Historia de la literatura y del arte dramático en España, tomo I - 16

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jornadas. Añade luego que esto nada tiene de extraño, porque los tiempos
y los gustos han cambiado; porque sus antepasados hicieron también lo
mismo; porque no puede negarse que la comedia ha ganado en invención,
ingenio, gracia y hábil disposición de sus partes, y que la moderna es
preferible á la antigua por su intriga más complicada y su desenlace
(arte, que desconocen los extranjeros); porque algo ha de perdonársele
por el inapreciable solaz, que ofrece, y sus divertidos chistes; porque
se distingue por sus hechos históricos, y porque excede en la exposición
ideal de la vida, y excita la admiración por sus amorosos afectos. Dice,
por último, que los hombres ilustrados prefieren la comedia moderna,
porque su forma es más artística y más variados sus argumentos.
Esto se refiere más bien, sin duda, á la forma posterior que tuvo el
drama en tiempo de Lope de Vega, que á su desarrollo y á la parte que
cupo en él nuestro poeta; y á la verdad, en cuanto á esto es inexacto y
falso, puesto que La Cueva debió conocer á los poetas sevillanos, que le
precedieron, representando en sus comedias á dioses y reyes. La división
del drama en cuatro jornadas, parece haber sido invención suya. Más
importante que ésta es otra, de que no habla en su _Ejemplar poético_.
Débese á La Cueva (dado el caso de que no se quiera suponer que siguió
las huellas de Malara), haber arreglado y dispuesto la forma métrica de
las composiciones dramáticas, admitida después generalmente con pocas
modificaciones. Sus personajes hablan en redondillas, octavas, tercetos,
yambos sueltos, canciones italianas, quintillas y versos octosílabos,
aunque de los últimos usa principalmente en las narraciones y en las
piezas, cuyo argumento se asemeja más á los antiguos romances populares.
Si á las formas métricas dichas se añade el soneto, y si se sujetan
todas á principios más constantes y sensatos, que los arbitrarios,
observados á veces por nuestro poeta, tendremos la versificación de las
piezas más antiguas de Lope de Vega.
Una cualidad característica de las comedias de Juan de la Cueva, que
heredó luego el teatro español posterior, es la predilección con que se
detiene en hacer largas narraciones en estilo épico, y la expresión de
sentimientos líricos á que propende, de tal suerte, que la dramática
parece agobiada por las otras dos, y sus diversas partes no se hallan en
relación con el todo.
Los epígrafes, que llevan los dramas de nuestro poeta, denominados unas
veces comedias y otras tragedias, y hasta su poética, no distingue
teóricamente y con claridad un género de otro. Carece, sin duda, de una
regla fija, á qué atenerse, y á no dominarle sus singulares
preocupaciones, hubiera confesado que todas ellas pertenecen á una sola
clase. Habiendo desaparecido la leve diferencia, que separaba el
espectáculo trágico del cómico, puesto que podían concurrir en una misma
composición móviles de ambas especies, la fútil razón de que descollara
más en ellas el uno ó el otro, ó de que su desenlace fuese feliz ó
desdichado, no fué ya bastante plausible para clasificar las piezas en
esta ó aquella categoría.
En todas las obras de Juan de la Cueva se observa el sello de un talento
poético verdadero. De la decidida vocación de este hombre extraordinario
á la poesía, dan pruebas suficientes la riqueza de sus invenciones, el
brillo de su exposición, la entusiasta animación de sus descripciones, y
el fuego y la energía de su lenguaje en la pintura de los afectos.
