Dulce y sabrosa - 04

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Capítulo VI
En el cual don Juan despliega su astucia, y don Quintín se hace la
ilusión de que pueden volver «aquellos tiempos»

La noticia del viaje a provincias llenó al pronto de júbilo a don Juan,
quedando luego su alegría algo mermada con la perspectiva de que
Cristeta fuese bajo la guarda de don Quintín; así que resolvió evitar a
todo trance dicha compañía, pero sin contar con la complicidad de
aquélla.
Don Juan decidió poner en práctica uno de sus más profundos axiomas, que
dice: «Conviene a veces, para lograr una mujer buena, utilizar los
servicios de otra maleada». No se crea por esto que pensó en recurrir a
ninguna corredora de alhajas, prendera a domicilio, o cualquiera otra
congénere de la famosa vieja que perdió a Melibea: no buscó quien
hiciese de demonio tentador, sino simplemente quien le despejase el
camino.
Se propuso que don Quintín no saliese a provincias con Cristeta, y he
aquí cómo lo consiguió.
Una tarde en que su amada no tenía ensayo, fue a la puerta del teatro,
esperó a que saliesen las coristas, y siguió de lejos a una con quien en
otro tiempo tuvo una aventurilla, y de la cual, por haberse mostrado
generoso y conocerla bien, podía fiarse.
Iba la muchacha a entrar en el portal de su casa, cuando la detuvo
llamándola por su nombre: volvió el rostro la chica, acercose el
caballero y cambiaron unas cuantas frases, que denotaban gran confianza.
Hablaron en broma de lo pasado, como quien revuelve cenizas sin temor a
encontrar rescoldo, y, por fin, don Juan, con aquel tono autoritario,
propio del hombre que tiene seguridad de haberse portado bien con la
mujer a quien habla, le dijo:
--La verdad: ¿tienes algún lío? Porque no quiero comprometerte.
--¡No pasa un alma! Suba usted y hablaremos.
--¿Aún me llamas de usted?
--Ya sabe usted que nunca pude acostumbrarme a otra cosa. Vamos arriba.
Y comenzaron a subir la escalera, no con la impaciencia de antaño, sino
como dos buenos amigos que traen entre manos un negocio. Media hora duró
la conversación, y debieron de entenderse, porque al despedirse, don
Juan decía:
--Marearle un poco, mucha conversación, nada de hacerle concesiones, de
cuando en cuando una dedadita de miel... y, sobre todo, que lo sepa su
mujer.
--Vaya usted descuidado: le voy a volver tarumba.

Aquella misma noche, en un momento en que don Quintín salió del cuarto
de Cristeta para que ésta se mudase de traje, y mientras estaba sentado
leyendo el periódico bajo el mechero de gas que había en el corredor, se
le acercó la corista a quien por la tarde habló don Juan.
Venía hecha la caricatura de una gran señora, con traje de baile muy
escotado y guantes hasta el codo, uno de ellos sin abotonar.
--Vamos, don Quintín, hágame usted el favor de echarme estos
botoncitos--dijo al estanquero, presentándole la mano y acercándosele
mucho.
No tuvo más remedio que acceder: púsose en pie, y cruzando las piernas y
sujetando entre ellas el periódico, comenzó a meter botones en los
ojales.
Sus dedos eran demasiado gruesos y torpes para aquella operación:
además, ojales y botones, aquéllos por chicos y éstos por grandes,
parecían preparados con diabólica astucia; y entretanto sus miradas
venían a caer precisamente en medio del escote de la corista, cuyos
rizos le rozaban al menor movimiento, cosquilleándole en la frente.
Nunca había visto tan de cerca mujer engalanada de aquel modo. A lo que
más se asemejaba era a las figuras de grandes damas que adornaban
algunas novelas de las que él solía leer en sus ratos de ocio. Doña
Frasquita fue en sus buenos tiempos una real moza; varias criadas que
logró conquistar le dejaron recuerdos de índole picaresca; pero jamás
soñó, en sus largos monólogos de estanquero aburrido, tener tan cerca de
sí una señora como aquélla. Si Mariquita, que así se llamaba, no era
pura ni a juzgar por su aspecto podía ceñirse justificadamente la corona
de azahar, en cambio estaba guapísima. Sus ojos eran tan expresivos, que
parecían habladores; su boca tenía sonrisas entre mimosas y burlonas; y
en conjunto, por su talle y rostro recordaba los tipos de aquellas
muchachas diabólicamente hermosas que algunos pintores han trazado en
torno de los santos combatidos de voluptuosas tentaciones.
