Dulce y sabrosa - 13

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mi casa, sería lo mejor. ¿Qué tiene de particular que una señora entre a
cualquier hora del día en un portal de la calle de las Infantas? Nada.
¡Si fuese en sitio apartado, en barrio sospechoso! Cuanto más céntrica y
frecuentada es una calle menos se escama la gente de ver a un hombre
parado con una señora o acompañándola; lo que huele a pecado es
encontrarse una pareja fuera de puertas o por calles extraviadas. Sólo
el hecho de haberme citado en la Moncloa demuestra que esta pobre chica
no tiene experiencia ni pizca de malicia. ¡Está monísima! Ahora, ahora
que no está en Madrid el bestia de su marido, es cuando tengo que
domesticarla. Y ha de ser en mi casita. ¡Venus a domicilio! ¡Vaya si
vendrá! La verdad es que lo más cómodo es que ellas vengan a verle a
uno. ¡Y cómo les gusta! Se hacen la ilusión de que se truecan los sexos
y arrostran el peligro con más valor que nosotros... Me acuerdo de
aquella que me decía sentada en el sillón de mí despacho: «Un día vas a
poner en el balcón una muestra con un letrero que diga MODAS, para que
yo me asome impunemente o para que me traiga mi marido hasta la puerta.»
Cristeta no es capaz de semejante desvergüenza, pero vendrá. Esto es lo
primero que hay que procurar. Si no quiere, buscaremos otro medio.»

Aquel mismo día por la noche Cristeta mandó recado a don Quintín
rogándole que fuese a verla. Obedeció el vejete, y hablaron largo y
tendido. La sobrina dio encargos e instrucciones; el tío, por la cuenta
que le tenía, prometió obedecer.
Fue conferencia importantísima, pero secreta; semejante a esos consejos
de ministros en que se tratan cosas graves, que sólo andando el tiempo
se descubren.


Capítulo XVII
Donde el zorro se forja la ilusión de que la gallina puede venir a
entregársele

Tanto se envalentonó don Juan a consecuencia de la entrevista en la
Moncloa que, por conducto de Julia, envió a su hermosa deseada la carta
siguiente:
_«Cristeta de mi vida: No renuncio a que hablemos en lugar seguro.
Tu marido está muy lejos de Madrid, y nada tiene de particular que
una señora pase a cualquier hora del día por esta calle. Aquí en mi
casa te aguardo mañana a las tres. No hay ni puede haber lugar más
seguro. En lo porvenir acaso esto fuese imprudente: ahora no. Ven
sin miedo. No tendrás necesidad de llamar porque estaré solo y al
cuidado para recibirte, y al salir hallarás en la puerta un coche
que te llevará hasta donde quieras. ¿Vendrás? Me dice el corazón
que sí, y por supuesto, te doy palabra de honor de que no haré
nada, absolutamente nada que pueda enojarte. Vienes a casa de un
caballero. Te he querido, te quiero, y haré los imposibles por
demostrarte que estoy resuelto a poner remedio a tan dolorosa y
difícil situación. Piensa que vas a decidir de los dos para siempre
y ven sin miedo y quema este papel. Por Dios, no faltes. Tuyo
siempre,_
_Juan_
_Infantas, 80 duplicado, entresuelo.»_
Luego de enviada la carta, cayó en la cuenta de que tal vez fuese
demasiado expresiva y comprometedora; pero tal era la exaltación de su
ánimo, que se dijo: «No importa; hoy por hoy no hay peligro y aunque
estuviese aquí el marido, haría lo mismo. Lo esencial es que ella venga,
y vendrá.»
Aquella noche durmió mal, tras madrugar mucho, almorzó sin gana y se
vistió como quien pretende agradar.
Sobre la chimenea del despacho colocó dos jarroncillos llenos de flores;
en seguida, por si era curiosa y le revolvía los papeles, como habían
hecho otras, escondió varias cartas en una sombrerera vieja, arrojándola
encima de un armario, y quitó de la vista dos retratos de antiguas
conocidas y otro de una cómica fotografiada en ademán provocativo. En un
veladorcito puso un sortijero con alfileres, horquillas, agujas,
imperdibles y un gran frasco de agua de Colonia sin destapar, con su
caperuza de pergamino y sus cordones de colores. Pero, de allí a poco,
pensándolo mejor, e imaginando que aquello, además de estar en
contradicción con su carta, denotaba práctica de libertino a sangre
fría, solamente dejó el perfume y las flores.