Parece que no se conoció bien á sí mismo, cuando confesaba que se creía
principalmente destinado á la dramática. ¿Deberá, acaso, atribuirse á la
ligereza, con que escribía, las faltas capitales de sus dramas en lo que
constituye la esencia de este género de poesía? Tan desprovistas están
en general de unidad, que bien puede suprimirse la mitad de sus escenas
y personajes sin que padezca detrimento el todo. Pocas veces se
descubre en ellas algo, que merezca llamarse plan; es tan arbitrario en
el desarrollo y traza de la acción, que nos obliga á pensar que el mismo
poeta no sabía casi nunca al empezar cuál había de ser su desenlace. Los
sucesos se amontonan unos sobre otros, y con tanta mayor complacencia
suya, cuanto son más extraordinarios y románticos, pero siempre falta
lazo interno que los una entre sí. La desenfrenada fantasía del poeta le
impide caminar por el cauce, que puede acercarlo á la verdad ó á la
verosimilitud; sobrepónese á todo escrúpulo para ofrecer una situación
interesante ó de efecto, ó un diálogo brillante; por lo demás, se le
importa poco que la acción siga sus pasos regulares, ó que sean ó no
constantes los caracteres de sus personajes. Escenas notables, de esas
que, separadas del conjunto, llenan plenamente y encantan á la par por
la energía y elevación del estilo, no faltan en ninguna de sus piezas;
pero ninguna de éstas puede llamarse drama verdadero. Las comedias _El
príncipe tirano_[298], _El viejo enamorado_ y _La constancia de
Arcelina_, carecen de plan de tal suerte, que apenas se descubre en
ellas el espíritu ordenador del hombre. Su argumento, rico con
profusión y variado, pasa como una sombra ante los ojos, sin dejar tras
sí impresión duradera. Encantamientos, apariciones de fantasmas,
metamorfosis, diversos amores que se cruzan, disfraces, asesinatos y
suplicios, no faltan en ellas. Dioses, furias, espectros, diablos,
figuras alegóricas, reyes, verdugos, pastores y alcahuetas forman
irremisiblemente el personal de sus composiciones, y están siempre
dispuestos á satisfacer los caprichos del poeta, á abandonar su papel y
á producir las catástrofes más violentas é infundadas. El lenguaje de
los diversos personajes no es jamás distinto; los de la clase más
abyecta recitan estrofas tan altisonantes como los reyes y dioses. La
irregularidad de la acción se da la mano con los cambios continuos y
arbitrarios de la escena, que ya es en Sevilla, ya en las montañas
cimerias de la Escitia, ya en Africa ó en el reino de Colcos, sin que en
estas perpetuas mudanzas varíe nunca el colorido local. No es posible
descifrar las épocas, en que se supone ocurrir tales sucesos, pues tanta
es la diversidad de costumbres, y tan caprichosas y arbitrarias las
mistificaciones de la mitología.
La comedia de _El infamador_, y su héroe Lucino, es menos notable por su
mérito, que por haber servido á Tirso de Molina, según todas las
probabilidades, para componer su _Burlador de Sevilla_.
_El tutor_ y _El degollado_ se diferencian de las anteriores en su plan,
algo más sensato. Mejores que todas éstas, cuya acción es inventada por
el poeta, son las que se fundan en sucesos históricos ó tradicionales,
no tanto por estar libres de las faltas indicadas, cuanto porque la
misma índole del asunto obligaba al poeta á refrenar su fantasía. _La
muerte de Virginia_ es su tragedia más regular, y la que más satisface á
las exigencias del drama. Las escenas episódicas y personajes inútiles,
que nunca faltan en las composiciones de La Cueva, aparecen en ésta en
último término, y no dañan al vivo interés que despierta la acción
principal. Otra pieza, sacada también de la historia romana, la _Comedia
de la libertad de Roma, por Mucio Escévola_, incurre, al contrario, en
todos los defectos indicados. Los tres primeros actos, llenos de los
sucesos más diversos, no tienen relación directa con el que sirve de
base á la acción, que comienza verdaderamente en el cuarto, y acaba á
toda prisa. La tragedia de _Ayax Telamon_ se distingue por sus notables
bellezas, no obstante su plan descabellado; entretéjense en ella varias
escenas imitadas de la de Sófocles, que lleva el mismo título, y algunas
otras de Virgilio y de Ovidio; todo lo cual, prueba lo familiares que
eran á nuestro poeta las obras de la antigüedad clásica. Entre los
mejores dramas de Juan de la Cueva, debe contarse también la _Comedia
del saco de Roma y muerte de Borbón_, que á pesar de hallarse muy
distante de lo que entendemos hoy por la palabra drama, nos ofrece, sin
embargo, una serie de cuadros animados y vigorosos, aunque sin enlace
alguno entre sí.