Lo que a don Quintín le producía más turbadora impresión era el olor que
de ella se desprendía: tal vez fuese perfume barato, pero a él se le
antojaba efluvio de diosa.
Entre aspirar aquellas que le parecían suavísimas emanaciones y hacer
esfuerzos por ajustarle el guante, lo menos tardó diez minutos en meter
los catorce botones por sus correspondientes ojales; hecho lo cual se
dejó caer sudoroso sobre la silla, diciendo:
--¡Qué trabajos!
A lo que ella repuso:
--Para otras fatigas tendrá usted más habilidad.
Y sentándosele de golpe en las rodillas, como niña juguetona, permaneció
encima de él un instante: en seguida se levantó, y, alzándose la falda,
echó a correr, mientras el pobre hombre se quedaba pasmado, semejante a
devoto fanático que imaginase haberse visto favorecido por una aparición
sagrada. En las manos sentía el calor de los brazos desnudos que acababa
de tocar, ante los ojos creía tener aún el escote tentador, y el
olorcillo a hembra le andaba escarabajeando en el olfato, como el dejo
de una sensación gratísima. Hubo un momento en que enderezando el cuerpo
sobre el asiento, soltó el periódico y se irguió, a modo de caballo
viejo que ha guerreado mucho y se engalla y estira el pescuezo al
percibir ruido de trompetas lejanas. ¡Oh, memoria, qué dulces recuerdos
trajiste! ¡Oh, fantasía, cómo los poetizaste! Mozuela que allá en el
pobre lugarejo le esperabas en el pajar; sabrosa luna de miel pasada con
Frasquita; cocinerilla vencida en la trastienda, en una sofocante siesta
de verano; dichosas y felices aventuras, ¡cómo y con qué fuerza
surgisteis en la imaginación del estanquero, poblándola de halagadoras
reminiscencias que le inspiraron deseos de nuevos triunfos!
El episodio del guante fue prólogo de otros conmovedores sucesos.
Al día siguiente la corista tuvo que ponerse, por razón de una de las
obras en que cantaba, el más caprichoso traje que imaginarse puede. A
modo de antenas, llevaba entre el revuelto peinado dos cuernecillos; el
arca del cuerpo, encerrada en un corsé de terciopelo casi negro
tornasolado, a listas pardas y de oro; y en lo restante de su persona,
o, mejor dicho, personilla, porque era pequeña y traviesa, malla del
color de la carne; las eternas mallas, que eran como el alma y principal
aliciente de aquel templo de Talía. Así ataviada, y en todo semejante a
una avispa, la gentil muchacha anduvo largo rato por un pasillo, hasta
que, viendo a don Quintín sentado bajo el mechero de gas y enfrascado en
la lectura, se le acercó y le dijo, aludiendo al periódico que tenía en
las manos:
--Si ve usted en los anuncios que alguien busque casa para vivir en
compañía, dígamelo usted, que tengo un gabinete muy mono.
Don Quintín no pudo reprimir el atrevido pensamiento, y repuso:
--Monina, ¿me quieres a mí de huésped?
--No, porque vivo solita; un señor mayor, sí; pero hombres de buena edad,
así como usted... ¡nones!
¡De buena edad! ¿Qué cosa podía lisonjearle más? Una mujer joven y
bonita le consideraba peligroso. Se atusó el áspero bigote, tosió con
fuerza, se acordó de las asonadas del cuarenta y del cincuenta, de las
formaciones en que lucía el gallardo cuerpo, hasta de las barricadas, y
recobrando el pasado ardimiento, cogió a la hechicera avispa las manos,
que ella tuvo buen cuidado en no retirar.
--Oye--le dijo--, gachoncita, pimpollo, ¿me tendrías miedo?
--Miedo no, porque no asustan más que los feos; pero no quisiera que
nadie murmurase de mí...
Don Quintín creyó ver que el rostro de la chicuela se cubría de pudoroso
carmín.
--¿Te gustaría más un joven, un mocito?
--No quiero nada con chiquilicuatros, que no tienen pizca de formalidad.