Según las manecillas del reloj iban avanzando despacito, comenzó a
recapacitar si todo estaba dispuesto y en su punto. Nada ni nadie podría
turbarles. Los criados fueron alejados engañosamente, y la portera
advertida de que sólo dejase subir a la señora que había de llegar a las
tres.
Comenzó don Juan a dar paseos por el cuarto, y cada vez que llegaba
hasta la puerta de la escalera, aguzaba el oído, esforzándose en
distinguir y diferenciar los pasos de las gentes que subían... Los
peldaños crujen... ¡no es ella!; debe de ser una mujer muy gorda; luego
un chico que baja de estampía; después la pausada y ruidosa ascensión
del... De pronto sonó un campanillazo; tornó de puntillas hasta la
puerta, descorrió con gran tiento el ventanillo, y por una rendija
imperceptible, conteniendo la respiración, miró. Era un amigo: la
portera se había descuidado. Otro campanillazo, dos más, el último a la
desesperada, mucho más fuerte... y el inoportuno bajó lentamente la
escalera como quien da tiempo a que abran y le llamen.
Las tres menos diez. Hasta las flores, mal puestas en los búcaros,
caídas y doblados los tallos, parecían cansadas de esperar. Silencio
completo. De repente don Juan se dirige hacia la alcoba, porque más allá
del hueco que la separa del despacho, se ve la cama cubierta de un rico
paño japonés.
«Esto está mal; no debe verse tanto» pensó, y desplegando un biombo de
telas antiguas, ocultó el lecho, del cual sólo quedaron visibles las
almohadas, blancas, limpísimas, aún cuadriculadas por los dobleces del
planchado.
Al pasar ante un espejo se miró un instante y sonrió satisfecho. Tenía
la barba sedosa y muy cuidada; los ojos algo tristes, como de quien
espera una dicha, desconfiando lograrla porque no cree merecerla... El
gozo, la alegría, serán luego, cuando ella entre, porque no ha de
faltar. El marido no está en Madrid, el sitio es seguro, la impunidad
completa. Por otra parte, él se ha resignado de antemano a portarse como
caballero, a estar casi platónico para inspirar confianza. Lo demás
vendrá con el tiempo.
De cuatro miradas examinó el cuarto y le pareció que no estaba mal.
Alejando toda sospecha de ocio y frivolidad, había sobre una mesa varios
libros con señales interpoladas entre las hojas, y páginas dobladas. En
un testero de pared, llenando un hueco entre dos cuadros, se veían
brillar dos espadas de duelo que representaban la dignidad y el valor.
La alfombra no tenía motas, ni manchas de ceniza de cigarro; ni un átomo
de polvo empañaba los muebles.
¡Menos cinco! Se dirigió al balcón, y apoyando la frente contra el
vidrio, miró hacia la calle que enfilaba con el portal, por donde ella
probablemente vendría. Así permaneció un rato, que se le antojó muy
largo; mas al consultar de nuevo el reloj, vio que apenas se había
movido el minutero.
«Es difícil que una señora sea puntual; ¡tardan tanto en emperejilarse!»
Quiso distraerse leyendo periódicos; pero su imaginación tomó rumbo
hacia Cristeta y comenzó a fingírsela presente deleitándose en ella
igual que si la tuviese ante los ojos. Ensimismado y desprendido de
cuanto le rodeaba, creyó verla mientras en su casa se vestía, desazonada
y trémula, engalanándose con premeditación para venir a rendírsele. ¡Oh
portentosa fuerza de abstracción! ¡Oh bienhechora potencia imaginativa!,
¡sed benditas, porque dais al hombre la visión de la dicha deseada
cuando aún la tiene lejos... cuando acaso jamás ha de llegar!...

No, no es visión, es realidad; no imagina verla, sino que la está
mirando.
Su tocador, ni grande ni lujoso, respira limpieza y elegancia. Cristeta,
en pie, frente al espejo, pincha en el rodete rubio la última horquilla,
y con la yema de los dedos se arregla los ensortijados ricillos de la
nuca. Estremecida de pudor y de frío, se quita la bata y la tira sobre
un sofá. Las ropas interiores son finísimas; están adornadas de
estrechas cintas de tonos pálidos, y trascienden suavemente a verbena.
