Dulce y sabrosa - 09

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terrible pata de gallo, y el exceso de celo con que le procuraba
placeres nuevos y sensaciones desconocidas le hacía pensar en que
aquella mujer debía de haber aprendido tan impuro arte en brazos de
otros amantes: sobre todo, le molestaba que se desesperase y quedara
rendida cuando él tardaba en responder, o no respondía, al llamamiento
voluptuoso a que ella le incitaba con todo linaje de rebuscados
artificios. Finalmente: varias veces, al hundir sus dedos en los
desordenados rizos de Carola, había sorprendido mechones de canas
ocultas en lo más recóndito del moño. ¡Terrible descubrimiento! En un
principio Carola le pareció apropiada a su edad y estado de
conservación; pero luego se le antojó algo entrada en años. ¡Cuánto más
intensas hubieran sido aquellas dulzuras compartidas con una querida
joven! Entonces, del fondo de su pensamiento surgía el recuerdo de
Mariquilla, y junto a ella, por relación de ideas, la odiosa figura de
don Juan, el hombre aborrecido, porque para don Quintín era verdad
incontrovertible que, a no evitarlo aquél, la muchacha se le hubiera
rendido. Los paralelos que establecía con la imaginación al pensar en
tales cosas, resultaban poco favorables a Carola. ¡Qué diferencia entre
sus blanduchos y manoseados encantos y el duro y levantado pecho de
Mariquilla!
Había también otro motivo para que don Quintín persistiese en su rencor
hacia don Juan; y era, que desde la época en que doña Frasquita dio
crédito a los supuestos desórdenes de su esposo con Mariquilla, no dejó
de atormentarle con furibundos celos. Consentía de mala gana en las
salidas al caer la tarde, que él aprovechaba para convertir en harén el
sotabanco de Carola; pero de noche no le permitía poner el pie en la
calle. Además, de los labios de doña Frasquita continuamente brotaban
dichos y apóstrofes tan destemplados como éstos:--«¡Carcamal! ¡No haber
tenido familia a los veinte, y querer correrla con un pie en la
sepultura! ¡Cochino! ¡Buen chasco se llevaría la que fuese, porque... al
burro que no puede con la albarda, échele usted doble carga!»
Don Quintín sonreía y callaba, esperanzado con tomar secreta venganza de
tan ofensivas frases, a falta de Mariquilla, en brazos de Carola, aunque
no fuese más que una o dos veces por semana.
Lo peor era que, sorbido por el amor, se cuidaba muy poco del estanco.
No hacía oportunamente las sacas del tabaco, no iba _al sello_ cuando
debía, se le olvidaba escoger los _peninsulares_, y hasta llegó a tomar
moneda falsa.
Tal era su situación cuando recibió las dos cartas de Cristeta. Leyó
primero la que le iba destinada, y en seguida ocultó la otra, temeroso
de que doña Frasquita la viese. Luego comenzó la curiosidad a roerle el
pensamiento. ¿Por qué escribiría su sobrina con tanto misterio al
aborrecido don Juan? ¿Qué habría pasado entre ambos? ¿Estarían en
relaciones... íntimas... _arrimaos_, que dice la gente ordinaria? El
empeño de Cristeta en averiguar su paradero, autorizaba las más
ofensivas conjeturas y don Quintín tenía el espíritu predispuesto a
concebir pecados y liviandades. ¿No estaba él enamorado hasta las
cachas? ¿Pues cómo había de ser inverosímil que Cristeta hubiese
incurrido en alguna desenvoltura?
Claro está que al imaginarlo no se apenó como si se tratara de una hija
suya; pero se disgustó y, sobre todo, aprovechó la ocasión para
acrecentar con justa causa su odio hacia don Juan; casi alegrándose por
tener motivo que atizara su deseo de venganza. Consideró a Cristeta
seducida, abandonada, y le dio lástima; mas el sentimiento que le dominó
fue el rencor. Cuando se le ocurría la idea de que tal vez la desdicha
de Cristeta fuese figuración suya, se ponía triste cual si viese
quebrantada la base de sus proyectos de venganza. ¿Se habría ella, tan
lista y juiciosa, dejado atrapar por aquel bribón? El único medio de
salir de dudas era abrir la segunda carta. ¿Con qué derecho? Con el
mismo que tuvo don Juan para burlarse de él, haciéndole juguete de una
chicuela y, lo que era peor, estorbando que la conquistase. La
dificultad estaba en abrir la carta sin que luego se conociera. Tras
largas cavilaciones, obedeciendo a una idea que le pareció tan original
como atrevida y segura, sin pararse en peligros, rasgó el sobre y leyó.
