Dulce y sabrosa - 03

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disposiciones, y estaba llamada a conquistar grandes triunfos en el
difícil arte a que se dedicaba.
Hasta final de temporada trabajó en otras dos obras, y por una de ellas
experimentó la primera contrariedad de las muchas a que había de estar
sujeta.
Citáronla para asistir a la lectura, y acabada ésta le entregaron su
papel, de poco más de un pliego, en cuya primera hoja estaban
manuscritas las siguientes palabras:
NINFA ELÉCTRICA
La obra era una _revista_, manojo de desvergüenzas mal escritas,
adornado con música populachera de aires franceses disfrazados a la
chulesca.
La esperanza del éxito estaba fundada en media docena de decoraciones y
en los trajes de las actrices, o, más claro, en la poquísima ropa que
habían de ponerse. Cristeta tenía que salir con el pelo suelto, corpiño
liso, muy escotado, de raso _azul eléctrico_, zapatos de lo mismo, nada
en los brazos y en las piernas mallas hasta la cintura; es decir,
desnuda: porque aunque de sus carnes sólo habrían de verse el escote y
brazos, todas las líneas y prominencias del cuerpo quedaban de
manifiesto.
Cuando una de sus compañeras se lo explicó detalle por detalle, la pobre
muchacha se puso como la grana y su primer impulso fue decir que
renunciaba a ser cómica, pero le dio vergüenza avergonzarse. Volvió a su
casa malhumorada, se encerró en su cuarto y estuvo llorando hasta la
hora de tornar al teatro.
Seguramente hubo por fuerza de ocurrírsele mucho tiempo antes que
aquello había de llegar, mas no lo imaginó para tan pronto; así que su
sorpresa fue terrible. Si al menos hubiese salido a escena un día muy de
corto y otro muy escotada... pero así, de repente, sin preparación... ¡y
casi desnuda! Buscando luego paliativos a su disgusto, se dijo que el
exceso de pudor ahogaría su porvenir artístico. ¡Pues qué! ¿No había
visto, por ejemplo, y nada menos que a célebres cantantes, lucir las
piernas haciendo el paje de los _Hugonotes_, y algo más que las piernas
en la Venus del _Tannhauser_? En realidad, lo que le enfadaba
extraordinariamente no era ostentar sus encantos, porque estaba cierta
de no hacer gesto, ademán ni movimiento indecoroso: la causa principal
de su enojo era el tener que salir entre otras mujeres desapudoradas y
venales que alardeaban de su desnudez, y con quienes había de alternar y
confundirse. Esto la sacaba de sus casillas. En vano tenía ya
acostumbrados los oídos al grosero lenguaje usado en lo interior del
teatro y a las frases soeces con que algunos gomosos la perseguían; su
mirada severa y su ceno adusto ponían a todo el mundo a raya; pero
ahora, obligada a circular por entre bastidores de aquel modo, ¿cómo
evitar las bromas insolentes, los dicharachos lascivos? Y luego, al
salir a escena, ¡cómo caerían sobre su cuerpo las miradas! ¡Qué
vergüenza!... En cambio, no se reirían de ella, cual les acontecía a
algunas de sus compañeras que tenían los brazos flacos, las piernas
torcidas, las caderas desconcertadas y el escote huesoso. Segura estaba
de obtener un triunfo la noche en que se estrenase la _revista_, porque
el espejo y la comparación de sí misma con aquellas desdichadas le
habían dicho que su cuerpo era un prodigio de hermosura.
En tales dudas y vacilaciones dejó pasar días y días, hasta que se echó
encima la víspera del estreno. Entonces tuvo miedo del ridículo, pensó
que aquello no era más que una contrariedad inherente a su profesión, y
cuando al concluir el ensayo general le preguntó la sastra que a qué
hora podría ir a probarla _el traje_, la citó sin oponer resistencia
para la misma tarde, sumisa e indiferente como si se tratase de un
asunto zanjado.
Llegó la hora convenida, fue la sastra a su casa, entró en el cuartito
de Cristeta y comenzó ésta a desnudarse, dejando por fin caer sobre la
estera de cordelillo las ropas y prendas dichosas que llevaba más
inmediatas al cuerpo. Entonces la encargada de vestir y desnudar
cómicas, según los casos, no pudo reprimir una exclamación de sorpresa
y, haciendo ademán de santiguarse, dijo:
--¡Bendito sea Dios! ¡Ay, señorita; mujeres hermosas tengo vistas, pero
como usted, ninguna!
