Dulce y sabrosa - 16

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hasta entonces una serie de aventuras vulgares. Las mujeres a quienes
venció no eran dignas de ser conquistadas: unas, porque valiendo poco le
costaron mucho; otras, porque no se rindieron al galán seductor, sino a
su propia desesperada lascivia; ya eran jovencillas viciosas,
ex--vírgenes locas; ya mal casadas, ya viudas consumidas en forzosa
continencia. Todas le dieron sobras de amor, escoria de los sentidos;
pocas recordaba que no le hiciesen reír o avergonzarse. Ahora comprendía
que cuanta fruta mordió era de la que se pudre en agraz o de la que por
su peso cae dañada del árbol: la única vez que llegó a cogerla sazonada
y fragante, dejó, como un estúpido, que otro la saborease, y al querer
recobrarla... «Imposible». El acento con que Cristeta pronunció esta
palabra le taladraba los oídos y le acibaraba el alma.
A fuerza de permanecer encerrado en casa, comenzó a digerir mal, y luego
a comer poco: uniose al desasosiego moral el malestar físico, ayudó la
inapetencia a la melancolía, y en menos de tres semanas se quedó flaco y
triste como fiera enjaulada.
Benigno, a quien el retiro de su amo tenía la libertad mermada, le
propuso llamar a Mónica, la incomparable cocinera que en situaciones
menos graves había restaurado sus fuerzas. Don Juan le preguntó:
--¿Recuerdas dónde vive?
--No, pero lo preguntaré.
--Bueno. Haz lo que quieras.
Un poco movida del agradecimiento a la pasada generosidad de don Juan, y
un mucho estimulada por el interés, Mónica dejó sus huéspedes
encomendados a la cocinera que antaño tomó por hacer papel de ama, y
volvió al servicio de su señor. Mas sus habilidades culinarias fueron
estériles. ¿Qué vale el buen caldo contra la pasión de ánimo? ¿Qué
pueden Vatel ni Motiño contra la lobreguez de ideas? ¡Mísero don Juan!
La más suculenta gelatina se le acedaba, irritábanle los mariscos, la
carne asada le daba náuseas, lo caliente le producía frío, con lo helado
sudaba, las trufas le enfurecían, el rico Borgoña se le antojaba brebaje
despreciable y la manzanilla le daba ganas de llorar; púsose al fin más
triste que San Juan cuando descubrió la estrella del ajenjo que vertía
hiel sobre la tierra. Llamó al médico, y al verle entrar en su cuarto
túvole por precursor y heraldo de la muerte. Nada sacó en limpio. ¿Era
dispepsia, gastralgia, pirosis? ¡Oh, inútil ciencia! ¡Oh, vanidad
moderna! Una buena Celestina le hubiese valido más que el mismo
Hipócrates.
Cierta mañana Mónica le preparó ostras, huevos con cabezas de
espárragos, solomillo en salsa de vino de Madera, pastel de chochas
frías: todo ello en compañía de buen _Pomar_, incomparable _Tío Pepe_ y
café como el que hacen las huríes a Mahoma. Trabajo perdido. Los
manjares volvieron, casi intactos, a la cocina. Supuso la vestal del
fogón que la inapetencia era desprecio, y por salir de dudas, movida de
santa indignación, entró al despacho.
Estaba don Juan macilento, escuálido, sentado en un sillón y más sombrío
que Bruto la víspera de Filipos. Recibiola sin sonrisas, sin gana de
bromas, preguntando con voz desfallecida:
--¿Qué te pasa, mujer?
--Eso pregunto yo. ¿Qué le pasa al señor?
--No tengo apetito.
--Pues el almuerzo de hoy era para abrírselo a cualquiera.
--Estoy malo.
--Lo que estará el señor será...
Y se detuvo respetuosa.
--Di, mujer; ya sabes que te quiero y que siempre te he permitido que me
hables con franqueza. ¡Al cabo de tantos años!
--Pues lo que estará el señor será enamorado, y le habrá _dao_ más fuerte
que otras veces.
El silencio de don Juan fue una especie de afirmación.
--El señor es joven y está un real mozo...; pero a cada puerco le llega
su San Martín...
--Gracias.
--Perdone el señor. Vamos, señorito, he querido decir que se habrá usted
_estragao_ con tanto variar de _guisaos_, y estará usted _reventao_ de
andar a salto de mata, cazando en sotos ajenos, y tendrá gana de
fincarse.