La carta le dijo claramente el infortunio de su sobrina. En el alma de
don Quintín sonó una voz que pareció gritar ¡venganza! con aquella
terrible entonación que en los dramas históricos emplean los racionistas
para gritar: «¡Arma, arma, guerra, guerra!» Después se quedó abismado en
un mar de dudas. ¿Se daría por enterado del secreto que acababa de
descubrir, confesando a Cristeta la violación de la carta? No, porque se
enfurecería. Lo conveniente era ayudarla, tenerla contenta, aparentando
ignorancia, y buscar en ella un aliado, con cuyo auxilio fuese posible
domesticar a doña Franquista y gozar de mayor libertad. Por último,
encerrado en su cuarto, releyó tres o cuatro veces la carta para
empaparse bien de sus quejas. Después buscó un sobre parecido al que
había roto, y colocando el viejo sobre el vidrio de un balcón y poniendo
el nuevo encima, calcó el primero al trasluz, haciéndolo con tanta
habilidad, que su misma sobrina hubiera quedado engañada.
Al día siguiente estuvo en la secretaría del Casino, averiguó dónde
vivía don Juan, fue a su casa, esperó al cartero, le siguió hasta
Correos, y mostrándoselo a otro cartero amigo suyo que allí estaba, hizo
que éste preguntase a su colega dónde dejó encargado don Juan que le
remitiesen las cartas que para él llegaron. La respuesta fue
satisfactoria: _12, rue de Rochechouart, París._ Y allí envió el pliego,
certificado en toda regla.

A las pocas semanas de esto llegó Cristeta, triste de ánimo y
desmejorada de cuerpo. Lo primero que hizo fue comunicar a sus tíos que
había formado irrevocable propósito de renunciar al teatro. Prometioles
que en la casa les aliviaría cuanto pudiese del trabajo, habló de
ponerse a oficio, y añadió que, a ser forzoso, se buscaría de cualquier
modo honradamente la vida: todo menos volver a pisar un escenario. Tan
firme la vieron en su resolución, que no intentaron disuadirla; don
Quintín nada objetó, comprendiendo que hubiera sido inútil; doña
Franquista lo sintió, calculando que ya no volverían sus guardadores
dedos a tocar el importe de las quincenas; pero al mismo tiempo se
alegró, imaginando que, alejada Cristeta del teatro, no habría pretexto
para que lo frecuentase su marido.
La regla de conducta que Cristeta se había impuesto consistía en esperar
los acontecimientos y dar tiempo al tiempo. En lo más recóndito del
pensamiento dejó que anidara la esperanza; en el fondo del corazón
ocultó su amor a Juan, y en lo más seguro de su cómoda guardó el pequeño
fajo de billetes de banco que cobró en Santurroriaga al presentar el
talón firmado por su ex--amante.
Su vida fue desde entonces toda recogimiento y prudencia. Por la mañana
temprano se alisaba el pelo, sin tufos, rizos, ni flequillo; se vestía
modestamente, y comenzaba a despachar en el estanco sin más descanso que
el preciso para almorzar y comer. Luego de cerrada la tienda, se
retiraba a su cuarto y allí poblaba de recuerdos su triste soledad, o
lloraba, doliéndole como a verdadera enamorada, antes la injusticia del
abandono, que la crueldad de la deshonra. Otras veces, embriagándose de
esperanzas, acariciaba proyectos, y soñando juntamente con lo porvenir y
lo pasado, le parecía que las lágrimas que le resbalaban desde las
mejillas a los labios, tenían el sabor dulcísimo de los besos perdidos.
¡La deshonra! ¿Qué le importaba? ¿Ni a qué echar de menos el encanto de
la doncellez sí jamás había de sentir no poder ofrecérselo a otro
hombre?... ¡Qué días tan largos! ¡Qué noches tan tristes! Comparaba las
de ahora, con las pasadas, y aunque exenta de grosera sensualidad, veía
que la almohada de su cama era para ella sola demasiado grande. Como de
hoguera encendida en campo raso que cuando parece apagada, de pronto se
aviva y chisporrotea al menor soplo de aire, así en su mente se iban
alzando los recuerdos. Largas y turbulentas veladas de amor, estabais
lejanas, pero no olvidadas. ¡Qué impaciencia en la espera! ¡Qué alegría
cuando llegaba! ¡En la posesión, qué completa entrega de alma y cuerpo!
