poeta, comparados
con las piezas hasta ahora mencionadas[213]. A algunos han parecido tan
insignificantes, que apenas se dignan hablar de ellos en sus historias
literarias, no acostumbrados á detenerse en aquellos periodos de la vida
del arte, interesantes en alto grado, porque nos descubren sus gérmenes
y primer desenvolvimiento, pues en este caso no los mirarían con
menosprecio. De la misma manera que nos agrada observar los primeros
trabajosos ensayos del ingenio para crear formas, que expresen
exactamente su pensamiento; de la misma manera que gustan más al
aficionado á las artes las sencillas imágenes de las escuelas antiguas
toscanas y de Colonia, á pesar de sus formas inflexibles y angulosas, y
aprende más examinándolas, que si lo hace con algunos trabajos más
acabados y perfectos de los maestros posteriores, así también nos
interesan más Encina y sus sucesores inmediatos, que otros poetas, que
después recorrieron la senda trazada por ellos. Estos orígenes del
teatro español son comparables á los cuadros del Campo-santo y de los
Uffizzii, y á los de las iglesias de Florencia y de Colonia, que nos
arrebatan, y no ceden en sencillez y gracia á las obras de Giotto, Juan
de Fiesola y el maestro Guillermo.
_La Celestina, tragicomedia de Calixto y Melibea_, es el título de un
libro que apareció en Salamanca en el año de 1500, y uno de los más
célebres de la literatura española. Esta extraña producción,
semi-dramática y semi-novelesca, fué compuesta por dos escritores. El
nombre del primero, que trazó su plan fundamental, aunque sólo
escribiera un acto, no puede señalarse con entera evidencia. Unos lo
atribuyen á Juan de Mena, otros á Rodrigo de Cota, y creen que se
escribió en tiempo de D. Juan II ó en el de Enrique IV, suponiendo que
fuera Cota el autor del _Mingo Revulgo_; pero si nos atenemos al
lenguaje, parece caer más bien hacia fines del siglo XV, y que no
precedió mucho á su continuación, escrita por el bachiller Fernando de
Rojas. Este añadió veinte actos al primero é imprimió toda la obra. Tuvo
portentoso éxito, según se desprende de las numerosas ediciones, que á
poco se hicieron de ella, no sólo en diversas ciudades de España, sino
también en Venecia, Milán y Antuerpia, y de las traducciones italianas,
francesas, alemanas é inglesas, con que fué favorecido este libro
europeo[214]. Se ha llamado á esta tragicomedia una obra original de
primer orden, porque no existe otra alguna de sus cualidades. Sin
embargo, semejante calificación es indudablemente errónea, porque esta
obra española es imitación de la comedia atribuída á Ovidio, de que
hicimos mención al hablar del Arcipreste de Hita (_Pamphilus de
documento amoris_), y que le sirvió de modelo, aunque sea superior á
ella á todas luces.
Consta que los autores de _La Celestina_ no la escribieron para
representarse de la extensión que dieron á su obra, y tampoco se sabe
que se haya hecho tentativa alguna para llevarla á la escena en su forma
primitiva. A pesar de esto no fué poco importante el influjo que ejerció
en la literatura dramática española. Realizó tan perfectamente su
objeto, ofreciendo un cuadro de los extravíos de la pasión para
escarmiento de todos, un diálogo tan superior y caracteres tan sabia y
enérgicamente diseñados, que llegaron á ser los modelos de muchos
dramáticos del siglo XVI.