--¿Prefieres hombres serios..., por ejemplo, yo?
--Sí; pero usted no es para mí. La mujer debe buscar uno de su igual.
En seguida bajó los ojos, fingió turbarse, y terminó diciendo:
--Por Dios, don Quintín, déjeme usted vivir tranquila.
Claramente comprendió el vejete que aquella mujer le consideraba como
caballero, y además como peligroso. No le faltó más que oírse llamar
guapo.
En seguida sacó la chica un caramelo que llevaba oculto entre los
pliegues del corpiño, le quitó el papel, se lo llevó a la boca, hizo
como si quisiese y no pudiese partirlo con los dientes, y, por último,
se lo presentó, húmedo todavía, a don Quintín, diciéndole:
--Pártalo usted y deme la mitad.
El estanquero no pudo más. Miró a uno y otro lado del pasillo, vio que
nadie venía, y cogiendo a la avispa por el talle, a riesgo de quebrarle
un ala, la atrajo hacia sí y le plantó en el cuello un beso como no se
lo había dado a mujer alguna desde la regencia de Espartero, exclamando:
--¡Tú vas a ser mi perdición!
--¡Y usted la mía!--repuso ella con la voz trémula, como desposada que
viera descorrerse las cortinas del tálamo.
El momento fue solemne. Los dedos del ex--miliciano oprimían la cintura
de la corista, cuyo cuerpo temblaba como pájaro en poder de niño.
Mariquita murmuró con extraordinaria dulzura:
--¡Por Dios, don Quintín!
--Él, estrechándola con más fuerza, dijo:
--¡Llámame Quintín nada más!
--¡No, no quiero!--repuso balbuciente y medrosa--. ¡No sea usted malo...
no quiero perderme... no me pierda usted!

En los sucios pasillos del teatro comenzó a desarrollarse el idilio más
conmovedor del mundo. ¿Dónde hay poesía tan intensa como la del tronco
viejo que de improviso empieza a reverdecer y retoñar?
Don Quintín se relajó en el cuidado y vigilancia de Cristeta, quien, a
decir verdad, no lo sentía, porque mientras estaba con don Juan, para
nada se acordaba de su tío y éste, prescindiendo de su sobrina, como en
justa reciprocidad, siempre andaba en busca o en espera de Mariquita.
La endiablada mozuela, ciñéndose a las instrucciones de don Juan, se
hacía desear mucho, tardaba en acudir a las citas, luego venía armada de
malicia, fingiendo estremecimientos, vacilaciones y sonrojos que la
hacían más apetitosa; y si se dejaba tocar por el ex--miliciano
remozado, en seguida se le escapaba de entre las manos, como si le
tuviese condenado a eterna dedada de miel, sin esperanza de mayores
goces. Las burlas de su amor eran muchas y frecuentes: las veras,
escasas y tardías; de suerte que don Quintín pasaba, no las de Caín,
sino las de Tántalo; pero era tal su pasión, que con un apretoncillo
cada cuatro o seis días, con un abrazo de cuando en cuando, tenía
bastante para seguir entusiasmado. No había cosa que no estuviera pronto
a sacrificar por Mariquita: el estanco con anaquelería, puros, carteras
de sellos, papeles de matrículas, todo se le antojaba poco para
arrojarlo a los pies de aquella sirena. ¡Cuán horrible le parecía, al
volver a casa, la severa figura de su esposa doña Frasquita! ¡Qué fea
estaba con aquellos parches de alquitira en las sienes y aquella eterna
labor de calceta azul entre las manos! Y no era lo malo que doña
Frasquita hiciese medias, sino que luego se las ponía. ¡Qué diferencia
entre aquellas groseras fundas de algodón, con que cubría sus escuálidas
piernas, y las mallas que apretaban y contenían los bien formados
encantos de Mariquita! ¡Oh amor, cómo pusiste al pobre don Quintín!
¡Desde la guerra de Troya no había hecho la pasión tan cruel estrago en
un hogar como lo hizo en aquel estanco!
Porque sucedió que mientras don Quintín y Mariquita pudieron verse en el
teatro, de nada se enteró la esposa engañada; pero luego, al terminar el
año cómico, ni él tuvo pretexto para salir a callejear todas las noches,
ni su enamoramiento quiso transigir con la ausencia del bien amado. La
corista entonces, cumpliendo órdenes de don Juan, tan bien dispuestas
como generosamente pagadas, empezó a enviar misivas a don Quintín.