Cristeta se sintió halagada y su pudor murió a manos de su vanidad.
Letra y música de la _revista_ fueron estrepitosamente silbadas,
contribuyendo esto a realzar el triunfo de Cristeta porque cuando
mayores eran las muestras de desagrado, salió ella a las tablas y, lo
mismo fue verla el público, que acallarse el bastoneo y los chicheos. En
seguida cantó bien dos o tres coplas, de esas que luego alcanzan los
honores del organillo, y aquella música, que por sí sola no hubiese
arrancado una palmada, fue aplaudida. Al terminar hizo la artista una
pirueta, dio un saltito muy mono, y se metió entre bastidores.
Lo que entonces estalló no fue entusiasmo, sino delirio: el público
quiso que se repitiera la canción, no por oírla, sino por ver nuevamente
a Cristeta; y ésta, animada con aquel éxito personalísimo, cantó mejor y
aún se movió con más libertad. Las mujeres pensaban mirándola: «¿Qué
harán estas bribonas para ponerse tan guapas?» Los hombres se la comían
con los ojos.
A partir de aquella noche, no hubo trapero literario de los que surten
de majaderías propias y ajenas a los teatros de último orden, en cuyas
cavilaciones no entrasen como elemento dramático los encantos corporales
de Cristeta.
El empresario recibió muchas obras, donde se adjudicaban a la nueva
artista papeles que requerían poquísima ropa, con lo cual la pobre
muchacha se persuadió de que no eran su voz y su talento los que la iban
sacando a flote, sino su belleza.
Esta fue su primera desilusión.
Los pretendientes cayeron sobre Cristeta como moscas sobre pastel
fresco; mas por ninguna de aquellas conquistas se sintió halagada.
Cuantos hombres se le acercaban traían imaginado que era cosa de llegar
y besar el santo, con tal de echar antes alguna limosna en el cepillo.
Un banquero riquísimo, y muy conocido en Madrid por la protección que
dispensaba a las chicas de vida alegre, le propuso descaradamente
amueblarle un entresuelito y ponerle coche; un caballerete trapisondista
y jugador intentó llevársela una noche a cenar, imaginando que cuatro
copas de Champaña y un gabinete de fonda le asegurarían la conquista; un
autor le ofreció un papel de gran lucimiento a cambio de una cita, y
hasta el director de escena se brindó a solicitar para ella un
beneficio, a condición de que ensayasen a solas lo que hubiera de
cantar. A ser ella interesada o de temperamento fácilmente inflamable,
pronto hubiera sucumbido: su salvación estuvo, por entonces, en que ni
la deslumbraba el brillo del oro, ni la imaginación se le exaltaba hasta
poner en peligro su castidad; antes al contrario, aquella larga serie de
acometidas bruscas, en que sin poesía ni delicadeza trataron de comprar
barata su belleza, concluyó por darle asco. No se le exacerbó la virtud,
pero vio claro el peligro.
Alguna vez, al refugiarse en el cuarto del teatro, contemplando a solas
su gallarda figura ante el espejo, sintió deseo de riqueza; quizá, ebria
de adulaciones, resplandores y músicas, soñó despierta con la realidad
del amor, mas ni el fantasma del lujo ni la tentadora voz de la
Naturaleza lograron rendirla, porque se sentía humillada de no despertar
en los hombres más que la misma impureza que les inspiraban aquellas de
sus compañeras, viciosas o hambrientas, que se vendían por un traje o se
prostituían por una joya. ¿Era esto castidad ingénita, frío cálculo,
tibieza de sangre o señal de orgullo?