--No te entiendo.
--Decía el cura de mi pueblo que el hombre que anda tras las mujeres es
como el que ve muchas tierras, que al fin se cansa y quiere tener un
rinconcito suyo..., pues; no quiero el monte del tío, sino el terruño
mío.
Esta tosca imagen le pareció a don Juan la síntesis de su situación;
pero no era cosa de poner a la cocinera en antecedentes de su
desventura. Sonrió con benevolencia y repuso:
--Puede que no te falte razón.
--Será alguna de esas señoritas de ahora que van tan majas y tienen unos
cuerpos que da gloria. Convídela usted a comer con los papás, y pongo
unos platos que se chupan los dedos, se entusiasman y para postre le
regalan a usted la niña. ¿O será alguna de las antiguas? ¿Doña Purita,
la que llegaba aquí en lunes y se marchaba en domingo, y venía su madre
a traerle la muda? ¿La señorita Elisa, que le dejó a usted la mesa del
despacho _perdía_ de polvos de arroz? ¿La señora condesa...?
--¡Calla, por Dios, mujer!
--Sí, que sería el cuento de nunca acabar. La verdad es que ya esas no le
convienen a usted: más vale que se busque usted otro remedio: a cabeza
cansada, almohada nueva. Lo que importa es caer bien. No ha de faltarle
a usted árbol donde ahorcarse. ¡Si viera usted qué chicas hay por esos
rincones del mundo!
Don Juan escuchaba por distraerse. Mónica seguía:
--Yo tengo la tema de que los señores se gastan _ustés_ el dinero con las
que valen menos: _toos_ los _cabayeros_ de Madrid se están _ustés_
arruinando por docenas de mujeres _perdías_ y las mejores se las dejan
_pa_ los estudiantillos y los horteras. ¡Hay por ahí _ca_ menestral, y
_ca_ señorita cursi..., y _ustés_ gastándose el dinero con unos
_plumeros_! En mis barrios, en mi casa, sin ir más lejos, conozco yo una
muchacha que _paece_ un ángel, y allí se está como flor en cerro, que ni
la huelen ni la cogen... hasta que pase el burro y se la coma...; es
decir, cualquiera.
--Guapa, ¿eh? ¿Alguna modista o peinadora?
--Por ahí, por ahí; pero monísima. Esbelta, graciosa... y cara de buena.
Vive sola, en el tercero interior, y debe de ser muy pobrecita. Yo,
cuando la vi al principio de vivir en la casa, que usted me dio el
dinero _pa_ eso de tener huéspedes, tuve _intinciones_ de hablarla _pa_
que viviese conmigo en compañía: vamos, mi idea era darle cuarto y
comida, y que ella, en cambio, me cuidase de la casa, porque yo no puedo
atender a todo.
--¿Y no lo hiciste?
--Poco faltó: lo dejé, porque como tengo seis o siete huéspedes jóvenes,
y ella es tan guapa, me dije: se va a armar aquí una que ni la Inclusa
en diciembre.
--¿Por qué dices eso?
--Porque nueve meses después del Carnaval es cuando llevan más chicos.
--¿De modo que no os arreglasteis? Además, naturalmente, siendo bonita,
tendrá sus aventuras.
--Quiá, no señor. ¡Si vive allí que parece una monja! No recibe
_vesitas_, ni van señores, ni tiene novio, ni se le conocen trapisondas,
ni apenas sale. Mire usted que es en mis barrios, donde todo se sabe, y
no murmuran de ella: está igual que las que tienen el novio en Cuba y lo
esperan, como si no hubiera más hombres en el mundo.
--Eso es un fenómeno.
--Aunque usted se burle, debe de ser una bendita, porque tan joven, tan
guapa y vivir así... Por la mañana va una chiquilla, por cierto muy
chula, y le trae de la plaza _cualisquier_ cosa para comer, y le pone el
puchero, y le barre el cuarto, y se larga. Luego ella se las arregla
solita, y se pasa el día cose que cose... y también lee mucho.
--¿Y dices que no tiene _lío_?
--No creo, porque vive como huéspeda con una que le llaman Jesualda, y
digo yo, que sí..., vamos, si fuese mala..., _pos_ no andaría tan mal de
cuartos. Lo que tendrá si acaso, es alguna cosa muy _callá_ y que no lo
sienta ni la tierra; pero no debe de ser muy a su gusto, porque la mayor
parte de los días _tié_ los ojos así como de haber _yorao_, y siempre
está _mú_ triste y con cara de pocos amigos; a mí me da mucha lástima.