¡Qué dulce laxitud en el reposo! Y en la despedida, ¡qué dulcísima pena!
¿Quién hacía la última caricia? Esto sí que era irrecordable. Las
escenas y momentos que Cristeta se complacía en evocar, no le venían a
la memoria como delirio de imaginación viciosa obstinada en reproducir
mentalmente lo que aun para el pensamiento debe ser pudoroso; eran
reminiscencias espontáneas, dispersas e incompletas, rememoradas como
versos sueltos de un poema leído en días venturosos. ¡Cuánto gozaba _él_
sepultando las manos entre sus rizos de oro, y con qué delicia aspiraba
la leve ráfaga de perfume que de ellos se escapaba! Después venía el
ruido rápido que producen las trencillas del corsé al deslizarse por
entre los ojetes metálicos; luego caían sobre la alfombra las ropas, con
gemir de ola en playa, oíase el murmullo de las frases ahogadas en
besos, y en seguida comenzaban esos primores de refinamiento amoroso que
condenan los hipócritas y disculpan los sabios. ¡Cómo los recordaba!
Juan tenía la costumbre de colocar la luz sobre la mesa de noche, porque
no le gustaba poseerla sin mirarla; durante los primeros abrazos
charlaban mucho, boca con oído. Después... un pecho anheloso sirviendo
de almohada palpitante a un rostro agradecido, y, por fin, el resplandor
del alba que, como virgen pálida y envidiosa, llamaba temblando en los
vidrios del balcón para decir a los felices amantes: «¡Basta!» Mas no
todo lo que Cristeta sentía era deliciosamente impuro, no; que junto a
la involuntaria tentación del deseo también bullían en su alma ideas
ajenas al placer. Sí; cien cuerpos quisiera tener para que él, como
señor, los poseyera, y cada noche una virginidad para entregársela; pero
al mismo tiempo, si enfermase, ¡con qué sincera abnegación le cuidaría!
Si el dolor le postrara dejándole años y años sin fuerza para oprimirla
ni voluptuosidad para besarla, ¡cuán tranquila y resignadamente se
trocaría de querida en enfermera! Entonces vendría la lujuria del
cariño, el no dormir para velarle, el contar los minutos para darle a su
tiempo los remedios, el espiar el hervor de su respiración y el ardor de
la frente y la transpiración de la piel; y los bajos oficios que a otras
personas fueran repugnantes y que ella haría gozosa saboreando su triste
y voluntaria servidumbre. Le amaba mucho, pero aún le quería más. Capaz
era de sorberle la vida y destrozarle la salud a fuerza de pedirle amor;
pero también tenía en el alma un tesoro de cariño, donde, como en un
Jordán, podían purificarse sus caricias y sus besos.
De esta suerte, entre avivar recuerdos y esperanzas con espejismos del
deseo, se le fue pasando el tiempo. Transcurrieron semanas, meses, y
llegó el aniversario del día en que le conoció... No: no fue de día, fue
de noche. Lo recordaba hasta en los menores detalles. Estaba vestida de
gitana: falda de percal muy hueca, rizos en las sienes, moño bajo y la
nuca acariciada por un manojillo de flores que parecían colocadas por el
mismo diablo. Cuantos así la vieron la elogiaron achuladamente: sólo él
tuvo valor para decir que todo aquello, por flamenco y grosero, desdecía
de su tipo elegante y fino. ¡De cuántas cosas parecidas se acordaba!
Ansiosa de saber si Juan había llegado a Madrid, fue a los teatros en
días de estreno, al primer turno del Real, y nada. Llegaba a primera
hora, acompañada de su tío, se acomodaba en una galería alta, tendía la
vista por la sala, y cuando se convencía de que Juan no estaba, se
volvía a casa con las lágrimas agolpadas a los ojos y la esperanza
refugiada en lo más hondo del alma. No era su propósito hacerse la
encontradiza, ni hablarle, ni menos reconvenirle; lo que ansiaba era
verle.
