Dulce y sabrosa - 08

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seguridad de que no pida en lo sucesivo... Aunque bien mirado..., no es
de las que piden. Hago cuenta que me asaltó la tentación de ir al
Casino.... subí a la _sala del crimen_..., _bacarrat_, _treinta y
cuarenta_, cualquier cosa, unos cuantos pases con mala sombra..., y
veinte o treinta mil reales fuera del bolsillo. ¿Mil quinientos duros?
¡Mucho es! Me parece que me he escurrido. ¿Y si se engolosina, y yo
mismo la echo a perder, despertándole la codicia? En realidad..., ¿qué
clase de mujer es? No es cosa de hacer el primo. Una chicuela criada a
puerta de calle, en un estanco, una corista distinguida... ¡Me da una
rabia pensar que si hubiera tenido paciencia la pesco con cuatro cenas y
un traje! Pero ¡quiá! esta mujer ha cedido porque se ha enamorado de mí.
Además, ha llegado a mis manos... como nieve recién caída..., intacta.
Lo dicho: acabar de una vez, pero portándome como quien soy. La cosa
sale cara: ¡bah! cada uno lo gasta como le da la gana. No tengo potros
de carrera, ni bebo, ni compro antiguallas, ni juego. Mujeres, eso sí.
Bueno, ¿y qué? ¿en qué mejor? Si sabiendo lo que es esta chica le
pidiera a uno _antes_ el oro y el moro, daría hasta la última peseta;
conque, ¡fuera tacañería!» Y siguió el monólogo.
«Veinte mil... treinta mil reales... mil... mil quinientos... Bueno, mil
duretes, cifra redonda. En su vida ha visto tanto dinero junto. Casi
puede decirse que no hay en Madrid mujer que no se logre con eso; aunque
no, todas no. Lo cierto es que cuanto más espléndido me muestre, más
claro verá ella el propósito de romper, y aquí de lo que se trata es de
cortar por lo sano... Bien pesado y medido todo, puede que los mil duros
sean su perdición... si se los gasta en trapos y se echa a rodar por
esos mundos de Dios. Lo sentiría porque la pobre no lo merece. ¿Y a mí
qué me importa? Si se ha de perder, lo mismo sucederá dándole poco que
mucho. Con tres o cuatro mil pesetillas se vuelve loca. No serían muchos
los hombres que hicieran esto en igual caso, sobre todo pudiendo
largarse impunemente sin chistar. Por otra parte, según yo escriba la
carta de despedida, así será la impresión que ella reciba. Vamos con
calma: la carta no debe ser un rompimiento a raja tabla, porque con lo
entusiasmada que la tengo y con dinero a mano, se viene detrás de mí.
¡Horror! Hay que decirle que vendré... cuando pueda... plazo
indeterminado... los negocios... y al volver a Madrid no parezco por el
teatro en que ella esté. Son diez o doce mil reales tirados a la calle,
pero lo bailado nadie me lo quita. Diez, no, tienen que ser más... No
vayamos mermándola tanto que resulte una mezquindad. Ya sé yo que otro
no se los daría. ¡Doce mil reales a una mujer! En el teatro resultaría
absurdo, inverosímil; ¡pero yo soy quien soy! La chica me gusta como no
me ha gustado ninguna mujer. ¡Si no fuera por miedo a la duplicación de
mi individuo, un demonio la dejaba yo! La verdad es que Dios debió
decir: _Crescite et multiplicamini..._ si os conviene, y si no, no. En
fin, ¿para qué tengo el dinero? ¿me da la gana de quedar bien? ¡pues lo
hago y _San Seacabó_! ¡Quién me dice a mí que luego, cuando ande yo
rodando de juerga en juerga y de amorío en amorío, no me la encuentro y
reanudamos por unos días! ¡También somos burros los hombres! Tendría
gracia que fuese yo capaz de recogerla de los brazos de otro, cuando
ahora es mía, y nada más que mía. Eso sería lo mismo que no saborear un
buen plato, dejar que se lo llevaran a la cocina, y cuando lo hubieran
catado y pringado en él los criados, volver a pedirlo para chuparme los
dedos de gusto. ¡Qué mal organizado está el mundo! Vamos a ver, ¿por qué
no había yo de seguir con esta mujer hasta que nos cansáramos, y
después, sin reñir, separarnos pacíficamente como dos buenos amigos que
han hecho juntos un negocio? ¿Dónde mejor negocio que pasar una
temporadita en plena felicidad? Y en seguida, lo mismo con otra. Pero...
que no me salieran tan caras; porque... ¿En qué quedamos? ¿Cuánto le
doy? ¿Diez, doce, veinte, treinta mil reales...?»
