Dulce y sabrosa - 14

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--En casa no te digo; pero por la calle no he de ir con las carnes
colgando como una vaca.
--Para eso no necesitas corsé de cuatro pesos.
--¡Ah! ¿Es por el dinero, don Roñoso?
--No, palabra; es que estos días... ¿te es igual a fin de mes?
Carola no quiso insistir; pero miró a su amante con profundo desprecio,
como las grandes cortesanas de Atenas debían de mirar a los esclavos
persas. Luego él faltó algunas noches o acortó las visitas, quejándose
de pesadez en el estómago. Para ella subían cena del café; pero ya la
ingrata no le daba, como antes, con sus propios dientes, alguna patata
frita, ni se dejaba arrancar las pasas de los labios. Interesada y
rencorosa, tenía clavadas en el pensamiento todas las ballenas del corsé
negado. Transcurridos algunos días, dijo al vejestorio:
--Oye, capitalista, lo del corsé lo mismo me da una semana que otra; pero
la cama está hecha _peazos_, y el herrero pide tres duros por
componerla.
--¿Tres duros?
--¡Tú sabes cómo está, si parece que dan batallas encima!
--¿Y ha de ser el herrero? Con un cordel o un alambre la dejo yo más
firme que el propio suelo.
--_U_ con saliva de mona--repuso ella muy enojada--: ¿no sabes que la has
_desatornillao_ toda a puros brincos? ¿Quién tiene la culpa?
--Déjalo, mujer... por ahora; el mes que viene...
--Estoy viendo que te voy a pedir de comer y me vas a decir que aguarde a
otro mes. Pues el casero es como el tren, que no espera por nadie, y ha
cumplido ayer; conque venga _parné_ o me busco un _señor_.
Lívido de angustia y coraje, repuso:
--Yo me veré con el administrador. Es forzoso que tengamos paciencia.
--Vamos, tú estás más _arrancao_ que árbol viejo.
Engañado Quintín por la pausada entonación con que Carola le dijo esto,
imaginó que el instante era favorable a un desbordamiento de lealtad, al
cual ella forzosamente respondería con una explosión de ternura.
--¡Carola, Carola mía!--exclamó hiposo y sollozante--; tengo que decírtelo
todo.
--Lo que has de hacer es darme algo.
Entonces, poniendo cara muy compungida, extendió las manos en busca de
las de su amada, y dijo:
--¡Vida mía, todo se arreglará! Ahora no puedo nada, nada; el estanco
nuevo es una perdición. Yo te traeré... unos días... ¡demasiado sabes!
--Lo que sé es que ni ropa, ni casa, ni pagar un triste catre, que tú
mismo has _desfondicao_... ni _ná_.
--Más lo siento yo que tú.
Y quiso prodigarle en besos lo que no podía en pesetas; mas ella se
desprendió de sus brazos, diciendo desabridamente:
--Estos marranos de hombres creen que tener querida es tener guitarra,
que se deja tocar sin que la den de comer.
--Por Dios, nena; tú no eres mi querida; ¡eres mi alma!
--Yo soy una mujer que _tié_ que gastar en comer, y en vestir, y en
zapatos, y cuando un zángano no dispone de posibles... ¿o es que me voy
a guisar el aire?
--Cuando he tenido... y en cuanto tenga...
--_Pus_ entonces _güelves_.
Carola se iba enfurruñando por momentos. Él la escuchaba pasmado,
acordándose de las grandes _cocottes_ de París, de quienes en los
folletines había leído que despiden como lacayos a los lores ingleses
luego que les han arruinado. De pronto, se le acercó humilde y
cariacontecido, temblándole los labios, sublime y ridículo de amor,
gritando:
--¡Qué! ¿Vas a dejarme sospechar que me querías por el interés?
¡Permíteme que te bese, o creeré que eres una cualquier cosa!
Adelantó con indecible majestad, como el león hacia su hembra; hubo en
su actitud impulso de amante y arrogancia de señorío. Carola,
miserablemente asustada con aquello de la traslación de estanco y
penuria del nuevo establecimiento, comprendió que el odre estaba seco.