El propósito de hacer una reseña exacta de la acción y de las escenas de
esta obra, no compensaría, sin duda, el fastidio que produciría, pues es
de las más sencillas, dependiendo su valor y encanto de la ligereza y
naturalidad del diálogo y de los notables rasgos, que pintan á sus
diversos personajes, superiores á todo encarecimiento. Calixto, joven de
nacimiento distinguido, se enamora ardientemente de la bella Melibea, y
no puede conseguir la realización de sus deseos. Acude, pues, á una
astuta alcahueta. Esta, que es la Celestina (de donde proviene el nombre
de la composición), apura su ingenio para proporcionar á los dos amantes
una tierna entrevista. En virtud de filtros y encantos, de astucias y
amaños de todo género, llega al fin á corromper el corazón de la bella
Melibea. Mientras Calixto descansa en los brazos de ésta, se solazan á
su manera sus criados en casa de la Celestina, y se suscita una reyerta;
matan á la vieja alcahueta; viene la justicia, aprehende á los
delincuentes y los ahorca. Los amigos íntimos de los muertos juran
entonces vengar en los señores el crimen de los criados. Mientras los
dos amantes, cuya pasión se ha aumentado desde su primera entrevista, se
abandonan de nuevo á tiernas caricias, acude una muchedumbre de
furiosos, que amenaza derribar la casa. Calixto, que les sale al
encuentro, perece en seguida á sus manos. Melibea, presa del dolor y de
la desesperación, promete seguir á su adorado: se sube á lo más alto de
una torre, confiesa su falta á sus padres, les cuenta la muerte de su
amante, y se precipita desde ella.
No puede negarse fecunda imaginación ni gran talento dramático á autores
que forman ese plan, y que, á pesar de su sencillez, lo desenvuelven
nada menos que en veintiún actos. No hay palabras bastantes para
encarecer como se merece el valor poético de esta obra. Brilla en toda
ella un gran talento de exposición; la perversidad y ridiculez humana se
ofrecen á nuestra vista en toda su desnudez y deformidad, y los
caracteres, aunque copiados de la vida ordinaria, están dibujados con
mano segura y se distinguen perfectamente unos de otros; el lenguaje de
los amantes es fogoso, natural y apasionado, y la facilidad del diálogo,
no exenta en general de valor y belleza poética, es á veces inimitable.
Casi siempre se rinde fiel homenaje á las costumbres nacionales, y se
les da animación y vida, y todo esto, juntamente con las excelencias
indicadas, infunde tal placer, que casi se olvida por completo la seca y
hasta repugnante historia que constituye su fondo. Todas estas bellezas
hacen de _La Celestina_ una obra muy superior á cuantas imitaciones le
siguieron, y hasta se puede dudar si la iguala el gran Lope de Vega en
su _Dorotea_, imitación también de ella.
Si había de elevarse el drama español á grande altura, era preciso que
siguiera la senda trazada por los autores de _La Celestina_. Menester
era no salir de la región de la verdadera poesía, aprender á trazar
planes dramáticos, y sustituir á la prosa el lenguaje de la poesía. No
puede negarse, á pesar de esto, que ese drama informe fué un estímulo
eficacísimo para sacar al español de su infancia. La facilidad y
animación de su diálogo en prosa, su pintura verdadera de costumbres,
sus caracteres bien determinados y exactos, podían servir de modelos á
los poetas dramáticos del siglo XVI. El influjo especial de _La
Celestina_ fué mucho más vasto y duradero, y es interesante explicar por
ella muchas particularidades de la comedia española posterior, más
perfecta. Sempronio, por ejemplo, el criado astuto y hablador de
Calixto, sirve de tipo á otros personajes muy semejantes, que observamos
después á menudo en las obras dramáticas. Lo mismo sucede con la
imitación de los amores apasionados y románticos de Calixto y Melibea
por los criados, que se repite luego en la escena con frecuencia, y es
uno de sus temas favoritos.
Conveniente es, sin duda, hablar de Gil Vicente, poeta portugués, al
escribir la historia del teatro español, no sólo por la influencia que
sus composiciones dramáticas, escritas para su país natal, tuvieron en
el desarrollo del arte de esta nación vecina, sino también por las que
escribió en castellano, de nuestra propia y peculiar incumbencia. Gil
Vicente[215] nació en la segunda mitad del siglo XV, aunque no es
posible fijar con exactitud el año, ni tampoco el lugar de su
nacimiento, que, según unos, fué Guimaraens, y, según otros, Barcellos ó
Lisboa[216]. Era de familia distinguida, y se dedicó, por dar gusto á
sus padres, á la carrera del foro. Sin embargo, fué tan irresistible su
inclinación á la poesía, que no se vió satisfecho hasta que abandonó el
estudio de la árida jurisprudencia, y se consagró por completo al culto
de las musas. Su primera obra dramática se representó el 6 de junio de
1502 en la corte de Manuel el Grande. Destinóse á celebrar el natalicio
del infante, que después subió al trono con el nombre de Juan III, y
tuvo tal éxito, que alentó al poeta á seguir con ardor la senda
comenzada. Representáronse también otras piezas suyas en el reinado de
D. Manuel, aunque el período más brillante de su vida poética caiga en
el de Juan III, tan aficionado á los dramas de Gil Vicente, que
representó en algunos ciertos papeles. La fama del poeta voló por el
extranjero, y Erasmo de Rotterdam aprendió el portugués, sólo con el
objeto de leer en su lengua las obras de Gil Vicente.