Otras tres piezas de este poeta, de las cuales no hemos hablado hasta
ahora, tratan de asuntos españoles tradicionales ó históricos, y son las
más antiguas de este género, tan manoseado después, y curiosas por lo
mismo[299]. Fúndanse las tres en viejos romances populares, los cuales
se copian á la letra, muy oportunamente, en los diálogos. El tono épico
domina en todas ellas, y el autor no muestra gran diligencia en
ajustarlo á la índole dramática de la composición. Los sucesos, en no
interrumpida serie, siguen en todo el orden de los cantos populares. Su
empeño en no omitir ninguna de las circunstancias, que refiere la
tradición, llega á tal extremo en _El cerco de Zamora_, que los
innumerables acontecimientos que lo forman, podrían ser desenvueltos en
un ciclo entero de dramas[300]. Verdad es que no carece de pasajes
interesantes, como el desafío de D. Diego Ordóñez y de los tres hijos de
Arias Gonzalo, que es una obra maestra; pero cada escena es un cuadro
aislado, cuya importancia en nada se disminuiría separado del conjunto.
Si La Cueva hubiese siempre imitado á sus modelos, se hubiera también
abstenido de los extravíos á que lo arrastraba su propia imaginación, y
siempre apareciera bajo un aspecto más favorable, que aquél con que se
muestra el dios Marte á la conclusión de su _Bernardo del Carpio_,
cuando pronuncia la apología del héroe y lo ciñe con el laurel de la
victoria, ó cuando en sus _Siete infantes de Lara_ recurre de nuevo á
sus amados conjuros diabólicos. El argumento de esta última, casi igual
al desenvuelto en el romance, es el siguiente: Los llamados infantes de
Lara, hijos de Gonzalo Bustos de Lara y de Doña Sancha, han provocado
la cólera de Doña Lambra, la cual, arrastrada por ella, excita á la
venganza contra todo el linaje de su suegro á su esposo Ruy Velázquez,
hermano de Doña Sancha. Ruy Velázquez realiza su deseo, entrega con
astucia á Gonzalo Bustos al califa de Córdoba, y atrae á los siete
infantes al campo de Almenara, en donde mueren á manos de los moros, con
su ayo Nuño Salido. Enamórase mientras tanto de Gonzalo la bella Zaida,
hermana del califa, y nace Mudarra de estos amores. Zaida teme que su
amante se escape de la prisión y la abandone, y conjura, con ayuda de la
encantadora Hafa, á los poderes infernales para que impidan su viaje. El
cautivo lo emprende, sin embargo, y llega á Salas felizmente. Mudarra
(que no ha nacido siquiera al final del segundo acto, y que aparece en
el tercero como mancebo ya crecido), se educa con arreglo á las
costumbres de los mahometanos, y al saber quién es su padre, se pone en
camino para buscarlo, llega á Salas, es recibido con alegría y se
bautiza. Se decide entonces á vengar la muerte de sus hermanos, mata á
Ruy Velázquez en singular desafío, y quema viva en su casa á Doña
Lambra.
Si se examinan las piezas de La Cueva, y se comparan con las obras
dramáticas posteriores, no se puede desconocer, que, tanto sus faltas
como sus bellezas, aparecen después en éstas, aunque algo modificadas.
Así consta no sólo de las imitaciones, que se hicieron de los dramas del
poeta sevillano, sino también de las de Lope de Vega y sus sucesores. El
brillo de su forma acostumbró tanto al público á ellas, que después no
gustó pieza alguna, que no ofreciese tan rica profusión de combinaciones
métricas, y la mezcla de épica y lírica, que las distinguía. Sus escenas
variadas y llenas de vida y su poético colorido lo arrastraba de tal
suerte, que sólo mereció el nombre de drama un conjunto romántico y
vario, una serie de situaciones sorprendentes, y hasta en el drama
histórico, como si fuese una poesía épica, se consintió tanta prolijidad
y tan larga serie de minuciosos cuadros. Los rasgos enérgicos que sembró
La Cueva en las inverosimilitudes, contradicciones y accesorios
antidramáticos de sus obras, sufrieron, sin duda, el natural influjo de
los adelantos del arte, aunque se muestran luego, en una época posterior
del drama español, con sus caracteres propios, hasta el punto de que no
cuesta mucho trabajo averiguar su procedencia. No es esto decir, que,
aun sin haber existido La Cueva, no hubiese tomado el teatro español la
misma dirección (favorecido sin duda por el espíritu y por el gusto
nacional), sino que nuestro poeta fué el primero que abrió esta senda,
no obstante su escasa cultura y sus notables faltas.