Se puso a escribir sin tenerlo fijamente resuelto. Comenzó una carta, la
rompió, y después otras. Por fin le pareció que la tercera o cuarta
quedaba bien. Luego sacó de la cartera un sobre, y de éste tres talones,
con los huecos en blanco, contra el Banco de España. Tomó uno de ellos,
y al ir a llenar los claros del impreso, se quedó pensativo, mordiendo
el mango de la pluma, como poeta que no halla consonante.
¡Qué animalucho tan despreciable es el hombre! Cuando Cristeta le abrió
los brazos no vaciló en poseerla, y ahora llevaba una eternidad pensando
si habían de ser diez o veinte. ¡Ah, mujeres! Sabed que al hombre, como
al hierro, hay que pedirle las cosas en caliente, porque pasados en uno
el entusiasmo amoroso, y la incandescencia en otro, quedan fríos y
duros, y a nada se prestan.
Sin embargo, hay hombres de hombres. Don Juan se quitó de la boca el
mango de pluma y escribió con letra clarísima _cinco mil pesetas_. Hecho
lo cual, arrojó sobre la mesa el palitroque, murmurando: «¡Quien tal
hizo, que tal pague!»
¿Lo tenéis por inverosímil? Pues sois tacaños. ¿Os parece demasiado? Es
que no habéis sentido los embriagadores halagos de Cristeta. ¿Fue
arranque de hermosísima liberalidad? Tampoco. Si la Venus antigua,
manca, mutilada, de la cual sólo gozan los ojos, y que no se digna bajar
de su pedestal, no tiene precio, ¿cuánto vale una mujer de veinte años,
estatua viva y cariñosa?
Repuesto del esfuerzo que le costó aquel rasgo, don Juan guardó en el
baúl las pocas ropas que tenía sobre las sillas y colgadas de las
perchas. La cuenta de la fonda no había que pensar en pagarla hasta más
tarde: no hiciese el diablo que Cristeta por casualidad se enterara y se
escamase.
Al día siguiente, comió mientras Cristeta estaba en el teatro; pagó al
amo, en persona, y le entregó la carta para la pobre muchacha,
diciéndole:
--No sabía que la Moreruela y yo éramos vecinos de cuarto. Dele usted
esto. Son proposiciones que le hace un empresario amigo mío.
--Vaya usted tranquilo.
A las diez salía el tren, y aunque la estación distaba poco de la fonda,
a las nueve andaba ya don Juan paseando su impaciencia por el andén, tan
contrariado y en tal estado de ánimo, que si en aquellos momentos
hubiese aparecido ella, se la lleva consigo.
Luego, al reclinar la cabeza en los ásperos almohadones del vagón, se
acordó del suave pecho de Cristeta. La forma del recuerdo no era en
verdad, muy desinteresada; pero lo cierto es que echó de menos a su
víctima, cosa en él enteramente nueva.
Al otro día pernoctó en Burdeos. Comió poco, callejeó sin saber por
dónde, y se acostó. ¡Santo Dios qué noche! Ni momento de sueño ni
instante de reposo. ¡Qué desasosiego, qué cama... y _qué espantosa
soledad_!
¿Era que se arrepentía, o simplemente que la echaba de menos? En vano
intentó explicárselo.
Cuanto sentía estaba en abierta contradicción con sus antecedentes, sus
ideas y sus prácticas amorosas; al par le daban orgullo los recuerdos y
vergüenza lo presente.
Probándose don Juan ropa en casa de su sastre, vio cierto día a una
linda muchacha, de oficio chalequera, que iba a _entregar_. El lenguaje
al par candoroso y achulado de la menestrala, su inexperiencia amatoria
y su tipo mitad picaresco y distinguido, le sorbieron el seso; casi
llegó a temer haberse enamorado de veras, cuando a las pocas semanas la
dejó por otra, no sin endulzarle el disgusto a fuerza de generosidad.