Ni corsé, ni cenas, ni recibo de inquilinato... no pudo más. Miró al
pobre viejo con expresión de frío desprecio, y plegando en burlona mueca
los labios por él tantas y tantas veces besados, le dijo:
--Oiga usted, don Baboso de Singuita, ¿te has _figurao_ que una hembra
como yo va a esperar _pa_ dejarse querer a que llueva dinero el mes que
viene? Si no me _pués_ mantener con decoro, ¿_pá_ qué te me has
_arrimao_, cara de siglo?
Quiso erguirse altanero y tremendo; pero vencido de la emoción, sintió
que flaqueaba todo el edificio de su cuerpo, y lanzando a su cruel
señora una mirada lánguida de bestia moribunda, entre súplica y
reproche, dejose caer, abatido y lacio, en aquel mismo sillón donde
antes los dos solían sentarse para que él la estrechase entre los
avarientos brazos, mientras ella, vestida de gran señora y copa en mano,
entonaba un vals callejero convertido en brindis orgiástico... El
recuerdo de aquellos momentos fue como visión rapidísima que le llenó de
amargura el alma. En seguida se quedó absorto, con los ojos asombrados y
saltones, y los labios fruncidos por una sonrisa diabólica de ángel
caído. Tan feo se puso que Carola soltó la carcajada. Entonces, pasando
de la estupidez al furor, sintió que en lo más hondo del pensamiento
surgía la idea del crimen, no para cometerlo, sino comprendiendo que en
situaciones análogas se den puñaladas y mueran las queridas traidoras a
manos de sus amantes. Estaba grandiosamente ridículo. Carola se
convenció de que aquel pobre hombre era incapaz de pegarle ni un tirón
de orejas; pero vio claro que haría cualquier disparate por seguir
poseyéndola o por hacerse la ilusión de que la poseía, y con aviesa
intención, para enloquecerle y hechizarle, comenzó a desabrocharse el
cuerpo del vestido y luego se alzó ligeramente la falda mientras
moviendo en ondulaciones canallescas todo su cuerpo pecador, decía con
voz de chula raída y descocada:
--¿Crees que esta personilla se va a quedar sin corsé, y que estos pies
van a salir a ganarlo, y que este cuerpo ha _nacío_ para tumbarse en un
catre _desvencijao_? ¿Crees que voy a domesticar al _administraor_
pagándole en carne? Si no tenías dinero, podías haberte _quedao_ dando
_cabezás_ contra el mostrador, _ú_ poniendo bizmas a la vieja, que
_paece_ un vencejo _atontao_.
--¡Carola! ¡Señora!
--Aquí no hay más señora que una fiera, porque ¿sabes lo que te digo? Que
me temo que te lo estés gastando con otras; ¡conque fuera de aquí, a
buscar guita! Lo que decía mi pobrecita madre: «sin bolsa llena, ni
rubia ni morena».
Empujándole hacia la puerta, le echó del cuarto; pero en el pasillo, a
oscuras, varió de súbito el tono de la voz, y ciñéndole al cuello los
brazos, le dijo dulzonamente entre dos largos besos:
--Rico del alma, fuera de broma, tráeme unos durillos, que me hacen mucha
falta.
Y le plantó en el descansillo de la escalera, dejándole turulato, ya
convencido de que, a pesar de aquellos besos, el amor y sus derivados
eran para él cosa perdida como no arbitrase recursos.
¿A quién pediría prestado, qué malbarató o empeñó? No se sabe; pero a la
tarde siguiente llevó trece duros, mediante los cuales, Carola tuvo
corsé y quedó restaurado el catre. Sin embargo, en días posteriores,
menudearon las exigencias de la impura. Pidió un boa, jabón de olor, un
palanganero, chambras bordadas y una bata. El espíritu de don Quintín se
llenó de sombras: parecía que en su pensamiento se habían juntado el
furor de los héroes clásicos, la melancolía de los galanes románticos y
el escepticismo de los protagonistas de drama moderno, todo lo cual, el
pobre hombre, instintivamente, resumía en aquella horrible frase de su
querida: «Sin bolsa llena, ni rubia ni morena.»
Tal era su situación de ánimo cuando una mañana se le presentó Benigno
en el estanco, y sin ambages ni rodeos, le dio el siguiente recado:
--De parte de mi amo, don Juan de Todellas, que desea hablar con usted, y
que le espera mañana a las doce en su casa--(y dio las señas)--para
almorzar.
Dicho lo cual se fue.