Para la historia externa del teatro, encontramos en la antigua edición
de las comedias de La Cueva dos datos no despreciables. Aparece de ella,
que entonces había en Sevilla tres diversos locales, destinados á las
representaciones escénicas: el jardín de Doña Elvira, las Atarazanas
(cobertizo, bajo el cual trabajaban en otro tiempo los cordeleros), y el
corral de un cierto D. Juan[301]. Los actores más célebres fueron
Alonso Rodríguez, Pedro de Saldaña y Alonso de Capilla.
Es de presumir que el ejemplo de La Cueva animó á otros poetas
sevillanos de este tiempo á consagrarse al teatro, aunque no se
conserven sus obras, excepto dos poco importantes de Joaquín Romero de
Cepeda, tituladas la _Comedia Salvaje_ y la _Comedia Metamorfosea_[302].
Rojas habla también de Berrio, el primero que representó en el teatro
combates de moros y cristianos, del comendador Vega (autor de _Laura_),
de Francisco de la Cueva[303] (_El bello Adonis_) y de Loyola (_Comedia
de Audalla_); aunque sin dar noticia alguna del lugar de su nacimiento y
del carácter de sus obras, lo cual es tanto más sensible, cuanto que no
hay otros datos que aclaren nuestras dudas. En este tiempo, según dice
Rojas, era costumbre que los ciegos cantasen en las representaciones
romances y letras; entre las cuatro jornadas se hacían tres entremeses,
y cuando á la conclusión había baile, salía el público muy contento.
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CAPÍTULO X.
Andrés, Rey de Artieda.--Cristóbal de Virués.--López Pinciano,
sobre el drama español.

Más duradera memoria dejaron algunos poetas de Valencia, que cultivaron
la poesía dramática poco después de Juan de la Cueva. Valencia, que,
juntamente con Sevilla, fué la ciudad más rica y populosa de la antigua
España, estaba hacía tiempo en posesión de un teatro fijo, parecido al
de Madrid, y llamado _el corral de la Olivera_. No se sabe, sin embargo,
que ningún poeta importante compusiera comedias para representarlas en
él, hasta que en el año de 1580, ó poco después, aparecieron dos
ingenios, estimulados acaso por el ejemplo de Juan de la Cueva, los
cuales acometieron la empresa de naturalizar en ella un género más
elevado de poesía.
El primero de estos dos escritores, llenos de talento, dignos también
de alabanza por sus obras en otros géneros literarios, es Micer Rey de
Artieda, infanzón de Aragón, nacido, según unos, en Valencia, en el año
de 1549, ó, según otros, en Zaragoza[304]. Consagrado al estudio desde
sus primeros años, recibió á los diez y siete el grado de doctor; enseñó
largo tiempo en Valencia astronomía; entró después en el servicio
militar, asistiendo á las funciones de guerra más importantes de la
época, como al levantamiento del sitio de Chipre y á la batalla de
Lepanto, y distinguiéndose en ellas hasta alcanzar el grado de
capitán[305]. Parece que pasó en Valencia la última mitad de su vida,
pues se encuentra en ella desde el año de 1591 al de 1613, en que murió,
figurando entre los miembros de la Academia poética de _los Nocturnos_.