Acabó el invierno; pasaron la primavera y el verano siguiente sin que
pudiese averiguar su paradero. Cada vez que don Quintín, enviado por
ella, iba al portal de la casa en que vivía le daban la misma respuesta:
«No sabemos nada; se plantará aquí sin avisar, como siempre; luego come
unos días de fonda hasta que puede venir Mónica, su cocinera.» De cuando
en cuando Cristeta leía en los periódicos las revistas de salones por
ver si el nombre de Juan figuraba en la relación de algún baile; y si
entraba en el estanco persona de quien ella supiese que le conocía,
preguntaba con timidez mezclada de astucia. Todo era inútil: en los
teatros no se le veía, la portera seguía esperándole, y los revisteros
de salones sin nombrarle. ¿Cuál sería la causa de tan prolongada
ausencia? ¿Por huir de ella? ¡Ojalá! Señal de que no la había olvidado.
¿Estaría preso en brazos de otra? Amarga era la suposición; pero no
importaba gran cosa, porque Juan no permanecía nunca mucho tiempo en tal
cautividad: se prendaba de un cuerpo hermoso hasta conocerlo poco a
poco, beso a beso; pero enamorarse... ¡imposible! En esto precisamente
fundaba Cristeta su esperanza. ¿Cuál era su plan? A nadie lo comunicó.
Doña Franquista ignoraba que hubiese sido seducida y abandonada: don
Quintín, merced a su pasada indiscreción, sabía la verdad incompleta;
que don Juan se portó villanamente; pero del provecto que ella abrigase,
ni palabra.
Mientras tanto don Juan continuaba en París haciendo vida de hombre
alegre, libre y rico. ¿A qué narrar sus aventuras? Hoy, una pecadora más
o menos cara, de esas cuyo amor gozado sin ilusión, deja en alma y
cuerpo el descaecimiento y el hastío propios de todo lo forzado; mañana,
una gran señora de aquellas a quienes se corteja por vanidad, cuyas
caricias no valen el sobresalto que cuestan; otro día, una camarera de
fonda de las que a primera vista parecen limpias y resultan
insoportables; de cuando en cuando, la mujer con quien se tropieza en
viaje, posesión de lo anónimo, encanto de lo desconocido, los besos en
el túnel, la parada en la misma fonda, noche, almuerzo, regalo y
despedida con tristeza falsificada. Pero entre tanto desatino amoroso,
entre tanto deleite comprado, ni un solo latido de verdadera pasión. Ni
en las almohadas recién puestas de la cortesana, que diariamente se
mudan sin que su dueño sepa quién habrá de arrugarlas, ni en los cojines
sedosos del gabinete de la gran señora, aún oprimidos por el peso de
otro adulterio, ni en las camas de fonda cuyos muelles crujen hoy para
uno y mañana para otro, en ninguna parte gozó don Juan aquel plácido y
tranquilo deleite que le ofrecieron los brazos de Cristeta. No la echó
de menos ni se arrepintió de haberla huido; pero la recordaba porque las
otras mujeres se la traían a la memoria sugiriéndole involuntarias
comparaciones de que siempre salía victoriosa. Ocurríale, sin embargo,
que cuanto mayor era el encanto con que la recordaba, más intenso era
también el desasosiego que le producía, porque la reflexión se hartaba
de decirle que Cristeta no era flor de un día o estrella de una noche.
Sólo pudo librarse de ella empleando el cobarde recurso de la fuga. ¿Qué
sucedería si volviese a encontrarla en su camino? Aunque por propia
voluntad nunca evocaba su recuerdo, muchas veces, en la impaciencia de
una cita, en el ficticio entusiasmo de una parodia de amor, en medio del
enojo que causa la posesión de lo que se ha deseado tibiamente, surgía
en su pensamiento la imagen de Cristeta, única mujer que al entregársele
le había dado, al par del cuerpo, algo del alma.
Hubo antiguamente en tierra de Indias una princesa que poseyendo un
arenal extenso, quiso convertirlo en jardín. A fuerza de gastar vidas de
esclavos y talegos de monedas, pobló el arenal de flores
maravillosamente raras cada una de las cuales representaba un tesoro. Y
ocurrió, que estando un día la princesa apoyada de codos en la baranda
de ágata que dominaba aquel campo de colores vivos y movibles, vio una
flor sencillísima, blanca y ligeramente sonrosada como mejilla pudorosa,
que había brotado espontáneamente sin costar una gota de sudor ni un
hilo de agua. Y desde entonces, por mucho que la princesa se deleitase
en contemplar las flores que representaban vidas de esclavos y montones
de riquezas, siempre se le iban los ojos hacia la florecilla humilde,
cuya semilla trajo el aire misterioso de regiones lejanas.