Las medias son negras, como exige la impúdica perversión de la moda; las
ligas, de color de rosa. Ya se calza los bien formados pies. Ahora se
pone el corsé, lleno de vistosos pespuntes, y encima el cuerpo de suave
batista para no ensuciarlo. En seguida el vestido que, arrugando el
canesú de la camisa, oculta el nacimiento del pecho y los hermosos
brazos. La falda cae, resbalando a lo largo de la enagua; se abrocha de
prisa; busca entre varias horquillas un alfiler largo para sujetar el
sombrero, y se lo prende, dejando que el velo caiga, sombreándola el
rostro dulcemente. Los guantes..., una pulsera..., la lisa de plata,
nada que tenga pedrería. Se acabó. Algo falta: pudorosa, aunque nadie
puede verla, se vuelve de espaldas a la puerta y se estira una media.
«¡Qué hermosa es! ¡Cuánta cosa bonita y elegante se ha puesto! ¡Y pensar
que tal vez yo se lo vaya quitando todo poco a poco, con mimo,
lentamente, lazo a lazo, botón a botón, broche a broche, sin que oponga
resistencia ni enfado! Pero sabe Dios lo que sucederá, porque es una
mujer excepcional, capaz, aunque venga, de no dejarse besar ni las yemas
de los dedos. Sería desesperante y ridículo que sólo viniese para que
tuviéramos una escena romántica... con lágrimas.»
El reloj marca las tres en punto, la máquina produce un quejido metálico
y el timbre suena pausadamente. ¡Qué espacio tan largo entre una y otra
campanada! Hasta los objetos parece que aguardan impacientes. Don Juan
vuelve de nuevo a pasear, atento el oído hacía la puerta y fruncido el
entrecejo por el enojo. Empieza a desconfiar.
«¡No viene! ¿Qué ridículo miedo, qué recelo se le habrá metido en el
alma? ¡Virtud de última hora!»
Torna al balcón, apoya la cabeza en la vidriera, que se empaña con el
vaho de su aliento, y exclama, hablando solo:
--¡Gracias a Dios! ¡Allí está!
Cristeta viene por lo alto de la calle, vestida como él la soñó. Sus
enguantadas manos oprimen un grueso devocionario, sujeto con un elástico
rojo, y bajo el tul del velo brillan sus rizos de oro. A cada instante
vuelve la cabeza hacia atrás. Entonces, don Juan sonríe con orgullo y se
dirige lentamente a la puerta.
Al cruzar el despacho, lo inspecciona todo por última vez. Nada falta.
Para ella la butaca en que descansará su cuerpo agitado por la emoción y
el miedo, ¡quizá por el amor! En el suelo, el almohadón, bordado por
otra mujer ya olvidada, y muy cerca, la silla baja de fumar, que él
tomará para sí, cogiéndola como al descuido, procurando tener la presa
al alcance de la mano.
Pero en la escalera no suena el esperado taconeo ni el roce crujiente de
la falda.
«¿Qué será esto?»
Vuelve precipitadamente al balcón, alza el visillo y la ve en la acera
opuesta parada ante un escaparate, como si con disimulo se contemplara
en su cristal. En realidad, lo que hace es mirar con terror a derecha e
izquierda; hasta se nota la respiración alterada que levanta y deprime
su hermosísimo pecho, Don Juan piensa:
«Esta es la última vacilación.»
De pronto, Cristeta se vuelve, avanza en dirección al portal... se
detiene para dejar paso a un hombre que va cargado, y en seguida,
obedeciendo a un impulso inesperado, con un movimiento nervioso, se
vuelve de espaldas y echa a andar muy de prisa, calle arriba, por donde
vino. Pero aún queda esperanza: de repente acorta el paso, sigue
despacio, parece que duda, vacilando entre la cita y el deber... Por fin
acelera la marcha, se aleja casi corriendo, y allá, en lo alto de la
calle, se pierde confundida en un grupo de gente, mientras don Juan,
humillado y rabioso, murmura entre dientes, rasgando el visillo del
balcón:
--¡Cobarde! ¡Bribona!
Si la coge en aquel momento, la mata.

Al anochecer se presentó en la casa un mozo de cuerda, mostrando tal
empeño por entregar al señor una carta en propia mano, que para tomarla
de la suya don Juan, todavía mohíno, salió al recibimiento.