Pocas obras de las muchas que compuso, se han conservado por la
imprenta, contándose entre las primeras una tragedia titulada _Los
amantes_ (Valencia, 1581), única, que existe, de sus innumerables
dramas (_Amadís de Gaula_, _El príncipe vicioso_, _Los encantos de
Merlín_), de que habla Rodríguez (_Bibl. Val._, página 58)[306]. Toda la
estructura de esta pieza descubre claramente la escuela de La Cueva,
aunque haya en ella más tendencia á la regularidad, y una forma trágica
más pura. La historia de los amantes de Teruel, tan patética y popular
en España, que sirvió después á Tirso de Molina y á Montalván[307],
forma su base, y la vigorosa pintura de los afectos y la profundidad del
sentimiento de toda ella, dan prueba del eminente talento poético de su
autor. Y que su ingenio era esencialmente dramático, se revela en el
desarrollo de la acción, que, corriendo por estrecho cauce, se ve libre
de episodios, que retarden su curso, y en las pinceladas enérgicas, con
que distingue á los caracteres. Merece especial alabanza la sobriedad y
moderación del autor, en nada semejante á la exageración y grosero
colorido, que empezaba ya á dominar en el teatro. Por esta razón debemos
mirar á _Los amantes_ de Artieda como á una de las obras más notables
de la literatura dramática española de esta época, deplorando al mismo
tiempo la sensible pérdida de las demás obras suyas. Llama siempre la
atención que algunas de estas composiciones, como _Los encantos de
Merlín_, según testifica Rojas, gustaron mucho tiempo, y que, á pesar de
su probable mérito, no hayan dejado memoria duradera; y sólo nos lo
explicamos recordando, que, según se desprende de las últimas, Artieda
se opuso al drama nacional, y defendió las reglas clásicas, causa
bastante para contribuir á la vez á que el público mirase con prevención
al autor y á sus composiciones. Más adelante, al hablar de Lope y de sus
imitadores, hablaremos también de Artieda.
Hacia la misma época, en que apareció el autor citado, se publicaron
también los primeros trabajos de otro poeta de Valencia, cuya fama,
según se deduce de la mención frecuente que se hace de su nombre,
obscureció algún tanto la de su coetáneo. Cristóbal de Virués[308],
nacido á mediados del siglo, peleó en la batalla de Lepanto, que
describió después como testigo presencial[309]; sirvió en las guerras
de Milán y Flandes[310], y, según parece, continuó hasta su muerte,
ocurrida en el año 1610, alcanzando la efectividad de capitán. _El
Monserrate_ (Madrid, 1588) y sus _Obras trágicas y líricas_ (Madrid,
1609) son pruebas de su talento poético, á cuyo cultivo se consagró á
pesar de su agitada vida. Las últimas contienen cinco tragedias, que, si
bien se imprimieron más tarde, aparecieron ya en el teatro de 1580 á
1590, y formaron en él época[311]. Por ellas se sabe que las
composiciones dramáticas se dividían ya generalmente en tres actos ó
jornadas, aunque parezca oponerse á este aserto el dicho de Virués,
confirmado por Lope de Vega, de haber sido el primero á quien se debió
esta innovación, puesto que no sólo lo contradicen Artieda y Cervantes,
sino también Francisco de Avendaño, anterior á ellos[312].
Lope y Cervantes hablan en términos honoríficos del aplauso que
merecieron las obras dramáticas de Virués[313], desprendiéndose de sus
alabanzas que debía ser un poeta de primer orden. La crítica imparcial,
sin embargo, nunca podrá darle este nombre. No puede negársele
indubitable talento; pero debemos deplorar, que, así él como La Cueva,
empleasen mal sus esclarecidas dotes por falta de gusto artístico, y
produjesen poco digno de gran estima. Sus defectos se asemejan mucho á
primera vista á los del poeta sevillano, al cual se parece también por
las combinaciones métricas de sus piezas. Variedad extraña y falta de
enlace en la acción, caprichos y monstruosidades sin cuento, detalles
trabajados con singular esmero, y conformación imperfecta del conjunto,
son sus lunares más visibles. Cuando se examinan más atentamente se
observa que no tanto provienen, como en La Cueva, de su desenfrenada
fantasía, cuanto del ejemplo de su falaz modelo, y de sus nociones
inexactas acerca de lo que constituye la esencia de la tragedia.