Lo mismo le pasaba a don Juan. Las ropas casi impalpables por lo finas,
los perfumes más rebuscados, los corsés llenos de encajes no conseguían
destronar de su memoria los lienzos que envolvían a Cristeta, el natural
aroma de su limpio cuerpo y el modesto corsé blanco que tanto les hacía
reír, entre impacientes y burlones, cuando se le hacía nudos la
trencilla.
¡Misterio incomprensible! Las reminiscencias de don Juan no eran castas,
y, sin embargo, al desvanecerse y borrarse le dejaban en el alma cierta
serena placidez; semejantes al humo que cuando se alza de la tierra es
vapor sucio, y que a veces acaba por parecer en el espacio nube
resplandeciente y limpia.
Dos años y unos cuantos meses pasaron Cristeta y don Juan, viviendo de
esta suerte, cada uno por su lado.
Recordaba él de tarde en tarde, sin querer; ella no dejó un solo día de
esperarle.


Capítulo XIII
Hacen alianza el amor, que es niño, y la travesura, que es mujer

En el estanco hubo notables alteraciones originadas de aquella
alborotada pasión que se apoderó del viejo; pues lo que le hubiera
ocurrido con Mariquilla, si don Juan no lo estorbara, le sucedió con
Carola. Comenzó yendo a verla una vez por semana, como periódico de
modas o entrega de novelón patibulario; luego cada tres días, cual si su
amor fuese terciana, y acabó visitándola casi diariamente; no siendo lo
lastimoso que menudeara las visitas, sino que entre el desasosiego que
las precedía y lo desmazalado y lacio que solían dejarle, ni fuerza le
quedaba en la lengua para humedecer un sello. A consecuencia de las
cenas, y particularmente de los postres, el infeliz no tenía cabeza para
nada.
Doña Franquista, creyendo que su mal humor era rabia por habérsele
frustrado la aventura que ella evitó, le oía refunfuñar y maldecir sin
hacerle pizca de caso, hasta que irritado con aquella ofensiva
indiferencia y envalentonado por su senil amor, llegó a convertirse en
tiranuelo del hogar donde dos años antes tenía idéntica autoridad que el
gato. En vano pretendió su mujer recobrar el perdido ascendiente:
Quintín estaba desconocido: tan pronto se enfurecía por un quítame allá
esas pajas, como respondía a las lágrimas con desdeñoso encogimiento de
hombros, acabando por quedarse impasible, a modo de ídolo chino de los
que se contemplan el ombligo, con lo cual ella llegaba al paroxismo de
la cólera.
Por contera, se hizo rumboso, y no para su casa. No podía regalar a su
Circe piedras preciosas ni brocados; pero en la medida de sus posibles,
le compraba los diamantes americanos por libras, y las telas de lanilla
por kilómetros. En metálico le fue llevando primero poco a poco, y en
seguida mucho a mucho, cuanto tenía ahorrado desde que vendió la primera
tagarnina de a tres cuartos, y luego dio en la flor de sangrar el cajón
de la venta diaria, dejándolo algunas veces sin cambio de dos pesetas.
Si no trasladó al sotabanco de Carola cuanto había en la trastienda, fue
por considerarlo indigno de tan gran señora; pero la única prenda lujosa
que tenía Frasquita, un soberbio pañolón de Manila poblado de chinos y
guacamayos multicolores, pasó del cofre marital al baúl del adulterio.
Afortunadamente, la ultrajada esposa tardó mucho en saberlo.
En el estanco no se comía más que sopa, cocido, ensalada, y de postre
fruta, cuando por barata hasta los soldados podían comprarla. La
tacañería de Quintín suprimió los buñuelos de Todos los Santos, el
besugo de Nochebuena y los panecillos de San Antón; en cambio para su
daifa, pavo y perniles se le antojaban poco. Raro era el día que al ir a
visitarla no le llevaba alguna golosina; unas veces jamón con huevos
hilados, otras _píos nonos_ rellenos de dulce crema, y en viéndola
bostezar de aburrimiento, que le parecía flato, bajaba de tres en tres
las escaleras para que del café cercano trajesen un _bisté_ sepultado
bajo un cerrillo de patatas. Su mayor delicia consistía en obsequiarla
con merengues, que luego ambos comían a medias, mordiéndolos al mismo
tiempo por opuestos extremos, hasta que, tropezándose las culpables
bocas, sonaban escandalosos besos.