Acordándose entonces del último diálogo que tuvo con su sobrina cuando
ella le mandó llamar después de ver a don Juan en la Moncloa, el
estanquero pensó:
«El grandísimo pillo me busca; tenía razón la chica; pues sí que iré, y
veremos por dónde respira. ¡Canalla...! ¡A ese sí que no le faltará
dinero para tener queridas!»

Son las once Y media de la mañana. La escena pasa en el gabinete de don
Juan.
Las paredes están cubiertas de pinturas, fotografías y grabados que
representan retratos de beldades célebres más o menos vestidas, y
episodios de amor, donde se ven reproducidas todas las fases de la
pasión: mitos sagrados, tradiciones históricas y engendros literarios.
Psiquis se quema las alas en la antorcha del divino Eros; la fiel
Penélope desteje su labor; el necio Candaules muestra a Gyjes la hermosa
desnudez de su esposa Nyssia; Florinda y don Rodrigo, enlazados bajo un
naranjo, dan pretexto a la venida del moro; Carlos I y Bárbara de
Blomberg se abrazan enamorados y orgullosos, presintiendo que ha de
nacer quien venza en Lepanto; la desvergonzada Lozana se deja tentar por
un canónigo a quien pide dineros; Felipe II se exalta mirando el ojo
sano de la Éboli; el Burlador de Sevilla descansa en brazos de Tisbea;
Felipe IV desciñe a la Calderona los cordones de un justillo; Luis XV se
divierte en pintar a la Dubarry un lunar junto a la boca; Mirabeau besa
el retrato de Sofía; Fernando VII hace cosquillas a _Pepa la Naranjera_;
Rodolfo de Austria expira en brazos de María Véscera, y como síntesis de
la dulce locura que a todos agitó, el gran Don Quijote muere resignado
sin haber poseído jamás a Dulcinea.
En el centro del cuarto está puesta la mesa; el mantel es adamascado y
fino; los cubiertos de plata labrada; la vajilla con cifra de oro; las
copas, de tan sutil cristal, que semejan aire cuajado. Sobre un
veladorcito hay cuatro botellas; dos de Burdeos que, como buenas
girondinas, tienen a modo de gorritos frigios sus cápsulas rojas, una de
Champaña con capellina de plata, y otra de Jerez que parece oro líquido.
Don Juan espera impaciente abrochándose el batín oscuro de alamares
negros. Cuatro minutos antes de las doce suena un campanillazo. Benigno,
servilleta al hombro, se dirige hacia la puerta poniéndose los guantes
blancos de algodoncillo.
Don Quintín, de levita, prestada y archicumplida, entra escamado,
receloso, pero sonriente y haciendo cortesías. Acude a la cita porque a
ello le obliga su situación respecto de Cristeta, que puede contar a
Frasquita lo que ésta debe ignorar, y también porque, descubriendo los
pensamientos de don Juan, le será más fácil la venganza.
Su antiguo conocido le recibe amabilísimamente.
--¡Mi señor don Quintín, y cuántos deseos tenía de que honrase usted mi
choza! ¿Cómo va ese valor?
--¿A esto llama usted choza, y están las paredes llenas de santos?
--Vaya, vaya, usted me perdonará el atrevimiento; pero yo necesitaba
hablar con usted, y pensé que almorzando se entienden las gentes.
--Tantas gracias.
Se sientan cerca de la chimenea, cuyas llamas se reflejan en los vidrios
de los cuadros, y comienza el festín.
Ostras: don Quintín desprende de sus conchas las primeras con el
cuchillo, hasta que al ver emplear a don Juan el tenedorcillo _ad hoc_,
le imita torpemente, pensando mientras come: «¿Quién sería el primero
que probase esta porquería?»
Benigno presenta una fuente, y al mismo tiempo dice don Juan:
--Huevos _al plato_.
Don Quintín, sirviéndose, reflexiona: «¿Pues dónde los había de poner?»
Apaciguada la primera furia del hambre, dice el anfitrión:
--Sí, tenemos que hablar largo y tendido.
--Soy todo orejas.
--Pues bien: ha de saber usted que yo presté dinero a un amigo mío
empresario del _Teatro de las Musas_; no ha podido pagarme, y por tratos
y combinaciones que hemos hecho, y con los cuales no quiero molestar a
usted..., total, que me quedo de empresario. En mi vida las he visto más
gordas; pero estoy decidido a defender mi dinero, para lo cual formaré
una compañía como en Madrid no se ha oído, y necesito que usted me
ayude.