Rasgó el sobre: lo que dentro venía era una tarjeta: el nombre
litografiado decía: _Cristeta Moreruela de Martínez_, y encima, escritas
con lápiz y mano temblorosa, estas palabras:
_«He ido asta la puerta de tu casa, y me a faltado balor. No pidas
lo imposible. Perdona a esta pobre mujer que sufre mucho, y
holbídame adiós para sienpre._
CRISTA.»
Al releer aquellas cuatro líneas, luego de ido el mozo, don Juan sonrió
como si contemplara un billete de lotería premiado.
«No me esperaba esta satisfacción, que casi es una promesa--se decía
paseando desde la sala al despacho y viceversa--: nos acercamos al
momento supremo de la crisis. Lo que me figuré: casada por despecho, y
arrepentida. Me quiere... y le falta valor... lo cual prueba que no es
mala. Yo tengo la culpa de todo. ¡Qué lucha habrá sostenido la pobre
consigo misma! ¡Qué noche habrá pasado! Porque... vamos a cuentas: si se
ha casado, aunque me quiera, por fuerza ha de costarle trabajo hacer
traición... traición, no; pero, en fin, engañar al otro. Lo que en
realidad no es más que la vuelta al primer amor, creerá ella que es una
liviandad imperdonable, y no le faltará razón, pero ¿a mí qué? Yo no soy
el marido. Por supuesto que si no hay tal marido, si sólo se trata de un
amante, y le deja por mí, ella tiene que considerarse como una mujer que
va de hombre a hombre, como hueso de perro a perro, o baraja de mano en
mano. En fin, me parece que está al caer. Lo cierto es que nosotros
somos responsables de todos los pecados, desórdenes y zorrerías que
cometen las pobres mujeres. Ésta, por ejemplo, me gustó; preparé las
cosas... y ¡mía! Luego la dejo plantada, y ella encuentra modo de
remediarse o redimirse, y lo acepta: vuelvo a verla, me encapricho de
nuevo y ¡seamos justos! ¿qué derecho tengo para quejarme ni para
llamarle _las cuatro letras_ porque también ella vuelva a encapricharse
conmigo? Indudablemente ha experimentado al verme lo mismo que yo he
sentido al mirarla... ¡Cómo se habrá acordado de las noches de
Santurroriaga! Yo estaba enviciado con amores de otra clase. La verdad
es que cuantas se me han entregado, lo han hecho por interés o por _lo
otro_: cuando no he sido pagano, he sido apagafuegos, casi un bombero
del amor. Con Crista, no. Esta tarde la hubiera matado... Y el caso es
que ha venido, ha llegado hasta la puerta... después debió de darle
miedo, es decir, no precisamente de mí, sino de sí misma, de verse
conmigo a solas. No podríamos contenernos. Mientras nos veamos al aire
libre, todo va bueno; pero como lleguemos a encontrarnos entre cuatro
paredes ¡solos! del primer beso la dejo los labios descoloridos. Ella sí
que cuando me besaba, parecía que me sorbía el alma. Hablaba más con los
ojos que con los labios. Me sucedía respecto de ella una cosa
enteramente nueva: con todas las mujeres, el verdadero encanto es antes;
con ella, la verdadera delicia era después, porque cuando se le adormece
la voluptuosidad, se le despierta la ternura. A pesar de lo cual, me
largué por cobardía, pero sin hastío. Lo cierto es que si, uno pensara
mucho en estas cosas, se volvería loco. En toda posesión hay un momento
terrible, un instante en que, al separarse las cabezas, cada uno quiere
respirar solo, a gusto, como si no hubiera pasado nada: con Crista,
no... jamás sentí a su lado el egoísmo del reposo. Los últimos besos me
sabían mejor que los primeros. Entonces, ¿por qué hice la burrada de
marcharme, humillándola y dejándola mil duros, es decir, lo que cuesta
en ramos, palcos y dijes cualquier señora de las que no tienen
vergüenza? Sin embargo, esa mujer ha venido hasta la puerta de mi casa.
Por codicia no es; basta ver la elegancia con que viste para comprender
que no necesita nada: por lujuria tampoco, porque no es viciosa. ¡Pues
si ha venido, señal de que sufre y me quiere! ¡Daría el alma por
saberlo! ¿Qué habrá hecho, qué habrá pensado antes de decidirse a venir?
La chica, Julia, me dará detalles; ataré cabos, y por el hilo sacaré el
ovillo. Mañana lo sabré.»