Cristeta no era hipócrita ni desdeñosa del amor, ni de las que, por lo
ariscas, hacen antipática la virtud; pero instintivamente consideraba su
hermosura como complemento de su corazón: quien no poseyese éste, no
disfrutaría de aquélla. Se reconocía hermosa, y no concebía que pudiera
tasarse su belleza. Era capaz de disimular el enojo y hasta de no
enojarse contra un buen mozo que, atrayéndola con exquisito arte o por
sorpresa, la besase, imprimiendo al beso aquella deliciosa ingenuidad
del niño que se apodera de una golosina; pero a cuantos se atrevieron a
propasarse con ella ofreciéndole dinero, les recibió como se recibe a un
perro en un juego de bolos. En su corazón tenían entrada libre la
impremeditada flaqueza que vence el ánimo más fuerte, la voluptuosidad
que a veces flota en el ambiente y se desliza suavemente por los
sentidos hasta lo más recóndito del alma, la ocasión traidora que llega
cuando menos se piensa; en una palabra, todos los estimulantes del amor;
en cambio, su pensamiento estaba cerrado al interés. Un día de campo, un
rayo de sol o cuatro frases dichas a tiempo, podían hacer que Cristeta
cayese trémula en los brazos de un hombre; pero quien se arriesgase a
proponerle crudamente la compra de sus labios, los vería trocados en
manantial de indignación; el enojo de Lucrecia fuera pálido comparado
con el suyo.
Sí: Cristeta era romántica, como casi todas las mujeres españolas; y de
igual suerte que en un aduar de negruzcos gitanos se puede descubrir un
niño sonrosado de pelito rubio y rizoso; a semejanza del grano de oro
que corre arrastrado entre el légamo y las toscas piedras del río, así
en aquel teatrucho donde toda obscenidad tenían su asiento, vivía ella
cercada de ex--vírgenes andariegas y mamás alquiladizas, esperando, no el
chocar de los centenes ni el crujir de las sedas, sino la voz de un
hombre que murmurase en su oído: «¡Quiéreme!»
Mujer que así pensaba no podía transigir con la perspectiva de quedarse
sin flor, exponiéndose a dar fruto que acaso no tuviese dueño conocido.
Su entereza estaba además cimentada en otra base de resistencia, acaso
más salvadora que la misma castidad romántica.
A poco de ingresar en el teatro observó Cristeta que a cuantas
compañeras suyas pecaban y se envilecían por codicia, les salía errado
el cálculo. Hoy se entregaban a un calavera rico, mañana a un señorito
achulado, tal noche a un marido ajeno, tal otra a un pollancón estúpido;
y total, alguna cena, algún traje, desempeñar a costa de uno lo que
había de lucir con otro, y a la postre el rostro ajado y la juventud
malbaratada: vida de moza mesonera, trajín constante, pocas propinas y
vejez: mendiga.
Tales fueron, durante algún tiempo, sus pensamientos.
La maledicencia y la calumnia se cebaron en ella. Quién dijo que no era
buena, sino pecadora a escondidas; quién que por avariciosa se hacía
deseable, para venderse cara; quién, llegando hasta el colmo de la
infamia, afirmó que Safo había retoñado en ella: lo cierto fue que nadie
pudo probar acusación alguna.
Por fin, cierta mañana circuló en el ensayo una noticia estupenda.
Díjose que la noche anterior Cristeta no había salido del teatro
acompañada sólo de su tío; que con ellos iba un caballero de treinta y
tantos años, buen mozo y elegante; añadiose que Cristeta se apoyó en su
brazo para llegar desde su cuarto a la calle, que luego siguieron
juntos, ella bien arrebujada en su abrigo, él subido el cuello del gabán
de pieles, y detrás, a dos pasos, como guardia de respeto, el tío
estanquero. La fiera debía de estar domada y el domador se llamaba don
Juan de Todellas.


Capítulo V
Que puede dejar dudas sobre la compatibilidad del amor y la virtud

Pocos días antes de nacer aquellas murmuraciones, paseaba don Juan por
los pasillos del teatro con un amigo, que le decía así:
--No recuerdo dónde afirma Cervantes que los alcahuetes son gentes útiles
a la república, y que debieran ser muy considerados. Bueno: pues
escudado en tan autorizada opinión, no tengo inconveniente en
presentarte a la _incorruptible_.
--¡No sabes la impresión que me ha causado esa mujer! ¿Y tú crees que
nadie ha...?
--Eso dicen, aunque también le quitan mucho el pellejo. Yo creo que es
honrada. Veremos hasta dónde llega tu buena suerte..., y te advierto dos
cosas: primera, que no te propases a ciertos atrevimientos, como cerrar
la puerta del cuarto estando solo con ella, y segunda, que te congracies
con el tío. Háblale de Espartero, elogia a la milicia nacional, quema
incienso en honor del difunto partido progresista. Por último, aunque te
parezca ridículo, enamórala _por lo fino_.