So pretexto de adecentarse por la mucha gente que entraba en el estanco,
y en realidad por deseo de aparecer más elegante a los ojos de su amada,
don Quintín se hizo casi gomoso. La americana pardusca, de codos raídos
y solapas sebosas, fue sustituida con otra de paño _fantasía_ a cuadros
azul--verdoso y ocre; las corbatas de tres vueltas, contemporáneas de la
_vicalvarada_, se trocaron en nudos a la marinera, ya morados como
pellejo de ciruela damascena, ya blanquisucios como cuello de tórtola;
con asombro de Frasquita, se acostumbró a mudarse de camisa dos veces
por semana; y desafiando al reuma, en lugar de calzoncillos de bayeta
amarilla, comenzó a usarlos de bombasí, que otros llaman fustán, tela
peluda, con lo cual de medio cuerpo abajo, más que hombre parecía oso
blanco. ¡Irracional y triste condición que le trajo la ponzoña de la
sensualidad!
Lo peor fue que por tanto emperejilarse y tanto ir a casa de su querida,
se relajó en la vigilancia y cuidado del despacho, de tal modo, que
cuando no le faltaban cajetillas se le concluían los sellos; resultando
que empezó por perder la confianza de los parroquianos a quienes escogía
puros, y acabó por desacreditar la tienda en pocos meses.
Lo que sucedió entonces, fue horrible. Cierto individuo que ambicionaba
el estanco y que servía de agente electoral a un personaje político,
logró que para dárselo a él se lo quitaran a don Quintín, el cual al
volver una tarde de casa de Carola, deshecho a puras caricias, se
encontró sobre el mostrador un oficio en que la Dirección de Rentas
Estancadas le desposeía de aquella concesión estanqueril, cambiándosela
por otra en los barrios bajos, que seguramente produciría mucho menos.
El golpe fue tremendo. ¡Un estanco en la calle de la Pingarrona! «¡Un
miserable tenducho donde sólo entrarían jornaleros y verduleras, donde
no se despacharía un céntimo de _escogidos_, ni sobres, ni plumas, ni
boquillas, ni más sellos que de a quince, ni apenas papel sellado!
Además, derrochados los ahorros reunidos desde tiempo de Narváez, ¿con
qué tesoros pagaría los caprichos de su adorada? ¡Adiós, regalos
agradecidos con caricias de pantera enamorada! ¡Adiós, huevos hilados y
_bistés_ con patatas, y cafés con tostada como no los soñó ningún
sátrapa de Oriente! Jamás ilusiones humanas se derrumbaron desde tan
alto. ¡Infeliz estanquero, en quien la suerte hacía escarnio,
mostrándole brutalmente que el amor, cuanto más caro cuesta, con mayor
facilidad se pierde!
Le fue preciso resignarse, y aceptó el traslado desde el estanco
céntrico al de la calle de la Pingarrona.
Antes de que se verificara la mudanza ocurrieron en la casa grandes
novedades.
Hacía tiempo que don Quintín estaba cariñosísimo y muy servicial con
Cristeta, impulsándole a ello, primero, el afán de influir en su ánimo
para que tornase al teatro, de lo cual a él no podía menos de seguírsele
provecho; y segundo, el haber adivinado que a la chica le bullía en el
pensamiento alguna maquinación contra don Juan, empresa en que estaba
dispuesto a favorecerla. «Si no tiene a ese maldito entre ceja y
ceja--pensaba--, ¿a qué viene el encargarme cada tres días que averigüe si
ha vuelto?» Ello fue que, por aquellos mismos días en que sobrevino la
traslación del estanco, supo que don Juan estaba de regreso y acto
continuo se lo comunicó a Cristeta.
¡Con qué dulcísima emoción recibió ésta la noticia! Ante la idea de
verle, su alma se bañó en alegría, después frunció el lindo ceño,
revelando perplejidad, y, por último, su actitud y la expresión de su
rostro fueron los mismos que cuando dos años atrás quedó abandonada en
la fonda de Santurroriaga. Como entonces, el ajuar de su cuarto era
modestísimo; como entonces, ella, por su arrogancia y seriedad, tomó
aspecto de reina destronada y resuelta a reconquistar el cetro. Lo que
fraguaba era misterio impenetrable. Con nadie comunicó su designio, pero
su plan debía de estar erizado de obstáculos, porque aquella noche
durmió mal. No la desvelaron voluntarios ensueños de amor sino cálculos
de presupuestos, cuentas y números.