--¿Yo?
--Usted. Llevo adelantados los trabajos, cuento con artistas..., un coro
que... ya verá usted...; pero nada puedo ultimar si usted no me
favorece.
--No entiendo.
--Yo no hago nada sin contar con su sobrina Cristeta; y además, necesito
una persona de toda confianza para representante de la empresa, y esa
persona es usted.
A don Quintín se le atragantó un sorbo de Burdeos, que para él tenía
sabor de chacolí detestable. Las palabras que acababa de oír le
parecieron el principio de una complicadísima serie de mentiras; pero en
seguida se le ocurrió la idea de que si aquello fuese cierto, no habría
de faltarle contrato para Carola, es decir, querida por cuenta ajena...
y un coro a su disposición. Ocultando la sorpresa, repuso:
--De mí disponga usted; en cuanto a mi sobrina, se ha retirado del
teatro.
--Por eso le busco a usted, que es quien ha de convencerla. Yo no me
atrevo..., las mujeres... En fin, usted, antes que tío es usted hombre
de talento y comprenderá mi situación. Yo me permití galantearla,
cortejarla, cuatro bromas: ¡como es tan guapa! No me hizo caso; total,
nada, una niñería..., y es posible que ella tenga reparo de tratar
conmigo. En suma: yo le ofrezco a usted, como tal representante,
cincuenta pesos al mes, y a ella una escritura con mi firma en blanco
para que fije el sueldo que quiera. ¡Verá usted qué temporada!
Estaban comiendo solomillo con trufas, que a don Quintín le parecieron
patatas de luto; don Juan seguía hablando entre bocado y sorbo.
--Hay que regenerar el gusto del público: nada de revistas ni
pantorrillas..., ésas para usted y para mí. Arte serio; ya ve usted que
la Moreruela es indispensable.
Don Quintín, rebañando con un migote la rica salsa, guardó silencio unos
instantes, cual si dudase de la oportunidad de lo que iba a decir, y,
por último, habló resueltamente, aunque sonriendo para disminuir el
alcance de sus frases:
--Señor mío; usted sí que tiene remuchísimo talento; y todo eso está muy
bien urdido...; pero a perro viejo no hay tus tus.
--¿Cómo?
--Que no me engaña usted. A usted le tienen sin cuidado el arte, la
empresa y hasta las buenas mozas del coro.
--Explíquese usted.
--Lo que a usted le interesa es... la muchacha.
--Ahora sí que tiene usted que explicarse--repuso don Juan desconcertado.
--Sí, mi sobrina: y hablando en plata, lo que usted pretende es que yo le
ponga en contacto con ella.
Don Juan se quedó atónito y a dos dedos de contestar ásperamente; mas no
podía permitirse frase dura en su propia casa, y el gesto que ponía don
Quintín no era de enojo, sino casi de broma.
--Usted ha pensado en mí--prosiguió el estanquero--, para dar más seriedad
a su conducta... y, sobre todo, me ha buscado porque no halla medio ni
manera de acercarse a la chica, y como no había usted de decirme
descaradamente y en seco su propósito, ha inventado usted eso del
teatro. Pero usted ignora muchas cosas. Primera: que mi sobrina no es mi
sobrina, sino de mi mujer..., es decir, _ná_. Segunda: que se ha portado
cochinamente conmigo y no la veo hace mucho tiempo..., ni ganas. Y, por
último, que puede hacer, o ha hecho ya, de su capa un sayo, sin que yo
tenga derecho ni voluntad de meterme en sus interioridades. Conque,
favor por favor; usted me honra convidándome y ofreciéndome un
destino... que buena falta me hace, y yo le declaro a usted que la tal
sobrina... puede irse al moro sin que me importe. Vamos, que se ha
equivocado usted de medio a medio.
--Yo no he querido lastimar en lo más mínimo...
--Esté usted tranquilo; dos hombres formales no pueden reñir por esa...
ingrata. Harto sé yo lo que son mujeres, ¿Le gusta a usted? Bueno...,
pues usted ¡a ella! y nosotros tan amigos como antes.
Don Juan, en el colmo del asombro, exclamó:
--¿Que no le importa a usted?
--Absolutamente nada.
Pausa de unos segundos: el amo hace seña al criado, y éste echa Jerez en
la copa grande de don Quintín.