En los últimos días de una primavera cortejó a una viuda aristocrática
tan honesta y virtuosa, que no murmuraban de ella ni aun sus íntimas
amigas. Al empezar el verano logró rendirla, y comenzado en Madrid el
idilio, se dieron cita para continuarlo en un pueblecillo de baños. La
ilustre cuna de la dama, su fama de virtuosa y su intenso amor de viuda
con deseos atrasados, le cautivaron en tal grado, que también esta vez
imaginó hallarse en vías de sincero apasionamiento. Pronto se convenció
de que su entusiasmo era mero resultado del contraste que formaban los
picantes atractivos de la chalequera con el exquisito libertinaje de la
gran señora. Por temor al qué dirán no quisieron viajar juntos,
conviniendo en que él se adelantaría tres días. Despidiéronse con
derroche de caricias; hubo dúo de amor con música de juramentos; partió
el dichoso amante maldiciendo la separación, luego ella, a pesar de lo
convenido, adelantó su marcha veinticuatro horas, y en premio de tanta
priesa lo primero que vio al llegar al balneario fue al traidor don
Juan, no entretenido, sino embobado en decir melosidades a una señorita
pazguata y cursi, cuyo modesto atavío y encogidos modales formaban nuevo
y apetitoso contraste con la elegancia de la viuda.
Entre estos dos extremos, uno plebeyo y otro linajudo, yacían olvidadas
en el corazón de don Juan docenas de conquistas intermedias, de las
cuales ninguna hubo que le dejase en la memoria recuerdos mortificantes.
Así que el hombre estaba triste y desazonado, porque ahora Cristeta le
ocasionaba, juntamente, pesar de haberla perdido y casi disgusto por su
proceder respecto de ella. Jamás hasta entonces se preocupó del porvenir
que cupiese en suerte a la mujer por él abandonada. Y ahora... ¡qué
diferencia entre el estúpido diálogo en que estaba engolfado con su
propio pensamiento y el que a tales horas pudiera tener con Cristeta!
Además, su olfato estaba hecho a deleitarse con el perfume juvenil del
hermoso cuerpo de la muchacha, y las sábanas de la fonda le olían a
jabón ordinario. Y casi sentía remordimiento. ¿Qué sería de ella? Si se
perdiese, ¿quién tendría la culpa? Aunque bien miradas las cosas, ¿qué
le importaba? ¿Quién era aquella mujer? Una chica guapa que se había
dejado atrapar. ¡Bonito estaría que don Juan de Todellas se desvelase
por tan poco! Caída... seducción... engaño... palabrería ridícula.
Pasados los dieciocho años _ella_ no es nunca seducida, sino seductora.
A pesar de todas estas reflexiones, el pobre hombre pasó la noche
pensando en Cristeta como colegial enamorado de la hermanita de un
compañero.

Mientras don Juan escapaba cobardemente, falseando su carácter y
sintiendo un desasosiego moral que le avergonzaba, Cristeta volvía del
teatro a la fonda.
Entró en el vestíbulo, se acercó al casillero donde estaban las
palmatorias y las llaves, y vio junto a la de su cuarto una carta. Sin
saber por que, le dio un vuelco el corazón. La víspera había recibido
noticias de sus tíos. ¿Quién la escribiría?
En seguida, observando que el sobre carecía de sello, se tragó la
partida.
Subió precipitadamente la escalera, tiró sobre la cama el abrigo, y dejó
la carta sobre la mesilla de noche... ¡la misma mesita donde él ponía la
vela para ver mejor los encantos de su cuerpo! Despidió a la doncella,
rasgó el sobre y buscó con la mirada la firma... _tuyo, Juan_. ¡Qué
mentira!
Los ojos se le arrasaron en llanto. Lo menos tardó un cuarto de hora en
poder leer con tranquilidad de espíritu aquellas malhadadas líneas.
Decían así:
_«Cristeta mía: Lo que temíamos. Esta mañana he recibido carta del
agente. Estoy casi arruinado. Tengo forzosamente que ir a París,
desde donde te escribiré. Lo que no puedo decirte aún es cuánto
tiempo estaremos separados. Me ha faltado valor para despedirme de
ti. Si te veo no me voy. Escríbeme a mi nombre, Poste Restante (que
es como a la lista del Correo) París. El cariño que te profeso me
autoriza, sin que puedas ofenderte, para pensar en ti, por si tardo
en volver, y te dejo ese papelillo, que es un talón contra el
Banco: puedes cobrarlo aquí o en Madrid. Cuando lo presentes te
darán, sin excusa ni demora, cinco mil pesetas. No son regalo; es
por si necesitas algo. Creo que tendrás bastante hasta que nos
veamos. Escríbeme en seguida para que yo sepa que no ha habido
extravío. Las circunstancias disculpan esta precipitada marcha.