Toda la noche se pasó en claro el pobre don Juan haciendo planes,
ideando recursos y arrostrando mentalmente las consecuencias de cuanto
se le ocurría, que era gravísimo, porque en sus pensamientos, cálculos y
temores, ya no figuraba él solo frente a la irresoluta Cristeta, sino
que entre ambos se alzaba, misterioso y tremendo, un nuevo personaje: el
señor Martínez, propietario legítimo de aquel cuerpo adorable, dueño
legal de la mujer amada.
«¿Amada?--se decía--. No, esto no es amor, es obcecación, empeño, vanidad,
capricho: tiene que ser mía veinticuatro horas o lo que me dé la
gana...: si quiero, toda la vida: pero mía y remía como mis ideas, como
mis pensamientos. ¿Qué puede suceder? ¿Que me encapriche seriamente? Así
como así, ninguna vale lo que ella; y además, si ésta es buena, ¿voy a
pasar años y más años cambiando de mujeres?»
Muy de mañana, yerto de frío y nervioso de impaciencia, esperó a Julia
en la Plaza Mayor, viéndola llegar como el reo de muerte a quien le trae
el indulto. La chica venía esperanzada en que sus palabras se trocarían
pronto en buena propina, y sin dar tiempo a que él desplegase los
labios, dijo:
--Hoy sí que tengo cosas que hablar con usted. Pero ¿qué le ha hecho
usted a mi señorita? Razón tenía yo _pa_ maliciarme que iba usted a
meternos en un lío _mú_ gordo.
--Cuenta, cuenta. ¿Qué ha pasado? Dímelo todo; ya sabes que tu señorito
soy yo.
--¿Lo que ha pasado? La mar de lágrimas. Cuando el otro día _golví_ a
casa con la tarjeta de usted, me dije: «Suceda lo que quiera, no ando
con tapujos»; y se la di como si fuera cosa corriente. Ni chistó:
_endispués_ de leerla se puso pálida, como _amortajá_, ¡y le entró un
temblor! ¡Me daba una lástima! ¡Y _miusté_ que _pa_ darme a mí lástima
una señorita! La noche... ¡ha _tomao_ más tila! _Cá_ vez que una mujer
_tié_ que tomar tila, le debían dar rejalgar a un hombre. Al otro día,
es decir, ayer, comenzó a vestirse a las doce: se puso maja de veras. En
enaguas... un ángel. Pidió el coche _pa_ las dos. Luego supe yo, por el
cochero, que lo dejó esperando junto al oratorio de la calle de
Valverde, y se fue sola, y tardó... menos de media hora. Poco tiempo es
_pa_ cosa mala.
--Sigue, sigue.
--Yo creí, pues, que había ido _enonde_ usted, a buscarle; pero me chocó
que volviera _demasiao_ pronto: y lo mismo fue entrar en casa, que ir y
tirarse llorando encima de la cama. Y llora que te llora la _tié_ usted.
Esto acabará _mú remal_. En fin, que _golvió_ hecha una _Madalena_. Si
sigue así, se pone mala de verdad. Por supuesto, el día que venga el
amo, no paro en la casa ni _pa_ tomar dulces.
--De modo que tú crees que ella... está interesada.
--Ella está por usted, pero tiene un miedo atroz...; _lo cual que_ el
miedo puede más que usted.
--Pues adelante con los faroles, y ya sabes que todos estos paseos yo te
los pagaré bien.
--Es que... hay más, y gordo. Usted me dijo que averiguara aquello de
cuándo se había _casao_, y del _treato_, y de si tenía unos parientes
con tienda.
--Todo ello importantísimo.
--Pues la cocinera _m'a_ dicho que la señorita ha _sío_ cómica, que una
vez la vio _de_ trabajar, pero que ahora está _desconocía_, porque está
muchísimo más guapa; y que fuera de Madrid tomó relaciones con un señor
y se casó; pero algunos dicen que no están _casaos_, y que por eso no la
_quién_ ver sus tíos, que son estanqueros; y otros dicen que ella es la
que no le da la gana de _ajuntarse_ con ellos, porque le da vergüenza de
que son gente ordinaria; y me extraña, porque la señorita es buena.
--En resumen; seguro no sabes nada.
--¡Si _quedrá_ usted que le traigan a la señorita ya mansa y conforme!...
¿_Tié_ usted más que buscar a esos estanqueros, y ponerse al habla con
ellos y que desembuchen la verdad?
Don Juan, considerando inútil enterar a Julia de cuanto sabía relativo a
los antecedentes de Cristeta y sus tíos, calló; y acordándose de don
Quintín, se dijo que podría sacar de él gran partido.