En vano rogó éste a la que consideraba su amante que no le mandase
chicos con recaditos, ni mozos de cordel con cartas.
Mariquita llegó a decirle:
--¡Eres un mandria; anda, bayeta, si me quisieras de veras, no tendrías
miedo a la estantigua de tu mujer!
Por fin, la catástrofe se vino encima.
Uno de aquellos billetes amorosos cayó en manos de doña Frasquita. ¡Y en
qué momentos! Precisamente cuando era cosa resuelta que don Quintín
acompañase a Cristeta en su campaña de verano. La carta interceptada
estaba escrita con la peor intención del mundo; la fraguó don Juan, dijo
luego a Mariquilla cuál había de ser su contenido, y después ella misma
la redactó con espantables faltas de ortografía. Sus párrafos no dejaban
lugar a duda. Doña Frasquita supo de un golpe que la querida de su
marido era corista, que habían tenido sus diálogos pecadores en el
teatro, y que, según ella le ofrecía, en el punto donde durante el
verano había de trabajar Cristeta continuarían aquellos vergonzosos
desórdenes. Para que nada faltase, la individua debía de ser una
desuellabolsas y sacadineros, porque la epístola concluía de este modo:
_Quintín mío, esta es para decirte que no se te olbide benir a
buscarme pronto una noche, para yevarme a desempeñar el mantón, que
me lo as ofrecido, y a ber si me traes o me compras, para trabajar
afuera este berano, media dozena de pares de medias muy vistosos,
mono mío. Adiós, pichón, y es tullo el corazón de esta que te
quiere y verte desea y no te olbida._
_Mariquita._
La cólera de Jehová cuando supo los retozos de Adán y Eva, fue cosa de
risa comparada con el furor de la estanquera. No bastaron a torcer la
resolución que adoptó ni el temor a que se malease la sobrina ni
siquiera los cuatro duros diarios que llevaba de sueldo. Doña Frasquita
era algo avara; pero antes de tolerar que su marido acabase de
corromperse y perderse comprando medias a una sinvergüenza, consintió en
que Cristeta saliese de Madrid acompañada de una doncella, costara lo
que costara. Menos ruinosa resultaría la doncella que la pérdida de su
marido. La escena que pasó entre los cónyuges fue trágica. Primero
Frasquita rogó, suplicó y lloró, mientras don Quintín aguantó, cruzado
de brazos, jurando y perjurando que el origen de aquello debía de ser
una broma pesada de algún mal intencionado; por último, exasperada la
esposa, empuñó un formón viejo que servía para desclavar cajones, y
amenazó enérgicamente a su marido, diciéndole:
--¡Te mato cuando estés durmiendo, y luego me mato yo! ¡Vamos a salir en
los papeles!
El pobre don Quintín cedió amedrentado.
La maquinación del conquistador estaba bien urdida. El mismo día y en el
mismo tren en que partió Cristeta para Santurroriaga salió el utilísimo
Benigno, el ayuda de cámara de don Juan, destinado por éste a servicios
análogos a los que el padre de los dioses exigía de Mercurio. Benigno
iba vestido a lo burgués, llevaba instrucciones reservadas, y Cristeta
no le conocía.



Capítulo VII
En el cual hay viaje, separación, monólogo y principio de algo más grave

No queriendo don Juan que su amada viajase en compañía de los demás
cómicos ni en coche de segunda, como correspondía a su categoría
artística, le proporcionó para sí y la doncella un reservado y fue a
despedirla a la estación, donde cubrió el asiento que debía ocupar con
un precioso ramillete de flores y una cestilla llena de exquisitas
provisiones de boca.
Cristeta se presentó en el andén vestida con elegante sencillez. Ya no
era la chiquilla que años antes salía muy de mañana con un pañuelo a la
cabeza y un vestidillo de percal a comprar buñuelos para que sus tíos
tomaran chocolate, ni recordaba en nada la humilde comiquilla de los
primeros meses de contrata, en que iba a los ensayos con velo negro,
como van al taller las oficialas de modista. Ahora parecía un figurín
francés: llevaba un magnífico abrigo gris, largo y muy ajustado al
talle; sombrero de anchas alas, adornado con lazos negros; en la mano un
saquillo de piel de Rusia, y al subir al vagón mostró que, según su
costumbre, iba primorosamente calzada. La doncella vestía con decencia,
pero de modo que nadie pudiera dudar que fuese criada.