Además, tú eres muy buena y me perdonarás. Muchos, muchos besos._
_Tuyo,_
_Juan.»_
Mientras Cristeta leía la carta, se le cayó al suelo el talón contra el
Banco.
Llenósele el alma de tristeza, y lloró silenciosamente. No existen
palabras con que expresar su pena. La prosa vulgar y llana sería pálida;
la retórica, falsa e insufrible. No hay vocablo que dé idea de lo amarga
que es una lágrima, ni giro que refleje el desconsuelo que se enseñorea
del corazón desposeído de esperanza. Por supuesto que ni por asomo pensó
en que se acostaría sola. Y es que la mujer, por sensual y materialista
que sea, tiene en los instantes de dolor una pureza de sentimientos que
rara vez brilla en el hombre.

A la hora del alba, cansada de martirizarse el pensamiento, se asomó al
balcón.
Las auras, cargadas de sales marinas, vinieron frescas y vivas a besarla
el rostro, pálidamente iluminado por la claridad difusa y temblorosa.
¡Qué hermosa descripción podría hacerse de mujer romántica, joven,
bonita y abandonada! El hueco del balcón donde destaca la gallarda
figura esfumada en el incierto resplandor del amanecer; las gentiles
formas ceñidas por un abrigo de viaje; el rostro pálido y ojeroso;
aquellos labios huérfanos del beso; aquel pecho sin corsé, cuya blandura
descansaba, no en las avariciosas manos del amante, sino en la fría
barandilla de hierro..., el ánimo combatido por la desesperación, el
cuerpo invadido de laxitud... y el sol oculto entre un cendal de nubes,
como pesaroso de alumbrar tanta tristeza.
¡Pobre Cristeta! ¡Qué infame abandono!
En grandes errores incurre a veces la Providencia: mientras las personas
padecen hambre y sed, las bestias de sabrosa carne pastan libres en las
montañas, y los arroyos culebrean inútiles por el llano; mientras tantos
hombres permanecían castos por fuerza, aquella mujer estaba sola. Pero
Cristeta no era groseramente materialista: ¡no! lo que traía lágrimas a
sus ojos era la pérdida de las ilusiones, aves misteriosas que anidan en
el corazón, donde jamás tornan, si el desengaño las ahuyenta... Tin,
tin... Las seis. Ya pasaba gente por la calle.
Poco a poco sus pensamientos se apaciguaron, las ideas impuestas por la
realidad se abrieron paso a través del dolor exacerbado por la fantasía,
y finalmente surgió la voluntad, imponiendo cordura y calma. ¡La calma,
el recurso de los desdichados!
Borráronse de la linda frente las arrugas del ceño fruncido por la
tristeza... ¿En qué pensaba? ¡Misterio! También los hay en la realidad,
que es una gran novela.
Permaneció largo rato apoyada en la barandilla: sus labios se movían
como si hablase. Por fin, transida de frío, se entró al cuarto y cerró
el balcón. Entonces vio caído en el suelo un papel y recogiéndolo
murmuró con desprecio:
--¡Ah, sí, el dinero!
Y quedó como ensimismada.
La mujer es poco dada a pensar; mas cuando piensa despacio, ¡pobre del
hombre!
Las ropas que tenía puestas no eran lujosas; el ajuar del cuarto era
mezquino, pero ella por la actitud y la expresión de su semblante,
parecía una reina destronada, en el instante de concebir el irrevocable
propósito de reconquistar lo perdido.
Felipe II solía decir: _«El tiempo y yo para otros dos»_; Cristeta, se
contentó con murmurar:
«Haré lo que pueda.»