--No andas descaminada: buscaré a los estanqueros.
--_Qué icir_ que si no está casada...; pero lo que yo me digo: si no lo
está, si es dueña de hacer de su capa un sayo, ¿por qué llora tanto?
--Muchacha, eres un dije: toma--(la propina fue espléndida)--, y desde
mañana vienes aquí, sin falta, todos los días a la misma hora, a recibir
órdenes como un corneta.
--Es que la señorita se ha _calao_ que yo salgo por hablar con usted. Si
me regaña o me dice cualquier cosa, ¿qué contesto?
--Por ahora... dices que no te dejo a sol ni a sombra; que tú crees que
yo ando loco por ella, sobre todo muy triste...
--_Pa_ triste, ella. ¡Si la viera usted _de_ llorar! En fin, Dios nos
tenga de su mano. Mire usted que, según me han dicho, ¡el marido es más
bruto! Una fiera. Si se plantase aquí de repente, salíamos en los
papeles.
El grupo que durante estos diálogos formaba la pareja de señorito y
niñera, merecía tomarse como asunto de un buen romance castizo. Ella,
traviesa y pícara, rebosándole malicia los ojos y desparpajo los labios,
sin pañuelo a la cabeza, y liada en el mantón, dentro del cual removía
el airoso cuerpo para sentirse acariciada del calor; él soñoliento,
molesto, desasosegado y frío, trayéndose a cada instante sobre el hombro
el embozo de la capa; la chica, toda viveza, el hombre, todo
impaciencia. En torno, gente que pasaba mirándoles de reojo y
barruntando trapicheo; algún chico parado, con los libros sujetos entre
las piernas, ocupados dientes y manos en el aceitoso buñuelo; al fondo,
los soportales de la Plaza esfumados en la neblina temprana; las mulas
del tranvía despidiendo del cuerpo nubes de vaho; la atmósfera húmeda,
impregnada del olor al café que un mancebo tostaba ante una tienda; el
ambiente sucio, como si en él se condensaran los soeces ternos y tacos
de los carreteros; las piedras resbaladizas, y en el centro del
jardinillo, descollando sobre un macizo de arbustos amoratados por los
hielos, la estatua del pobre Felipe III, con el cetro y los bigotes
acaramelados por la escarcha.
Pero lo más notable era la cara que ponía Julia cuando se separaba de
Juan. De fijo que no se divirtieron tanto con el inmortal Manchego las
doncellas de los Duques, ni la propia Lozana con los clérigos a quienes
se vendía por nueva, como ella gozaba en contribuir al rendimiento del
Tenorio decadente.
Julia servía con el mayor celo a Cristeta: primero, por obediencia a sus
padres y a Inés, que se lo encargaron; segundo, porque don Juan,
espléndido y dadivoso, le regalaba continuamente duros y pesetas con
novelesca prodigalidad; además, se divertía mucho contribuyendo a traer
engañado a un caballero. Acordábase instintivamente de que era mujer y
trabajaba en provecho ajeno como si fuera en causa propia. ¿Dónde mayor
alegría para una mujer lista que entrar en pacto contra un hombre? Así
que, tras cada entrevista con don Juan, refería a su ama cuanto con él
hablaba. Aquel día Cristeta la escuchó con vivo interés.
--Todo va bien--dijo después de oírla--; de modo que...
--Ese _señor_ está _perdío_ por usted: debe de ser..., no se enfade
usted..., vamos, ¡un _gatera_ más listo!; pero esta vez..., ya no sabe
el hombre lo que se pesca. De fijo que a estas horas anda por esas
calles brincando como una cabra en busca de sus tíos de usted. ¿No era
eso lo que hacía falta?
--Cabal.
--¿Y esto, señorita? ¡Mire usted que es mucha plata!--dijo Julia
presentando el puñado de pesetas, fruto de la última propina.
--Eso es tuyo. Lo que yo te doy de menos él te lo da de más. Anda, que
pronto se te acabará.
--Lo que hace falta es que usted acabe con él..., es decir, que empiece.
Cuando la señorita se case me lleva de doncella, y luego, si Dios es
servido... de niñera.
--¡Ave María Purísima!
Las dos sonrieron, pero de distinto modo; la criada con la satisfacción
de la codicia lograda; el ama, con la esperanza de la dicha.