Cuando el que hizo la cita cervantesca y dio estos consejos a don Juan
entró con él en el cuarto de Cristeta, estaba ella vestida a lo gitana,
con falda de percal de mucho vuelo, pañuelo de espuma al talle, rizos en
las sienes y moño bajo, hecho un jardín a puras flores. El tío sentado
en un sillón gótico de guardarropía, leía un periódico.
Luego de las frases usuales en toda presentación, el amigo dio tres o
cuatro noticias de teatros y, pretextando saludar a una cómica, se salió
al pasillo. Don Juan, fingiendo turbación, adoptó la postura más decente
que pudo, como si estuviera en el salón de una gran señora. Frente a él
Cristeta, recostada en un pequeño diván, se entretenía en hacer nuditos
con el fleco de la pañoleta. El tío, como de encargo, no chistaba. Ya
iba don Juan a entablar conversación, temeroso de que el traspunte
llamase a Cristeta, cuando ésta, por decir algo, dijo poniéndose en pie:
--¿Qué tal? ¿Resulta gitano el traje?
--Muy característico, muy típico...
Y calló, sin terminar la frase.
--Hable usted con franqueza.
--Que no hay analogía entre usted y ese atavío.
Y como ella hiciese un mohín de sorpresa, continuó:
--Quiero decir que esa falda tan hueca, ese moño tan bajo, esos rizos
tan... subversivos, todo tan... flamenco no está en relación con la
belleza elegante y distinguida de usted. Cuanto lleva usted encima pide
una cara más, enérgica, facciones duras...
--Gracias por la galantería--repuso ella secamente.
Pero no le fue desagradable la lisonja. Estaba acostumbrada a que la
llamasen _rica en el mundo_ o barbiana, y aquella era la primera vez que
un hombre la galanteaba con finura.
--Vamos--siguió él--; convenga usted conmigo en que su fisonomía y su porte
son demasiado aristocráticos para estas flamenquerías: mejor estaría
usted con un traje de baile, de raso muy claro, por ejemplo, y con un
gran abrigo forrado de pieles que le llegase hasta los pies...; pero que
no los ocultase... Nada de alhajas: el lugar que cubrieran valdría más
que el mejor brillante. En fin, me resulta usted una gitana demasiado
señorita.
Cristeta sonrió con mayor afabilidad y repuso:
--Pues ya lo ve usted; al público le da por esto.
--Lo triste es que artistas como usted tengan que hacer estas obras.
Cristeta estaba muy acostumbrada a oír elogiar sus encantos corporales;
pero no le sucedía lo mismo respecto de sus facultades artísticas y,
sorprendida por la última frase de don Juan, repuso con más sinceridad
que amor propio:
--Pues qué, ¿cree usted que yo sirvo para otra cosa?
Con distinta mujer, don Juan hubiera aprovechado la pregunta para hacer
un juego de palabras y un chiste picante: con Cristeta no se atrevió.
--¡No lo he de creer! En cuanto se forme una buena compañía de zarzuela,
de ópera cómica española quiero decir, verá usted cómo la buscan. El día
en que haga usted un papel de sentimiento, una obra fina... se la comen
a usted.
De repente se asomó el traspunte a la puerta del cuarto y, sin
detenerse, dijo:
--Voy a empezar.
Don Juan se despidió de Cristeta prendado hasta donde él se podía
prendar de una mujer.
Aquella noche no pasó más. Sin embargo, para completa exactitud, es
necesario añadir que Cristeta trabajó más a gusto que de ordinario, y
que luego, a solas en la alcoba de su casa, recordó las palabras de don
Juan, pensando con agrado y amor propio satisfecho, en la posibilidad de
ser artista de las que rara vez tienen que ensenar en escena lo que la
mujer debe cubrir casi en todas partes. Después se esforzó por
reconstruir mentalmente su diálogo con don Juan, y le pareció que había
dado prueba de buen gusto censurando el exagerado atavío gitanesco. Por
último, pensó que otros trajes y otros papeles le sentarían mejor: por
ejemplo, el de la Princesa de _Pan y Toros_, el de la Magdalena de _La
Marsellesa_, el de Aurora en _Luz y sombra_. Sí, sí; zarzuela seria. Y
se durmió.