Capítulo XII
Siguen, Cristeta enamorada, don Quintín echándose a perder, y don Juan
sin sospechar la que le espera

Cuando, pasados algunos días, se convenció Cristeta de que don Juan no
se acordaba de ella para escribirle cuatro líneas, su tristeza rayó en
melancolía. Lo primero que se le ocurrió fue romper la contrata, volver
a Madrid, renunciar al teatro y resignarse a vivir en el estanco con sus
tíos. Lo que no se le pasó por el magín fue buscar ni desear heredero al
amante fugitivo y perdido; porque, no cabía duda, don Juan se había
escapado como chico que pone pies en polvorosa después de robar la
golosina largo tiempo deseada. Unos ratos esta idea hacía presa en su
pensamiento, otros momentos se esperanzaba con la posibilidad de
reconquistarle. Por fin, comprendió que no era cuerdo aquello de romper
la escritura. ¿Con qué pretexto? ¿Qué haría si la empresa, auxiliada por
el gobernador, se obstinase en obligarla a trabajar? Era forzoso seguir
en el teatro.
Estaba una noche sentada en su cuarto, después de concluida la última
obra en que cantaba, cuando entró a saludarla uno de sus más entusiastas
galanteadores, hijo de una rica familia comercial de Santurroriaga.
--Me alegro de que venga usted--dijo ella--porque tengo que pedirle un
favor.
--Usted no pide... manda. Y luego, aunque no me pague usted, yo me daré
por recompensado con el gusto de haberla servido.
--Hará usted bien, porque no tengo nada que dar.
--Como usted quisiera...
--Bueno, ya sabe usted que es servicio gratuito, desinteresado, sin otra
esperanza que la de que seamos buenos amigos.
--¿Nada más?
--¿Hará usted lo que yo le pida?
--De cabeza.
--Dios se lo premie. Deseo que averigüe usted, y me diga, dónde está en
París una casa de banca española que se llama de Garcitola y Compañía.
Vamos, las señas para poder enviar una carta.
--Pues... se me figura que en ninguna parte.
--¿Por qué?
--Porque mi padre está en relación con casi todas las casas españolas de
París, y esa no la he oído nombrar nunca. Conque, si tiene usted
negocios, déjese usted de semejante casa y entiéndase usted conmigo.
--¿Pero usted no lo sabe con certeza?
--Certeza, no: me enteraré, y mañana sabrá usted lo que haya, con toda
seguridad.
--Se lo agradeceré a usted con toda mi alma.
--¿Nada más con el alma?
--Déjese usted de bromas: no hemos de ser nunca más que amigos.
--¿Ni siquiera me dejará usted que la bese, como la besa un compañero en
escena?
--Bueno; me besará usted la mano, y entendiendo que el beso no tiene
importancia ni trastienda de ninguna clase.
--Quiere decir que la besaré a usted como los chicos besaban antes la
mano a los curas.
--Igualito.
A la noche siguiente supo Cristeta que ni en París ni en Madrid había
tal casa de Garcitola ni solo ni con compañía: y lo peor del caso era
que su adorador no mentía.
--¡Lo que yo me figuré!--exclamó ella.
--Ahora venga la mano--dijo él.
--Le advierto a usted que mi interés en saber si existía esa casa era por
averiguar el paradero de un hombre...; de modo que recibiré el beso que
usted me dé como quien no recibe nada. Ya ve usted si soy leal. Ahora,
si usted quiere...
Aquel hombre era discreto, y no insistió. Luego, a solas, Cristeta, se
quedó muy pensativa.
«Ésta ya me la tenía yo tragada. Ni quiebra... ni disgustos... ¡Todo
mentira! Y, sin embargo, Juan algo siente por mí... algún cariño o
principio de cariño me tiene... y miedo de que vaya en aumento, porque
si no... ¡quiá! no se escapa él con semejante cobardía. No hubiera
preparado las cosas con tanta astucia y con tales visos de verdad. ¡Ha
sido todo tan verosímil! ¡Y a mí que me dio lástima! Lo que es bien
urdido sí que ha estado. Pero ha tenido miedo, mucho miedo... Le ha
faltado valor para decirme cara a cara: 'esto se acabó'. Por supuesto
que ha pensado despacio en mí: el dinero lo demuestra. No me ha regalado
una alhaja como quien deja un recuerdo a una mujer coqueta y
vanidosa...; no, ha sido dinero, como quien dice: 'por si necesitas
algo': luego su deseo no ha sido regalarme, sino que no llegue a
faltarme nada. ¡Me dan unas ganas de devolvérselo! Pero... ¿cómo? Y
además... no, mientras yo conserve ese dinero siempre habrá algo entre
nosotros. Poco he de poder... En fin, veremos.»