A la mañana siguiente, hallándose con sus tíos en la trastienda, que
todos habían de abandonar en breve, les habló de esta suerte:
--Tiítos, no crean ustedes que lo que les voy a decir es por falta de
cariño...; pero en fin..., aquí todo va muy mal, y con la picardía que
han hecho de quitarles a ustedes este estanco, comprendo que habrá que
reducir mucho los gastos.
--Habla, que nos tienes con el alma en un hilo--dijo don Quintín.
--Si creen ustedes que hago lo que voy a hacer por no estar a las duras,
como he estado a las maduras, que se les quite eso de la cabeza. Yo
seguiré ayudándoles a ustedes en lo que pueda; por de pronto, aquí están
estos treinta duros para la mudanza. Y como doña Frasquita abriese más
boca que un horno, Cristeta prosiguió:--Déjenme ustedes concluir. No
quiero serles gravosa y me voy.
--¡Muchacha!
--¿Estás en tu juicio?
--Nada, nada; quiero vivir sola. Además, tal vez vuelva al teatro, y como
ustedes comprenderán, no puedo ser artista y vivir en la calle de la
Pingarrona, donde ustedes van a parar.
La conversación fue larga, mostrándose Cristeta tan firme en su
propósito, que los vicios bajaron la cabeza. Doña Frasquita tembló ante
la idea de que, si su sobrina volvía al teatro, tornase su marido a las
pasadas liviandades: don Quintín, barruntando que en aquello andaba
Juan, calló seguro de que Cristeta le hablaría luego reservadamente.
No se había equivocado. Cuando tío y sobrina se quedaron solos, dijo
ella con la energía de quien no admite contradicción:
--Óigame usted bien, tío. Quiero irme a vivir solita, porque me conviene;
no hay fuerzas humanas que me hagan desistir. Y le advierto a usted una
cosa: que sé todo lo que se trae usted con la Carolina, la que estaba de
corista cuando yo trabajaba. Y hasta me malicio que si le han quitado a
usted el estanco, es porque no piensa usted más que en ella ni se cuida
usted de nada, y a eso se han _agarrao_.
Don Quintín abrió desmesuradamente los ojos.
--Bueno--continuó Cristeta--; pues no quiero que nadie, ¿lo entiende
usted?, que absolutamente nadie sepa dónde voy a vivir. Venga quien
venga, usted como si no supiese jota. Mientras yo no disponga otra cosa.
--¿Y si viene don Juan?
--A ése menos que a nadie.
--¿Pero qué líos traes entre manos?
--A su tiempo se sabrá todo; ahora no. Y le advierto a usted que ya puede
enseñar bien la lección a la tía. Compónganselas ustedes como quieran;
pero en cuantito que digan a alguien, sea quien fuere, mi paradero,
vengo y le cuento a la tía de pe a pa todas sus trapisondas de usted; lo
de Mariquilla, que si no fue... no quedó por usted, y lo de esta mala
pécora de ahora, que le tiene a usted sorbido el seso.
--¡Chiquilla! Yo hago de mi capa...
--Usted no hace más que tonterías. Clarito; armo la de Dios es Cristo, y
entre la tía y Carola le sacan a usted los ojos. Usted verá lo que ha de
hacer para tenerme contenta; en cambio, le daré a usted de cuando en
cuando lo que pueda, no por ayudarle a mantener vicios, ¿estamos? sino
para que no meta usted mano al cajón y evitar disgustos a la tía, porque
esa chifladura de hacerse el enamorado no habrá medio de quitársela a
usted de la cabeza... es cosa de los años.
--Muchacha... ¿es que vas a darme lecciones? ¿Te has vuelto loca?
--Usted sí que está chocho; pero yo no puedo evitarlo. ¿Qué adelantaría
con tirar de la manta? La tía se moría del sofocón.
--O me ahogaba.
--Pues lo dicho. En cuanto alguien sepa, por culpa de usted, dónde vivo
yo, sabrá doña Frasquita dónde tiene usted la querida.
Tan vanidoso es el hombre, que la palabra _querida_ sonó en los oídos de
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