Virués tenía sus ideas especiales acerca del arte trágico, y así
consta, no sólo de la conformación especial de sus obras, sino también
de varios juicios teóricos, que se hallan en sus prólogos. Él, según
dice, quería fundir lo mejor del estilo antiguo, en lo mejor del
moderno; pero desgraciadamente tenía, al parecer, sobre ambos,
principios muy erróneos. Toda su noticia de la tragedia antigua estaba
reducida al conocimiento de los abortos de Séneca, no de sus verdaderas
fuentes, y fácil es de sospechar qué extrañas creaciones saldrían de la
imitación de tales modelos. Caracteres repugnantes, crímenes horribles,
escenas, que atormentan, y declamación estrepitosa constituyen lo
trágico; y al mal gusto, al horror y á la barbarie acompañan de
ordinario las más atroces y repugnantes torpezas. Para ajustarse al
_arte moderno_ ó á la idea que el poeta había formado de él, necesitaba
valerse de aventuras amorosas, intrigas, escenas burlescas, juegos de
maquinaria y espectáculos teatrales de efecto; y esta mezcolanza produce
tal confusión, tal superabundancia de personajes y sucesos, que algunas
de estas piezas pertenecen á lo más disparatado é incomprensible que se
ha visto jamás en el teatro español. Tan extraño desorden, casi frisando
con la caricatura, se muestra ostensiblemente en _El Atila furioso_,
obra patibularia, sobrecargada de toda especie de horrores, en la cual
aparecen á la vista de los espectadores, del modo más espantoso, más de
cincuenta personajes. El protagonista es un verdadero monstruo, aborto
de la perversión humana, que sólo inspira repugnancia cuando no mueve á
risa con sus frases ampulosas. Para solazar al pueblo, quema vivos al
capitán y á la tripulación de un buque enemigo, que cae en poder de los
suyos; descuartiza á tres jóvenes que lo aborrecen; ata al gobernador de
Regensburgo á la flecha de una torre; corta la naríz y las orejas á un
embajador romano porque no le teme bastante; entrega á las fieras, para
que lo despedacen, á un rey vencido de Eslavonia, etc., etc. Complicados
amoríos se mezclan á estos actos de barbarie. La reina se enamora de
Flaminia, manceba de Atila disfrazada de hombre; el general Gerardo de
la reina, y Atila de una cautiva llamada Celia. No faltan tampoco
escenas nocturnas de balcón, disfraces, situaciones cómicas, y alguna
que otra indecencia. Flaminia trama la ruina de la reina para casarse
con Atila; éste, avisado por ella, sorprende á su esposa con Gerardo,
los mata y se casa al punto con Celia. Flaminia, llena de celos, le da á
beber un brevaje que le hace perder el juicio. Asesina delirante á su
nueva esposa, grita como un endemoniado, recita un monólogo de 350
versos, lleno de extrañas hipérboles y de incomparable ampulosidad;
ahoga á Flaminia, y cae en tierra muerto. Extravagancias y absurdos
semejantes, aunque no tan pronunciados, hacen también insoportables las
tragedias tituladas _La gran Semíramis_ y _La cruel Casandra_. La
primera es curiosa porque revela conocimientos de la historia antigua,
no comunes en aquella época, y porque sirvió más tarde á Calderón para
componer dos de sus dramas más notables. El nacimiento, infancia y
educación de Semíramis (de Diodoro de Sicilia, II, 4), la historia de
Menon (ibid., II, 6), que aquí no se ciega, sino se ahorca, la muerte
violenta de Nino (de Ælian., _Var. Hist._, VII, 1), las escenas en que
Semíramis se disfraza con las ropas é insignias de su hijo y gobierna en
su nombre (Justino, I, 2), son esencialmente idénticas en ambos poetas.
Verdad es que sólo en esto se asemejan, porque al paso que Calderón
utiliza estos elementos de la acción para desarrollar una idea más
profunda, subordinándolos á ella, Virués sólo ofrece una serie de
sucesos, sin lazo que los una; las groseras pinceladas, con que describe
la sensualidad de la reina y su pasión por su propio hijo, á cuyas manos
muere, no podían convenir al gusto más refinado de la época que le
siguió, y por esto, sin duda, ideó Calderón otra catástrofe. En _La
cruel Casandra_ abandona Virués la antigüedad, entretejiendo la vieja
historia del rey León con horribles escenas de su agrado; pasiones
exageradas se desencadenan aquí hasta el delirio, pero en esta confusión
espantosa de toda especie, reina, sin embargo, cierto colorido trágico.
En _La infeliz Marcela_ (parte de la cual está tomada de la historia de
Isabel, del canto XIII del Ariosto), encontramos cierta semejanza con
las piezas de espectáculo de La Cueva, no obstante el desorden romántico
de su argumento, la superabundancia de los sucesos y las digresiones
inconvenientes, y las terribles catástrofes y muertes que la llenan.