Ella sentada dentro del vagón, y él de pie en el estribo, Cristeta y don
Juan estuvieron hablando un buen rato y sin testigos enojosos, porque
doña Frasquita no permitió que su marido fuese a la estación para
despedir a su sobrina.
--¿Qué día vendrás?--preguntó ella a su amante.
--Lo antes posible.
--Piénsalo bien--dijo luego Cristeta mirándole con severidad no exenta
de cariño--. Te agradezco mucho todas tus finezas; pero..., no puedo
adivinar qué fin va a tener esto. Conozco que te quiero, y éste es un
mal... ¡sabe Dios! Ahora estamos a tiempo... Si te has de portar mal
conmigo... déjame. Por lo menos, el recuerdo que conserve de ti no
tendrá nada de rencor.
--¡Tonta mía! ¡Qué cavilosa eres!
--Es que... entiéndelo bien... nunca me resignaré a que mi amor sea cosa
de juego. Yo podré no tener exigencias ridículas; pero tampoco me dejaré
tratar como... ya me comprendes.
Don Juan, no sabiendo qué responder a tan sinceros avisos, se contentaba
con mirarla rendidamente.
De pronto silbó la locomotora, lanzó tremendos resoplidos, crujieron los
herrajes, arrancó el tren, dejando al galán en el andén con un «adiós,
vida mía», en la boca y Cristeta permaneció asomada a la ventanilla
hasta que le perdió de vista, agitando el pañuelo en la mano.
Durante el viaje adquirió el convencimiento de que aquel hombre se le
había entrado al corazón más de lo que acaso conviniera. Todo el camino
fue pensando en lo distinto que era Juan de cuantos pretendientes tuvo.
Echada en el fondo del vagón, sin dormir ni cambiar palabra con la
doncella, se quedó como ensimismada. Unos ratos sus reflexiones
semejaban examen de conciencia: mentalmente se hacía reproches por haber
dado oídos al amor; otros momentos parecía complacerse en los recuerdos
que su memoria iba evocando... En verdad que las galanterías de Juan
habían sido de extraordinaria delicadeza: fue el único que, al dirigirse
a ella, no tuvo en cuenta exclusivamente su belleza: no cabía duda de
que le parecía, no hermosa, sino hermosísima; pero jamás se lo expresó
con osadía ni se permitió atrevimientos de mal gusto... algún beso, eso
sí; pero un beso casi respetuoso. Nunca mostró desconocer ni olvidarse
del decoro debido a la mujer amada. Otros procuraron seducirla
fingiéndose enloquecidos por su belleza, no elogiando más que sus
encantos materiales: Juan le había dado a entender muchas veces que
también apreciaba en ella el ingenio y la bondad: además, había hecho lo
posible por despertar en su ánimo aversión a la vida teatral, en lo que
tenía de peligrosa. Y sobre esto último pensó mucho Cristeta, porque el
teatro y el arte que ella se había fingido leyendo dramas y comedias en
la trastienda del estanco o apoyada de codos en el mostrador, no eran el
arte y el teatro que la realidad le presentaba. Soñó con una vida toda
poesía y encanto, y tropezó con una existencia llena de vulgaridad y
desilusión. Por otra parte, ya no podía confundir su afición con su
disposición: ya sabía que sus facultades no eran bastantes a eternizar
su fama, ni muchísimo menos. Acaso estuviera predestinada a tener que
contentarse con ser actriz mediana, de aquellas a quienes nadie echa de
menos cuando mueren o se retiran. Era aplaudida por elegante, picaresca,
graciosa y bonita, o por salir medio desnuda: todos decían al verla:
«¡qué guapa!», rara vez la celebraban como artista. Harto lo comprendía
ella, sin forjarse esas dañosas ilusiones con que el amor propio ciega y
pierde a los vanidosos... y, además, recordaba que la única persona que
había contribuido a promover estas ideas era Juan. Por supuesto, que sus
indicaciones fueron hechas con exquisita discreción. Sí; aquel hombre lo
tenía todo: galante, fino, cariñoso, espléndido, inteligente, bien
educado... hasta guapo mozo, que es la última de las condiciones que
debe exigir la mujer. ¡Vaya si era guapo! ¡Qué modo tenía de mirarla!