Don Juan clasificó mentalmente a la desconocida diciendo para sus
adentros: «Modista romántica: conozco la clase.» Mónica continuó
hablando:
--En fin, tan sería y tan _ensimismá_ me pareció a mí la tal muchacha,
que desistí de proponerle que se viniese conmigo; porque lo que yo me
dije: si anda siempre con sus cavilaciones a vueltas, no puede tener
cuenta de la casa.
--¿Y vive completamente sola?
--Como canario en jaula: ahora _paece_ un pardillo o un gorrión, porque
está mal _vestía_; pero si la tuviera un señor, con _güena_ casa y mejor
ropa..., ¡vaya una pájara bonita! Por supuesto que _tié_ en la cara una
bondad y así unas trazas de muchacha de las que no se echan a perder...
--¿Cómo se llama?
--No me acuerdo bien; pero el nombre no es bonito: creo que es Crisanta,
o Cristina, o Críspula.
Don Juan, acordándose instantáneamente de su amada, preguntó:
--¿Cristeta?
--Ya le digo a usted que no me acuerdo bien; pero algo así como eso que
usted dice: Cristeta... Crisanta... ¿qué sé yo?
Entonces él volvió a preguntar, animándose:
--¿Qué señas tiene?
--Ojos azules, grandes y oscuros; las pestañas larguísimas; el pelo rubio
como un trigal, y ¡vaya un cuerpo! Pero ya las gastará usted mejores.
Aquel retrato podía ser el de muchas mujeres, pero a don Juan se le
antojó la pintura de Cristeta: el presentimiento, sospecha o lo que
fuese le pareció, sin embargo, ridículo; no obstante lo cual, hizo dos
últimas preguntas:
--¿Está casada? ¿Tiene un niño?
--¿No le he dicho al señor que vive sola como un hongo? Y lo que es
chico..., no hay más que verla; es necesario ser _negao ú_ estar memo
_pa_ suponer que pueda tener aquel cuerpo y aquel talle una mujer que...
--¿Qué?
--Vamos, que _haiga_ parido, señor.
La sospecha de don Juan se desvaneció por completo. ¿Qué tenía que ver
Cristeta, casada, madre y en buena posición, con una pobre muchacha sola
y que seguramente viviría de sus manos? ¿Lo parecido del nombre? Una
coincidencia. ¿Rubia, con ojos azules? ¡Hay tantas!
Mónica presenciaba, respetuosamente callada, la actitud pensativa de su
amo; y al cabo de unos minutos, creyendo que estorbaba, se despidió:
--¿Tiene el señor algo que mandarme?
--Nada, Mónica, gracias.
--Que se mejore el señor. Nunca me han gustado ciertos papeles; porque lo
que yo me digo: si no hubiera alcahuetas, no habría... de las otras.
¡Pero si yo pudiera traerle a usted mi vecinita!
--Abur, mujer.
--Quede con Dios el señor.
Marchose la cocinera y, al quedarse solo el caballero, tornaron a
entristecerle sus ideas. Todavía flotó un momento en su imaginación el
fantasma indeterminado y vago de aquella pobre muchacha que, como él,
acaso vivía consumida por las penas. Una chica guapa que trabajaba para
comer. Ese debió de ser también el destino de Cristeta. La suerte lo
quiso de otro modo. ¡La suerte, próspera para ella, contraria para él!
¿Quién le había de decir, años atrás, que por una mujer se vería en tal
estado? Porque, no había que forjarse ilusiones, estaba enfermizo,
inapetente, aburrido y enamorado de un imposible. La situación era
desesperante. La verdad es que hoy el galán desdeñado no tiene más
remedio que aguantarse. ¡Dichosos tiempos aquellos en que a un caballero
era posible rodearse de allegados, deudos, parientes y escuderos, y
sorprender palacio, asaltar castillo o violar convento para llevarse
como en volandas a la mujer querida, así fuese dama, emperatriz o
abadesa de las Huelgas! ¡Oh, miserables y menguados días modernos, en
que cualquier juez protege a un egoísta y miserable marido!
A tales y tan disparatados pensamientos se entregaba, que si no
enloquecía le faltaba poco. Aquella noche fue de las más crueles de su
vida.