A partir de entonces, Cristeta recobró aparentemente la tranquilidad de
espíritu, sobre todo en el teatro y en presencia de gentes extrañas;
hasta se dejó cortejar; pero con frecuencia se quedaba ensimismada,
sujeta al imperio de una idea, como persona que medita y fragua un plan
calculando todos los casos, incidentes y peripecias que en su desarrollo
pueden sobrevenir.
Por fin un día, tras cavilar y sufrir mucho, determinó escribirle,
procurando que sus palabras no acusaran despecho sino amargura. La
carta, después de muy pensada, quedó con estas mismas frases y
ortografía; bien es verdad que no podían exigirse superiores a quien se
crió en un estanco y comenzó a vivir en un teatro de tercer orden.
_«Querido Juan mío: No tengas miedo de que te aburra echándote en
cara lo mal y remal que te as portado conmigo. No quiero más que
decirte una cosa, y esa cosa es que no puedes tener queja de mí que
e sido tonta de remate por demasiado buena, porque lo que as hecho
tú no lo hace un cabayero, y, sin embargo, eres bueno y te quiero:
lo que no sé es por qué te as ido así, cuando yo no te he faltado
ni por soñación. También te quiero decir que no me hago ilusiones
contigo, pues estoy combencida de que ni me escribirás ni arás por
verme: yo, aunque te quiero con toda mi alma, ojalá no fuese la
pura verdad, tampoco procuraré de que lleguemos a encontrarnos en
ningún lado, porque te había de ver azorao, y no quiero que le dé
bergüenza de aber se portao mal al hombre a quien yo he, querido.
Ésta es también para decirte que ya sé que no tengo derecho ninguno
para obligarte a nada. Figúrate cuando yo no he sabido guardarme,
cómo voy a decirte por qué no has mirado por mí; los hombres sois
así, y la que se fía de vosotros merece que la maten por tonta. No
creas que me consuelo tan fácilmente, porque perdiéndote seme a ido
toda la alegría, y no por lo que tú te figurarás, sino cuando estoy
sola, muy sola, es cuando te echo de menos, porque las cosas que me
decías parecía que me querías. En fin, esto se acabó, y no soy nada
para ti, y te deseo que seas muy feliz con la que busques, pero
para mí se acabaron los hombres. Lo mucho que te he querido Juan
mío, no me ha dejado nada para otros. En fin, adiós Juan, y
disimula que haya sido tan larga; pero no lo puedo remediar, porque
estoy yorando. Ya sé que tú no me querías, y me engañabas y mentías
al revés de esta que te a querido y no te a engañao nunca tu_
CRISTA.
PORDATA: _Te doy las gracias por el dinero que me as regalado. La
primera intención que me dio fue debolvértelo, porque yo no lo he
echo por el interés; pero me lo guardo por si algún día lo
necesito, que lo sacaré pensando que me lo a dado el único hombre
de quien yo puedo tomarlo sin que me dé vergüenza, porque siempre
te he mirado como si fueras mío de beras, aunque ya sabía yo que
todo esto era por pasar el tiempo. En fin, adiós por última vez, y
que la Birgen te perdone, que yo no te deseo mal ninguno. Cuando te
as ido así, es que no volverás nunca.»_
La letra era torpe y temblorosa; algunas palabras estaban medio borradas
por las lágrimas que habían caído sobre el papel, mezclándose a la tinta
fresca.
Aunque don Juan se lo dejó encargado, no quiso dirigirle la carta a
_París-Poste Restante_, y deseosa de que no se extraviara se la remitió
a don Quintín, cerrada, y acompañada de otra para él, en que le decía lo
siguiente:
_«Querido tío: Ésta es para decirle a usted que le mando por
Fernández, como el mes pasado, dieciséis duros para ayuda de la
casa, y para que vean ustedes que no soy descastada, porque lo que
yo pueda ganar ustedes lo an echo. También ba con ésta otra carta
para el señor Todellas, y ará usted lo que yo le digo, ya le diré a
usted por qué cuando nos veamos, que será pronto, porque aquí
llueve y se acaba el berano, y se va la gente y el teatro anda
perdido esta quincena. Yo no me voy antes por no pagarme el biaje
de mi bolsillo, y con la compañía no. Pues con la carta azjunta ará
usted lo siguiente: irá usted a su casa, preguntará usted en dónde
está y sus señas, y, si no lo dicen irá usted al casino, y sino lo
preguntará usted como pueda, y enviará la carta certificada con
lacre, como cuando se manda dinero. También se me ocurre la idea de
que pregunte usted a los periodistas que iban por el teatro, y no
deje usted de hacerlo, que va se lo explicaré a usted todo, y no
quiero que sepa nada la tía, y usted me escribirá enseguida. Sin
más por hoy que me digan ustedes enseguida si han recibido ésta.