Sus expresivos ojos sabían decir cuanto callaba su comedida lengua. Pero
lo que causaba a Cristeta verdadera delicia era la convicción de que don
Juan se apenaba cada vez que la veía salir a escena ligera de ropa.
Indudablemente tenía celos del público, y por lo mismo que el seductor
puso empeño en alejar del pensamiento de la mujer toda idea de pasión
exclusivamente sensual, la mujer se obstinaba en persuadirse de que, no
sólo con sus perfecciones morales, sino también con sus encantos
físicos, le había enamorado.
Toda la noche soñó despierta con don Juan, experimentando dulzura
inefable ante la idea de que _él_ compartiese el sentimiento que había
inspirado. El monólogo fue muy largo, e innumerables las ideas que
mientras duró se encadenaron y sucedieron, quedando al término de todas
evidenciada la existencia de un grave peligro para Cristeta. Don Juan
era hombre de posición social muy superior a la suya; ella no lo
ignoraba, y a pesar de esto le había rendido el albedrío. Don Juan no se
aventuró a una sola demostración que indicase atrevimiento, ni dio un
paso en el camino de la conquista material; nunca tuvo ella que decirle:
«las manos quietas», pero ¿qué pasaría si llegasen las cosas a este
terreno? ¿Cómo ponerle a raya, si tal aconteciera? Pensar en boda, sería
bobada: don Juan no había de casarse con una comiquilla. ¿Qué quedaba,
pues, en el fondo de aquella mutua inclinación sino la perspectiva de
unas relaciones predestinadas a morir sin madurar o a convertirse en
contrato pasajero?
Cristeta no quería acostumbrarse a la idea de que su pasión creciese
fuera de la Iglesia y a espaldas del Registro civil; pero aún le
repugnaba más la posibilidad de perder a don Juan.
Mirando tristemente el ramo que le había dado al salir de Madrid,
imaginaba que a veces el amor tiene igual destino que las flores: se
cortan con mimo, se les quitan las espinas con cuidado, se agrupan con
arte, se aspira su aroma con delicia, se conservan artificialmente unas
cuantas horas, y luego quien las deseó con vehemencia, las tira con
desprecio.
En suma, Cristeta desconfiaba sinceramente de saber ni poder ni querer
resistir a don Juan, y al mismo tiempo su dignidad femenina se
sublevaba, temiendo que el abandono pudiera ser para ella el mismo
despeñadero que para tantas otras. Acaso llegase a conformarse con la
idea de perderse por amor; mas no podía transigir con la perspectiva de
ser una pérdida. Amar y entregar el alma, y, considerándolo como
miserable esclavo del alma, hacer también regalo de su cuerpo... tal
vez; pero a un solo hombre, y ese había de ser _él_.

Llegada que fue a Santurroriaga se hospedó en el piso segundo de la
_Fonda de España_. El criado de don Juan, que no la perdió de vista
desde que se apeó del tren, se albergó en el mismo establecimiento, y
después de saber dónde se había alojado, a fuerza de propinas, consiguió
que le trasladasen a una pieza contigua a la que ella ocupaba: en
seguida de lo cual dirigió a su amo un telegrama. Después aquel hombre
utilísimo, más digno de mandar que de servir, esperó a don Juan, el cual
llegó a las cuarenta y ocho horas.
Así urdida la trama, amo y criado se encontraron _casualmente_ en la
puerta del hospedaje, y ante el encargado de la fonda, como amigos a
quienes el azar reúne, hablaron de este modo:
_El criado_.--Si va usted a estar aquí muchos días, pida usted que le
den el cuarto que yo tengo, porque la vista del mar es una delicia... Yo
me voy pasado mañana.
_El señor_.--Hombre, se lo agradezco a usted mucho. Y luego,
dirigiéndose al encargado:
--¿Hay inconveniente en que ocupe la habitación de este caballero?
_El de la fonda_.--Ninguno. ¿Qué más nos da?
Don Juan tomó posesión del cuarto inmediato al de Cristeta.