Tales son las noticias, que tenemos, de la vida y obras del autor
cómico, más ilustre de su tiempo. No se sabe, si á semejanza de los
poetas dramáticos más antiguos de España, fué también director de
teatro, aunque no hay duda alguna de que representó en varias
composiciones suyas[217].
Tampoco se sabe con certeza la época en que falleció, si bien se presume
que debió ser hacia el año de 1536[218]. Su hija Paula heredó su fama
como excelente actriz, y su hijo Luis fué un poeta de los más populares.
Este publicó en el año de 1562 la primera edición completa de las obras
de su padre[219].
Si las últimas producciones dramáticas de Gil Vicente alcanzan hasta
bien entrado el siglo XVI, las primeras, como hemos dicho, se
escribieron en el primer decenio del mismo, y por tanto, siguen también
inmediatamente á las primeras de Juan del Encina. Son, sin embargo, muy
superiores á ellas en animación é interés dramático, y, en nuestro
concepto, no existe poeta alguno español anterior, que juntara en sí
tanto ingenio y tanta instrucción con otras dotes populares dramáticas,
de las que hacen gran efecto en el teatro. Indudablemente sería Gil
Vicente uno de los principales fundadores del drama español, dado el
caso de que sus dramas se representaran en España. Verdad es que no hay
datos auténticos, que confirmen este aserto, por lo demás no exento de
verosimilitud. No cabe la menor duda de que Gil Vicente escribió no
escasa parte de sus obras en español, y aun que se propusiese
principalmente con esto agradar á la princesa Beatriz, que era española,
hay razones para sospechar que penetraron también en el país, en cuya
lengua estaban escritas. Naturalmente se hubo de sentir en España la
falta de dramas más perfectos que las improvisadas farsas populares,
desde que las primeras producciones de Encina despertaron la afición á
ellas, y tanto más, cuanto que, por lo que sabemos, ningún autor español
pudo satisfacerla, y las compañías cómicas, como indicamos antes,
prosiguieron después en aumento. Hasta se puede sostener como probable
que las composiciones dramáticas portuguesas se representaron en España,
al menos en las provincias limítrofes, en que se entendía más
fácilmente la lengua portuguesa. Y aun suponiendo (puesto que lo dicho
antes sólo debe valer como una presunción más ó menos fundada) que las
obras del vate lusitano no se representasen nunca en teatros españoles,
no puede, sin embargo, negarse que ejercieron influjo literario en los
poetas dramáticos del país vecino, pues así se desprende de la semejanza
de su índole y de su forma con la de los dramas españoles posteriores,
especialmente los castellanos, muy parecidos á los portugueses de Gil
Vicente, lo cual constituye un motivo suficiente para no pasarlos ahora
en silencio. Adviértase, además, que nuestro autor usa de ambas lenguas
en algunos de sus dramas.
Cuando hablamos de la superioridad literaria de las obras de Gil
Vicente, ha de entenderse que lo hacemos de una manera relativa,
teniendo en cuenta lo que, según todas las probabilidades, fueron los
dramas religiosos y profanos más antiguos. Sus composiciones siguen á
éstos inmediatamente, y jamás se le ocurrió imitar en lo más mínimo á
los modelos clásicos. No es, pues, extraño hallar en ellas á veces
invenciones tan singulares y groseras, como las que llenan las farsas y
misterios de la Edad media. Sin embargo, si falta instrucción artística
á este poeta, observamos por vía de compensación su extraordinaria
capacidad para exponer poéticamente los asuntos de sus dramas, y
ennoblecerlos cual corresponde, distinguiéndose siempre, hasta en sus
peores producciones, por cierta gracia sencilla y encantadora, y
guiándole su genio en ocasiones con tal acierto, que llega á trazar
planes, no indignos de los maestros que le sucedieron.