De repente, levantándose del sillón, donde había permanecido caviloso
largo rato, dio unos paseos por el cuarto, miró con tristeza las
pinturas, grabados y retratos de mujeres hermosas que ahora le parecían
feas; contemplolo todo con amargura, como si estuviese resuelto a
perderlo pronto de vista, y en seguida, sentándose ante la mesa de
despacho, escribió la siguiente carta:
_«Cristeta mía (y te llamo así por última vez). Me marcho de
Madrid. Quisiera despedirme de ti, pero tú no lo consentirás y no
me atrevo a suplicarte que nos veamos. Me has hecho muy
desgraciado. No sabía yo que te quería tanto. Adiós, y si algún día
crees que puede tener remedio el mal que has causado, llámame.
Entonces sabrás lo que yo soy capaz de hacer por ti._
_Tuyo,_
JUAN.
_Si consigo arreglar mis asuntos, me marcharé esta misma semana.
Adiós por última vez.»_


Capítulo XXI
Del fin que tuvieron los desordenados amores de don Quintín y del
principio de su cautividad

_Vuela pensamiento y diles_
_a los ojos que más quiero_
_que hay dinero._
Esto, poco más o menos, pensó don Quintín, sin haber leído al gran
Quevedo, cuando recibió los cincuenta duros que don Juan le enviara con
pretexto de hacerle su representante, y en realidad por esperanza de
convertirle en alcahuete.
Lo triste del caso fue que aquellos mil reales que el estanquero
consideró como el primer filón de una mina quedaron reducidos a la
triste condición de prólogo sin libro y preludio sin ópera.
He aquí cómo y por qué.
Tornar don Quintín los cincuenta pesos y correr a casa de Carola todo
fue uno; treinta regaló a su querida, regiamente, de un golpe; con un
billete de veinte, ocultándolo en el forro del hongo, se quedó él para
satisfacción de atrasos y menudencias. Los seiscientos reales cayeron en
manos de la corista igual que agua en criba, y no fue lo peor que los
derrochara en cuatro días, sino que, engolosinada con tal esplendidez,
llegó a sospechar si su amante habría descubierto modo de convertir los
_perros chicos_ en centenes.
Luego que hubo invertido la fabulosa cantidad en lazos, cosméticos,
afeites y menjurjes, pidió más, exigiéndolo con tal imperio que don
Quintín, de un lado sujeto al hechizo de su Circe, y de otro confiado en
que tenía por banquero a don Juan, determinó ir a su casa y darle un
fenomenal sablazo. Allí no fue Troya, pero fue la gallina de los huevos
de oro.
Después de urdir en su pobre entendimiento una mentira burda,
presentósele don Quintín diciéndole en sustancia que Cristeta se le
mostraba cada día más entera y rebelde; pero que él había discurrido
manera de amansarla y rendirla. Añadió que la muchacha se había
entrampado por gastar en ropas y galas mucho más de lo que podía con
arreglo a lo que su marido le enviaba, llegando a deber a una modista
hasta dos mil reales, por lo cual él proponía a don Juan que éste le
entregase dicha cantidad para que satisficiese en su nombre la cuenta
pendiente, rasgo con que ella se ablandaría, demostrándolo en seguida
aceptando cita o acudiendo a entrevista.
Don Juan, avisado como estaba por Cristeta, le oyó sin hacerle caso,
comprendió que su amada era incapaz de dejarse influir por una cuenta de
quinientas ni de quinientas mil pesetas y, poniendo cara de hereje a la
petición, negó en redondo el dinero. Entonces don Quintín quiso alardear
de franqueza, y le pidió lisa y desvergonzadamente cuarenta duros
prestados a cuenta de sus futuras mensualidades como representante, con
lo cual don Juan, persuadido de que Cristeta tenía razón al exigirle que
no le diera un cuarto, también se los negó en pocas y desabridas
palabras, sin alegar pretexto ni excusa. Tal hizo, primero por
obediencia de amante, y segundo, porque si de algo se convence pronto el
hombre es de que no debe dar.
De haberle prestado, tal vez se le apaciguase a don Quintín el odio que
le profesaba; pero aquella descortés negativa recrudeció hasta lo
indecible sus antiguos deseos de venganza.
«¡Habrá tío marrano--se decía--, que me da de almorzar vino agrio y
patatas negras; me propone que le ayude a engatusar a mi pobre sobrina,
que al fin es mi sobrina, y ahora me niega cuarenta miserables duros!»