El diálogo continúa del siguiente modo:
--Me deja usted espantado.
--Ni tres cominos, por trastuela, ingrata y mala cabeza.
--¿Mala cabeza, y se ha casado?
--¿Está usted seguro de eso? Pues sabe usted más que yo. Desde
Santurroriaga me mandó a pedir ciertos papeles: su fe de bautismo, las
partidas de muerto de sus padres... qué sé yo, algunos documentos tenía
ella...; yo no estuve delante si le dijeron los latines, ni fui padrino;
¡y la grandísima necia descastada, viene luego a Madrid, recoge cuatro
trastos de mi casa; y abur! Yo no he de pedirle ni agua, ni quiero
meterme en su vida privada.
Sorprendido don Juan por la actitud y palabras de don Quintín, cambió de
táctica, y queriendo sacar fruto de su indiferencia, le dijo:
--Vaya, vaya... déjese usted de resentimientos y de delicadezas y piense
usted que lo que le propongo, si es beneficioso para ella, no lo es
menos para usted. Usted no ha de ir a pedirle nada, sino a ofrecerle una
contrata ventajosa.
--Sí; y además a procurar que se vean ustedes.
Don Juan, fingiendo no haber oído, siguió:
--Si no está casada... aceptará, y si lo está, saldremos de dudas.
Don Quintín, puesta de babero la servilleta y empuñando una pata de
pollo frío, se balanceó en la silla, riendo como un sátiro viejo.
Entonces, obediente a una seña de su amo, Benigno escanció otro largo
chorro de sol embotellado en la copa del estanquero, quien sin perder la
serenidad, habló de este modo:
--No quiere usted entenderme... Usted parte un pelo en el aire...; pero
yo, aunque no he recibido cierta educación, tampoco soy _negao_. Me va
usted a llamar sinvergüenza; pero, en fin... juguemos a cartas vistas y
cada cual atienda a su juego. Lo que usted desea es que yo le saque de
dudas sobre lo del casorio, y que le ponga a usted al habla con ella, y
lo ha querido usted conseguir sin que yo me diese cuenta. No me ofendo;
pero en vez de un memo se encuentra usted con un hombre franco que le
dice: mi sobrina nada me importa. ¿Se ha casado? Vaya bendita de Dios.
¿No se ha casado y anda usted tras ella? Me es igual.
Don Juan resolvió jugarse el todo por el todo, a lo menos en lo tocante
a valerse de don Quintín, y apoyando los codos en el mantel, dijo:
--Es usted un lince y un hombre... leal. Franqueza por franqueza. Sí,
señor, me gusta Cristeta...
--A todos nos gustan las mujeres; ¿cree usted que no tengo yo también lo
que necesito?...
--... me gusta Cristeta; pero ¿y si fuera también verdad que deseo
meterme a empresario? Como usted ve, mi casa es pequeña, necesito poner
un cuarto, una oficina donde ultimar contratos, hacer ajustes, etc., y
necesito un representante. ¿Quiere usted serlo? Mil realitos al mes... y
luego si usted logra que yo ajuste a esa señorita...
--¡Ahí le duele!... No andemos con hipocresías. Ya le he dicho a usted
que yo también tengo mis debilidades.
--Entonces... entre hombres debemos ayudarnos. El día menos pensado tiene
usted una conquista seria, y me dice usted: «Amigo Todellas, présteme
usted la llave y váyase usted de paseo»; por un amigo todo se hace.
A don Quintín se le ocurrió una idea portentosa: pareciole que no cabía
más en cerebro humano. Aquel hombre que se había burlado de él, le
estaba facilitando el camino de la más sabrosa venganza. Otra era la que
él tenía pensada; pero, pues las cosas venían rodadas... ¡también
aquélla!
Don Juan continuaba diciendo:
--¿No está usted quejoso de ella, no se ha portado con usted
indignamente?
--Tiene usted razón; trato hecho. Yo le llevaré a usted la... tiple.
--Y yo le nombro a usted... eso que he dicho antes.
Don Quintín representaba la comedia por imposición y encargo ajeno; pero
al mismo tiempo, le sonreía la perspectiva de aquella venganza que había
imaginado; además, si lo de la empresa teatral fuese recurso cierto,
ideado por don Juan para entenderse con Cristeta, también de esto
sacaría él partido, procurando el ajuste de Carola. En vista de lo cual,
aunque desconfiaba de la farsa, fingió aceptarla, considerándola como un
_modus vivendi_ necesario para sellar el vergonzoso pacto. El taponazo
del Champaña le sacó de sus cavilaciones.