Todas sus obras están escritas en versos rimados, ordinariamente en
trocaicos de cuatro pies, con diversas combinaciones, usando con alguna
frecuencia de versos quebrados. A pesar de esta forma métrica algo
violenta, se mueve su diálogo sin esfuerzo, y es animado y gracioso
naturalmente, lo cual demuestra por sí solo la superioridad de su
talento.
Las producciones dramáticas de Gil Vicente han llegado hasta nosotros
divididas en cuatro clases, no, sin duda, fundadas en razones de
diferencia intrínseca, sino sólo acaso por obra de su editor. Al frente
de la colección va la mencionada antes, que compuso para celebrar el
natalicio del príncipe D. Juan, en el año de 1502, pequeña composición
de las más sencillas, ó más propiamente un monólogo, en que un pastor
desea al rey todo linaje de dichas. Agradó tanto este ensayo del poeta,
que se le excitó á que escribiera otro semejante para la fiesta de la
Navidad. Estas últimas se hallan en la primera parte de sus obras, que
contiene los autos. Gil Vicente usó de la palabra _auto_, que indicó en
un principio todo drama, para denotar principalmente los de asuntos
religiosos, lo cual no sucedió más tarde, restringiéndose poco á poco su
significación. Sus autos pueden dividirse en dos clases bien diversas.
Corresponden á la primera ciertas piezas pequeñas, casi tan sencillas
por su índole como las de Juan del Encina, reducidas á diálogos
pastorales y algunos cantos. Algunos de éstos, compuestos en su mayor
parte para celebrar el nacimiento del Señor, como _Los autos de la
Sibila_, _Casandra_ y el de _Los cuatro tiempos_, son de una gracia
incomparable, natural y sencillo su estilo popular, y penetran hasta el
corazón por su unción religiosa y su infantil piedad, aunque en general
haya todavía en ellos muy poco, que merezca la calificación de
dramático. Al contrario, la segunda clase de autos contiene una serie de
dramas alegórico-religiosos, de composición rica y variada. Son los más
antiguos de esta especie que se encuentran, así en la literatura
portuguesa como en la española, aunque (atendiendo á una presunción, que
quizá pudiera llamarse certeza) restos, sin duda, de otras muchas
composiciones semejantes, que se habían divulgado por toda la Península
pirenáica, y desaparecieron sin dejar otras huellas, puesto que sería
absurdo no creer en su existencia, recordando las leyes y concilios,
citados por nosotros en su lugar correspondiente. Parece, no obstante,
que Gil Vicente fué el primero que ennobleció este género de poesía,
elevando su vuelo, y comenzó á operar la transición de los misterios y
moralidades de los siglos medios en las composiciones posteriores, que,
con el nombre de autos, llegaron á ser uno de los principales elementos
del teatro español.
Creemos inútil advertir, que no es posible encontrar en las obras de Gil
Vicente la profundidad de pensamiento y el fervor religioso, que
caracterizan á los maravillosos autos de Calderón, y que hacen de ellos
las producciones dramáticas más importantes que ha dado á luz el
misticismo cristiano. Limítase sólo á exponer con claridad los dogmas de
la fe católica, de manera que sean á todos comprensibles, y á entretener
agradablemente al público sin ofender su devoción. Para lograrlo se
sirve de lo cómico, lo serio y lo religioso; evoca así el mundo terrenal
como el sobrenatural, en cuanto lo consiente su poesía, y enlaza á ambos
por medio de alegorías vigorosas y enérgicas, que puedan ofrecerlos á
los sentidos. Tan poco se cuida de emplear símbolos muy profundos, como
de seguir en general un plan verdaderamente dramático, y arreglar á él
sus partes aisladas; pero á pesar de todos estos defectos, sensibles á
la simple vista, respiran sus autos tanta frescura y lozanía, que sólo
es dado á críticos miopes detenerse en aquéllos, y no reconocer y
celebrar como merecen estas últimas cualidades.