Don Juan no incurrió en la torpeza de volver al cuarto de la señorita
Moreruela a la noche inmediata, ni a la siguiente, ni a la otra: dejó
pasar algunos días, hasta que hubo estreno en que ella trabajase; de
modo que al verle entrar en su cuarto no sospechó que fuese por
visitarla, sino con ocasión de la obra nueva.
El tío, que había tomado muy en serio el papel de Argos, estaba, como de
costumbre, leyendo un periódico, sentado en su sillón gótico, del cual
no se levantaba más que cuando Cristeta decía: «que me voy a mudar».
Entonces se trasladaba a un rincón del pasillo, y situándose bajo un
mechero de gas, seguía leyendo, charlaba con el bombero de servicio o
daba palique a alguna de las coristas que andaban de un lado para otro
pidiéndose prestados los peines, la borla de los polvos o la mano de
gato.
Cristeta interpretaba en la pieza nueva un papel de mocita traviesa que
se fingía juiciosa. Se había vestido con sencillez, y lo que más
contribuía a su aspecto de modestia y candor era el peinado, con la raya
partida por medio y alisado luego el pelo hacia las sienes. Parecía una
colegiala. Apenas la vio don Juan, dijo como si tratase de reanudar la
conversación que anteriormente tuvieron:
--Hoy sí que está usted monísima. ¡Cualquiera diría que se ha escapado
usted de uno de esos conventos donde se educan las señoritas de la
grandeza!
--Pues mire usted, estoy que rabio. Hoy me han repartido otro papel...
también de esos que... en fin, véalo usted.
Y tomando unos pliegos de sobre la mesa del tocador, se los mostró a don
Juan, quien los hojeó rápidamente. Se trataba de otra _revista_, y en la
escena en que se hacía referencia a la última Exposición de Bellas
Artes, salían personificadas en tres guapas chicas la Arquitectura, la
Pintura y la Escultura. Había de sacar la primera corona mural, túnica
blanca, y en la mano la escuadra; la segunda era un mancebo de la época
del Renacimiento, y llevaba como atributo una paleta; y la Escultura
debía aparecer sobre un pedestal a modo de estatua, en la mayor desnudez
posible, y sin más ropaje que un trozo de paño liado a las caderas. Todo
esto lo explicó rápidamente Cristeta, añadiendo malhumorada:
--¡Y la estatua... soy yo!
Frunció don Juan el entrecejo, y exclamó, tirando los papeles sobre el
diván:
--Da grima. ¡No haga usted eso!
Tan claramente manifestó su desagrado, que Cristeta no pudo menos de
sentir sorpresa.
¿Qué le importaría a aquel buen señor, que apenas la conocía, que ella
saliese a escena más o menos ligera de ropa?
--No tengo más remedio--dijo--que conformarme. No estoy, ni acaso llegue a
verme nunca, en situación de imponerme a una empresa.
--Hasta que sea yo empresario; bien es verdad que entonces trabajará
usted lo menos posible.
Don Juan no acertó a expresar bien su pensamiento, o no se atrevió a
completarlo. Ella lo adivinó, sin embargo, y no queriendo dárselo a
entender, repuso:
--¡Pues buen modo de protegerme!
En noches sucesivas don Juan asistió con frecuencia al cuarto de
Cristeta, y por el lenguaje que usó con ella comprendió la muchacha que
había producido honda impresión en aquel hombre: mas no llegó a tener
que aceptarle ni rechazarle categóricamente.
Estaba convencida de que la cortejaba, pero con tal comedimiento, que no
le era fácil decidir la disposición de ánimo que debía adoptar respecto
de él: el mucho agrado pudiera parecer liviandad, la esquivez fuera
grosería, y despedirle con cajas destempladas era exponerse a que él la
pusiese en ridículo encogiéndose de hombros, o acaso diciéndole
claramente que se había hecho ilusiones. Por todo lo cual determinó
esperar, discurriendo de este modo: «Si piensa en mí, por muy astuto que
sea, algún día se clareará, y según sus intenciones... veremos. Una
cómica como yo no puede pensar en casarse con un hombre como él: _lo
otro_ no debe ser, no me conviene, no quisiera... Malo es que esté ya
tan preocupada. En fin...¡Dios dirá!»