Al quedarse sola Cristeta se sentó en una silla baja de hacer labor, y
tapándose los ojos para no ver las cosas de este mundo, se puso
voluntariamente soñadora, pareciéndole ver a don Juan, también solo en
su casa, triste, malhumorado, vuelto hacia ella el pensamiento y
sintiendo lo que jamás hasta entonces ninguna otra mujer le hizo sentir.
¿Existirá en el mundo de las pasiones influencia secreta que aproxime y
relacione las almas separadas moviéndolas simultáneamente con un mismo
afecto, como viento invisible que a un tiempo menea en parajes apartados
las ramas de los árboles? ¡Quién sabe! Lo cierto es que, mientras la
esperanzada Cristeta veía posible la realización de su ventura, don
Juan, puestos en ella los cinco sentidos con amoroso empeño, tomaba la
resolución de buscar a don Quintín para que éste le sacase de dudas
sobre si era o no verdad lo del casorio, y pensando en él se decía:
«Está visto que ese pobre majadero ha nacido en provecho mío.»


Capítulo XVIII
De la importantísima conferencia que celebraron el Tenorio decadente y
el estanquero libertino, con otros graves sucesos

Ignorante don Juan de que don Quintín hubiese venido a menos, resolvió
visitarle en su estanco, donde hasta entonces, por prudencia, jamás puso
los pies. Fue allá, entró, pidió puros, escogiolos despacio mirando
hacia la trastienda... y nada. Entonces se atrevió a preguntar al
chicuelo mugriento, mofletudo y asabañonado que le despachaba.
--¿Está el amo?
--El señor Juaneca ha salido.
--No, don Quintín.
--Ese era el de _enantes_, que vendía pitillos de contrabando y lo
quitaron por gandul.
--¿Y dónde ha ido a parar?
--Le dieron otro estanco, y no sé más. ¡Valientes puercos debían de estar
él y toda su casta! ¡Cómo dejaron la casa de telarañas! Nos encontramos
esto, mal _comparao_, lo _mesmo_ que una pocilga, con perdón de usted;
menos el cuartito que da al patio, ese estaba limpio.
«¡El cuartito que ella tenía y del cual me habló tantas veces!»--pensó
don Juan, y en seguida dijo:
--¿Conque le dieron otro estanco? ¿dónde?
--En la taberna de al _lao ú_ en _ofecinas_ de estancadas, le darán a
usted razón.
Don Juan pagó los Puros, dejando la vuelta como propina, y salió.
Luego, mediante encargo que confió a un diputado amigo suyo, el cual
hizo minuciosas gestiones, supo que la nueva madriguera estanqueril de
don Quintín estaba en la poco aristocrática calle de la Pingarrona, y
allí imaginó ir a buscarle; pero pensándolo mejor, mandó a su ayuda de
cámara, el inapreciable y fiel Benigno, que volvió con más noticias que
un corresponsal del _Times_. Primero, pagando _tintas_ al doncel de los
sabañones, y después a un vecino pingarronesco, Benigno averiguó cuanto
a su amo interesaba, sin omitir los amores de don Quintín con Carola,
trapicheo que sólo doña Frasquita ignoraba en el barrio: criadas,
vecinos, porteros y parroquianos, todos sabían que el estanquero tenía,
como ellos decían, un _apaño_. De lo que nadie tenía pleno conocimiento
era de la precaria situación a que se veía reducido el ex--miliciano
mujeriego.
La mudanza de tienda y calle no fue para él venir a menos, sino llegar a
casi nada, por lo cual Carola empezó a mostrársele despegada y arisca,
tanto como antes fue apasionada y pegajosa. Con la buena parroquia y
aquel cajón siempre lleno, que semejaba esportillo del Banco, acabaron
los mimos y complacencias de la jamona impúdica. Hízose, sobre todo,
pedigüeña en grado inaguantable.
Lo primero que el pobre hombre se vio imposibilitado de comprarle fue un
corsé de cuatro duros, lleno de puntillas, lazos, pespuntes y
escarolados. La corsetera había dicho a Carola:
--¡Vaya una prenda _pa_ una señora que la pueda lucir!;--y ella lo deseó
como un guerrero desea una buena arma de combate. Pidióselo a su
Quintín, y éste, fingiendo bromear, repuso:
--¿Corsé? A fuerza de aceros y ballenas me vas a estropear ese cuerpecito
tan rico. Ya sabes que me da rabia ir a cogerte y encontrarme con esas
cosas tan duras.
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