Irri, sobre todo, la consideración de que ya no era una, sino dos,
las conquistas que por su culpa se le malograron: antes la de Mariquita,
y ahora la de Carola, pues indudablemente, apenas ésta le viese
arruinado, le plantaría de patitas en la calle.
Y no era el suyo falso pesimismo ideológico, sino exacto conocimiento de
la realidad.
Carola, engolosinada por aquel fabuloso regalo de los treinta pesos,
pidió más; el estanquero se deshizo en promesas, dio largas, rogó
plazos, tomose prórrogas, pasaron muchos días, no llevó un cuarto, y la
corista fue trocándose rápidamente de jamona complaciente y lúbrica en
arpía exigente y pedigüeña. Más de una semana transcurrió sin que don
Quintín la convidase a cenar, hasta que aquel día infausto del sablazo
frustrado se presentó en su casa llevándole por todo regalo un cuarterón
de butifarra y siendo recibido con tal desabrimiento que pudo conjeturar
cercano el fin de sus placeres. En vano quiso mostrarse dulce y
apasionado. ¿Qué ternura ni qué vehemencia pueden amansar a una pantera?
Carola, que necesitaba dinero, rechazó el embutido de don Quintín,
alardeando de burlona, coqueta y desesperante.
Días atrás le había pedido con qué comprarse un abrigo adornado, según
dijo el tendero, con piel de marta cibelina, que sería nutria de alero,
y don Quintín, ¡tacañería insufrible!, demoró el regalo, así que la
presentación de la butifarra fue considerada como un insulto.
--Guárdatela--le dijo--para la desdentada de tu mujer, que se contentará
con eso.
--Vidita, no he podido más y cálmate, que mi señora no tiene nada que ver
en nuestras diferencias.
--¡Qué _difiriencias_, si siempre es lo mismo; yo pedir y tú negar!
--Ya lucirán días mejores.
--Pues entonces vienes, galán.
--Vamos, fierecilla, no seas tan brava, que tu Quintín es capaz de vender
el alma al diablo por complacerte.
--¡Buena venta nos dé Dios! Por lo visto el demonio no da más que para
butifarra, y esa poca y pasada.
La sonrisa con que Carola subrayó esta frase fue un modelo de canallesco
desgarro.
Don Quintín, para desarmarla, quiso darle un beso; pero ella le apartó
de un codazo, gritando:
--No estoy de humor, _agüelo_; esta tarde no quiero babas.
--¡Carola!
--Lo dicho. ¿Te parece ni medio decente que una mujer que te da su
cuerpecito _haiga_ de estarse siempre pidiendo como chico goloso? Tú
quieres mucho mimo por poco trigo. No podemos seguir así. Me das para
vivir con decoro o despejas la plaza.
--Ya te doy cuanto puedo..., todo lo que puedo.
--Pues en vez de esas _roñoserías_ es preciso que me pases una cosa fija
cada mes, como hacen todos los caballeros. Pero, ¡qué sabes tú de
caballero! Vergüenza debía darte tenerme así. Vamos a ver: ¿cuándo me
pones un cuarto como Dios manda?
Esta especie de invocación a hombres que ponen casa a la querida, dejó
muy caviloso a don Quintín, haciéndole discurrir amargamente sobre las
injusticias sociales.
«¡Unos tanto y otros tan poco!--pensaba--. Hay quien está como yo y quien
regala a la querida caballos rusos, y quien, como ese maldito, amuebla
casa para una sola cita... No ha puesto más que un gabinete; pero para
el caso es igual.»
De este rápido hermanar en su imaginación la propia miseria con la
riqueza del aborrecido don Juan, brotó en su lóbrego y envidioso
pensamiento una llamarada de odio y venganza. La desgracia le hizo mal
filósofo, y la mala filosofía le trastornó el seso.
Sin hacer caso de Carola, siguió monologueando tristemente:
«Sí..., esto se acaba... por culpa de ese tuno. Y podría reventarle de
mil modos. Yo me quedo sin Carola, pero antes voy a darme el gustazo de
gozarla a costa suya, en su propia casa... y además le hago romper con
la otra. No está mal pensado. Llevo a Carola, hago que Cristeta lo sepa,
con lo cual se creerá engañada y le deja compuesto y sin novia. La cosa
tiene un peligro muy gordo: porque si luego se sabe la verdad, Cristeta
se lo cuenta todo a Frasquita y ésta me saca los ojos. Además, lo que
debo hacer no es apartarle de Cristeta, sino todo lo contrario. Anda,
que se arreglen, que se casen si pueden, y ya se cansarán como me he
cansado yo de mi mujer. ¡Si pudiera darle a su Cristeta para toda la
vida! ¿Quiere conquistar a lo rico, sistema de llegar y besar el santo?