Cristeta no tenía estipulado beneficio en la escritura: ¿quién podía
haber adivinado que en tan poco tiempo creciera tanto, respecto de ella,
el favor del público? Pero a falta de beneficio, el día de su santo la
empresa le hizo regalo de una corona, y sus admiradores le llenaron el
cuarto de flores y multitud de esas baratijas más o menos inútiles, como
jarroncillos bomboneras, muñecos de loza y sortijeros. Cada uno de los
que la regalaron, deseoso de mostrar su largueza o buen gusto, envió el
obsequio al teatro. Una sola persona se lo mandó a casa; y consistió el
regalo en un magnífico neceser de costura, formado por una gran caja de
piel de Rusia, colocada sobre un precioso mueblecito, y provista de
tijeras, pasacintas, devanaderas, carretes y dedal, todo de plata: nada
faltaba de cuanto puede desear una mujer aficionada a hacer labores.
Cristeta recibió el presente por la tarde, antes de ir al teatro, y
abrió la caja con alegría infantil mezclada de sorpresa, como Margarita
debió de abrir el estuche de las joyas. En uno de los casilleros
destinados al hilo había una tarjeta de don Juan, y bajo su nombre estas
palabras escritas con lápiz:
«B. L. P. a su amiga la señorita de Moreruela y le envía ese humilde
recuerdo».
Cristeta lo apreció todo de una ojeada: _amiga... señorita... humilde
recuerdo..._ ¡Cuánta finura y qué poca ostentación!
La estanquera se quedó pasmada: el tío tomó las piezas del costurero una
por una, pensando con respeto en el hombre que hacía regalo de tres o
cuatro o seis libras, de plata. Cristeta se dio a reflexionar en aquello
con más calma. Primero. ¿Por qué, contra lo acostumbrado, le envió el
presente a su casa? Sí: esto indudablemente era horror a la ostentación.
Segundo. ¿Por qué, pues el obsequio era costoso, haber gastado tanto
para ella? Aquí estaban claras la esplendidez y el deseo de agradar.
Finalmente, ¿a qué regalar un costurero a una mujer que no tenía tiempo
de dar puntada? Esto no podía explicarse.
El resultado de las anteriores y análogas cavilaciones fue que, llegada
la noche, cuando don Juan entró a saludarla en su cuarto del teatro,
apenas pudieron hablar a solas, le dijo ella sin disimular su
pensamiento ni prever la respuesta:
--Muchas, muchísimas gracias; pero señor Todellas, ¿cómo diablo ha
regalado usted eso a una infeliz que no tiene tiempo para coserse una
cinta? ¡Y cuidado que es lujoso y bonito!... Sobre todo de buen gusto.
Entonces don Juan se puso muy serio, se aproximó a la cómica, como quien
sacando fuerzas de flaqueza ha hecho propósito de osadía, y dijo con voz
sabiamente turbada:
--Cristeta, perdóneme usted la torpeza; arrincónelo usted si no le sirve;
pero mí regalo obedece a una idea que no puedo desechar.
--¿Qué idea es esa?--preguntó ella, volviendo la cabeza para mirarse al
espejo y ocultar de algún modo la emoción que le causó la fingida
turbación de don Juan.
--Pues bien, Cristeta, lo diré, aunque se ría usted de mí: cuando pienso
en usted, cosa que me ocurre con muchísima frecuencia, no veo con los
ojos de la imaginación esta mujer que ahora tengo delante, no me acuerdo
de la actriz ni del teatro, ni me gusta figurármela a usted haciendo de
ninfa, ni de chula, ni de paje...; me exaspera la idea de que todo el
mundo pueda contemplar...; en fin, cuando yo la veo a usted con los ojos
del alma, se me antoja que es usted una señorita que vive recogida en su
casa, sin que nadie pueda saber todo lo hermosa que es, sin que nadie la
profane con deseos ni miradas. Lo confieso; me hace daño... hasta sufro
viniendo aquí a verla a usted, y, sin embargo, vengo... y seguiré
viniendo mientras no comprenda que mi presencia la enoja.