Muchos recuerdos para usted y besos para la tía de ésta su sobrina
que les quiere mucho y berles desea,_
CRISTETA MORERUELA.»

Por los días en que don Quintín recibió ambas cartas, brillaba para él
con vivo resplandores la estrella del amor: estaba sometido al imperio
de Venus, representada por Carola.
Cometió la imprudencia de mostrarse generoso, en cuanto permitían sus
ahorros, comprando hoy un vestido, mañana un abrigo; le dio para
desempeñar alhajillas, hasta la llevó a cenar al café, con todo lo cual
Carola llegó a persuadirse de que el vejete tenía dinero. Resultado: la
corista machucha y corrida determinó, primero, desplegar cuantas
zalamerías y gatadas pudiese sugerirle su deseo de asegurar la presa, y
segundo, recurrir, si fuese necesario, a la bronca y el escándalo para
evitar el abandono: cuando no bastasen las cucamonas y los mimos,
emplearía el terror. Estaba en el otoño, ya muy entrado, de su azarosa
vida, y comprendía que aquel hombre era una ganga.
Entregáronse, pues, al mayor desenfreno amoroso: ella por cálculo y él
por torpe apasionamiento.
Cuentan las historias de Oriente que Seleuco, rey de Antioquía, mandó
fabricar un estanque con fondo y muros de plata bruñida, lleno de agua
limpísima y aromatizada, donde dispuso que su prometida Maiouma nadase
desnuda a la luz de la luna, antes de serle llevada a la cámara nupcial:
y refieren las crónicas arábigas que Yusuf de Granada gozó a su favorita
Jandaya teniendo por tálamo un montón que mandó formar deshojando las
rosas más encendidas y rojas que pudieron cogerse en el Generalife; pero
estas son exageraciones de historiadores, o fantasías de poetas, que
resultan pobres y mezquinas comparadas con los modos que Carolina
inventaba para enloquecer a su amante.
Un día, fingiendo que para airearlos había sacado del cofre los trajes
de teatro, le esperó vestida de odalisca zarzuelera, con perlas de
vidrio entre las trenzas, collar de monedillas de cobre, y el cuerpo
impúdicamente semioculto entre rasos deslucidos y gasas tazadas, pero al
fin rasos y gasas como don Quintín no los había visto ni en sueños. Otra
tarde, pues aquellos desórdenes eran vespertinos, le aguardó vestida de
aldeana, y otra vez en traje de bailarina. Carola no era mujer: era un
serrallo. Pero lo que le ponía fuera de sí era admirarla de señora, con
abanico de plumas, vestido de cola, escotada y con prendido de flores en
el pecho. Cuando la veía engalanada de este modo, no se sentaba, sino
que se dejaba caer estupefacto en un sillón desvencijado: ella entonces
se ponía de media anqueta en uno de los brazos del butacón, y alzando
una copa de Champaña, que compró en el Rastro, brindaba con pardillo de
la taberna cercana: luego paladeaban a medias los incendiados sorbos, y
de fijo que no gozaron la mitad que ellos los más venturosos amantes de
la historia. No hizo tanto Aspasia, prendada de Alcibíades. Don Quintín
se anegaba en un mar de impurezas: sus amorosos aspavientos sólo eran
comparables a las convulsiones de una rana sometida a una corriente
eléctrica. Aquel hombre que imponía respeto a sus convecinos mientras
despachaba sellos y cajetillas, más serio que San Luis cuando
administraba justicia bajo el legendario roble, era por las tardes un
personaje enteramente distinto. Lo único que sentía era no tener ropa
con que disfrazarse de magnate o de emperador; de algo, en fin, con
autoridad para hacer que el mundo entero se postrara en adoración de
aquella sirena.
Sin embargo, en medio de tan enloquecedoras orgías sentía punzadas de
amargura, porque junto a los rasgados ojos de Carola descubría la
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