Pues santo para _in eternum_. Como hubiese modo de casarlos, ya se vería
él, andando el tiempo, con Cristeta hecha Frasquita: los ojos tiernos,
la boca desdentada, los zapatitos coquetones convertidos en zapatillas
de orillo, medias caseras de algodón azul, y en vez de ligas color de
rosa, cinta balduque. ¡Si pudiera casarle! Hay que madurarlo. Ahora, por
lo pronto, algo he de hacer con él..., ¡cochino!, y con esta pícara que
se me va de entre las manos. ¡Un hombre que pone un gabinete como aquel
para una cita nada más, y luego me niega cuarenta duros!... Lo salado
sería que yo llevase allí a Carola, pero no para hacer una comedia, sino
para pasar una tardecita de _juerga_ en los muebles que él ha pagado.
¡Hay allí unos almohadones! ¡Buena broma llevar mi pájara al nido que él
fabricó para la suya! La cosa es fácil, porque tengo la llave que me dio
por si Cristeta quería ir... Nada, nada, que lo hago.»
Carola, viéndole tan largo rato callado y con la cabeza baja, e
imaginando que su silencio y humildad eran implícita confusión y
vergüenza por su carencia de recursos, comenzó a afirmarse en la idea de
que aquel hombre no tenía un cuarto, y discurrió que pues no le servía
ni de pagano ni para _capricho_, lo mejor era darle pasaporte. Por lo
cual, deseosa de exasperarle y provocar la ruptura definitiva, le dijo
con gran sorna:
--¿Estás pensando en comprarme la Casa de la Moneda?
Don Quintín, seducido por aquella idea de sabrosa venganza, miró a su
querida, gozándose de antemano en la sorpresa que había de causarle y,
tras larga pausa, habló tranquilo y sonriente:
--¡Parece mentira qué repoquísimo olfato tenéis las hembras! Vengo a
darte la gran prueba de que siempre estoy pensando en ti, y me recibes
con cara de vinagre.
--¿Qué me traes?
--Hoy, nada; pero mañana...
--Habla clarito...
--Sabrás, pichona--repuso él urdiendo la más enmarañada trama de cosas
verdaderas y falsas--, has de saber, monina, que un señor, amigo mío,
toma el teatro de las Musas para este año, y me ha nombrado su
representante. Como comprenderás, no han de faltarte dos duritos
diarios, por supuesto, sin obligación de ir a ensayo más que cuando te
dé la gana.
--¿De verdad?
--Lo que oyes. Un tío muy rico, con vocación de caballo blanco.
--He conocido muchos.
--Como la perdida de mi sobrina fue del teatro, y yo andaba metido
siempre entre bastidores, ese señor cree que yo debo saber algo de tales
negocios... Yo le he dicho a todo que sí. Tú me pondrás al corriente de
ciertas cosas. Lo principal es que nos ponemos las botas..., y mientras
dura... vida y dulzura.
--Te _azvierto_ que yo no vuelvo al coro... Quiero ser parte, y tres
duros.
--Todo se andará, Y escucha, prenda, que el bien y el mal nunca vienen
solos. Lo que tiene gracia es que ese caballero está _liado_ con una
señora de alto copete, condesa creo que es, y para verse con seguridad
han puesto un cuartito..., ¡vaya un gabinete!, donde tienen sus citas.
--¿Y nosotros qué sacamos con eso?
--Ahora lo verás. Te digo que es un gabinete como una caja de dulces:
¡con un lujo! Pero como ella es casada no van allí más que con grandes
precauciones... Bueno, pues nos ha venido Dios a ver.
--¿Por qué?
--Como yo antes salía poco de casa y ahora siempre falto de ella porque
estoy aquí contigo, mi mujer anda loca de puro escamada; tanto, que me
ha mandado seguir por un chico que afortunadamente me lo ha dicho, y
callará. Pero estamos amenazados de que el mejor día haga Frasquita
averiguaciones, se plante aquí y nos arme la _escandalera_ del siglo.
--Eso será lo que tase un sastre, porque si viene, del primer trastazo la
dejo _perniquebrá_.