Más claro, agua: pero estaba dicha la cosa de tal modo, que, aun
suponiendo que Cristeta recibiera disgusto, no podía manifestarlo. La
verdad es que en el fondo del alma sintió aquella satisfacción dulce y
apacible que en las novelas románticas experimentan las zagalas
galanteadas por grandes y poderosos señores. El diálogo terminó así:
--¡Válgame Dios, y qué formal se pone usted para decirme esas cosas! ¿No
conoce usted que todo eso tan fino se despega de estos sitios?
--Pues para probar que hablo seriamente, me voy a permitir darle a usted
un consejo.
--Diga usted.
--Haga usted una prueba... doble. La empresa está ya convencida de que
usted sirve, y de que el público ha de quererla más cada día. En cuanto
usted lo intente, verá cómo le guardan ciertas consideraciones. Niéguese
usted a hacer el papel de la pieza nueva... ese de la estatua. ¿A que no
le tuercen a usted la voluntad? Si es usted franca al decir que le
disgustan las mallas, saldrá usted ganando no tener que ponérselas. Y de
paso se convencerá usted de la alegría que yo experimentaré al saber que
no han de verla otra vez medio desnuda... y reflexione usted un poco
sobre qué clase de sentimiento será el que me inspira para que yo piense
todo esto.
--Pero... ¿qué diablos le importará a usted que salga así o de otro
modo?--le interrumpió Cristeta con dureza; y en seguida, deseando apurar
la situación, añadió--: ¿Imagina usted que voy a creer en esas
delicadezas? ¿Se le dicen de veras semejantes cosas a una actriz de este
teatro?
No deseaba ella sino que don Juan cayese en el lazo y hablara más claro.
Y como está escrito que todo Hércules tropiece con su Onfalia, don Juan
cogió una mano a Cristeta y siguió hablando de este modo:
--La temporada va a concluir; evite usted hacer ahora ese papel; nos
trataremos durante el verano, procuraré que me conozca usted a fondo,
que seamos verdaderos amigos... y ¡quién sabe! tal vez para el otoño
empiece usted a pensar en si le conviene renunciar al teatro.
Entonces no experimentó Cristeta lo que las pastorcillas solicitadas por
príncipes, sino que sintió agitársele su viva sangre madrileña, y
encarándose con don Juan, repuso ásperamente:
--Sí, que renuncie al teatro, donde al fin y al cabo puedo ser buena,
aunque no lo parezca, para dejar de serlo a beneficio de usted. Luego se
cansa usted de mí, y me deja. Lo de siempre, usted a otra... y yo...
--Es usted injusta, cruel y mal pensada--dijo don Juan, poniéndose en pie
y haciendo ademán de coger el sombrero para irse.
Cristeta le detuvo con una sonrisa, y mirándole con la más hechicera
mezcla que imaginarse puede de tristeza y ternura, repuso:
--¡Si hablara usted de veras! ¡Bah!... ¡Imposible!... Además, tengo una
contrata para salir fuera este verano.
--Pero no irá usted sola.
--Probablemente con mi tío.
--Y yo detrás.
--Veremos...; pero crea usted que desde ahora hasta el verano ya se le
habrá quitado a usted eso de la cabeza.
--No vaya usted a creer que es un capricho.
Cristeta le miró algo severa, frunció el ceño y respondió:
--Nunca he creído yo que pudiera servir para satisfacer caprichos.

Aquella misma semana tuvieron varias conversaciones parecidas. Por fin,
una noche, dando pasto a la murmuración, Cristeta y su tío salieron del
teatro acompañados de don Juan: delante iba la pareja enamorada y detrás
el estanquero.
Nadie hubo en el teatro que no diera por cierta la caída y perdición de
la Morteruelo; y, sin embargo, el diablo no tenía todavía motivo para
regocijarse. Lo único grave que pasó entre ella y su adorador fue que
una noche, mientras el tío había salido a comprar un periódico, llegó
don Juan, entró en el cuarto, se acercó de puntillas y la besó en el
cuello. Cristeta le vio por el espejo aproximarse, pero ni esquivó el
cuerpo ni mostró enfado, y mirándole con mayor dulzura que severidad, le
dijo:
--Pase... como extraordinario.
Quien presenciase el atrevimiento de él y la indulgencia de ella, acaso
imaginara que ya habían trocado el amor platónico por el experimental: y
sin embargo, Cristeta estaba tan limpia de pecado, como la madre Eva
antes de verse obligada a estrenar el primer vestido de hojas de parra
entretejidas.
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