Si nuestro deber nos obliga á señalar los defectos capitales de Virués,
es justo añadir también en su honor, que, á pesar de los incomprensibles
absurdos, á que lo arrastraba una falsa idea del arte ó la indulgencia
consigo mismo, revela talento no común, que, mejor dirigido y habiendo
imitado modelos más perfectos, hubiese dado, sin duda, resultados más
provechosos. Claras muestras de lo que Virués hubiera hecho en
circunstancias más favorables, se descubren en todas sus obras, en las
cuales brilla á veces un vigor extraordinario, que se pierde en la
balumba de sus declamaciones, aunque de vez en cuando pinte los trágicos
afectos con singular fuerza. Y estas ráfagas luminosas, que aparecen de
repente en tan confuso caos, no son sólo pasajes aislados llenos de
entusiasmo lírico y de fogosa elocuencia, sino escenas enteras del más
poderoso efecto, cuales podían esperarse de un poeta de verdadero
talento dramático. La más rica en este género de bellezas es la _Dido_,
su última tragedia al estilo antiguo, con coros y observancia de las
tres unidades. La acción principal está perfectamente trazada, y
reálzanla á veces rasgos tan grandiosos como nobles. Una prueba de su
acierto en imitar la antigua grandeza, se encuentra en la escena del
templo de Júpiter, que hace de introducción, en donde Dido, rodeada de
los próceres de su reino, anuncia al embajador del rey de Numidia su
resolución de dar su mano á Yarbas, que amenazaba destruir á Cartago, y
en la descripción de la lucha de la reina entre su amor á Siqueo, y su
patriotismo, y principalmente en el desenlace, cuando la desdichada
hunde el puñal en su pecho, en medio de los preparativos nupciales, y en
vez de esposa ofrece un cadáver á su real amante. Si Virués hubiese sido
consecuente con estas ideas en las demás partes de su obra, sin perder
de vista su objeto, su _Dido_ sería, sin duda alguna, el primer ejemplo
de una tragedia verdadera de la época moderna; pero era imposible
lograrlo trazando intrigas amorosas, que dañan á la acción principal, é
impiden que se obtenga el deseado efecto.
Más tarde trataremos de los numerosos poetas valencianos, que sucedieron
á Virués y á Artieda, y que comparten con Lope de Vega la gloria de
haber creado el teatro nacional. El orden cronológico exige que
prosigamos nuestra historia hasta la conclusión de este período en los
teatros de Madrid, que, con los de Sevilla y Valencia, forman los tres
puntos principales de la Península, en que debe estudiarse con esmero.
Para continuar nuestra narración, y anudar el hilo abandonado de
nuestros trabajos, nos servirá una obra muy importante para el estudio
de toda la literatura de aquella época, que se titula _La filosofía
antigua poética del doctor Alonso López Pinciano_[314], especie de
comentario de Aristóteles en forma epistolar, en el cual se exponen las
reglas principales que debe observar la poesía castellana, á juicio del
autor, siempre siguiendo al antiguo filósofo, pero sin dejarse cegar por
su autoridad, y desarrolladas á veces con imparcialidad y sana crítica.
Parece que esta obra, aunque impresa en 1596, había sido escrita como
unos diez años antes, acaso hacia 1580, puesto que, en toda ella, y
especialmente en la carta cuarta sobre el drama, nada hay que se refiera
al estado de la literatura dramática de la época de Lope de Vega, y por
el contrario, mucho relacionado con el período que examinamos. Este
tratado da una idea tan clara del estado del teatro en aquel tiempo; es
tan importante por los juicios que contiene para conocer la crítica de
aquella edad, y ofrece tanto interés por su animada exposición, que
conceptuamos oportuno dar de él un extracto en su parte más esencial, y
con tanta mayor razón, cuanto que hasta ahora no ha servido para
ilustrar la historia del teatro español.
En su _Philos. ant. poét._, págs. 513 y siguientes, dice así:
«Dió la una, hora después de la del comer, al tiempo que vino al
Pinciano un recado de Fadrique, diciendo, que Hugo era venido, y que
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