Don Juan, alzando la espumante copa, le dijo, como si fuesen antiguos
compañeros de calaveradas:
--Cuando dos caballeros quieren entenderse, no hay quien pueda con ellos.
Todavía tiene usted que hacer buenas migas con este cura... ya sé yo los
puntos que usted calza. (_Pausa larga_.) Vaya, el día que se canse usted
de Carola, le voy a presentar a usted a una chica de veinte que le
vuelve a usted tarumba.
--¿Pero usted sabía?...
--¿Lo de Carolina? Todo Madrid lo sabe, y ándese usted con tiento..., es
guapa mujer, pero costosa, exigente, acostumbrada a mucho señorío; no le
vendrán a usted mal los cincuenta de la representación. Lo grave sería
que lo supiese su esposa de usted.
Este momento fue el único en que don Quintín perdió terreno. No era sólo
Cristeta quien podía perderle; también aquel hombre conocía su
secreto...; pero ¿qué secreto si acababa de oír que Carola era mujer de
fama?
--¿Quedamos--preguntó don Juan--, en que somos buenos amigos?
--Sí, señor. ¡Tiene usted un modo de tratar las cosas!... Vaya, y para
que usted no pueda tener queja de mí, le diré a usted una sospecha, no
pasa de sospecha, que yo tengo. Usted sabe que Cristeta fue a
Santurroriaga hace cerca de tres años. Pues bien; la doncella que la
acompañó me ha contado que allí tuvo algo con no sabe quién..., de
cierto, nada; pero algún lío debía de traer entre manos, porque, según
la chica, en cuanto llegaban por la noche del teatro a la fonda,
Cristeta la despedía sin dejar que la desnudase; y otras veces se
quedaba escribiendo hasta muy tarde.
Aquí a don Juan se le alegra la mirada de un modo apenas perceptible, y
rueda por sus labios una sonrisa.
Prosigue don Quintín:
--En seguida, o poco después, vino lo del casorio con Martínez que, según
mis noticias, es un animalote ordinario que se chifló atrozmente por
ella.
Don Juan se pone muy serio y escucha con mayor interés.
El estanquero continúa:
--Bueno; pues yo, teniendo en cuenta lo lista que es Cristeta y lo
apasionado que llegó a estar Martínez por ella, me hago la siguiente
pregunta, y usted dirá si es un disparate: ¿no es posible que el chico
sea del otro de quien habla la doncella, suponiendo que sea verdad, y
que Cristeta, al casarse con el Martínez, le haya hecho apechugar con el
muñeco... ya nacido o en vísperas? Crea usted que una mujer que se ve
perdida es capaz de todo, y un hombre enamorado también. He dicho
sospecha, nada más que sospecha; pero tiene su poquito de fundamento,
porque fíjese usted: primero lo que dice la doncella, y luego el casarse
con un tío tan ordinario, sólo puede haberlo hecho por cálculo; ¿y qué
mayor provecho que legalizar la situación en que se hallaba?; por
último: ¿a qué esconderse de mí y de mi mujer, a quienes debía estar tan
agradecida, esquivándonos como lo ha hecho? Vamos, yo veo la cosa
turbia.
La impresión que recibió don Juan fue horrible.
Fingió escucharlo todo sin darle importancia, haciendo como que jugaba
distraídamente con el regojuelo que había quedado sobre la mesa, pero en
realidad estaba profundamente pensativo.
Aquella idea se le había ocurrido alguna vez, muy vagamente, pero jamás
la formuló su pensamiento con tan espantables caracteres de posibilidad.
¡Suyo el hijo de Cristeta! ¡Vaya un final de almuerzo! Poco le faltó
para exigir a don Quintín con malos modos que confesara cuanto supiese;
mas comprendió que la violencia era inútil. Sólo su propio ingenio y la
confesión de Cristeta podían sacarle de dudas: era forzoso que mediase
entre ambos una explicación. Al cabo de unos instantes, sobreponiéndose
al disgusto que experimentaba, reanudó el diálogo y se mostró
amabilísimo con don Quintín. Aquel hombre le era, desgraciadamente,
necesario.