Un conquistador principiante o adocenado, hubiera incurrido en la
inexperiencia de ir aquella misma noche al teatro de la villa en busca
de la mujer asediada, para demostrarle su amor haciendo valer la
presteza del viaje. Don Juan, con maquiavélica sagacidad, no se dejó
ver. Salía de la fonda muy de mañana, comía fuera, paseaba lejos y
regresaba tarde. No hubo compañero de Cristeta que tropezase con él.
Luego transcurrieron unos cuantos días sin que ella recibiese cartas de
su amartelado caballero, lo cual estimuló su impaciencia, y ya comenzaba
a darse casi por olvidada, cuando una noche el desasosiego se le trocó
en alegría.
Regresaba del teatro y subía de prisa la escalera, seguida de la
doncella, que por llevar un lío de ropa andaba más despacio, cuando al
llegar al descansillo que separaba dos tramos, vio a un hombre que,
palmatoria en mano, entraba rápidamente en una habitación. No pudo
distinguir bien la figura del desconocido, que abrió y cerró la puerta
con extraordinaria precipitación; pero le pareció que aquel hombre era
don Juan.
«¡Dios mío!», murmuró la enamorada muchacha; y dándole un vuelco el
corazón, quedó parada, sintiendo que comenzaban a temblarle las piernas.
Haciendo un esfuerzo llegó a su cuarto, aguardó a que subiese la
doncella, despidiola en seguida sin consentir en que la desnudase, y
apenas se vio sola, cerró la puerta con llave y la aseguró con el
pestillo.
No se había repuesto de la emoción sufrida, cuando una tosecilla seca y
entrecortada confirmó sus sospechas. Aquella era la seña que tenían
concertada en el teatro de Madrid, para conocer que él había llegado y
que esperaba en el pasillo.
Cristeta, entre acobardada y gozosa, se dejó caer en una butaca. Estaba
sola, y don Juan a dos pasos. Sólo les separaba un miserable pestillo,
que con el dedo meñique podía descorrerse. Su turbación fue grande:
estaba segura de que había de venir a pasar algún tiempo en la misma
ciudad, y le aguardaba impaciente, no por días, sino por horas; pero no
imaginaba que viniese a la misma fonda, ni que se alojase en el cuarto
de al lado.
La sacudida nerviosa que experimentó fue indefinible mezcla de pudor
alarmado y esperanza satisfecha. Miró con recelo hacia la puerta, y
viéndola cerrada y asegurada, se le serenaron algo los ojos, como si
juzgase alejado el peligro. En seguida oyó otra vez sonar la tosecilla y
sonrió orgullosa diciéndose: «¡Hasta el fin del mundo es capaz de ir por
mí!»
De repente se puso pálida como la cera; quiso suspirar, no pudo, y se le
vino al rostro una oleada de sangre. La cosa no era para menos. Acababa
de fijarse en una puerta de que hasta entonces no hizo caso, o en que no
reparó, por hallarse clavada en ella, según es frecuente en las fondas,
una percha, de la cual su doncella había colgado varías faldas y otras
ropas largas ocultando la entrada; y era lo terrible que esta puerta
ponía en comunicación el cuarto de Cristeta con el inmediato.
Se levantó temblando, se acercó de puntillas y quitó las ropas: la
puerta estaba cerrada y tenía el pasador echado; pero... ¿podrían
abrirla desde la parte opuesta? Mejor dicho: ¿podría Juan entrar por
allí?
«No me acuesto», pensó; y volviendo a sentarse en la butaca, dejó pasar
unos minutos, que le parecieron siglos.
¿Se habría equivocado? ¿Sería Juan, u otro cualquiera que se le
pareciese en el modo de toser? Si fuese él, ¡qué dulcísimo miedo! Si no,
¡qué tranquilidad... y qué desilusión!
Era en verano, y el cuarto había permanecido todo el día cerrado; así
que entre su propio sofoco y el calor de la habitación, Cristeta no
respiraba a gusto.
Sin mover ruido fue al balcón y lo abrió.
¡Qué hermosa noche! La ciudad estaba dormida, el mar en calma, el aire
diáfano, la atmósfera serena, y en el cielo brillaban millares de
millones de estrellas. Cristeta se apoyó de codos en la barandilla y
aspiró con delicia el aire que venía saturado de emanaciones salinas. En
vano quería serenarse. El corazón le latía como avisando un peligro, y
los oídos le zumbaban remedando una canción de amor.
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