Al que no es extraño el colorido alegórico del drama de la Edad media,
no sorprenderán las singulares mezclas mitológicas, que se observan en
sus composiciones, ni las alegorías de que usa. Basta hacer una sucinta
reseña de los asuntos de los autos de Gil Vicente, para que aparezca en
toda su desnudez esta extrañeza; pero quien los lea con detenimiento no
dejará de mirar al poeta de muy distinta manera, y de celebrar la rara
habilidad, con que imprime poética armonía á las más grotescas
creaciones, la facilidad, con que expresa los pensamientos más
abstractos, inspirándoles apariencias de vida, y la inimitable gracia,
que infunde en los mayores absurdos, todo lo cual obliga á aquéllos, á
quienes son familiares las ideas sobre que giran estos dramas
religiosos, á sentir al leerlos no poco placer y contento.
Distínguese más que ningún otro, por su composición rara y singularmente
enmarañada, el _Auto da Feyra_, cuyo argumento ha expuesto Bouterweck,
motivo, en verdad, insuficiente para no darle nosotros la importancia,
que tiene, y pasarlo en silencio. En la escena primera aparece el
planeta Mercurio, y explica en una larga serie de estrofas la máquina
del mundo. Después viene el Tiempo, y anuncia una gran feria anual, á
semejanza de las de Antuerpia y Medina, aunque celebrada en loor de la
Santa Virgen. Un serafín llama á los pastores de almas y Papas ya
muertos, para que compren nuevas vestiduras, les ofrece _temor de Dios,
vendido por libras, etc._ Mientras tanto viene un demonio, levanta una
tienda para despachar sus mercancías, se chancea con el Tiempo y el
serafín, y sostiene que no escasearán los compradores de sus géneros.
Mercurio cita luego á Roma, que representa á la Iglesia, la cual vende
la paz de las almas, y contra esto protesta tan enérgicamente el
demonio, que obliga á Roma á descampar. Entran entonces dos labradores,
y uno de ellos se muestra deseoso de vender á su mujer, ó más bien de
darla gratis á quien la quiera. También aparecen dos labradoras, y una
expresa sencillas quejas contra su esposo. El mercado se inunda
gradualmente de géneros y compradores. Las costumbres de los labradores
están descritas con colores algo recargados, pero con verdad y acierto.
El demonio ofrece sus mercaderías á las labradoras, y la más piadosa,
conociendo el juego, exclama: «Jesús, Jesús, Dios y hombre verdadero,» y
al oirla, toma el demonio las de Villadiego, y el serafín se mezcla en
el tropel, para poner á la venta virtudes, aunque con poco éxito. Las
jóvenes labradoras le aseguran que los mancebos, para elegir esposa,
atienden más al oro que á las virtudes. Sin embargo, una añade que ella
ha venido porque es la feria de la Madre de Dios, y ésta no vende los
dones de su gracia, sino que los concede gratis. A tal moraleja,
malamente traída, sigue un villancico en alabanza de la Santa Virgen, y
se acaba la pieza.
En el _Auto da alma_, de 1508, no es menos admirable la alegoría. La
Iglesia nuestra madre aparece en él como posadera de las almas. «Porque,
se dice en él, de la misma suerte que es muy necesario encontrar en los
caminos posadas, para reanimar y dar descanso á los caminantes cansados,
así también es muy conveniente tropezar en la peregrinación de la vida
con una posadera, consagrada á ofrecer tranquilidad y hospedaje á las
almas, que se dirigen peregrinando á la eterna mansión de Dios.» Al
comenzar la pieza se presenta una mesa, cubierta de manjares, que
representa al altar, y cuya significación es fácil de entender, y
delante de ella la Iglesia nuestra madre, que con sus cuatro doctores,
Santo Tomás, San Jerónimo, San Ambrosio y San Agustín, da hospitalidad á
los cansados peregrinos de la tierra.
En el _Auto de Cananea_ salen á la escena en figura de pastoras la Ley
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