Tomaron exquisito moka, que al estanquero le pareció inferior al del
café, y luego, saboreando unas copas de licor, don Juan le ofreció
habanos.
--No es mal tabaco--decía don Quintín--; pero crea usted que no hay nada
como los peninsulares bien elegidos.
Separáronse tras grandes protestas de lealtad y mutua protección.
Poco después don Quintín iba por la calle haciendo estas reflexiones:
«¡Vaya un tío cuco...! pero se ha fastidiado. ¡Cincuenta duros...!
¡Carola, segura...! En cuanto a lo demás... Cristeta verá lo que hace:
he cumplido sus órdenes; ahora... me lavo las manos.»
Hasta quedarse solo no sintió don Juan en toda su intensidad el
disgustazo que acababan de darle.
Había en los razonamientos de don Quintín, o, mejor dicho, se desprendía
de ellos una consideración de muchísima fuerza. ¿Cómo se explicaba que
Cristeta, tan sentimental y delicada, hubiese consentido en entregarse a
un hombre como Martínez, rico, pero vulgarote y ordinario? Don Juan
recordaba perfectamente las repetidas veces en que Julia le habló de su
amo tratándole de grosero, basto y a la pata la llana. Pensándolo bien,
estas confidencias de la niñera podían servir de base a las conjeturas
en que ahora le hacían caer las frases del estanquero; todo indicaba que
sólo el interés, pero un interés poderosísimo, había determinado la
boda. Por otra parte, no siendo ella codiciosa... ¿qué interés podía
tener...? sólo el de regularizar la falsa situación en que se hallase, o
el ansia de asegurar el porvenir del niño, si ya estaba camino del
mundo.
«Este mamarracho de viejo--se decía--, es un sinvergüenza capaz, por
dinero, de hacernos el embozo de la cama...; pero ¡ella, ella! Ahora me
explico sus lágrimas, su miedo de acercarse a mí, sus palabras
tristes...; no puede menos de quererme. Y el chico... ¿mío? ¡sabe Dios!;
pero no es ningún imposible... y ese señor Martínez... ¡anima!, aunque
no, puede que no esté sino perdidamente enamorado, loco, ¿no ha de poder
trastornarse otro hombre si a mí me están dando ganas de llorar?»

Aquella misma noche el estanquero refirió a su sobrina cuanto habló con
don Juan durante el almuerzo; pero puso gran cuidado en callar todas
aquellas sospechas que le hizo concebir relacionadas con el origen del
niño, y que respondían a su particular deseo de vengarse. No obstante la
omisión, Cristeta escuchó todo lo demás inquieta y azorada, miedosa de
su propia obra. Una imprudencia, por pequeña que fuese, y estaba
perdida; el menor descuido, y en vez de ingeniosa enamorada, semejaría
codiciosa enredadora.
¡Triste condición de toda mujer amante y burlada, que al reconquistar el
bien perdido, parece trapisondista despreciable!



Capítulo XIX
De cómo Cristeta representó en un palco mejor que cuando lo hacía en el
escenario

Don Juan tenía pensado alquilar un cuarto y amueblar en él dos
habitaciones: una tal que pareciese oficina, para dar sombra de
apariencia a lo de la empresa teatral, y otra cuidadosamente alhajada,
donde, atraída Cristeta, quedara su resistencia vencida; pero en vista
de la conferencia con don Quintín, consideró inútil lo primero, pues el
grandísimo bribón no había menester disimulo, sino dinero; por lo cual a
otro día del almuerzo le mandó a Benigno con una carta en que, a modo de
primer mes de sueldo, le remitía mil reales, es decir, el amor de Carola
provisionalmente asegurado. En cuanto a lo de alhajar cómoda y
lujosamente un nido donde recibir a Cristeta, también varió algo su
propósito, discurriendo que tal vez careciera de sentido común el
forjarse ilusiones si la paloma había ya anidado en otro lado, y hasta
hecho cría.
El deseo de aquel hombre iba sufriendo una transformación tan radical
como justificada. Lo que hasta entonces le movió fue el apetito amoroso
que juntamente despertaban en su ánimo la belleza de Cristeta, la
envidia de su legítimo poseedor y la vanidad herida; pero a consecuencia
del almuerzo con don Quintín, todo cambió. Ya no podía bastarle poseer a
Cristeta como a una mujer cualquiera; quería saber si aún era amado de
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