--Tú no eres capaz de hacer tal cosa, porque, al fin y al cabo, se trata
de mi señora.
--Te _azvierto_ que de tres _patás_ la _espampirolo_ y te quedas más
viudo que el marido de una difunta.
--Cálmate. No llegará el caso de que nos pesque, porque vamos a curarnos
en salud.
--¿Tapujos?
--No, hija, sino la gran comodidad para pasar unas horitas como unos
marqueses, sin que lo sepa nadie. ¡Verás qué gabinete! Nos citamos,
entramos con cinco minutos de diferencia: yo primero, tú en seguida, y
al salir lo mismo. Cuando veas el cuarto, querrás quedarte allí.
--¿Puesto con lujo?
--Así quisiera yo arreglarte uno... y ¡quién sabe! Mira, tengo la
esperanza de que ese señor, por lo que me ha contado, en cuanto pueda
rompe con la dama, la deja plantada y... yo veré cómo me las ingenio,
pero malo será que no discurramos modo de quedarnos con alfombras,
espejos, muebles: en fin, todo. ¿Y para quién será, rica del alma?
--Eso es vender la piel del lobo antes de haberlo _matao_. Por ahora, lo
que tú tienes es un miedo atroz a _la_ fantasma de tu mujer.
--No es miedo; pero no quiero que pudiendo evitarlo nos den una desazón
en tonto. ¿Y dónde me dejas el tratarnos a cuerpo de rey? Chica, ¡qué
cuarto! Hay un sofá retorcido para sentarse dos y comerse a besos...
Nada más que mirarlo da vergüenza.
--Lo que dará serán ganas de sentarse.
--Anda, paloma, ¿vendrás?
--_Me se_ figura un disparate. De aquí nadie puede echarnos..., y de
allí, ¡sabe Dios!
--Por ir una tarde, tomarnos allí media librita de jamón y unas copitas,
y tirarte yo cuatro bocados, no perdemos nada. Tengo la llave; mi amigo
no va nunca sin que yo lo sepa. Pasado mañana está citado con la
condesa; de modo que mañana tenemos por nuestra toda la tarde. ¿Querrás,
gachona?
Por fin consintió y se citaron.
--Bueno; pues mañana, a las tres, sin falta. Belén, 78, entresuelo; allí
estaré para recibirte.
--Te prometo que no faltaré.
--Adiós, reina.
--Abur, capitalista.
Movida por la curiosidad y espoleada por su instinto de mujer perdida,
aceptó Carola la proposición; pero lo que más inclinó su ánimo fue
aquella remota posibilidad de que llegasen a ser suyos los muebles a que
se refirió el vejete. Si no había mentido, y cuenta que el caso, por lo
vulgar, parecía verosímil, no era soñar con lo imposible. El caballero
que alquila un cuarto donde recibir a una casada, puede necesitar la
ayuda de otro hombre para mil cosas en que el secreto es necesario, como
hablar al administrador, firmar recibo, comprar trastos, pagar cuentas,
etc., etc., y puede luego tronar con la conquista y, por último, decir a
su complaciente auxiliar que se quede con los muebles, que él no sabe
dónde guardar, o acaso se le hayan hecho aborrecibles por el recuerdo de
quien se los hizo pagar. No dijo, pues, don Quintín ninguna majadería
cuando admitió la posibilidad de que aquellos primores de que se
componía el gabinete pasaran, andando, y tal vez volando el tiempo, a
manos de Carola, quien se alegró tanto con esta esperanza que siguió
largo rato acariciándola, y aun ideando traza con que anticiparla.
Pero luego el mucho pensar, como sucede siempre, enturbió su alegría,
porque de la reflexión nacieron la duda y el desasosiego. ¿Quiénes
serían el caballero y la dama que tan misteriosamente se amaban? ¿No
podía suceder también que don Quintín fuese rico y buscara medio de
evitar mayores gastos, atribuyendo al capricho de otro lo que él
fraguase para su seguridad y regalo? Su proceder autorizaba las
sospechas: le había dado dinero con gran desigualdad de plazos y
desproporción de cantidades; sus regalos fueron muy rogados o
imprevistos; sus intermitencias y variaciones tenían marcado tinte de
tacañería. Aquel caballero, ¿sería él? ¿Tendría mucho dinero, o tal vez
fuese todo una broma grosera, una venganza por las pasadas esquiveces y
amenazas de mandarle noramala? ¿Y si el estanquero tuviese gato? ¡Buena
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